Es algo paradójico equiparar el comportamiento de Las Casas y el de Cortés frente a los indios, y ha sido necesario poner varias restricciones a esta afirmación, pues la relación con el otro no se constituye en una sola dimensión. Para dar cuenta de las diferencias existentes en la realidad, hay que distinguir por lo menos tres ejes, en los que se puede situar la problemática de la alteridad. Primero hay un juicio de valor (un plano axiológico): el otro es bueno o malo, lo quiero o no lo quiero, o bien, como se prefiere decir en esa época, es mi igual o es inferior a mí (ya que por lo general, y eso es obvio, yo soy bueno, y me estimo…). En segundo lugar, está la acción de acercamiento o de alejamiento en relación con el otro (un plano praxeológico): adopto los valores del otro, me identifico con él; o asimilo al otro a mí, le impongo mi propia imagen; entre la sumisión al otro y la sumisión del otro hay un tercer punto, que es la neutralidad, o indiferencia. En tercer lugar, conozco o ignoro la identidad del otro (éste sería un plano epistémico); evidentemente no hay aquí ningún absoluto, sino una gradación infinita entre los estados de conocimiento menos o más elevados.
Claro que existen relaciones y afinidades entre estos tres planos, pero no hay ninguna implicación rigurosa; por lo tanto, no se puede reducir uno a otro, ni se puede prever uno a partir del otro. Las Casas conoce a los indios menos bien que Cortés, y los quiere más; pero los dos se encuentran en su política común de asimilación. El conocimiento no implica el amor, ni a la inversa; y ninguno de los dos implica por la identificación con el otro, ni es implicado por ella. Conquistar, amar y conocer son comportamientos autónomos y, en cierta forma, elementales (hemos visto que el descubrir se refiere más a las tierras que a los hombres; respecto a éstos, la actitud de Colón se puede describir en términos enteramente negativos: no ama, no conoce y no se identifica).
No se debe confundir esta delimitación de los ejes con la diversidad que se observa en un solo eje. Las Casas nos ha dado un ejemplo de amor por los indios, pero en realidad él mismo ya ilustra más de una actitud, y, para hacerle justicia, debemos completar aquí su retrato. Es que Las Casas pasó por una serie de crisis, o de transformaciones, que lo llevaron a situarse en una serie de posiciones emparentadas, pero distintas, en el transcurso de su larga vida (1484-1566). Renuncia a sus indios en 1514, pero no se hace dominico hasta 1522-1523, y esta segunda conversión es tan importante como la primera. La que habrá de interesarnos ahora es otra transformación más: la que ocurre hacia el final de su vida, después de su regreso definitivo de México, y también después del fracaso de varios de sus proyectos; podríamos tomar como punto de referencia el año de 1550, fecha del debate de Valladolid (pero de hecho no hay aquí una «conversión» clara). La actitud de Las Casas frente a los indios, el amor que les tiene, no son iguales antes y después de esa fecha.
El cambio parece haberse operado a partir de la reflexión a la que lo llevan los sacrificios humanos de los aztecas. La existencia de esos ritos era el argumento más convincente del partido representado por Sepúlveda, que afirmaba la inferioridad de los indios; por otra parte, era indiscutible (aun si no hay acuerdo en cuanto a la cantidad; cf. figs. 20, 21, 25 y 26). Aun varios siglos más tarde, no es difícil imaginar la reacción: es imposible leer sin inmutarse las descripciones redactadas por los frailes españoles de la época, al dictado de sus informantes.
¿No son esos sacrificios la prueba evidente del salvajismo, y por lo tanto de la inferioridad, de los pueblos que los practican? Ése es el tipo de argumento que debía refutar Las Casas. Se ocupa de ello en su Apología en latín, presentada a los jueces de Valladolid, y en algunos capítulos de la Apologética historia, que deben haber sido escritos al mismo tiempo. Su razonamiento al respecto merece un examen detallado. En una primera etapa, Las Casas afirma que, incluso si el canibalismo y el sacrificio humano son condenables en sí, no se sigue de ello que haya que declarar la guerra a quienes los practican: el remedio tiene entonces el riesgo de ser peor que la enfermedad. A eso se añade el respeto, que Las Casas supone común a indios y españoles, por las leyes del país. Si la ley impone el sacrificio, al practicarlo uno se conduce como un buen ciudadano, y no se puede culpar al individuo por hacerlo. Pero después da un paso más: la condena misma se vuelve problemática. Para este fin Las Casas emplea dos tipos de argumentos, que desembocan en dos afirmaciones graduadas.
El primer argumento es del orden de los hechos, y será apoyado por acercamientos históricos. Las Casas quiere hacer que el sacrificio humano sea menos extraño, menos excepcional para el espíritu de su lector, y recuerda que ese sacrificio no está enteramente ausente en la propia religión cristiana. «Todo lo anteriormente expuesto parece confirmarse por la orden dada por Dios a Abraham de inmolar a su hijo único Isaac, y así puede convencerse a los hombres de que no es del todo abominable el ofrecer sacrificios humanos a Dios» (Apología, 37). De la misma manera, Jefté se vio obligado a sacrificar a su hija (Jueces, 11, 31 ss.). ¿Acaso todos los primogénitos no estaban prometidos a Dios? A quien objetara que todos esos ejemplos provienen del Antiguo Testamento, Las Casas recordaría que, después de todo, Jesús había sido sacrificado por Dios Padre, y que los primeros cristianos estaban igualmente obligados a hacerlo, si no querían renunciar a su fe; tal era, por lo visto, la voluntad divina. De manera comparable, en un capítulo anterior, Las Casas reconciliaba a su lector con la idea del canibalismo refiriéndole casos en que unos españoles, apremiados por la necesidad, habían comido, uno el hígado, otro el muslo de uno de sus compatriotas.
La segunda afirmación (que figura en primer lugar en la argumentación de Las Casas) es todavía más ambiciosa: se trata de probar que el sacrificio humano no sólo es aceptable por razones de fe, sino también en derecho. Al hacer esto, Las Casas se ve llevado a presuponer una definición nueva del sentimiento religioso, y en ese punto su razonamiento es particularmente interesante. Los argumentos están tomados de la «razón natural», de consideraciones a priori sobre la naturaleza del hombre. Las Casas acumula, uno tras otro, cuatro «previos principios»:
1. Todo ser humano tiene un conocimiento intuitivo de Dios, es decir, de «algo que está por encima y es mejor que todas las cosas» (ibíd., 35).
2. Los hombres adoran a Dios según sus capacidades y a su manera, tratando siempre de hacerlo lo mejor que pueden.
3. La mejor prueba que uno puede dar de su amor a Dios consiste en ofrecerle lo más preciado que tiene, es decir, la vida humana misma. Es el meollo del argumento, y Las Casas se expresa de la manera siguiente: «El modo principal de reverenciar a Dios es ofrecerle sacrificios, acto éste el único por el que demostramos que aquel a quien los ofrecemos es Dios y nosotros sus súbditos agradecidos. Además, la naturaleza nos enseña que es justísimo que ofrezcamos a Dios, de quien por tantos motivos nos reconocemos deudores, por la admirable eminencia de su majestad, las cosas más preciosas y excelentes. Ahora bien, según la verdad y juicio humanos, ninguna cosa hay para los hombres más importante y preciosa que su vida. Luego la propia naturaleza enseña y dicta a aquellos que carecen de la fe, gracia y doctrina, no habiendo una ley positiva que ordene lo contrario, y encontrándose éstos dentro de los límites de la luz natural, que deben inmolar incluso víctimas humanas al Dios verdadero o al falso, si es tenido por verdadero, para que, al ofrecerle así la cosa más preciosa, se muestren especialmente agradecidos por tantos beneficios recibidos» (ibíd., 36).
4. Así pues, el sacrificio existe por la fuerza de la ley natural, y sus formas serán fijadas por las leyes humanas, especialmente en lo que se refiere a la naturaleza del objeto sacrificado.
Gracias a esta serie de encadenamientos, Las Casas termina por adoptar una nueva posición, e introduce lo que podríamos llamar el «perspectivismo» en el seno de la religión. Se habrá observado cómo toma sus precauciones para recordar que el dios de los indios, aunque no es el «verdadero» Dios, sin embargo es considerado por ellos como tal, y que de ahí hay que partir: «al Dios verdadero o putativo considerado como verdadero» (ibíd., 35); «al Dios verdadero o a aquel que se considera como verdadero» (ibíd., 35); «al Dios verdadero o a aquel que, por error, consideraba como verdadero» (ibíd., 35). Pero reconocer que su dios es verdadero para ellos, ¿no es dar el primer paso hacia otro reconocimiento, a saber, que nuestro Dios es verdadero para nosotros —sólo para nosotros? Lo que queda entonces de común y universal ya no es el Dios de la religión cristiana, al cual todos deberían llegar, sino la idea misma de divinidad, de lo que está por encima de nosotros; más bien la religiosidad que la religión. La parte presupuesta de su razonamiento es también su elemento más radical (más que lo que dice del sacrificio mismo): es verdaderamente sorprendente ver que se introduce el «perspectivismo» en un campo que tan poco se presta a él.
El sentimiento religioso no se define por un contenido universal y absoluto sino por su orientación, y se mide por su intensidad; de tal manera que incluso si el Dios cristiano es en sí una idea superior a la que se expresa por medio de Tezcatlipoca (eso es lo que cree el cristiano Las Casas), los aztecas pueden ser superiores a los cristianos en materia de religiosidad, y de hecho lo son. El concepto mismo de religión sufre una transformación total. «Pero las naciones que a sus dioses ofrecían en sacrificio hombres, por la misma razón mejor concepto formaron y más noble y digna estimación tuvieron de la excelencia y deidad y merecimiento (puesto que idólatras engañados) de sus dioses, y por consiguiente, mejor consideración naturalmente y más cierto discurso y juicio de razón y mejor usaron de los actos del entendimiento que todas las otras, y a todas las dichas hicieron ventaja como más religiosas, y sobre todos los del mundo se aventajaron los que por bien de sus pueblos ofrecieron en sacrificio sus propios hijos» (Apologética historia, III, 183). Dentro de la tradición cristiana, en opinión de Las Casas, sólo los mártires de las primeras épocas podían compararse con los fervientes aztecas.
Así pues, al enfrentarse con el argumento más embarazoso Las Casas se ve llevado a modificar su posición y a ilustrar por esta misma razón una variante del amor que uno tiene por el otro; un amor que ya no es asimilacionista sino distributivo en cierta forma: cada uno tiene sus propios valores; la comparación ya sólo puede referirse a relaciones —del ser con su dios— y no a sustancias: no hay más universales que los formales. Aunque afirma la existencia del dios único, Las Casas no da la preferencia a priori a la vía cristiana para alcanzar a ese dios. La igualdad, aquí, ya no se paga con el precio de la identidad; no se trata de un valor absoluto: cada quien tiene el derecho de acercarse a dios por la vía que le conviene. Ya no hay un Dios verdadero (el nuestro), sino una coexistencia de universos posibles: si alguien lo considera como verdadero… Las Casas ha dejado subrepticiamente la teología y practica una especie de antropología religiosa, lo cual, en su contexto, es auténticamente trastornante, pues bien parece que aquel que asume un discurso sobre la religión da el primer paso hacia la renunciación del discurso religioso mismo.
Le será todavía más fácil aplicar este principio al caso general de la alteridad, y poner entonces en evidencia la relatividad del concepto de «barbarie» (parecería que es el primero que lo hace en la época moderna): cada quien es el bárbaro del otro, para serlo basta con hablar una lengua que ese otro desconoce; no será más que un borborigmo para sus oídos. «Lo mesmo se suele llamar bárbaro un hombre comparado a otro porque es extraño en la manera de la habla, cuando el uno no pronuncia bien la lengua del otro […]; y ésta fue la primera ocasión, según Estrabón, en el libro 14 que se tuvo para llamar los griegos a otras gentes bárbaras, conviene a saber, porque no pronunciaban bien, sino rudamente y con defecto, la lengua griega; y desta manera no hay hombre ni nación alguna que no sea de la otra cualquiera bárbara y bárbaro. Así lo dice Sant Pablo de sí mismo y de los otros, 1.ª ad Corinthios, 14: Si ego nesciero virtutem vocis, ero cui loquar barbarus, et qui loquitur mihi barbarus. Y así, estas gentes destas Indias, como nosotros las estimamos por bárbaras, ellas, también, por no entendernos, nos tenían por bárbaros» (ibíd., III, 264). El radicalismo de Las Casas le impide toda solución intermedia: o afirma, como en la etapa anterior, la existencia de una sola religión verdadera, lo cual lo lleva inevitablemente a equiparar a los indios con una fase anterior, y por lo tanto inferior, de la evolución de los europeos, o, como lo hace en la vejez, acepta la coexistencia de ideales y de valores, rechaza todo sentido no relativo de la palabra «bárbaro», y por lo tanto, toda evolución.
Al afirmar la igualdad en detrimento de la jerarquía, Las Casas toca un tema cristiano clásico, como lo indica la referencia a San Pablo, citado también en la Apología, y esta otra referencia, al Evangelio según San Mateo: «Así que todas las cosas que quisierais que los hombres hiciesen con vosotros, así también haced vosotros con ellos» (7, 12). Comenta Las Casas: «Esto cualquier hombre con la luz natural impresa en nuestra mente lo conoce, aprende y entiende» (Apología, 1). Ya habíamos encontrado el tema del igualitarismo cristiano, y al mismo tiempo habíamos visto hasta qué punto era ambiguo. Todos, en esa época, invocan el espíritu del cristianismo. En nombre de la moral cristiana los católicos (y, por ejemplo, el primer Las Casas) ven a los indios como sus iguales, por lo tanto sus semejantes, y tratan de asimilarlos a ellos. Los protestantes, por el contrario, teniendo presentes las mismas referencias, acusan las diferencias y aíslan a su comunidad de la comunidad indígena, cuando éstas se encuentran en contacto (curiosamente, esa posición no deja de recordar la de Sepúlveda). En ambos casos se niega la identidad del otro: ya sea en el plano de la existencia, como en el caso de los católicos, ya sea en el de los valores, como sucede con los protestantes, y es un poco irrisorio buscar cuál de los dos partidos es campeón en la vía de la destrucción del otro. Pero es en la doctrina cristiana donde el último Las Casas descubre esa forma superior del igualitarismo que es el perspectivismo, donde cada quien se pone en relación con sus valores propios, en vez de confrontarse con un ideal único.
No hay que olvidar al mismo tiempo el carácter paradójico de esta unión de términos: «una religión igualitarista»; explica la complejidad de la posición de Las Casas. Esa misma paradoja tiene su ilustración en otro episodio de la historia de las ideologías y de los hombres, más o menos contemporáneo: el debate sobre la finitud o la infinitud del mundo, y por consiguiente sobre la existencia o inexistencia de una jerarquía interior al mundo. En su tratado en forma de diálogo, De l’infinito universo e mondi, escrito en 1584, Giordano Bruno, dominico como Las Casas, enfrenta dos concepciones. Una, que afirma el carácter finito del mundo y la jerarquía necesaria, es defendida por el aristotélico (que no se llama Sepúlveda); la otra es la suya propia. Así como Las Casas (y San Pablo antes de él) había afirmado la relatividad de las posiciones a partir de las cuales se juzgan los asuntos humanos, Bruno lo hace en relación al espacio físico, y niega la existencia de toda posición privilegiada: «Así que la tierra no está en el centro [del universo], no más que cualquier otro mundo; y no existen puntos en el espacio que pudiesen formar polos definidos y determinados para nuestra tierra, de igual manera que ésta no forma un polo definido y determinado para ningún otro punto del éter o del espacio del mundo; y esto es cierto para todos los demás cuerpos [del universo]. Desde puntos de vista diferentes todos pueden ser mirados como centros o como puntos de la circunferencia, como polos o como cénit, y así sucesivamente. Así pues, la tierra no es el centro del universo; sólo es central en relación a nuestro propio espacio circundante. […] Una vez que se supone un cuerpo de tamaño infinito, se renuncia a atribuirle un centro o una periferia» (2).
No sólo la tierra no es el centro del universo, sino que tampoco lo es ningún punto físico; la noción misma de centro sólo tiene sentido en relación con un punto de vista particular: el centro y la periferia son conceptos tan relativos como los de civilización y barbarie (y aún más). «No hay en el universo ni centro ni circunferencia, sino que el conjunto es central, y también se puede considerar todo punto como una parte de la circunferencia, con relación a otro punto central» (5).
Pero la Inquisición, que había sido indulgente para Las Casas (¡ni hablar de San Pablo!), no admite la afirmación de Bruno: excluido ya de la orden de los dominicos cuando escribe estas frases, poco después había de ser apresado, juzgado por herejía y quemado en la plaza pública en 1600, último año del siglo que había visto las luchas de Las Casas. Lo igualitario de su discurso es, como el de Las Casas, a la vez cristiano y antirreligioso: pero el primer componente es el que oirán los jueces de Las Casas, mientras que los de Bruno oyen el segundo. Quizás eso se deba a que la afirmación de Las Casas se refiere al mundo de los hombres, para el cual, al fin y al cabo, son concebibles diferentes interpretaciones, mientras que la de Bruno se refiere al universo entero, que incluye a Dios —o precisamente, que no lo incluye, lo cual pertenece al dominio del sacrilegio.
Y sin embargo es un hecho digno de asombro: no se objeta nada a los proyectos propiamente políticos de Las Casas, hacia el final de su vida. Claro que no se los acepta, sino que simplemente se los ignora; por lo demás, es difícil concebir cómo tales proyectos pudieran siquiera empezar a realizarse, con lo utópicos que son y con lo poco que tienen en cuenta los intereses comprometidos en la empresa. La solución por la que se inclina Las Casas es conservar los antiguos estados, con sus reyes y gobernadores; predicar en ellos el Evangelio, pero sin el apoyo de los ejércitos; si esos reyes locales solicitan integrarse en una especie de federación presidida por el rey de España, hay que aceptarlos; sólo se aprovecharán sus riquezas si ellos mismos lo proponen: «Y si los reyes de las Indias quisieren traspasar en los reyes de Castilla el derecho y señorío que tienen sobre las minas de oro y plata, perlas y piedras y las salinas…» («Carta a fray Bartolomé Carranza de Miranda», agosto de 1555). En otras palabras, Las Casas le sugiere al rey de España, ni más ni menos, que renuncie a sus posesiones allende el Atlántico. Y la única guerra que considera sería la que hiciera el rey contra los conquistadores españoles (pues Las Casas sospecha que éstos no querrán renunciar de buen grado a sus conquistas): «La orden que tiene menos inconvenientes y contiene el verdadero remedio de tantos males, y los reyes de Castilla creo yo, como creo en Dios, ser de precepto divino, a ponerla por guerra y mano armada, si no pudieren por paz, etiam con riesgo y peligro de todo lo temporal que tienen en las Indias obligados, es sacar los indios de poderío del diablo y ponerlos en su prístina libertad, y a sus reyes y señores naturales restituirles sus estados» (ibíd.).
Resulta así que la justicia «distributiva» y «perspectivista» de Las Casas lo lleva a modificar otro componente de su posición: renuncia, en la práctica, al deseo de asimilar a los indios, y elige la vía neutral: los indios mismos decidirán sobre su propio porvenir.
Examinemos ahora algunos comportamientos dentro de la perspectiva del segundo eje que hemos marcado para describir las relaciones con el otro, el de la acción de identificación o de asimilación. Vasco de Quiroga ofrece un ejemplo original de esta última. Es miembro de la Segunda Audiencia de México, es decir, pertenece al poder administrativo; más tarde es obispo de Michoacán. Se parece en muchos aspectos a los demás humanistas, ya sean laicos o religiosos, que tratarán de proteger en México a los indios contra los excesos de los conquistadores; pero se distingue netamente de ellos en un punto: su actitud es asimilacionista, pero el ideal al que quiere asimilar a los indios no está encarnado por él mismo o por la España contemporánea; los asimila, en suma, a un tercero. Vasco de Quiroga tiene una mente formada por la lectura: primero la de los libros cristianos, pero también la de las célebres Saturnalias de Luciano, donde se expone detalladamente el mito de la edad de oro; por último, y sobre todo, la lectura de la Utopía de Tomás Moro. En suma, Vasco de Quiroga afirma que los españoles pertenecen a una fase decadente de la historia, mientras que los indios, por su parte, se asemejan a los primeros apóstoles y a los personajes del poema de Luciano (aun si, en otras partes, el obispo de Michoacán también es capaz de reprobar sus defectos): «Parece que había en todo y por todo la misma manera e igualdad, simplicidad, bondad, obediencia, humildad, fiestas, juegos, placeres, deberes, holgares, ocios, desnudez, pobre y menospreciado ajuar, vestir y calzar y comer, según que la fertilidad de la tierra se lo daba, ofrecía y producía de gracia y cuasi sin trabajo, cuidado ni solicitud suya» («Información en derecho», p. 380).
Con eso se puede ver que Vasco de Quiroga, a pesar de su experiencia «de campo», no había llevado muy lejos el conocimiento de los indios: apoyándose en algunas experiencias superficiales, como Colón o como Las Casas, no ve en ellos lo que son, sino lo que él quisiera que fueran, una variante de los personajes de Luciano. Sin embargo, las cosas son un poco más complejas, pues esta visión idealizante se detiene a medio camino: los indios efectivamente encarnan la visión idílica de Vasco de Quiroga, pero están lejos de la perfección. Así pues, por medio de una acción deliberada que ejerce sobre ellos, él será quien transforme esta promesa en una sociedad ideal. Por eso, a diferencia de Las Casas, no habrá de ejercer su acción con los reyes, sino con los propios indios. Recurre para ello a la enseñanza de un sabio: un pensador social, Tomás Moro, ya ha encontrado, en su Utopía, las formas ideales que convienen para la vida de esas personas. Es significativo el hecho de que Moro, por su parte, se inspiró para pintar su utopía en los primeros relatos entusiastas sobre el Nuevo Mundo (hay en eso un fascinante juego de espejos, en el que los malentendidos de interpretación motivan la transformación de la sociedad). Así que sólo queda promover este proyecto en la realidad. Vasco de Quiroga organiza dos aldeas siguiendo las prescripciones utopistas: una cerca de la ciudad de México, la otra en Michoacán, ambas llamadas Santa Fe, que ilustran a la vez su espíritu filantrópico y los inquietantes principios del estado utópico. La unidad social de base en la familia extendida, formada por diez a doce parejas de adultos emparentados, bajo las órdenes de un padre de familia; los padres eligen a su vez al jefe de la aldea. No hay servidores y el trabajo es obligatorio, tanto para los hombres como para las mujeres, pero no puede pasar de seis horas diarias. Todos alternan obligatoriamente el trabajo en el campo con el trabajo artesanal; las ganancias de su producción se dividen equitativamente, según las necesidades de cada uno. Los cuidados médicos y el aprendizaje (tanto espiritual como manual) son gratuitos y obligatorios; están prohibidos los objetos y las actividades de lujo, e incluso se proscribe el uso de ropa de color. Los «hospitales»-aldeas son los únicos propietarios de los bienes, y tienen derecho a expulsar a los que se portan mal, es decir, a los insumisos, a los borrachos o a los haraganes (cierto es que en la realidad no se cumple este programa).
Vasco de Quiroga no tiene ninguna duda en cuanto a la superioridad de esta forma de vida, y considera que para alcanzarla son válidos todos los medios: así, con Sepúlveda y contra Las Casas, es un defensor de las «justas guerras» contra los indios y del reparto de éstos en encomiendas feudales. Lo cual no le impedirá, por otra parte, actuar como auténtico defensor de los indios contra las pretensiones de los colonos españoles, y sus aldeas gozan de una gran popularidad entre los indios.
Vasco de Quiroga ilustra un asimilacionismo incondicional, aunque original. Los ejemplos del comportamiento contrario, de identificación con la cultura y la sociedad de los indios, son mucho más raros (mientras que abundan los casos de identificación en el otro sentido: la Malinche era uno de ellos). El ejemplo más puro es el de Gonzalo Guerrero. Después de naufragar frente a las costas de México en 1511, cae, con algunos españoles más, en la costa de Yucatán. Sus compañeros mueren; sólo sobrevive Aguilar, el futuro intérprete de Cortés, que es vendido como esclavo en el interior del país. Diego de Landa, obispo de Yucatán, cuenta el resto: «Que Guerrero, como entendía la lengua, se fue a Chectemal, que es la Salamanca de Yucatán, y que allí le recibió un señor llamado Nachancán, el cual le dio a cargo las cosas de la guerra en que estuvo muy bien, venciendo muchas veces a los enemigos de su señor, y que enseñó a los indios pelear mostrándoles [la manera de] hacer fuertes y bastiones, y que con esto y con tratarse como indio, ganó mucha reputación y le casaron con una muy principal mujer en que hubo hijos; y que por esto nunca procuró salvarse como hizo Aguilar, antes bien labraba su cuerpo, criaba cabello y harpaba las orejas para traer zarcillos como los indios y es creíble que fuese idólatra como ellos» (3).
Así que tenemos una identificación completa: Guerrero adoptó la lengua, la religión, los usos y costumbres. No debe asombrar entonces que se niegue a unirse a las tropas de Cortés cuando éste desembarca en Yucatán, y que dé como razón, al decir de Bernal Díaz, precisamente su integración a la cultura de los indios: «Tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras; idos con Dios, que yo tengo labrada la cara y horadadas las orejas. ¡Qué dirán de mí desde que me vean esos españoles ir de esta manera! Y ya veis éstos mis hijitos cuán bonicos son» (27). Se piensa incluso que Guerrero no se mantuvo en esta posición de neutralidad y de reserva, sino que luchó contra los ejércitos de los conquistadores a la cabeza de las tropas yucatecas; según Oviedo (II, 32, 2), fue muerto en 1528 por el lugarteniente de Montejo, Alonso de Ávila, en una batalla contra el cacique de Chetumal.
El caso de Guerrero, curioso porque ilustra una de las variantes posibles de la relación con el otro, no tiene un gran significado histórico y político (también en eso es el contrario de la Malinche): nadie sigue su ejemplo y hoy en día es claro para nosotros que eso no podía haber ocurrido, pues no correspondía en nada a la relación de las fuerzas que se enfrentaban. Sólo trescientos años más tarde, cuando la independencia de México, veremos —pero en circunstancias totalmente diferentes— a los criollos tomando el partido de los indios contra los españoles.
Un ejemplo más interesante, por más complejo, de sumisión de/a los indios, es el del conquistador Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Su destino es extraordinario: primero parte a la Florida con una expedición capitaneada por Pánfilo de Narváez, a quien ya habíamos encontrado en otras circunstancias. Hay naufragios, ocurrencias desastrosas, calamidades de todos tipos: el resultado es que Cabeza de Vaca y algunos de sus compañeros se ven obligados a vivir entre los indios, y de la misma manera que ellos. Luego emprenden un largo viaje (¡a pie!), y aparecen en México ocho años después de su llegada a la Florida. Cabeza de Vaca regresa a España para volver a irse unos cuantos años más tarde, ahora como jefe de una expedición a lo que actualmente es el Paraguay. También esa expedición acaba mal, pero por otras razones: Cabeza de Vaca, en conflicto con sus subordinados, es destituido y mandado a España, en cadenas. Sigue un largo proceso, que pierde; pero deja dos relaciones, cada una de ellas dedicada a uno de sus viajes.
En sus juicios sobre los indios, Cabeza de Vaca no da muestras de una gran originalidad: su posición es bastante cercana a la de Las Casas (antes de 1550). Los estima y no quiere hacerles daño; si hay evangelización, se debe llevar a cabo sin violencia. «Claramente se ve que estas gentes todas, para ser atraídas a ser cristianos y a obediencia de la imperial majestad, han de ser llevados con buen tratamiento, y que éste es camino muy cierto, y otro no» (I, 32). Hace esta reflexión en el momento en que se encuentra solo entre los indios; pero, cuando es gobernador del Río de la Plata, no ha olvidado el asunto, y trata de aplicarlo en sus relaciones con los indios; sin duda es una de las causas del conflicto que lo opone a los otros españoles. Pero no olvida su objetivo por ese «buen tratamiento», y declara, con toda sencillez, durante la odisea en Florida: «Ésta fue la más obediente gente que hallamos por esta tierra, y de mejor condición» (I, 30), o también: «La gente de ella [esa tierra] es muy bien acondicionada; sirven a los cristianos [los que son amigos] de muy buena voluntad» (I, 34). No excluye que se pueda recurrir a las armas, y relata detalladamente la técnica guerrera de los indios, para que «los que algunas veces se vinieren a ver con ellos estén avisados de sus costumbres y ardides, que suelen no poco aprovechar en semejantes casos» (I, 25); los pueblos en cuestión han sido exterminados desde entonces, sin dejar huella. En suma, nunca está lejos del Requerimiento que promete la paz con tal que los indios acepten someterse, y la guerra si se niegan a ello (cf. por ejemplo, I, 35).
Cabeza de Vaca no sólo se distingue de Las Casas en que su acción, como la de Vasco de Quiroga, se dirige más bien a los indios que a la corte, sino también por su conocimiento preciso y directo del modo de vida de los indios. Su relato contiene una notable descripción de las regiones y las poblaciones que descubre, y valiosos detalles sobre la cultura material y espiritual de los indios. Eso no es casual; en varias ocasiones explicita su preocupación: si elige un recorrido, es «porque, atravesando la tierra, víamos muchas particularidades de ella» (I, 28); si da noticia de una técnica, es «para que se vea y se conozca cuán diversos y extraños son los ingenios y industrias de los hombres humanos» (I, 30); si se interesa en una práctica determinada, es porque «todos los hombres desean saber las costumbres y ejercicios de los otros» (I, 25).
Pero allí donde el ejemplo de Cabeza de Vaca resulta más interesante es evidentemente en el plano de la identificación (posible). Para sobrevivir, se ve forzado a ejercer dos oficios. El primero es el de buhonero: durante casi seis años, recorre sin cesar el camino entre la costa y el interior, llevando a cada uno los objetos de que carece, pero que el otro tiene: alimentos, medicinas, caracoles de mar, pieles de animal, juncos para las flechas, cola. «Y este oficio me estaba a mí bien, porque andando en él tenía libertad para ir donde quería, y no era obligado a cosa alguna, y no era esclavo, y donde quiera que iba me hacían buen tratamiento y me daban de comer, por respeto de mis mercaderías, y lo más principal, porque andando en ello, yo buscaba por dónde me había de ir adelante, y entre ellos era muy conoscido» (I, 16).
El segundo oficio que ejerce Cabeza de Vaca es todavía más interesante: se vuelve curandero o, si se prefiere, chamán. No es una elección deliberada, sino que, después de ciertas peripecias, los indios deciden que Cabeza de Vaca y sus compañeros cristianos pueden curar a los enfermos, y les piden su intervención. Al principio los españoles se muestran reticentes, se declaran incompetentes; pero como los indios les quitan los víveres, acaban por aceptar. Las prácticas que eligen tienen una doble inspiración: por una parte observan a los curanderos indígenas y los imitan: imponen las manos, echan su aliento a los enfermos, los sangran y cauterizan con fuego las heridas. Por otra parte, y para mayor seguridad, recitan oraciones cristianas. «La manera con que nosotros curamos era santiguándolos y soplarlos, y rezar un Pater noster y un Ave María, y rogar lo mejor que podíamos a Dios nuestro Señor que les diese salud, y espirase en ellos que nos hiciesen algún buen tratamiento» (I, 15). Si creemos lo que cuenta Cabeza de Vaca, esas intervenciones siempre tienen éxito: hasta llega a resucitar a un muerto.
Cabeza de Vaca adopta los oficios de los indígenas y se viste como ellos (o anda desnudo como ellos) y come como ellos. Pero la identificación nunca es completa: hay una justificación «europea» que le hace agradable el oficio de buhonero, y oraciones cristianas en sus prácticas de curandero. En ningún momento olvida su propia identidad cultural, y esta firmeza lo sostiene en las pruebas más difíciles. «No tenía, cuando en estos trabajos me vía, otro remedio ni consuelo sino pensar en la pasión de nuestro redemptor Jesucristo y en la sangre que por mí derramó, y considerar cuánto más sería el tormento que de las espinas él padesció» (I, 22). Tampoco olvida nunca su objetivo, que es ir a reunirse con los suyos. «Y de mí sé decir que siempre tuve esperanza en Su misericordia que me había de sacar de aquella captividad, y así yo lo hablé siempre a mis compañeros» (I, 22). A pesar de lo integrado que está en la sociedad india, siente una gran alegría cuando encuentra a otros españoles: «Este día fue uno de los de mayor placer que en nuestros días habemos tenido» (I, 17). El mismo hecho de escribir un relato de su vida indica claramente su pertenencia a la cultura europea.
Cabeza de Vaca no se parece en nada a Guerrero; ni es posible imaginarlo a la cabeza de los ejércitos indios contra los españoles, ni tampoco casado y con hijos mestizos. Por lo demás, en cuanto vuelve a encontrar «la» civilización en México, toma el barco para regresar a España; nunca habrá de volver a la Florida, a Tejas o al norte de México. Y sin embargo esa prolongada estancia no deja de marcarlo, como lo vemos en particular en el relato del final de su periplo. Ha alcanzado los primeros puestos avanzados españoles en compañía de amigos indios, a quienes alienta a renunciar a toda acción hostil, asegurándoles que los cristianos no les harán ningún daño. Pero subestima la codicia de éstos y su deseo de conseguir esclavos; así que lo engañan sus propios correligionarios. «Nosotros andábamos a les buscar libertad [a los indios], y cuando pensábamos que la teníamos, sucedió tan al contrario, porque tenían acordado [los cristianos] de ir a dar en los indios que enviábamos asegurados y de paz; y ansí como lo pensaron, lo hicieron; lleváronnos por aquellos montes dos días, sin agua, perdidos y sin camino, y todos pensamos perescer de sed, y de ella se nos ahogaron siete hombres, y muchos amigos que los cristianos traían consigo no pudieron llegar hasta otro día a mediodía a donde aquella noche hallamos nosotros el agua» (I, 34). Parece que aquí el universo mental de Cabeza de Vaca se tambalea, con ayuda de la incertidumbre en cuanto a los referentes de sus pronombres personales; ya no hay dos partidos, nosotros (los cristianos) y ellos (los indios), sino tres: los cristianos, y los indios y «nosotros». Pero ¿quiénes son esos «nosotros», exteriores tanto a un mundo como al otro, puesto que los ha vivido ambos desde el interior?
Al lado de esta confusión de la identidad, también observamos, como sería de esperar, identificaciones parciales mucho más controladas. Son especialmente las de los monjes franciscanos, quienes, sin renunciar jamás a su ideal religioso ni a su objetivo evangelizador, adoptan fácilmente el modo de vida de los indios; de hecho lo uno sirve para lo otro, y el movimiento inicial de identificación facilita la asimilación en profundidad. «Y como el señor presidente [de la segunda Audiencia] les preguntase la causa por qué querían más a aquéllos [los franciscanos] que a otros, respondían los indios: “Porque éstos andan pobres y descalzos como nosotros, asiéntanse entre nosotros, conversan entre nosotros mansamente”» (Motolinía, III, 4). Se encuentra la misma imagen en los Coloquios de los sacerdotes cristianos e indios, contados por los antiguos mexicanos: la primera palabra que éstos ponen en boca de los franciscanos es una afirmación de semejanza: «No dejéis que os engañemos en una cosa, / tened cuidado de considerarnos superiores, / pues en verdad, sólo somos vuestros iguales, / igual que vosotros sólo somos gente común, / además, somos hombres, como lo sois vosotros, / ciertamente no somos dioses. / También somos habitantes de la tierra, / también bebemos, también comemos, / también morimos de frío, también nos agobia el calor, / también somos mortales, también somos perecederos» (1, 28-36).
Alguien como Cabeza de Vaca avanza bastante en el camino de la identificación, y conoce bastante bien a los indios con quienes trata. Pero, como ya hemos dicho, no hay entre esos dos rasgos ninguna relación de implicación. Si hiciera falta una prueba, estaría en el ejemplo de Diego de Landa. Este franciscano debe su celebridad a un doble gesto, decisivo para nuestro conocimiento de la historia de los mayas. Por una parte, es autor de la Relación de las cosas de Yucatán, el documento más importante sobre el pasado de los mayas; por la otra, es el instigador de muchos autos de fe públicos en los cuales son quemados todos los libros mayas que existen en la época, como refiere Landa en su misma Relación: «Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sintieron a maravilla y les dio mucha pena» (41).
De hecho, esta paradoja del hombre que al mismo tiempo ha quemado y escrito libros no es tal: se disipa si observamos que Landa rechaza cualquier identificación con los indios y exige, por el contrario, su asimilación a la religión cristiana; pero, al mismo tiempo, se interesa en conocer a esos indios. Hay en realidad una sucesión en sus gestos. Landa había vivido en Yucatán de 1549 a 1562, año del mencionado auto de fe. Sus actos, que no sólo comprenden la destrucción de los libros, sino también castigos para los indios «herejes», que son encarcelados, azotados e incluso ejecutados por órdenes suyas, son la causa de que lo llamen a España para ser juzgado (justificaba el uso de la tortura para los indios alegando que de otra manera hubiera sido imposible obtener de ellos ninguna información). Lo condena primero el Consejo de Indias, pero es absuelto por una comisión especial y lo vuelven a enviar a Yucatán, esta vez con el poder más grande que corresponde a un obispo. Durante su estancia en España, en 1566, escribe su libro, en parte para defenderse de las acusaciones que se le hacen. Vemos entonces la completa separación de las dos funciones: el asimilador actúa en Yucatán; el estudioso, escribe libros en España.
Otros personajes religiosos de la época combinaron esos dos rasgos: al tiempo que tratan de convertir a todos los indios a la religión cristiana, describen también su historia, sus costumbres, su religión, y contribuyen así a su conocimiento. Pero ninguno de ellos cae en los excesos de Landa y todos lamentan la quema de manuscritos. Forman uno de los dos grandes grupos de autores a quienes se deben los conocimientos que hoy tenemos sobre el México antiguo; hay entre ellos representantes de las diferentes órdenes religiosas, franciscanos, dominicos, jesuitas. El otro grupo está constituido por los autores indios o mestizos, que o bien aprendieron español o bien se sirven del alfabeto latino para escribir en náhuatl: ellos son Muñoz Carnargo, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Juan Bautista Pomar, Hernando Alvarado Tezozómoc y otros (algunos textos son anónimos). Producen entre todos una masa incomparable de documentos, la más rica que tenemos acerca de cualquier sociedad tradicional.
Dos figuras excepcionales dominan el conjunto de las obras dedicadas a los indios, y merecen un examen más detallado: Diego Durán y Bernardino de Sahagún.
Encontramos un desdoblamiento de la personalidad infinitamente más complejo en el autor de una de las descripciones más logradas del mundo precolombino, el dominico Diego Durán. Nació en España (hacia 1537), pero, a diferencia de muchos otros personajes que marcan esa época, llega a vivir a México a los cinco o seis años, y recibe entonces una formación local. De esta experiencia resultará una comprensión desde el interior de la cultura india, que nadie iguala en el siglo XVI. De 1576 a 1581, no mucho antes de su muerte (1588), Durán redacta una Historia de las Indias de Nueva España e islas de la tierra firme (título incoherente, y que sin duda fue añadido al libro por otra persona), cuyas dos primeras partes tratan de la religión de los aztecas, y la tercera de su historia. Esas obras no se publican sino en el siglo XIX.
La ambivalencia de Durán es más compleja tanto porque su vida no consiste en etapas que alternan entre España y México como porque su conocimiento de la cultura india es mucho más íntimo, y es también una posición más dramática. Está por una parte el cristiano convencido, el evangelista encarnizado; éste decidió que para la conversión de los indios hacía falta un mejor conocimiento de su antigua religión. Más precisamente, Durán encadena las dos inferencias siguientes: 1] para imponer la religión cristiana hay que extirpar toda huella de religión pagana; 2] para lograr eliminar el paganismo, primero hay que conocerlo bien. «Jamás podremos hacerles conocer de veras a Dios [a los indios] mientras de raíz no les hubiéramos tirado todo lo que huela a la vieja religión de sus antepasados […]. Aunque queramos quitarles de todo punto esta memoria de Amalek, no podremos por mucho trabajo que en ello se ponga si no tenemos noticia de todos los modos de religión en que vivían» (I, «Prólogo»). Toda la motivación explícita de Durán cabe en esas dos implicaciones, que no se cansa de repetir a lo largo de toda su obra sobre la religión azteca, desde (literalmente) el primer párrafo de la primera parte hasta el último de la segunda; ve en ello la única razón que lo ha llevado a emprender este trabajo: «Porque todo mi intento fue y es dar aviso a los ministros de los agüeros e idolatrías de éstos para que se tuviese advertencia y aviso de algunos descuidos que podría haber en los agüeros antiguos» (I, 19).
Para poder extirpar las idolatrías, primero hay que aprender a reconocerlas: Durán no tiene ninguna duda al respecto. Ahora bien, el clero de la época, que asume la tarea de la evangelización, es ignorante. Los sacerdotes se conforman con un conocimiento superficial de la lengua (se queja Durán de que les basta con dos expresiones, «¿cómo llamáis esto?» y «ya llegará», I, 8); sin embargo, si uno no conoce a fondo la lengua no puede comprender la cultura, y se deja ir a interpretaciones falaces, bajo la guía de esos dos ayudantes pérfidos, la analogía y el wishful thinking. Cuenta Durán cómo cierta forma de tonsura, relacionada con las prácticas paganas, se tomaba por un homenaje a los frailes, porque se parecía a la de ellos. «Heme hecho fuerza a creer de los tales decirlo con santa simplicidad, y no puede persuadirme, sino que es grandísima ignorancia y no entender el frasis de los indios» (I, 5). Por eso Durán les reprocha a aquellos que, como Diego de Landa o Juan de Zumárraga, primer obispo de México, quemaron los libros antiguos, el haber dificultado todavía más el trabajo de evangelización. «Y así erraron mucho los que, con buen celo, pero no con mucha prudencia, quemaron y destruyeron al principio todas las pinturas de antiguallas que tenían, pues nos dejaron tan sin luz, que delante de nuestros ojos idolatran y no los entendemos: en los “mitotes’”, en los mercados, en los baños y en los cantares que cantan, lamentando sus dioses y sus señores antiguos, en las comidas y banquetes» (I, «Prólogo»).
Hay ahí un debate, y algunos —que tenían noticia del trabajo que estaba haciendo Durán— no dudaban en reprocharle el contribuir a un resultado exactamente opuesto al que buscaba: a saber, despertar las antiguas supersticiones al producir un repertorio tan detallado de ellas. Durán les responde que las supervivencias de la antigua religión están presentes en todas partes (pero son invisibles para los ignorantes), y que los indios no necesitan de sus trabajos para encontrarlas. Sin embargo, si así fuese, «yo fuera el primero que lo echara en el fuego, para que no hubiera memoria de tan abominable ley» (II, 3). Así pues, no está en contra del principio de la quema de libros, sino que sencillamente duda de que ése sea el medio apropiado para luchar contra el paganismo: quizás trae más pérdida que ganancia. Por eso se entrega con pasión a su trabajo: «Saliendo este mi libro a luz, no se pretenderá ignorancia» (I, 19).
Ahora bien, una vez conocida la idolatría, no hay que parar antes de eliminarla por entero: ésa es la segunda afirmación de Durán, interesante precisamente por su carácter radical. La conversión debe ser total: ningún individuo, ninguna parcela del individuo, ninguna práctica, por fútil que parezca, debe escapar a ella. Afirma que no hay que conformarse con una aceptación de los ritos externos del cristianismo, «como la mona» (I, 17), lo cual es, desgraciadamente, demasiado frecuente, pues los frailes se contentan «con las apariencias de cristianos, que los indios nos fisguen» (I, 8). Tampoco hay que alegrarse de la conversión de la mayoría: una sola oveja sarnosa puede contagiar a todo el rebaño. «Y ya que no son todas, basta uno en un pueblo para hacer mucho mal» (II, 3). Y sobre todo, no debe uno pensar que con lograr lo esencial es suficiente: la más mínima reminiscencia de la antigua religión puede pervertir enteramente el nuevo culto (que es el único justo). «Disimulando y consintiendo estas y otras supersticiones y teniéndolas por cosas mínimas y que no van ni vienen, y no riñéndolas y reprendiéndolas mostrando enojo y pesadumbre de ellas, vienen los indios a encaminarse y a cometer otras cosas más pesadas y graves. […] Dirame alguno que en eso no va nada. Digo que es idolatría finísima en ellos, […] demás de ser rito antiguo» (I, 7). «Si algún olor de lo antiguo hay entre ellos, o en algunos de ellos, [se debe acabar] de desarraigar» (I, 17).
Quien roba uno roba ciento: quien deja subsistir el menor rastro de paganismo traiciona el espíritu mismo de la religión cristiana. «[Que los sacerdotes] no permitan con su flojedad y descuido, con sus holguras y pasatiempos, pasar a los indios con estas cosas mínimas, como es disimular trasquilar las cabezas a los niños, y emplumárselas con plumas de aves silvestres, ni ponerle el ule en las cabezas, o en la frente, ni entiznarlos, ni embijarlos con el betún de los dioses» (I, 5). Fray Diego, en su celo, llega a acosar a los indios hasta en sus sueños, para detectar en ellos todo resto de idolatría. «Por lo cual es menester que agora, en tratando de sueños, que sean examinados en qué era lo que soñó, porque puede ser que haya algún olor de lo antiguo, y así es menester en tocando en esta materia, preguntar: ¿Qué soñaste?, y no pasar con ella como gato sobre ascuas. Y aun lo que se había de predicar era el menosprecio de estas cosas y abominación de ellas» (I, 13).
Lo que más irrita a Durán es que los indios logran insertar segmentos de su antigua religión en el seno mismo de las prácticas religiosas cristianas. El sincretismo es un sacrilegio, y la obra de Durán se empeña específicamente en esta lucha: «[…] es nuestro principal intento: advertirles [a los ministros] la mezcla que puede haber acaso de nuestras fiestas con las suyas, que fingiendo éstos celebrar las fiestas de nuestro Dios y de los santos, entremetan y mezclen y celebren las de sus ídolos, cayendo el mesmo día, y en las cerimonias mezclarán sus ritos antiguos» (I, 2). Si en determinada fiesta cristiana los indios bailan en cierta forma, cuidado, es una manera de adorar a sus dioses, en las mismas narices de los sacerdotes españoles. Si determinado canto se integra en el oficio de difuntos, es otra celebración de los demonios. Si ofrendan flores y hojas de maíz para el Natalicio de Nuestra Señora, es porque a través de ella se dirigen a una antigua diosa pagana. «He oído semejantes días cantar en el areito unos cantares de Dios y del santo, y otros mezclados de sus metáforas y antiguallas, que el demonio que se los enseñó solo los entiende» (II, 3). Hasta se pregunta Durán si los que van a misa a la catedral de México no lo hacen en realidad para poder adorar ahí a los antiguos dioses, puesto que se emplearon sus representaciones en piedra para construir el templo cristiano: ¡las columnas de la catedral descansan en serpientes emplumadas!
Si bien el sincretismo religioso es la forma más escandalosa de la supervivencia de las idolatrías, las demás formas no son menos reprochables, y en su misma multiplicidad reside el peligro. En una sociedad altamente jerarquizada, codificada y ritualizada, como la de los aztecas, todo está relacionado, de cerca o de lejos, con la religión: después de todo, Durán no se equivoca. Por más que le agraden ciertos espectáculos teatrales que tienen lugar en la ciudad, no por ello deja de percibir su carácter pagano: «Todos los cuales entremeses entre ellos eran de mucha risa y contento. Lo cual no se representaba sin misterio [porque aludía a la antigua religión]» (I, 6). Ir al mercado, ofrecer banquetes, comer tal o cual alimento (por ejemplo, los perros mudos), emborracharse, tomar baños: ¡todos esos actos tienen un significado religioso y deben ser eliminados! Y Durán, que no quema los libros porque no cree en la eficacia del gesto, no vacila en destruir los objetos en los que percibe una relación, más o menos lejana, con el culto antiguo: «Y he hecho desbaratar algunos baños, […] por ser baños ya antiguos, de tiempo antiguo» (I, 19). Algunos debían contestarle que ésas no eran más que costumbres, y no supersticiones, o bien adornos, y no imágenes paganas; un indio le dijo una vez, en respuesta a sus reproches, «que ya no lo hacían por lo antiguo, sino que aquel era su modo» (I, 20); a veces, de mala gana, acepta el argumento, pero en el fondo preferiría las consecuencias radicales de su posición intransigente: si toda la cultura azteca está impregnada de los antiguos valores religiosos, entonces que desaparezca. «En todo se halla superstición e idolatría; en el sembrar, en el coger, en el encerrar en las trojes, hasta en el labrar la tierra y edificar las casas. Y pues en los mortuorios y entierros y en los casamientos y nacimientos de niños […]» (I, «Prólogo»). Desearía Durán que «se quitase y se olvidase cualquier uso antiguo» (I, 20); ¡cualquiera!
Sobre este punto, Durán no expresa la opinión de todos los religiosos españoles en México; toma partido en un conflicto que enfrenta dos políticas respecto a los indios, a grandes rasgos, la de los dominicos y la de los franciscanos. Unos son rigoristas: la fe no se escatima, la conversión debe ser total, incluso si eso implica transformar todos los aspectos de la vida de los conversos. Los otros son más bien realistas: ya sea porque efectivamente no se enteran de las supervivencias de la idolatría entre los indios, ya sea porque deciden no enterarse, el caso es que retroceden ante la inmensidad de la tarea (la conversión integral) y encuentran acomodo en el presente, aún imperfecto. Esta última política, que es la que se impone, resultará eficaz pero lo cierto es que en el cristianismo mexicano todavía se ven las huellas del sincretismo.
Durán, por su parte, elige el partido rigorista, y hace amargos reproches a sus adversarios: «Ha habido religiosos que han puesto dificultad, en que no hay necesidad de echarles las fiestas de entre semana, lo cual tengo por inconveniente y no muy acertado; supuesto que son cristianos, es justo que lo sepan» (I, 17). En sus imprecaciones arde una santa indignación, cuando quiere infligir severos castigos a sus colegas, tan culpables a sus ojos como los herejes, puesto que no mantienen la pureza de la religión. «Lo cual se había de castigar como caso de inquisición, dando perpetua privación de aquel oficio [el de confesor] al que tal hace» (I, 4). Pero el otro partido no grita menos, y Durán se queja de los mandatos que se ve obligado a obedecer, según los cuales ya no se debe hablar de las antiguas idolatrías; ésta es sin duda una de las razones por las cuales la obra de Durán permanece inédita, y es muy poco leída, durante trescientos años.
Ésta es una de las caras de Durán: cristiano rígido, intransigente, defensor de la pureza religiosa. Causa entonces cierta sorpresa darse cuenta de que también practica la analogía y la comparación, con el fin de que las realidades mexicanas sean comprensibles para su lector, supuestamente europeo; ciertamente no hay nada reprensible en ello, pero para alguien que hace profesión de la conservación vigilante de las diferencias, ve demasiadas semejanzas. Los traidores son castigados de la misma manera aquí y allá, y los castigos producen el mismo sentimiento de vergüenza. La tribu adopta el nombre de su guía y la familia el de su jefe. Subdividen al país en regiones como en España, y su jerarquía religiosa se asemeja a la nuestra. Sus vestidos recuerdan a las casullas y sus danzas a la sarabanda. Tienen los mismos dichos y los mismos tipos de relatos épicos. Cuando juegan, hablan y blasfeman, exactamente igual que los españoles, y además, su juego del alquerque recuerda el ajedrez a tal punto que uno se puede confundir: tanto en éste como en aquél las fichas son negras y blancas…
Algunas de las analogías de Durán realmente parecen un poco forzadas; pero donde la sorpresa del lector se torna estupefacción es cuando descubre que las semejanzas son especialmente abundantes en el campo de la religión. Ya no son los indios que intentan, de manera más o menos consciente, mezclar elementos paganos con los ritos cristianos; es Durán mismo quien descubre, en el interior de los antiguos ritos paganos tal y como se practicaban antes de la conquista, elementos cristianos, en tal número que el hecho acaba por volverse inquietante. «Porque son tantos y tan enmarañados [los ritos antiguos] y muchos de ellos frisan tanto con los nuestros, que están encubiertos con ellos […], porque también ellos tenían sacramentos, en cierta forma, y culto de Dios, que en muchas cosas se encuentra con la ley nuestra, como en el proceso de la obra se verá» (I, «Prólogo»).
¡Y se ven, en efecto, cosas impresionantes! ¿Se creía que la fiesta de Pascua era específicamente cristiana? Pero para la fiesta de Tezcatlipoca cubren de flores el templo, como hacemos nosotros el Jueves santo. Y las ofrendas a Tláloc son «exactamente» como las que vemos el Viernes santo. En cuanto al fuego nuevo, que se enciende cada cincuenta y dos años, es como los cirios de Pascua… El sacrificio en honor de Chicomecóatl le hace pensar en otra fiesta cristiana: «Casi quiere parecer a la vela de la noche de Navidad» (I, 14), ¡porque la muchedumbre se queda «en vela y a la lumbre» (ibíd.) hasta muy tarde! Tampoco le cuesta ningún trabajo a Durán descubrir la reproducción «exacta» de los ritos esenciales de la religión cristiana en el ritual azteca: el gran tambor que se toca a la puesta del sol es como las campanas del Ave María; la purificación azteca por el agua es como la confesión; las penitencias son muy semejantes en ambas religiones, y también los frailes mendicantes. O más bien no: las abluciones aztecas son como el bautismo: hay agua en ambos casos… «Así era el agua tenida por purificadora de los pecados. Y no iban muy fuera de camino, pues en la sustancia del agua puso Dios la virtud del sacramento del bautismo, con que somos limpios del pecado original» (I, 19). Y por si todo eso no basta, se descubre también que Tezcatlipoca, que tiene múltiples encarnaciones, reducidas para el caso a tres, no es sino una forma encubierta de la Trinidad: «Reverenciaban al padre y al hijo y al espíritu santo, y decían tota, topiltzin y yolometl, los cuales vocablos quieren decir “nuestro padre, y nuestro hijo y el corazón de ambos”, haciendo fiesta a cada uno en particular y a todos tres en uno, donde se nota la noticia que hubo de la trinidad entre esta gente» (I, 8).
Lo que vemos, sobre todo, es que Durán se las arregla para encontrar semejanzas ahí donde los idólatras a los que fustiga nunca se habían atrevido a buscarlas; si se le tomara completamente en serio, uno podría conformarse con obedecer a la antigua religión, con algunas modificaciones, puesto que es la misma que la nueva. Durán clamaba por la inquisición y pedía el anatema para los que mezclaban los dos ritos, o incluso para aquellos otros, profesionales del culto cristiano, que no eran lo suficientemente duros para los primeros, pero ¿cómo se le hubiera juzgado a él si se hubiera sabido que confesión y bautismo, Navidad y Pascua florida, e incluso la Trinidad, a sus ojos no se diferenciaban en nada de los ritos y de las concepciones propios de los paganos aztecas? Aquello que a Durán le parecía la mayor infamia —el sincretismo religioso—, lo llevaba en su propia mirada.
Para tantas semejanzas sólo hay dos explicaciones posibles. Según la primera, que es la que claramente prefiere Durán, si los ritos aztecas recuerdan tanto a los cristianos, es porque los aztecas ya habían recibido, en un pasado lejano, una enseñanza cristiana. «Yo pregunté a los indios de los predicadores antiguos […], y realmente eran católicos. Y que me pone admiración la noticia que había de la bienaventuranzas y del descanso de la otra vida y que, para conseguirla, era necesario el vivir bien. Pero iba esto tan mezclado de sus idolatrías y tan sangriento y abominable, que desdoraba todo el bien que se mezclaba, pero dígolo a propósito de que hubo algún predicador en esta tierra que dejó la noticia dicha» (I, 6).
Durán no se detiene en esta afirmación general, sino que precisa su creencia: el predicador en cuestión era santo Tomás, y su recuerdo se conserva en los relatos aztecas con los rasgos de Topiltzin, que no es sino otro nombre de Quetzalcóatl. La causa de esta identificación es una semejanza más que Durán encuentra: «Pues éstas eran creaturas de Dios racionales y capaces de la bienaventuranza que no las dejaría sin predicador, y si lo hubo, fue Topiltzin. El cual aportó a esta tierra, y según la relación [que] de él se da, era cantero que entallaba imágenes de piedra y las labraba curiosamente. Lo cual leemos del glorioso santo Tomás ser oficial de aquel arte» (I, 1). Mucho le hubiera agradado encontrar pruebas del paso del evangelizador un poco más tangibles que esas analogías; a veces le parece que les sigue la pista, pero en el último momento se le van de entre las manos. Le hablan de una cruz grabada en la montaña; por desgracia ya no saben dónde se encuentra. También oye decir que los indios de cierta aldea habían tenido un libro escrito con caracteres que no comprendían; corre a buscarlo, pero sólo averigua que el libro fue quemado hace unos años. «Lo cual me dio pena, porque quizá nos diera satisfacción de nuestra duda, que podría ser el sagrado evangelio en lengua hebrea, lo cual no poco reprendí a los que lo mandaron quemar» (I, 1). Esta falta de una prueba definitiva no le impide a Durán poner el siguiente título al capítulo dedicado a Quetzalcóatl: «Del ídolo llamado Quetzalcóatl, dios de los cholultecas, de ellos muy reverenciado y temido. Fue padre de los toltecas, y de los españoles porque anunció su venida» (I, 6).
¡Así pues, Quetzalcóatl era el padre común de los toltecas y de los españoles! A veces, sin embargo, una terrible duda se apodera del alma de Durán, y le hace ver que es igualmente posible otra explicación de todas esas semejanzas. «En muchas cosas se topaba la supersticiosa ley de éstos con la de la religión cristiana, y aunque me persuado que en esta tierra hubo predicador de ella, por muchas causas que he hallado que me dan ocasión a lo creer así, aunque llenos de tanta confusión que no dan lugar a poner cosa determinadamente, […] no es justo poner cosa afirmativa, pues podemos decir, a la coincidencia dicha, que el demonio los persuadía y enseñaba, hurtando y contrahaciendo el divino culto, para ser honrado como a dios, porque todo iba mezclado con mil supersticiones» (I, 16). «De lo cual se colijen dos cosas: o que hubo noticia —como dejo dicho— de nuestra sagrada religión en esta tierra, o que el maldito de nuestro adversario el demonio las hacía contrahacer en su servicio y culto, haciéndose adorar y servir» (I, 3).
¡Qué alternativa más aterradora! Nos echan de un extremo al otro: o astucia diabólica, particularmente pérfida, o gracia divina excepcional. Durán no aguanta mucho la tensión de la duda y, en la época en que escribe su libro de historia, es decir en 1580-1581, ya ha tomado su decisión: los aztecas no son sino una de las tribus perdidas de Israel. El primer capítulo de su historia se inicia con esta afirmación: «…podríamos ultimadamente afirmar ser naturalmente judíos y gente hebrea. Y creo no incurriría en capital error el que lo afirmase, si considerado su modo de vivir, sus cerimonias, sus ritos y supersticiones, sus agüeros e hipocresías, tan emparentadas y propias a las de los judíos, que en ninguna cosa difieren» (III, 1). Las pruebas de este origen común son, una vez más, analogías: unos y otros realizan un largo viaje, se multiplican en gran número, han tenido un profeta, han conocido terremotos, han recibido el maná divino, provienen del encuentro de la tierra con el cielo y conocen el sacrificio humano (para Durán una semejanza sólo puede explicarse por la difusión). Y si en el libro sobre la religión Durán alternaba los acercamientos con los cristianos y los acercamientos con los judíos, en el libro de historia prácticamente anota sólo semejanzas entre ritos aztecas y ritos judíos.
Es muy probable que Durán proviniese de una familia de judíos conversos. Se podría ver en eso la razón del celo con que se apega a las semejanzas y descuida las diferencias; ya debía haberse entregado, de manera más o menos consciente, a una actividad de este tipo, en un esfuerzo por conciliar las religiones judía y cristiana. Quizás tenía ya una predisposición al mestizaje cultural; lo cierto es que el encuentro que se efectúa en él, entre civilización india y civilización europea, lo convierte en el más cumplido ejemplo de mestizo cultural del siglo XVI.
El encuentro de esas dos civilizaciones tan diferentes y la necesidad de convivir sólo puede introducir la disparidad en el corazón mismo de cada individuo, ya sea español o mexicano. Durán es sensible ante todo a la mutación que sufren los indios. Al final de la guerra de conquista, durante el sitio de México, muestra ya la división que impera entre los aztecas, «…por estar la ciudad tan llorosa y toda la tierra tan alborotada y tan divisa como estaba, porque unos querían paz con los españoles y otros guerra. Y así unos procuraban destruirlos y se reforzaban y ponían pertrechos de guerra y cercas y albarradas, y otros, se estaban quedos, deseando la paz y quietud y conservación de sus haciendas y vidas» (III, 76). Cincuenta años más tarde, en la época en que escribe sus libros, la división es igualmente fuerte, aun si su objeto, que era militar, se ha vuelto religioso; los indios también lo saben. Durán cuenta cómo había descubierto que un indio perseveraba en sus prácticas paganas. «Y así; riñéndole el mal que había hecho, me respondió: —Padre, no te espantes, pues todavía estamos nepantla, y como entendiese lo que quería decir por aquel vocablo y metáfora, que quiere decir “estar en medio”, torné a insistir me dijese qué medio era aquel en que estaban. Me dijo que, como no estaban aún bien arraigados en la fe, que no me espantase; de manera que aún estaban neutros, que ni bien acudían a la una ley, ni a la otra, o por mejor decir, que creían en Dios y que juntamente acudían a sus costumbres antiguas y ritos del demonio» (II, 3). Pero tampoco los españoles pueden salir intactos de este encuentro, y Durán hace, sin saberlo, lo que también es su propio retrato, o más bien, escribe la alegoría de su destino.
Su propio mestizaje se manifiesta de varias maneras. La más evidente, pero quizás también la más superficial, es que comparte el modo de vivir de los indios, sus privaciones, sus dificultades; era, según él, la suerte que les tocaba a muchos misioneros, «vueltos bestias con las bestias e indios con los indios y bárbaros con los bárbaros, gente extraña de nuestra condición y nación política». Pero es el precio que deben pagar por entender: «De lo cual sienten muy poco los que hablan desde fuera, no queriendo poner las manos en la masa» (II, 3). En esa vida le ocurre aceptar, e incluso adoptar, ciertos comportamientos de los que sospecha que puedan tener un origen idólatra, ya sea porque prefiere dejar que subsista la duda, como le ocurre con esos cantos probablemente religiosos, ante los que no puede reprimir su admiración: «Los cuales cantares he oído yo muchas veces cantar en bailes públicos, que aunque era conmemoración de sus señores, me dio mucho contento de oír tantas alabanzas y grandezas. […] El cual he visto bailar algunas veces con cantares a lo divino, y es tan triste que me da pesadumbre oírlo y tristeza» (I, 21); ya sea porque pierde la esperanza de cambiar a su grey, como cuando descubre que las flores que sustituyen a los cirios en una ceremonia cristiana son en realidad una reminiscencia de Tezcatlipoca: «Véolo y callo, porque veo pasar a todos por ello, y también tomo mi báculo de rosas, como los demás, y voy…» (I, 4).
Otras formas de mestizaje cultural son menos conscientes y, en realidad, más importantes. En primer lugar, Durán es uno de los poquísimos individuos que realmente comprenden ambas culturas —o, si se prefiere, que es capaz de traducir los signos de una a los de la otra—; por ello su obra es la cumbre de la actividad de conocimiento que desempeñan los españoles del siglo XVI frente a los indios. Ha dejado un testimonio sobre las dificultades con las que se topa la práctica de traducción. «Todos los cantares de éstos son compuestos por unas metáforas tan oscuras que apenas hay quien las entienda, si muy de propósito no se estudian y platican para entender el sentido de ellas. Yo me he puesto de propósito a escuchar con mucha atención lo que cantan y entre las palabras y términos de la metáfora, y paréceme disparate y, después, platicado y conferido, son admirables sentencias, así en lo divino que agora componen, como en los cantares humanos que componen» (I, 21). Vemos aquí cómo el conocimiento lleva al juicio de valor: una vez que ha comprendido, Durán no puede dejar de admirar los textos aztecas, aunque se refieran a cosas divinas —es decir, idólatras.
El resultado de esta comprensión es la obra inapreciable que produce Durán sobre la religión azteca —inapreciable, pues es prácticamente el único que no se conforma con describir desde el exterior, aunque fuera atentamente y con buena disposición, sino que por lo menos intenta comprender el porqué de las cosas. «Tenía [Tezcatlipoca] una cinta de bruñido oro, con que tenía ceñida la cabeza, la cual [cinta] tenía por remate una oreja de oro, con unos bahos o humos pintados en ella»: ésta es la descripción, que ciertamente es de mucho precio, pero que en sí misma es incomprensible. Sigue inmediatamente la explicación, o más bien la asociación corriente: «que significaba el oír los ruegos y plegarias de los afligidos y pecadores» (I, 4). O también: «A estas dos [mujeres] principales, para significar que morían vírgenes, al matarlas, les cruzaban las piernas, teniéndolas así cruzadas la una sobre la otra, y las manos extendidas como a los demás» (I, 16): la indicación de la finalidad permite entender en qué dirección se orientan las evocaciones simbólicas de los aztecas. Quizás no todo lo que sugiere Durán sea acertado, pero por lo menos tiene el mérito de buscar las respuestas.
Otra manifestación fascinante del mestizaje cultural se deja percibir en la evolución del punto de vista a partir del cual está escrita la obra de Durán. Como hemos visto, en su libro sobre la religión se distinguen los dos puntos de vista, azteca y español, aun si hay deslizamientos del uno al otro; sin embargo, el sincretismo fundamental de Durán hacía peligrar toda distribución clara y limpia. El libro de historia, posterior al de religión, es todavía más complejo a este respecto. Sin embargo, a primera vista la intención de Durán es sencilla: es la de un traductor, en el sentido más restringido de la palabra. Nos cuenta que tiene ante los ojos un manuscrito náhuatl, que traspone al español, confrontándolo esporádicamente con otras fuentes, o aclarando los pasajes oscuros para el lector español; es la célebre y enigmática «Crónica X» (así llamada por los especialistas actuales), admirable fresco épico de la historia azteca, cuyo original no se conoce, pero que también sirvió de punto de partida para los libros de Tezozómoc y de Tovar. «Mi intento no ha sido sino traducir el mexicano en nuestra lengua castellana» (III, 18). No deja de indicar, cuando hace falta, la diferencia que hay entre su punto de vista personal y el del relato mexicano. «Lo cual se me hizo tan increíble, que si la historia no me forzara y el haberlo hallado en otros muchos lugares fuera de esta historia escrito y pintado, no lo osara poner, por no ser tenido por hombre que escribía fábulas. Dado que el que traduce alguna historia no está más obligado de volver en romance lo que halla en extraña lengua escrito, como yo en ésta hago» (III, 44). Su objetivo no es la verdad, de la que él sería responsable, sino la fidelidad, en relación con una voz otra; el texto que nos ofrece no sólo es una traducción, sino también una cita: Durán no es el sujeto enunciador de las frases que leemos, «habiendo de escribir verdad y según la relación y memoriales de los indios» (III, 74): eso es evidentemente otra cosa que contar la verdad escueta.
Pero este proyecto no se mantiene en todo el transcurso del libro. Cuando Durán dice: «Mi voluntad no es más que tratar de la nación mexicana y de sus proezas y de la desastrada suerte que tuvo y fin» (III, 77), no hace mención de un sujeto del discurso intermedio, entre él y la historia de los aztecas: se ha convertido en narrador. Y va aún más lejos en otra comparación: «[El rey] no solamente labró y ensalzó estatuas de piedra para perpetua memoria de sus grandezas [de los miembros de su familia], por el bien, a causa de estos señores, mientras vivieron, recibió la república mexicana [sic]. Pero los historiadores y pintores pintaban con historias vivas y matices, con el pincel de su curiosidad, con vivos colores, las vidas y hazañas de estos valerosos caballeros y señores, para que su fama volase, con la claridad del sol, por todas las naciones. Cuya fama y memoria quise yo referir en esta mi historia, para que, conservada aquí, dure todo el tiempo que ella durare, para que los amadores de la virtud se aficionen a la seguir; para que su memoria sea en bendición, pues los tales son amados de Dios y de los hombres, para ser después iguales a los santos en la gloria» (III, 11).
Creemos estar soñando: en vez de acantonarse en el papel de humilde traductor, incluso con la doble función de un «anotador», Durán reivindica el papel del historiador, cuya función es perpetuar la gloria de los héroes. Y lo hará de la misma manera que las representaciones, esculpidas o pintadas, que dejaron los propios aztecas —con la salvedad de que ve a esos héroes a semejanza de los santos del paraíso cristiano, lo cual no debía ser el caso con los pintores aztecas. Así pues, Durán se ha asimilado completamente al punto de vista azteca —pero no tanto, puesto que nunca pone en duda su fe cristiana. y que la última frase del libro de historia dice: «Concluiré con este tratado, a honra y gloria de Dios nuestro Señor y de su benditísima Madre la Virgen soberana María, sujetándola a la corrección de la santa madre Iglesia católica, cuyo siervo e hijo soy, debajo de cuyo amparo protesto de vivir y morir como verdadero y fiel cristiano» (III, 78). Durán, ni español ni azteca, es, como la Malinche, uno de los primeros mexicanos en el sentido actual de la palabra. El autor del relato original (de la «Crónica X») debía ser azteca; el lector de Durán, por fuerza, español; Durán, por su parte, es ese ser que permite el paso de uno a otro, y él mismo es la más notable de sus propias obras.
En el relato de la conquista es donde se manifiesta más claramente la fusión de puntos de vista. En efecto, por lo que se refería a la historia más antigua, Durán sólo podía apoyarse en un tipo de testimonios, los relatos tradicionales, y ésos representaban un punto de vista consistente. Ahora bien, por lo que hace a la conquista ni siquiera el punto de vista azteca es ya totalmente coherente. Al comienzo, el relato nos presenta a Moctezuma como un rey ideal, dentro de la tradición de los retratos de los reyes anteriores: «De muy buena edad y muy recogido y virtuoso y muy generoso, de ánimo invencible, y adornado de todas las virtudes que en un buen príncipe se podían hallar; cuyo consejo y parecer era siempre muy acertado, especialmente en las cosas de la guerra» (III, 52). Pero ese juicio presenta un problema, pues ya no permite entender desde dentro las razones del derrumbamiento del imperio azteca. Como hemos visto, nada es más insoportable para la mentalidad histórica de los aztecas que este acontecimiento totalmente exterior a su propia historia. Así pues, hay que encontrar dentro de ésta razones suficientes para el fracaso de Moctezuma. Según el cronista azteca, la causa es su orgullo desmesurado: «Presto lo verá y experimentará lo que ha de venir sobre él, a causa de que se ha querido hacer más que el mismo dios» (III, 66). Moctezuma está «embriagado con su soberbia […]. Tiene enojado al dios de lo criado y […] él mismo se ha buscado el mal que sobre él ha de venir» (III, 67). En forma comparable, el manuscrito Tovar, derivado de la misma «Crónica X» y cercano a ella en su espíritu, incluye una ilustración que atribuye el mestizaje al propio emperador Moctezuma (cf. fig. 27): lo presentan como un hombre barbado, de aspecto europeo, aunque con los atributos de un jefe azteca; tal personaje prepara evidentemente la transición entre aztecas y españoles, y la vuelve así menos chocante.
Esas frases del libro de historia de Durán, aunque seguramente provienen de la crónica original, muestran ya la influencia cristiana. Pero si el cronista azteca empieza a referirse a sus compatriotas como «ellos», Durán habrá otro tanto con los españoles. Tanto uno como el otro se han alienado de su medio original; el relato que resulta de sus esfuerzos comunes es entonces ambivalente, de manera inextricable. Progresivamente se va borrando la diferencia entre los dos, y Durán empieza a asumir directamente el discurso que enuncia. Por eso introduce poco a poco otras fuentes de saber (renunciando así a su ideal de fidelidad y adoptando el de la verdad), especialmente los relatos de los conquistadores. Lo cual le obliga a enfrentar esas fuentes diferentes, que a menudo están en desacuerdo, y a elegir entre las versiones de un hecho aquélla de la que él mismo puede responder: «Lo cual se me hizo cosa dura de creer, porque ningún conquistador he hallado que tal conceda. Pero, como niegan otras, más claras y verdaderas y las callan en sus historias y escrituras y relaciones, también negarán y callarán ésta, por ser una de las más mal hechas y atroces que hicieron» (III, 74). «De esto la historia no hace mención ni cuenta tal cosa; pero, por haberlo oído a algunas personas fidedignas lo pongo. […] Y la causa que a creer y decir más lo uno que lo otro me mueve es que, por boca de un conquistador religioso, fui certificado…» (ibíd.). «Las cuales [mujeres], aunque la historia no lo cuenta, no creo que la virtud de los nuestros fue tanta que les aconsejasen que perseverasen en su castidad y honestidad y recogimiento en que estaban» (III, 75).
Así pues, la historia de la conquista contada por Durán se distingue sensiblemente de los relatos indígenas de los mismos hechos, y se sitúa en algún punto intermedio entre ellos y una historia española como la de Gómara. Durán elimina de su relación todos los malentendidos que podían persistir en los relatos aztecas, indica los móviles de los conquistadores tal como podían parecer a un español de la época. El relato de la matanza perpetrada por Alvarado en el templo de México es ejemplar a este respecto, y es asumido explícitamente por Durán. Veamos una breve selección: «[Los sacerdotes aztecas] sacaron una gran viga y echáronla a rodar por las gradas abajo; la cual dicen que atoró en los primeros escalones y se detuvo que no bajó, lo cual se tuvo por cosa de misterio, y cierto lo fue, porque la bondad divina no quiso que aquellos que tan gran maldad y crueldad habían cometido [el ataque al templo; es decir, los españoles] se fuesen también con ellos al infierno, sino aguardarlos a penitencia, si después la hicieron. Porque su insensibilidad fue tanta que, no conociendo aquel beneficio y merced de librarlos Dios de un peligro tan grande, subieron arriba y mataron a todos los sacerdotes y pugnaron por echar el ídolo abajo» (III, 75).
En esta escena, en que los soldados españoles atacan el templo de Huitzilopochtli y tiran los ídolos, Durán ve la intervención de la misericordia divina —pero no donde se podía esperar: Dios sólo salva a los españoles para que puedan expiar sus pecados; tirar al ídolo y matar a sus sacerdotes significaba rehusar esa gracia. Un poco más y tomaríamos a Huitzilopochtli por un profeta de Dios o por un santo cristiano; el punto de vista de Durán es indio y cristiano a la vez. Por ello mismo, Durán no se parece a ninguno de los grupos en los que participa: ni los españoles ni los indios de la época de la conquista podían pensar como él. Habiendo llegado al estado de mestizo cultural, Durán tuvo que abandonar, sin saberlo, el de mediador e intérprete, que era el que había escogido. Al afirmar su propia identidad mestiza frente a los seres que trata de describir, ya no logra su proyecto de comprensión, puesto que atribuye a sus personajes pensamientos e intenciones que sólo les pertenecen a él y a los demás mestizos culturales de su tiempo. El dominio del saber lleva a un acercamiento con el objeto observado; pero ese acercamiento mismo bloquea el proceso del saber.
No asombrará ver que el juicio de Durán respecto a los indios y su cultura es profundamente ambiguo, por no decir contradictorio. Es seguro que no ve en ellos ni buenos salvajes ni brutos desprovistos de razón, pero no sabe muy bien cómo conciliar los resultados de sus observaciones: los indios tienen una organización social admirable, pero su historia sólo contiene crueldades y violencia; son hombres notablemente inteligentes, y sin embargo permanecen en la ceguera de su fe pagana. Así pues, Durán elige finalmente no elegir, sino mantener, con toda honestidad, la ambivalencia de sus sentimientos. «El gobierno que tenían —aunque en parte era muy político y bien concertado— […], en parte era tiránico y temeroso y lleno de sombras y de castigos y muerte» (I, «Prólogo»). «Todas las veces que me pongo a considerar las niñerías en que éstos tenían fundada su fe, y en lo que estribaban, me admiro de ver la ceguedad e ignorancia en que estaban metidos, gente que no era tan ignorante ni bestial como eso, sino hábil y entendida —especialmente la gente de valor— todo lo del mundo» (I, 12). En cambio, por lo que toca a los españoles, Durán está decidido: no desaprovecha oportunidad de condenar a los que predican la fe con la espada en la mano; su posición a este respecto no es muy diferente de la de ese otro dominico, Las Casas, aunque sus expresiones sean menos virulentas. Eso coloca a Durán en una situación de gran perplejidad cuando quiere pesar el pro y el contra en todo lo que ha resultado de la conquista: «En el primer año de la caña [del calendario azteca] llegaron a esta tierra los españoles y, aunque para remedio de sus ánimas [las de los indios] fue dichoso y felice, por el bien que de recibir nuestra fe ha redundado y redunda, ¿en qué tiempo experimentaron mayores males que en aquel año?» (II, 1).
Tanto en el plano axiológico como en el de la praxis, Durán sigue siendo un ser dividido: un cristiano convertido al indianismo y que convierte a los indios al cristianismo… Sin embargo, no hay ninguna ambigüedad en el plano epistemológico: el éxito de Durán es indiscutible. Ése no era, sin embargo, su proyecto explícito: «Otros muchos entremeses, farsas y regocijos de truhanes y de representantes pudiera contar, pero no hace al propósito de la relación, pues sólo prentendo dar aviso de lo malo que entonces había, para que el día de hoy, si algo de ello se oliere o sintiere, se remedie y extirpe como es razón» (II, 8). Tenemos la suerte de que ese proyecto utilitario haya sido suplantado por otro, que sin duda venía de que Durán era, en sus propios términos, «siempre en esto curioso de preguntar» (I, 8). Así pues, quedará para nosotros como una figura ejemplar de lo que él mismo llama el «deseo de saber» (I, 14).
Bernardino de Sahagún (fig. 29) nace en España en 1499; estudia en su adolescencia en la Universidad de Salamanca, y luego ingresa en la orden franciscana. Llega en 1529 a México, donde permanece hasta su muerte en 1590. Su carrera está desprovista de todo acontecimiento extraordinario: es la de un letrado. Se dice que en su juventud era tan hermoso que los demás franciscanos no querían que se mostrara en público, y que, hasta su muerte, observó escrupulosamente el ritual de su orden y las obligaciones que de él se derivaban. «Era manso, humilde, pobre, y en su conversación avisado, y afable a todos», escribe su contemporáneo y compañero Gerónimo de Mendieta (V, 1, 41).
La actividad de Sahagún, algo así como la del intelectual moderno, se desarrolla en dos direcciones principales: la enseñanza y la escritura. Sahagún es, al comienzo, gramático o «lingüista»; en México aprende el náhuatl, siguiendo en eso el ejemplo de sus antecesores religiosos como Olmos o Motolinía. Ese hecho ya es en sí muy significativo. Generalmente es el vencido el que aprende el idioma de su vencedor. No es casual el que los primeros intérpretes sean indios: los que Colón se lleva a España, los que vienen de las islas ya ocupadas por los españoles («Julián» y «Melchor»), la Malinche, regalada a los españoles como esclava. También del lado español los que aprenden la lengua están en posición de inferioridad: Aguilar o Guerrero, obligados a vivir entre los mayas, o, más tarde, Cabeza de Vaca. No imaginamos que Colón o Cortés aprendan la lengua de aquellos a los que someten, e incluso Las Casas nunca llega a dominar una lengua indígena. Los franciscanos y otros religiosos que llegan de España son los primeros que aprenden la lengua de los vencidos y, aun si ese gesto es totalmente interesado (debe servir para propagar mejor la religión cristiana), no por ello deja de estar cargado de sentido: aunque sólo fuera para asimilar mejor al otro a uno mismo, uno empieza por asimilarse, por lo menos parcialmente, a él. Ya en la época se perciben diferentes implicaciones ideológicas de este acto puesto que, en una petición inconclusa al papa, de 1566, Las Casas refiere que hay obispos «muchos y pésimos, indignos en la presencia de Vuestra Santidad, por despreciar los obispos de aprender la lengua de sus feligreses», y los mismos superiores de las órdenes agustina, dominica y franciscana en México solicitan a la Inquisición, en una petición del 16 de septiembre de 1579, que impida la traducción de la Biblia a las lenguas indígenas.
Así pues, Sahagún aprende a fondo la lengua náhuatl, y es profesor de gramática (latina) en el colegio franciscano de Tlatelolco, desde su fundación en 1536. Este colegio está destinado a la élite mexicana, y sus estudiantes son los hijos de la antigua nobleza; el nivel de estudios se eleva rápidamente. El propio Sahagún cuenta más tarde: «Los españoles y los otros religiosos que supieron esto, reíanse mucho y hacían burla, teniendo muy por averiguado que nadie sería poderoso para poder enseñar gramática a gente tan inhábil; pero trabajando con ellos dos o tres años, vinieron a entender todas las materias del arte de la gramática, [a] hablar latín y entenderlo, y a escribir en latín, y aun a hacer versos heroicos» (X, 27).
Uno se queda absorto ante esa rápida evolución de la inteligencia: ¡hacia 1540, apenas unos veinte años después del sitio de México por Cortés, los nobles mexicanos escriben versos heroicos en latín! También es notable el hecho de que la instrucción es recíproca: al tiempo que introduce a los jóvenes mexicanos en las sutilezas de la gramática latina, Sahagún aprovecha el contacto para perfeccionar su conocimiento de la lengua y de la cultura de los mexicanos; y así relata: «Ellos por ser entendidos en la lengua latina nos dan a entender las propiedades de los vocablos y las propiedades de su manera de hablar, y las incongruidades que hablamos en los sermones, o las que decimos en las doctrinas; ellos nos las enmiendan, y cualquiera cosa que se haya de convertir en su lengua, si no va con ellos examinada, no puede ir sin defecto» (ibíd.).
Los rápidos progresos de los estudiantes mexicanos provocan en el medio tanta hostilidad como el interés de los frailes por la cultura de los otros. Un tal Gerónimo López, después de haber visitado el colegio de Tlatelolco, le escribe a Carlos V: «La doctrina bueno fue que la sepan; pero el leer y escribir muy dañoso como el diablo»; y Sahagún explica: «Como vieron que esto iba adelante y aunque tenían habilidad para más, comenzaron así los seglares como los eclesiásticos a contradecir este negocio y a poner muchas objeciones contra él, para impedirle […]. Decían que, pues éstos no habían de ser sacerdotes, de qué servía enseñarles la gramática, que era ponerlos en peligro de que hereticasen, y también que viendo la Sagrada Escritura entenderían en ella cómo los patriarcas antiguos tenían juntamente muchas mujeres, que era conforme a lo que ellos usaban» (ibíd.). La lengua siempre ha acompañado al imperio; los españoles temen, si pierden la supremacía en este campo, perderla también en el otro.
La segunda dirección en que se orientan los esfuerzos de Sahagún es la escritura, y aquí aprovecha evidentemente los conocimientos adquiridos durante su enseñanza. Es autor de numerosos escritos, algunos de los cuales se han perdido, y que comparten todos este papel de intermediario entre las dos culturas que Sahagún había elegido desempeñar: ya sea que presenten la cultura cristiana a los indios, ya sea que, a la inversa, registren y describan la cultura náhuatl para uso de los españoles. También esta actividad de Sahagún se topa con diversos obstáculos. Es casi un milagro que sus escritos, en especial la Historia, se hayan conservado hasta ahora. Está constantemente a merced de su superior jerárquico, quien igualmente puede alentarlo o hacer que su trabajo se vuelva imposible. En determinado momento, so pretexto de que la empresa es demasiado costosa, le cortan los fondos: «Mandaron al autor que despidiese a los escribanos y que él solo escribiese de su mano lo que quisiere en ellas [las escrituras]. El cual, como era mayor de setenta años y por temblor de la mano no puede escribir nada ni se pudo alcanzar dispensación de este mandamiento, estuvieron las escrituras sin hacer nada en ellas más de cinco años» (II, «Prólogo»). Dice en otra parte que su trabajo no está completo, «por no haber podido más, por falta de ayuda y de favor» (I; «Al sincero lector»). Gerónimo de Mendieta escribe al respecto estas amargas palabras: «Tuvo tan poca dicha este bendito padre en el trabajo de sus escritos, que estos once libros que digo, se los sacó con cautela un gobernador de esta tierra y los envió a España a un cronista que pedía papeles de Indias, los cuales allá servirán de papeles para especias. Y de los demás que acá quedaron, no pudo imprimir sino solo unos cantares, para que en sus bailes los cantasen los indios en las festividades de Nuestro Señor y de sus santos» (V, 1, 41). Los demás escritos se imprimen en el siglo XIX y en el XX.
La obra maestra de Sahagún es la Historia general de las cosas de Nueva España. El proyecto nació, igual que en el caso de Durán, de consideraciones religiosas y proselitistas: para facilitar la expansión del cristianismo, Sahagún se propone describir con todo detalle la antigua religión de los mexicanos. Así es como lo explica: «A mí me fue mandado, por santa obediencia de mi prelado mayor, que escribiese en lengua mexicana lo que me pareciese ser útil para la doctrina, cultura y manutencia de la cristiandad de estos naturales de esta Nueva España, y para ayuda de los obreros y ministros que los doctrinan» (II, «Prólogo»). Es necesario conocer las costumbres de los futuros conversos, de la misma manera que para curar una enfermedad hay que conocer al enfermo; ésta es la comparación que utiliza en otro momento. «El médico no puede acertadamente aplicar las medicinas al enfermo [sin] que primero conozca de qué humor, o de qué causa proceda la enfermedad; […] los predicadores y confesores médicos son de las ánimas, para curar las enfermedades espirituales conviene [que] tengan experiencia de las medicinas y de las enfermedades espirituales […]. Los pecados de la idolatría y ritos idolátricos, y supersticiones idolátricas y agüeros, y abusiones y ceremonias idolátricas, no son aun perdidos del todo. Para predicar contra estas cosas, y aun para saber si las hay, menester es de saber cómo las usaban en tiempos de su idolatría» (I, «Prólogo»). Por su parte, Durán decía: «No es posible darse bien la sementera del trigo y los frutales en la tierra montuosa y llena de breñas y maleza, si no estuvieren primero gastadas todas las raíces y cepas que ella de su natural producía» (I, «Prólogo»). Los indios son esa tierra y ese cuerpo pasivos, que deben recibir la inseminación viril y civilizada de la religión cristiana.
Por lo demás, según Sahagún, esta actitud estaría en perfecto acuerdo con la religión cristiana: «No tuvo por cosa superflua ni vana el divino agustino tratar de la teología fabulosa de los gentiles, en sexto libro de La ciudad de Dios, porque, como él dice, conocidas las fábulas y ficciones vanas que los gentiles tenían acerca de sus dioses fingidos, pudiesen fácilmente darles a entender que aquéllos no eran dioses, ni podían dar cosa alguna que fuese provechosa a la criatura racional» (III, «Prólogo»). Este proyecto va de acuerdo con multitud de otras acciones iniciadas por Sahagún a todo lo largo de su vida: redacción de textos cristianos en náhuatl o participación en la práctica de evangelización.
Pero, al lado del móvil declarado, existe otro, y a esta presencia simultánea de dos objetivos se debe la complejidad de la obra: es el deseo de conocer y preservar la cultura náhuatl. Este segundo proyecto comenzó a realizarse antes del primero, puesto que, ya desde 1547, Sahagún recoge un conjunto de discursos rituales, los huehuetlatolli, especie de filosofía moral aplicada de los aztecas, y desde 1550 empieza a registrar los relatos indígenas de la conquista. En cambio, el primer proyecto de la Historia empieza a tener forma a partir de 1558, cuando Sahagún se encuentra en Tepepulco. Pero lo que más importa aquí es que este segundo proyecto, el del conocimiento de la cultura de los antiguos mexicanos, es el que decide el método que va a emplear para la redacción de su obra, que a su vez es responsable del texto tal como se nos presenta hoy en día.
En efecto, la principal preocupación que domina la construcción de la obra será más la fidelidad al objeto descrito que la búsqueda del mejor medio de convertir a los indios; el conocimiento tendrá mayor importancia que el interés pragmático, todavía más que en la obra de Durán. Es lo que lleva a Sahagún a adoptar sus más importantes decisiones: el texto se habrá de redactar a partir de informaciones recogidas con los testigos más fidedignos, y, para garantizar su fidelidad, las informaciones se registrarán en la lengua de los informantes: la Historia se va a escribir en náhuatl. En una segunda etapa, Sahagún decide añadir una traducción libre, y hacer ilustrar el conjunto (cf. figs. 5, 6, 8, 10, 20, 21, 22, 25, 28, 30, 31, 32 y 33). El resultado es una obra de gran complejidad estructural, en la que se entrelazan continuamente tres medios: el náhuatl, el español y el dibujo.
Así pues, primero hay que escoger bien a los informantes, y asegurarse con múltiples versiones paralelas de la exactitud de los relatos. Sahagún, que es uno de los primeros en la historia occidental en emplear esta práctica, realiza su tarea con escrupulosidad ejemplar. Durante su estancia en Tepepulco, de 1558 a 1560, reúne a algunos notables de la ciudad. «Propúseles lo que pretendía hacer y les pedí me diesen personas hábiles y experimentadas, con quien pudiese platicar y me supiesen dar razón de lo que les preguntase» (II, «Prólogo»). Los notables se retiran y vuelven al día siguiente con una lista de doce ancianos particularmente conocedores de los asuntos antiguos. Por su parte, Sahagún llama a sus cuatro mejores alumnos del colegio de Tlatelolco. «Con estos principales y gramáticos, también principales, platiqué muchos días, cerca de dos años, siguiendo la orden de la minuta que yo tenía hecha. Todas las cosas que conferimos me las dieron por pinturas, que aquélla era la escritura que ellos antiguamente usaban, y los gramáticos las declararon en su lengua, escribiendo la declaración al pie de la pintura» (ibíd.).
Sahagún vuelve a Tlatelolco en 1561, y se queda hasta 1565; se repite el procedimiento inicial: los notables escogen a los especialistas, y él se rodea de sus mejores discípulos: «Por espacio de un año y algo más, encerrados en el Colegio, se enmendó, declaró y añadió todo lo que de Tepepulco truje escrito, y todo se tornó a escribir de nuevo» (ibíd.). En este momento es cuando se constituye la parte esencial del texto definitivo. Por último, a partir de 1565 está en México, y todo el trabajo se revisa una vez más; en ese momento es cuando llega a una división en doce libros, incluyendo en su plan los materiales reunidos anteriormente sobre la filosofía moral (que pasan a ser el libro VI) y sobre la conquista (libro XII). «Por espacio de tres años pasé y repasé a mis solas estas mis escrituras, y las torné a enmendar y las dividí por libros, en doce libros, y cada libro por capítulos y algunos libros por capítulos y párrafos. […] Los mexicanos añadieron y enmendaron muchas cosas a los doce libros, cuando se iban sacando en blanco» (ibíd.). Durante todo su trabajo Sahagún consulta, al mismo tiempo que a sus informantes, los antiguos códices en los que está registrada la historia de los mexicanos por medio de dibujos, y hace que se los expliquen. Su actitud respecto a ellos es inversa a la de Diego de Landa e idéntica a la de Durán. Refiere la existencia de las quemas de libros, pero añade: «No dejaron de quedar muchas [escrituras] escondidas que las hemos visto, y aun ahora se guardan, por donde hemos entendido sus antiguallas» (X, 27).
Una vez establecido en forma definitiva el texto náhuatl, Sahagún decide añadir una traducción. Esta decisión es tan importante como la primera (encontrar especialistas y comprobar lo que dicen por medio de versiones paralelas), si no es que más. Sobre este punto, para apreciar su originalidad, comparemos el trabajo de Sahagún con el de sus contemporáneos igualmente interesados en la historia mexicana, y que también recurren —no podían hacer otra cosa— a los informantes y a los códices (dejamos de lado, entonces, las compilaciones como la Apologética historia de Las Casas o la Historia natural y moral de las Indias Occidentales de José de Acosta). Claro que Motolinía ha oído el discurso de los indios, pero su Historia está escrita desde su propio punto de vista, y la palabra de los demás sólo interviene en forma de breves citas, a veces acompañadas de una observación como: «Ésta es manera de hablar de los indios, y otras que aquí van, que no corren tanto con nuestro romance» (III, 14). El resto del tiempo, tenemos un «estilo indirecto libre», una mezcla de discursos cuyos ingredientes no es posible aislar con precisión: el contenido es de los informantes, el punto de vista es de Motolinía; pero ¿cómo saber dónde termina uno y empieza el otro?
La obra de Durán es más compleja. Nos dice que su libro sobre los indios está tomado «de su relación y pintura», y también «de algunos viejos» (III, 1), y describe cuidadosamente unos y otros. Escoge con gran atención, pero no se enfrasca, como Sahagún, en procedimientos complicados. También emplea, para su libro de historia, la «Crónica X» en náhuatl, que no es un códice pictográfico. Como hemos visto, a veces considera que su trabajo es el de un traductor, pero, en realidad, no se trata nada más de una traducción: el propio Durán señala a menudo que hace cortes, o que deja a un lado la crónica para emplear informaciones provenientes de testigos o de otros manuscritos; explica con regularidad las razones que lo mueven a escoger tal o cual versión. A veces también se refiere a su propia experiencia de niño criado en México; el resultado es que su libro, como ya lo hemos visto, deja oír una voz cuya multiplicidad es interior.
Además, Durán, como los otros traductores-recopiladores, interviene en otra forma, que podríamos llamar anotación (aunque sus observaciones figuran en el interior del texto y no en su exterior). Para examinar esta práctica, tomemos otro ejemplo, el del padre Martín de Jesús o de la Coruña, supuesto traductor de la Relación de Michoacán. Hay explicaciones de expresiones idiomáticas o metafóricas: «…nunca usan de palabras de presente sino de futuro: Yo me casaré contigo. Y su intención es de presente con cópula, porque tienen esta manera de hablar en su lengua» (III, 16; cabe preguntarse si esta manera de hablar es característica exclusiva de los tarascos); indicaciones sobre las formas de hablar: «Lo que va aquí contando en todo su razonamiento este papa, todas las guerras y hechos, atribuía a su dios Curicaueri que lo hacía y no va contando más de los señores» (II, 2); complementos de información que hacen inteligible el relato, al explicitar los sobrentendidos por medio de la descripción de las costumbres: «Según la costumbre que solían tener cuando tomaban algún cautivo que habían de sacrificar, bailaban con él y decían que aquel baile era para dolerse de él y hacerle ir presto al cielo» (II, 34); por último, algunas indicaciones sobre lo que ha ocurrido desde la época del relato: «Donde le sacó después un español, digo sus cenizas, con no mucho oro porque era el principio de la conquista» (II, 31).
Pero también hay otras intervenciones de este fraile, con lo que su texto está escrito a veces en estilo indirecto libre, en vez de conservar el estilo directo. Siempre indica al sujeto hablante con «ellos», «la gente», nunca «nosotros»; emplea expresiones modalizantes antes de algunas afirmaciones, como «decía esta gente» (III, 1); a veces introduce comparaciones que no pueden venir de sus informantes: «No se mezclaban los linajes, como los judíos» (III, 12); incluso hay detalles cuya autenticidad puede parecer problemática. Tales intervenciones no anulan el valor documental de un texto como la Relación de Michoacán, pero sí muestran los límites de la fidelidad de la traducción; límites que desaparecerían si tuviéramos, junto con la traducción, el texto original.
Sahagún, por su parte, elige el camino de la fidelidad total, puesto que reproduce el discurso tal como se lo dicen, y agrega su traducción, en vez de sustituir el discurso con la traducción (Olmos es uno de los pocos que, en México, se le adelantaron con esta misma solución). Por lo demás, esta traducción ya no necesita ser literal (pero ¿lo eran las de los otros?: nunca podremos saberlo), pues su función es diferente de la del texto en náhuatl; así pues, omite algunos desarrollos y añade otros; el diálogo de las voces se vuelve por ello más sutil. Notemos de inmediato que esta fidelidad total no quiere decir autenticidad total; pero ésta es imposible por definición, no por razones metafísicas, sino porque son los españoles los que traen la escritura. Aun cuando tenemos el texto en náhuatl, ya no podemos separar lo que es expresión del punto de vista mexicano de lo que se pone para dar gusto, o por el contrario, disgusto, a los españoles: ellos son los destinatarios de todos esos textos; ahora bien, el destinatario es tan responsable del contenido de un discurso como su autor.
Por último, el manuscrito se ilustra; los dibujantes son mexicanos, pero ya han recibido una fuerte influencia del arte europeo, de tal manera que el dibujo mismo es un lugar de encuentro entre dos sistemas de representación, diálogo que se superpone al de las lenguas y de los puntos de vista que componen el texto. En su totalidad, la creación (que no he contado aquí con todos sus detalles) de la Historia general de las cosas de Nueva España, esta obra excepcional en todo, ocupa a Sahagún durante casi cuarenta años.
El resultado de esos esfuerzos es una inapreciable enciclopedia de la vida espiritual y material de los aztecas antes de la conquista, el retrato detallado de una sociedad que difería muy especialmente de nuestras sociedades occidentales y que estaba destinada a extinguirse definitivamente en poco tiempo. Corresponde a la ambición de Sahagún, admitida por él, de no «haber dejado a oscuras las cosas de estos naturales de esta Nueva España» (I, «Prólogo»), y justificaría que una de sus comparaciones no sólo se aplicara a las palabras, como quería Sahagún, sino también a las cosas que éstas designan: «Es esta obra como una red barredera para sacar a la luz todos los vocablos de esta lengua con sus propias y metafóricas significaciones, y todas sus maneras de hablar, y las más de sus antiguallas buenas y malas» (ibíd.).
Pero si bien esta enciclopedia se considera en su justo valor desde su publicación, y sirve de base a todos los estudios sobre el mundo azteca, se ha concedido menos atención al hecho de que también se trata de un libro, de un objeto, o más bien un acto, que merece ser analizado en cuanto tal; precisamente desde ese punto de vista nos interesa aquí Sahagún, dentro del marco de esta investigación sobre las relaciones con el otro, y sobre el lugar que ocupa en ellas el conocimiento. Se podría ver en Durán y en Sahagún dos formas opuestas de una relación, un poco como antaño se describía la oposición entre clásicos y románticos: interpenetración de contrarios en aquel caso, su separación en éste; es cosa segura que, si bien Sahagún es más fiel a los discursos de los indios, Durán está más cerca de ellos, y los comprende mejor. Pero en realidad la diferencia entre los dos es menos clara, pues la Historia de Sahagún es a su vez el lugar de interacción de dos voces (dejando de lado los dibujos), pero esta interacción adopta formas menos visibles y su análisis exige una observación más atenta.
1. Sería evidentemente ingenuo pensar que la única voz que se expresa en el texto náhuatl es la de los informantes, y en el texto español la de Sahagún; no sólo —y esto es evidente— son los informantes responsables de la mayor parte del texto español, sino que, como veremos, Sahagún está presente, aunque en forma menos discreta, en el texto náhuatl. Pero hay pasajes que faltan en una u otra versión, y éstos son directamente pertinentes para nuestro asunto. Las intervenciones más evidentes de Sahagún en el texto español son los diferentes prólogos, advertencias, prefacios o digresiones, que asumen la función de un marco: aseguran la transición entre el texto presentado y el mundo que lo rodea. Sin embargo, esos prefacios no tienen la misma finalidad que el texto principal: son un metatexto, se refieren más bien al libro que a los aztecas, y la comparación no siempre resulta esclarecedora. Sin embargo, Sahagún interviene en varias ocasiones, como en el apéndice del libro I o al final del capítulo 20, libro II. La primera vez, después de describir el panteón de los aztecas, añade una refutación, precedida por la exhortación siguiente: «Vosotros, los habitantes de esta Nueva España, que sois los mexicanos, tlaxcaltecas, y los que habitáis en la tierra de Mechuacan, y todos los demás indios de estas Indias Occidentales, sabed: Que todos habéis vivido en grandes tinieblas de infidelidad e idolatría en que os dejaron vuestros antepasados, como está claro por vuestras escrituras y pinturas, y ritos idolátricos en que habéis vivido hasta ahora. Pues oíd ahora con atención…». Y Sahagún transcribe fielmente (en latín) cuatro capítulos de la Biblia, que tratan de la idolatría y sus nefastos efectos; luego viene la refutación propiamente dicha. Así pues, se dirige aquí a sus mismos informantes, y habla en nombre propio; luego viene otra exhortación, ahora «al lector»; y por último algunas «Exclamaciones del autor», que no están dirigidas a nadie en particular, si no es a Dios, en las que expresa cómo lamenta ver a los mexicanos perdidos así en el error.
La segunda intervención, aislada también con el título «Exclamación del autor», viene después de la descripción de un sacrificio de niños. «No creo que haya corazón tan duro que oyendo una crueldad tan inhumana, y más que bestial y endiablada, como la que arriba queda puesta, no se enternezca y mueva a lágrimas y horror y espanto». Esta exclamación sirve sobre todo para buscar una justificación, una defensa de los mexicanos, a quienes se podría juzgar mal después de tales relatos. «La culpa de esta tan cruel ceguedad, que en estos desdichados niños se ejecutaba, no se debe tanto imputar a la crueldad de los padres, los cuales derramando muchas lágrimas y con gran dolor de sus corazones la ejercitaban, cuanto al crudelísimo odio de nuestro enemigo antiquísimo Satanás…» (II, 20).
Lo notable de estas intervenciones no es sólo lo poco numerosas que son (recuerdo que el texto español de la obra de Sahagún ocupa unas setecientas páginas), sino también el hecho de que estén tan claramente separadas del resto: aquí, Sahagún yuxtapone su voz a la de los informantes, sin que sea posible ninguna confusión entre las dos. Renuncia, en cambio, a todo juicio de valor en las descripciones de los ritos aztecas, que presentan exclusivamente el punto de vista, de los indios. Tomemos como ejemplo la descripción de un sacrificio humano y veamos cómo los diferentes autores de la época conservan el punto de vista indio que se expresa en el relato, o influyen en él. Veamos primero a Motolinía:
«En esta piedra tendían a los desventurados de espaldas para los sacrificar, y el pecho muy tieso, porque los tenían atados de los pies y de las manos, y el principal sacerdote de los ídolos o su lugarteniente, que eran los que más ordinariamente sacrificaban, […] con aquel cruel navajón, como el pecho estaba tan tieso, con mucha fuerza abrían al desventurado y de presto sacábanle el corazón, y el oficial de esta maldad daba con el corazón encima del umbral del altar de parte de afuera, y allí dejaba hecha una mancha de sangre […]. Y nadie piense que ninguno de los que sacrificaban matándoles y sacándoles el corazón, o cualquiera otra muerte, que era de su propia voluntad, sino por fuerza, y sintiendo muy sentida la muerte y su espantoso dolor» (I, 6).
«Cruel», «maldad», «desventurados», «espantoso dolor»: es obvio que Motolinía, quien dispone de un relato indígena pero no lo cita, introduce su propio punto de vista en el texto, salpicándolo con términos que expresan la posición común de Motolinía y de su lector posible; Motolinía presiente y explicita, en cierta forma, la reacción de éste. Las dos voces no están en situación de igualdad, y cada una se expresa a su vez: una de las dos (la de Motolinía) incluye e integra a la otra, que ya no se dirige directamente al lector, sino que sólo lo hace por medio de Motolinía, quien sigue siendo el único sujeto, en el sentido pleno del término.
Tomemos ahora una escena semejante, descrita por Durán: «Este indio tomaba su carguilla del presente que los caballeros del sol enviaban, con el báculo y rodela, y empezaba a subir por el templo arriba, muy poco a poco, representando el curso que el sol hace de oriente a poniente. Y en llegando que llegaba a lo alto del templo, puesto de pies en la piedra del sol, en el medio de ella —que era hacer el medio día— llegaban los sacrificadores y sacrificábanle allí; abriéndole el pecho por medio y sacándole el corazón, ofrecíanselo al sol, y rociando con la sangre hacia arriba al mismo sol. Luego, para representar la caída del sol hada occidente, dejaban caer el cuerpo muerto por las gradas abajo» (III, 23).
No hay «cruel», no hay «maldad», no hay «desventurados»: Durán transcribe el relato en un tono tranquilo y se abstiene de todo juicio de valor (cosa que no dejará de hacer en otras ocasiones). Pero en vez de esto aparece un nuevo vocabulario, ausente en Motolinía: el de la interpretación. El esclavo representa al sol, el centro de la piedra marca el mediodía, la caída del cuerpo representa la puesta del sol… Durán, como hemos visto, comprende los ritos de los que habla, o más bien, conoce las asociaciones que suelen acompañarlos, y comparte sus conocimientos con su lector.
El estilo de Sahagún también es diferente: «Sus dueños [de los cautivos] los subían arrastrando por los cabellos hasta el tajón donde había de morir. Llegándolos al tajón, que era una piedra de tres palmos en alto o poco más, y dos de ancho, o casi, echábanlos sobre ella de espaldas y tomábanlos cinco: dos por las piernas y dos por los brazos y uno por la cabeza, y venía luego el sacerdote que le había de matar y dábale con ambas manos, con una piedra de pedernal, hecha a manera de hierro de lanzón, por los pechos, y por el agujero que hacia metía la mano y arrancábale el corazón, y luego le ofrecía al sol; echábale en una jícara. Después de haberles sacado el corazón, y después de haber echado la sangre en una jícara, la cual recibía el señor del mismo muerto, echaban el cuerpo a rodar por las gradas abajo del cu» (II, 2).
Parecería de pronto que estamos leyendo una página de «nouveau roman»; esta descripción es todo lo contrario de las de Durán o Motolinía: no hay ningún juicio de valor, pero tampoco ninguna interpretación; nos enfrentamos a una pura descripción. Sahagún parece practicar la técnica literaria de la distanciación: describe todo desde el exterior, acumulando los detalles técnicos; de ahí la abundancia de medidas: «tres palmos o poco más», «dos, o casi», etcétera.
Pero sería un error pensar que Sahagún nos ofrece el relato de los indios en bruto, mientras que Motolinía y Durán le ponen el sello de su propia personalidad, o de su cultura; en otras palabras, que la monofonía sustituye a la difonía. Es más que seguro que los indios no hablaban como lo hace Sahagún: su texto huele a encuesta etnográfica, a preguntas minuciosas (y en ultima instancia se queda un poco al lado del tema, pues entendemos la forma pero no el sentido). Los indios no necesitaban expresarse así entre ellos; ese discurso está fuertemente determinado por la identidad de su interlocutor. Por lo demás, el texto de Sahagún lo comprueba: el fragmento que acabamos de leer no tiene contrapartida en náhuatl; ha sido redactado por el propio Sahagún, en español, a partir de los testimonios que se encuentran en otro capítulo (II, 21); ahí se encuentran los elementos del rito, pero ninguno de los detalles técnicos. ¿Representará entonces esta última versión el grado cero de la intervención? Podemos dudarlo, no porque los misioneros desempeñaran mal su trabajo etnográfico, sino porque quizás el grado cero en sí sea ilusorio. El discurso, ya lo hemos dicho, está fatalmente determinado por la identidad de su interlocutor; ahora bien, éste es, en todos los casos posibles, un español, un extranjero. Podemos ir más lejos, y, sin poder observarlo, estar seguros de que entre ellos los aztecas no hablaban en la misma forma si se dirigían a un niño, o a un recién iniciado, o a un viejo sabio, y el sacerdote y el guerrero no hablaban de la misma manera.
2. Otra intervención bien circunscrita de Sahagún se encuentra en los títulos de algunos capítulos, especialmente del libro I. Esos títulos constituyen un intento, muy tímido por cierto, aunque Sahagún lo hace varias veces, de establecer una serie de equivalencias entre los dioses aztecas y los dioses romanos: «7. Trata de la diosa que se llama Chicomecóatl. Es otra diosa Ceres»; «11. Que trata de la diosa del agua, que la llamaban Chalchiuhtlicue; es otra Juno»; «Que trata de la diosa de las cosas carnales, la cual llamaban Tlazoltéotl, otra Venus», etc. En el prólogo del libro I propone una analogía sobre las ciudades y sus habitantes: «Esta célebre y gran ciudad de Tula, muy rica y decente, muy sabia y muy esforzada, tuvo la adversa fortuna de Troya. […] la ciudad de México, que es otra Venecia [por los canales], y ellos en saber y en policía son otros venecianos. Los tlaxcaltecas parecen haber sucedido en la fortuna de los cartagineses». Éste es un tipo de comparación muy difundido en los escritos de la época (volveré a esto); lo notable aquí es un papel tan limitado, tanto por el número como por el lugar que se le asigna: una vez más, fuera del texto que describe el universo azteca (esas analogías no figuran en la versión náhuatl), en el marco (títulos, prefacios) y no dentro del cuadro mismo. Aquí también es imposible equivocarse sobre el origen de la voz; la intervención es franca, no disimulada, hasta se exhibe.
Estas dos formas de interacción, «exclamaciones» y analogías, separan así con perfecta claridad los discursos de unos y otro. Pero hay otras formas que van a encarnar interpenetraciones cada vez más complejas de las dos voces.
3. Cuando se trata de la descripción de un sacrificio, Sahagún no añade, en el texto, ningún término que implique un juicio moral. Pero al hablar del panteón azteca se encuentra frente a una elección difícil: sea cual fuere el término empleado, el juicio de valor es inevitable; se compromete de igual manera si traduce por «dios» o por «diablo»; o, en cuanto al que lo sirve, por «sacerdote» o por «nigromante»: el primer término legitima, el segundo condena; ninguno es neutro. ¿Cómo resolverlo? La solución de Sahagún consiste en no optar por ninguno de los dos términos, sino en alternarlos; en suma, erige en sistema la ausencia de sistema, y con ello neutraliza los dos términos, que en principio son portadores de juicios morales opuestos y ahora se vuelven sinónimos. Por ejemplo, un título del apéndice 3 del libro II anuncia la «Relación de ciertas ceremonias que se hacían a honra del demonio», y el título del apéndice siguiente, el 4 es «Relación de las diferencias de ministros que servían a los dioses». El primer capítulo del tercer libro invierte el orden: el título dice: «Del principio que tuvieron los dioses», y una de las primeras frases: «Según lo que dijeron y supieron los naturales viejos, del nacimiento y principio del diablo que se decía Huitzilopochtli…». En el prólogo a toda la obra, Sahagún establece la misma neutralidad por medio de un lapsus controlado: «Escribí doce libros de las cosas divinas, o por mejor decir idolátricas…». Podríamos imaginar que los informantes piensan «dios» y Sahagún «el diablo». Pero al acoger los dos términos dentro de su propio discurso, lo inclina en el sentido de sus informantes, sin por ello adoptar enteramente la posición de éstos: gracias a su alternancia, los términos pierden sus matices cualitativos.
En otro título encontramos un testimonio diferente de la ambivalencia propia a la posición de Sahagún: «Es oración del gran sátrapa donde se ponen delicadezas muchas…» (VI, 5). Quizás, como lo han afirmado algunos, Sahagún, semejante en eso a Durán, admira en los aztecas las cosas naturales (el lenguaje en este caso) y condena las sobrenaturales (los ídolos); de todos modos tenemos aquí otro ejemplo más donde la voz de los informantes se deja oír dentro de la de Sahagún, transformándola. En otros textos, predicaciones cristianas dirigidas a los mexicanos y escritas en náhuatl, se observa otra interferencia: Sahagún emplea algunos procedimientos estilísticos de la prosa de los aztecas (paralelismos, metáforas).
4. Si la voz de los informantes estaba presente en el discurso de Sahagún, ahora es la voz de Sahagún la que impregna los discursos de los informantes. No se trata de intervenciones directas que, como hemos visto, están claramente indicadas y delimitadas; sino de una presencia a la vez más difusa y más masiva. Y es que Sahagún trabaja a partir de un plan concebido después de sus primeros encuentros con la cultura azteca, pero también en función de su idea de lo que puede ser una civilización. Sabemos por el propio Sahagún que emplea un cuestionario, y es imposible sobrestimar este hecho. Desgraciadamente no se conservaron los cuestionarios, pero han sido reconstruidos, gracias al ingenio de los investigadores actuales. Por ejemplo, la descripción de los dioses aztecas en el libro I revela que todos los capítulos (y por lo tanto todas las respuestas) obedecen a un orden, que corresponde a las siguientes preguntas: 1. ¿Cuáles son los títulos, los atributos y las características de este dios? 2. ¿Cuáles son sus poderes? 3. ¿Cuáles son los ritos en su honor? 4. ¿Cuál es su apariencia? Así pues, Sahagún impone su esquema conceptual al saber azteca, y éste se nos muestra como portador de una organización que viene en realidad del cuestionario. Es cierto que, en el interior de cada libro, se ve una transformación: el comienzo siempre sigue un orden muy estricto, mientras que la continuación presenta cada vez más digresiones y desviaciones del esquema; Sahagún tuvo el acierto de conservarlas, y la parte que se deja a la improvisación compensa en cierta medida el efecto del cuestionario. Pero eso le impide a Sahagún comprender, por ejemplo, la naturaleza de la divinidad suprema (uno de cuyos nombres es Tezcatlipoca), puesto que es invisible e intangible, que ella misma es su propio origen, y que es creadora de historia pero está desprovista de historia propia. Sahagún espera que los dioses aztecas se parezcan a los dioses romanos, ¡no al Dios de los cristianos! En algunos casos, el resultado es francamente negativo, como en el libro VII, que trata de la «astrología natural» de los indios, donde Sahagún no entiende bien las respuestas que se apoyan en una concepción cósmica enteramente diferente de la suya, y aparentemente vuelve sin cesar a sus cuestionarios.
Los cuestionarios no sólo imponen una organización europea al saber americano, y a veces impiden el paso de la información pertinente, sino que también determinan los temas a tratar, y excluye otros, para dar un ejemplo contundente (pero habría muchos más), al leer el libro de Sahagún aprendemos muy pocas cosas sobre la vida sexual de los aztecas. Quizás esa información fue soslayada por los mismos informantes; quizás, en forma inconsciente, por Sahagún; no lo podemos saber, pero da la impresión de que los actos de crueldad, ya presentes en la mitología cristiana, no escandalizan demasiado al encuestador español y que los transcribe fielmente, mientras que la sexualidad no encuentra lugar.
Es bastante divertido ver que los primeros editores del libro, en el siglo XIX, ejercen por su parte una censura totalmente consciente frente a los raros pasajes del libro que contienen referencias a la sexualidad, y que ellos juzgan escabrosos: en esa época ya no hay interdicciones referentes a la religión (hablando a grandes rasgos), y por lo tanto, ya no hay sacrilegio ni blasfemia; el pudor, en cambio, ha aumentado, y todo les parece obsceno. En su prefacio (de 1880), el traductor francés se siente obligado a justificar largamente «esos contrastes entre la pureza del alma y las libertades en la expresión del pensamiento» en los religiosos españoles del siglo XVI, y culpa finalmente a los indígenas, cuyas expresiones, en la confesión, corrompieron según él el oído del buen fraile —«ahora bien, no necesito decir en qué inmundas basuras se veían obligados los primeros confesores de los indios a desarrollar sus confesiones de todos los días» («Prefacio», p. XIII). Así pues, el traductor se precia a su vez de su valentía, que le hace traducir íntegramente el texto de Sahagún, aunque de vez en cuando se permite algunas enmiendas: «El traductor piensa que aquí debe, a imitación de Bustamante [el primer editor del texto español], suprimir un pasaje escabroso cuya lectura se volvería insoportable debido a las delicadezas de la lengua francesa» (p. 430); de hecho el pasaje en cuestión se conserva en nota, en español —idioma que por lo visto es menos delicado. En otra ocasión dice: «El capítulo que sigue contiene pasajes escabrosos que son excusables por la ingenuidad del lenguaje primitivamente empleado y por la decisión de Sahagún de dar todo con sinceridad […]. Seguiré absolutamente el texto en mi traducción, sin hacer otros cambios que sustituir con la palabra desnudez la palabra más realista que creyó poder emplear Sahagún para no alejarse de lo que en lengua náhuatl le decían sus ancianos» (p. 201). De hecho, lo que dice el texto español es, sencillamente, miembro genital (III, 5): ¿realmente hay que responsabilizar de esta expresión a los ancianos aztecas? ¡Felicitémonos entonces de que Sahagún no haya sido tan mojigato como lo fueron sus editores, trescientos años más tarde! De todos modos es responsable del texto náhuatl mismo, y no sólo de la versión española; el original muestra las huellas de las convicciones religiosas, de la educación y del estrato social de Sahagún.
5. Si pasamos ahora al nivel macroestructural, después de estas observaciones sobre la microestructura, encontramos el mismo tipo de «visita» de una voz en la otra. La elección de temas, por ejemplo, deja oír la voz de los informantes en la de Sahagún. Recordamos que el proyecto explícito de éste era facilitar la evangelización de los indios con el estudio de su religión. Pero apenas corresponde a esta idea un tercio de la obra. Cualquiera que haya sido la primera intención de Sahagún, está claro que la riqueza de los materiales que se le ofrecían lo determinó a sustituir su proyecto inicial por otro, y trató de constituir una descripción enciclopédica, en la que los asuntos de los hombres o de la naturaleza ocupan tanto lugar como lo divino o lo sobrenatural; es altamente probable que esta transformación se deba a la influencia de sus informantes indígenas. ¿Cuál puede ser la utilidad cristiana de una descripción como ésta, de la serpiente de agua (cf. fig. 31)?:
«Para cazar personas tiene esta culebra una astucia notable, hace un hoyo cerca del agua, del tamaño de un lebrillo grande, y toma peces grandes de las cuevas, como barbos u otros de otra manera, y tráelos en la boca y échalos en el hoyo que tiene hecho, y antes que los eche levanta el cuello en alto y mira a todas partes, luego echa los peces en la lagunilla, y vuelve otra vez por otros; y algunos indios atrevidos, entre tanto que sale otra vez, tómanle los peces de la lagunilla y echan a huir con ellos. De que sale otra vez la culebra luego ve que le han tomado los peces, y luego se levanta en alto sobre la cola, y mira a todas partes, y aunque vaya algo lejos el que lleva los peces, vele, y si no le ve por el olor le va rastreando, y echa tras él tan recio como una saeta, que parece que vuela por encima de los zacates y de las matas, y como llega al que le lleva los peces, enróscasele al cuello y apriétale reciamente, y la cola, como la tiene hendida, métesela por las narices cada punta por cada ventana, o se las mete por el sieso; hecho esto apriétase reciamente el cuerpo de aquel que le hurtó los peces, y mátale» (XI, 4, 3).
Sahagún transcribe y traduce aquí lo que le cuentan, sin preocuparse del sitio que pueda ocupar una información como ésa en relación con el proyecto inicial.
6. Al mismo tiempo, el plan de conjunto sigue siendo el de Sahagún: es una suma escolástica, que va de lo más alto (dios) a lo más bajo (las piedras). Los numerosos retoques y adiciones obscurecen algo este plan; pero, siguiendo sus grandes lineamientos, podemos reconstruirlo de la manera siguiente: los libros I, II y III tratan de los dioses; los libros IV, V y VII, de astrología y adivinación, es decir, de las relaciones entre dioses y hombres; los libros VIII, IX y X están dedicados a los asuntos humanos; por último, el libro XI se refiere a los animales, las plantas y los minerales. Dos libros, que corresponden a materiales recogidos con anterioridad, realmente no tienen lugar en este plan: el libro VI (recopilación de discursos rituales) y el libro XII (relato de la conquista). Este plan no sólo corresponde más al espíritu de Sahagún que al de sus informantes, sino que la existencia misma de un proyecto enciclopédico como éste, con sus subdivisiones en libros y capítulos, no tiene correspondiente en la cultura azteca. Aunque la obra de Sahagún tampoco es muy común en la tradición europea, le pertenece plenamente, sin importar que su contenido venga de los informantes. Se podría decir que, a partir de los discursos de los aztecas, Sahagún produjo un libro; ahora bien, en este contexto el libro es una categoría europea. Y sin embargo el objetivo inicial se invierte: Sahagún había partido de la idea de utilizar el saber de los indios para contribuir a la propagación de la cultura de los europeos; acabó por poner su propio saber al servicio de la preservación de la cultura indígena…
Se podrían recoger, evidentemente, otras formas de la interpenetración de las dos culturas; pero éstas bastan para mostrar la complejidad del tema de la enunciación en la Historia general de las cosas de Nueva España; o podría decir, la distancia entre la ideología profesada por Sahagún y la que es imputable al autor del libro. Esto también se trasluce en las reflexiones que da al margen de la exposición central. No es que Sahagún dude de su fe o renuncie a su misión. Pero se ve llevado a distinguir, a la manera de Las Casas o de Durán, entre la religiosidad en sí y su objeto: si bien el Dios de los cristianos es superior, el sentimiento religioso de los indios es más fuerte: «En lo que toca a la religión y cultura de sus dioses no creo ha habido en el mundo idólatras tan reverenciadores de sus dioses, ni tan a su costa, como éstos de esta Nueva España» (I, «Prólogo»). La sustitución de la sociedad azteca por la sociedad española resulta ser entonces un arma de doble filo, y, después de pesar atentamente el pro y el contra, Sahagún decide, con más fuerza que Durán, que el resultado final es negativo. «Como esto cesó por la venida de los españoles, y porque ellos derrocaron y echaron por tierra todas las costumbres y maneras de regir que tenían estos naturales, y quisieron reducirlos a la manera de vivir de España, así en las cosas divinas como en las humanas, teniendo entendido que eran idólatras y bárbaros, perdióse todo el regimiento que tenían. […] Pero viendo ahora que esta manera de policía cría gente muy viciosa, de muy malas inclinaciones y muy malas obras, las cuales los hace a ellos odiosos a Dios y a los hombres, y aun los causan grandes enfermedades y breve vida…» (X, 27).
Sahagún es consciente de que los valores sociales forman un conjunto en que todo va unido: no se puede derrocar a los ídolos sin trastornar al mismo tiempo a la sociedad; y además, desde el punto de vista cristiano, la que ha sido edificada en su lugar es inferior a la primera. «En lo que toca [a] que eran para más en los tiempos pasados, así para el regimiento de la república como para el servicio de los dioses, es la causa porque tenían el negocio de su regimiento conforme a la necesidad de la gente» (ibíd.). Sahagún no llega a ninguna conclusión revolucionaria; pero ¿acaso su razonamiento no implica que la cristianización trajo, a fin de cuentas, más mal que bien, y que entonces hubiera sido preferible que no hubiera ocurrido? En realidad su sueño, como el de otros franciscanos, sería más bien la creación de un estado ideal nuevo: mexicano (y por lo tanto independiente de España) y cristiano a la vez, un reino de Dios en la tierra. Pero al mismo tiempo sabe que este sueño no está a punto de realizarse, y se conforma entonces con recoger los aspectos negativos del estado actual. Sin embargo esta posición, combinada con la importancia que le concede a la cultura mexicana, hace que su obra provoque una franca condena por parte de las autoridades: no sólo le quitan los fondos, como ya hemos visto, sino que una cédula real de Felipe II, fechada en 1577, prohíbe que cualquiera conozca esta obra y, con más razón, que se contribuya a difundirla.
Según lo que dice Sahagún, la presencia de los frailes también tiene un efecto ambiguo en la práctica cotidiana. La nueva religión lleva a adoptar nuevas costumbres, y éstas provocan una reacción todavía más alejada del espíritu cristiano que la antigua religión. Sahagún relata sin espíritu humorístico los disgustos que los esperan en la educación de los jóvenes: «Tomamos aquel estilo de criar los muchachos en nuestras casas, […] donde los enseñábamos a levantarse a la media noche, y los enseñábamos a decir los maitines de Nuestra Señora, y luego de mañana, las horas; y aun les enseñábamos a que de noche se azotasen y tuviesen oración mental; pero como no se ejercitaban en los trabajos corporales como solían y como demanda la condición de su briosa sensualidad, y también comían mejor de lo que acostumbraban de su república antigua, porque ejercitábamos con ellos la blandura y piedad que entre nosotros se usa, comenzaron a tener bríos sensuales y a entender en cosas de lascivia…» (ibíd.). ¡Ésta es la forma en que Dios nos conduce al demonio!
Una vez más, no se trata de afirmar que Sahagún adoptó el partido de los indios. Otros pasajes del libro lo muestran enteramente firme en sus convicciones cristianas, y todos los documentos de que disponemos dan fe de que, hasta el final de su vida, la cristianización de los mexicanos lo preocupa más que cualquier otra cosa. Pero debemos ver hasta qué punto su obra es producto de la interacción entre dos voces, dos culturas, dos puntos de vista, aun si dicha interacción es menos evidente que en Durán. Por eso sólo podemos rechazar el intento, por parte de ciertos especialistas contemporáneos, de romper esta obra excepcional al declarar, menospreciando toda interacción, que los informantes son los únicos responsables del texto náhuatl del libro, y que Sahagún sólo es responsable del texto español; en otras palabras, de convertir en dos libros una obra cuyo interés está, en gran parte, en que es uno solo. Digan lo que digan, un diálogo no es la adición de dos monólogos. Y sólo podemos desear la rápida publicación de una edición por fin completa, o crítica, que permitiera leer y apreciar en su justo valor este monumento único del pensamiento humano.
¿Cómo situar a Sahagún en la tipología de las relaciones con el otro? En el plano de los juicios de valor, se apega a la doctrina cristiana de la igualdad entre todos los seres humanos. «Según verdad, en las cosas de policía echan el pie delante a muchas otras naciones que tienen gran presunción de políticos, sacando fuera algunas tiranías que su manera de regir contenía» (I, «Prólogo»). «Es certísimo que estas gentes todas son nuestros hermanos, procedentes del tronco de Adán como nosotros, son nuestros prójimos, a quien somos obligados a amar como a nosotros mismos» (ibíd.).
Pero esta posición de principio no lo lleva a una afirmación de identidad, ni a una idealización de los indios a la manera de Las Casas; los indios tienen cualidades y defectos, igual que los españoles, pero con una distribución diferente. A veces se queja de diferentes rasgos de su carácter que le parecen lamentables; sin embargo, no los explica por una inferioridad natural (como hubiera hecho Sepúlveda), sino por las condiciones diferentes en que viven, especialmente las condiciones climáticas; el cambio es notable. Después de mencionar su pereza y su hipocresía, dice: «Y no me maravillo tanto de las tachas y dislates de los naturales de esta tierra, porque los españoles que en ella habitan, y mucho más los que en ella nacen, cobran estas malas inclinaciones. […] y esto pienso que lo hace el clima, o constelaciones de esta tierra» (X, 27). Un detalle ilustra claramente la diferencia entre Las Casas y Sahagún: para Las Casas, como recordamos, todos los indios son portadores de las mismas cualidades: no hay diferencias entre los pueblos, sin hablar de los individuos. Sahagún, por su parte, llama a sus informantes por su nombre.
En el plano de la conducta, Sahagún ocupa igualmente una posición específica: de ninguna manera renuncia a su modo de vida ni a su identidad (no tiene nada de un Guerrero); sin embargo, aprende a conocer profundamente la lengua y la cultura del otro, dedica toda su vida a esta tarea y acaba, como hemos visto, por compartir algunos valores de aquellos que, al principio, eran su objeto de estudio.
Pero ahí donde el ejemplo de Sahagún es más interesante es, evidentemente, en el plano epistémico, o del conocimiento. Lo que primero llama la atención es el aspecto cuantitativo: la suma de sus conocimientos es enorme, y rebasa a todas las demás (la que más se le acerca es la de Durán). La naturaleza cualitativa de este conocimiento es más difícil de formular. Sahagún aporta una impresionante masa de materiales, pero no los interpreta, es decir, no los traduce a las categorías de otra cultura (la suya), haciendo evidente con ese gesto la relatividad de esa cultura; a esa tarea se dedicarán —a partir de sus encuestas— los etnólogos de hoy. Se podría decir que en la medida en que su trabajo, o el de los demás sabios frailes contemporáneos suyos, contenía gérmenes de la actitud etnológica, no era recibible para su época; de todos modos es bastante impresionante ver que los libros de Motolinía, Olmos, Las Casas (Apologética historia), Sahagún, Durán, Tovar, Mendieta, no se publican hasta el siglo XIX, o llegan incluso a perderse. Como hemos visto, Sahagún sólo da un tímido paso en esa dirección: son sus comparaciones entre el panteón azteca y el panteón romano. Las Casas, en la Apologética historia, avanza mucho más en la vía del comparatismo, y otros siguen sus pasos. Pero la actitud comparatista no es la del etnólogo. El comparatista pone en el mismo plano varios objetos, todos exteriores a él, y sigue siendo el único sujeto. Tanto en Sahagún como en Las Casas, la comparación se refiere a los dioses de los otros: de los aztecas, de los romanos, de los griegos; no coloca al otro en el mismo plano que uno, y no pone en duda sus propias categorías. El etnólogo, en cambio, contribuye al esclarecimiento recíproco de una cultura por medio de otra, a «hacernos reflejar en el rostro del otro», según las hermosas palabras que usaba ya en el siglo XVI Urbain Chauveton: conocemos al otro por medio de nosotros, pero también a nosotros mismos por medio del otro.
Sahagún no es un etnólogo, digan lo que digan sus admiradores modernos. Y, a diferencia de Las Casas, no es fundamentalmente comparatista; su trabajo está más relacionado con la etnografía, con la recolección de documentos, premisa indispensable para el trabajo etnológico. El diálogo de las culturas es, en él, fortuito e inconsciente, es un resbalón no controlado, no adquiere la categoría de método (y no puede adquirirla); hasta es un enemigo resuelto del hibridismo entre culturas; el que sea fácil asimilar a la Virgen María con la diosa azteca Tonantzin es para él algo relacionado con una «invención satánica» (XI, 12, apéndice 7), y no se cansa de poner a sus correligionarios en guardia contra todo entusiasmo fácil ante las coincidencias entre las dos religiones, o ante la rapidez con que los indios adoptan el cristianismo. Su intención no es lograr la interpenetración de las voces, sino yuxtaponerlas: o son los indígenas, que cuentan sus «idolatrías», o es la palabra de la Biblia, copiada en el interior mismo de su libro; una de esas voces dice la verdad, la otra miente. Y sin embargo, vemos aquí los primeros esbozos del futuro diálogo, los embriones informes que anuncian nuestro presente.