Henri Bordeaux, un escritor francés que murió hace treinta años, acuñó una definición, tocante a la política, que tiene visos de dialéctica: «La política es la historia que se está haciendo, o que se está deshaciendo». Es decir, una historia de ida o de vuelta, pero en movimiento; de ningún modo extinguida, como varios decenios más tarde sentenciaría Fukuyama. El compromiso con la política sería, pues, una actitud frente a esa historia en movimiento. De ahí el riesgo que lleva implícito.
Ocurre sin embargo que de un tiempo a esta parte la historia no sólo se mueve, sino que además zigzaguea, trepida, patina, ondula, se estremece, y en consecuencia es casi imposible escoltarla, darle alcance. La pregunta pertinente sería tal vez con quién nos comprometemos: si con los que hacen la historia o con los que la deshacen. De cualquier manera, las modas pasan, los escombros quedan, y quizá por eso, y cada vez más, el compromiso requiera cierta dosis de osadía.
Obviamente, es más cómodo quedarse al margen y mirar, desde el apogeo o desde la inercia, cómo la historia se hace o se deshace. En cambio, siempre ha sido considerablemente más expuesto «desinsularizar la inteligencia», como alguna vez sugirió Marx. El compromiso sirve, entre otras cosas, para tender puentes al mundo, a la sociedad, y en definitiva al próximo prójimo. «Desinsularizarse» es también reeducar la soledad, vaciarla de egoísmo. Sin embargo, el compromiso tiene hoy mala prensa, no está de moda, tal vez porque mira y examina la historia (tanto la que va como la que viene) y hay toda una elite intelectual (que incluye no sólo a escritores sino también a psicólogos, sociólogos y comunicólogos) que ha decidido borrarla, desentenderse de ella. Aun ciertos personajes políticos, que deberían ser los comprometidos por antonomasia, si bien se exhiben como alternativa de futuro, recomiendan tachar el pasado, esa indiscreta franja que a menudo revela deslealtades o sencillamente falta de principios. No son amnésicos ni olvidadizos, sino conscientes, deliberados olvidadores. Deciden que no debemos tener «ojos en la nuca», que sólo hay que mirar hacia adelante, digamos como el rinoceronte; conviene recordar que el búho, en cambio, se las arregla para mirar no sólo hacia adelante sino también hacia atrás, y tal vez por eso tiene fama de sabio.
El compromiso es en principio un estado de ánimo, y aunque comúnmente se lo relaciona con el intelectual, es obvio que puede originarse en toda persona. Cualquier ciudadano puede estar tan comprometido con su medio social como un intelectual, pero curiosamente nadie habla de un albañil comprometido, de un ingeniero comprometido, de un deportista comprometido. Lo que ocurre es que en el intelectual el compromiso toma estado público, y además, puede (o no) reflejarse en su obra. El compromiso político de un ingeniero no se refleja (al menos, en forma directa) en la construcción de un puente o de una carretera, ni el del deportista en la obtención de un campeonato o una marca olímpica. Y en ese sentido, nadie los cuestiona. Por el contrario, en el caso de un artista o un intelectual, la crítica y aun el público vigilan la presencia o la ausencia del compromiso en cada una de sus obras.
Ahora bien, ¿cómo germina ese estado de ánimo llamado compromiso? ¿Cómo llega a infiltrarse, digamos, en un drama, un poema o una novela? Si en tiempos de tutelas y mecenazgos era posible que un escritor se aislara del turbulento alrededor («Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido», escribió, con indudable fruición y alguna diéresis, el bueno de Fray Luis), hoy la realidad empuja, ciñe, machaca, y si ingenuamente le cerramos la puerta, no tiene inconveniente en entrar por la ventana. Ahora los mecenazgos, y también las tutelas, ya no provienen de príncipes de la sangre o refinados cardenales, sino de pródigas Fundaciones norteamericanas o alemanas, cuyas dispendiosas becas suelen apaciguar las modestas rebeldías de ciertos intelectuales, más o menos propensos, del Tercer Mundo.
Es claro que, en materia de ventanas, Ivan Sergeievich Turgueniev fue todo un pionero, ya que sólo podía escribir si tenía sus pies sumergidos en una palangana de agua caliente colocada bajo su escritorio y enfrentado a la abierta ventana de su habitación. Hoy los intelectuales siguen con la ventana abierta, pero a los no propensos suelen quitarles hasta la palangana.
Arthur Koestler, por su parte, apoyándose precisamente en aquel pudoroso e higiénico hábito de Turgueniev, señaló hace medio siglo que la ventana abierta enmarca para el novelista ruso «su visión del mundo de fuera». En una suerte de abanico de posibilidades, Koestler concentraba en la famosa ventana tres tipos de tentaciones: a) cerrarla; b) abrirla completamente y caer en la fascinación de los sucesos de la calle, y c) tenerla sólo entreabierta, con las cortinas dispuestas de tal modo que brindaran sólo una sección limitada del mundo exterior (ver Las tentaciones del novelista, ensayo de Koestler leído en el XVII Congreso del Pen Club, Londres, setiembre de 1941).
Allá lejos y hace tiempo, cuando los intelectuales no se ruborizaban ante la palabra compromiso, y escritores tan relevantes como Vallejo, Neruda, Antonio Machado, Thomas Mann, Peter Weiss, Cesare Pavese, Rafael Alberti, Camus, Hemingway y tantos otros, estuvieron inmersos en el contexto social y político, Sartre, que fue probablemente el principal ideólogo de una littérature engagée, criticó con particular dureza la actitud del escritor que rehusaba pronunciarse, o sea que eludía la coincidencia de sus actos con el dictado de su conciencia. Por supuesto, ya no se trataba de aquella conciencia pura, descarnada, incontaminada, que durante siglos fue el catecismo ético de la civilización occidental, sino más bien de una conciencia contaminada por la conciencia del prójimo. Como señalara otro comprometido, el dramaturgo norteamericano Arthur Miller, «el hombre está dentro de la sociedad y la sociedad está dentro del hombre». Es decir, que la sociedad está dentro de la conciencia, y ésta ya no puede evitar los condicionantes sociales. Aquella acepción de compromiso, esencialmente generosa, solidaria con el semejante y respetuosa del distinto, fue sin embargo posteriormente condicionada por los vaivenes y esquematismos de la política. Así como el socialismo, dentro de la óptica estalinista, se trasmutó en el llamado socialismo real, y, luego, ya en la franja específica del arte, el mero y defendible realismo pasó a convertirse en el impresentable realismo socialista, también la concepción sartreana del compromiso se fue metamorfoseando, a través de desprolijos hermeneutas, en el compromiso con un partido determinado. Como lamentable consecuencia, el arte (que a esa altura ya era más militante que comprometido) fue a la zaga de la orientación política, del rumbo que marcaban las jerarquías decididoras. El propio Sartre, casi al final de su brillante trayectoria, cayó increíblemente en alguna de esas trampas, tal vez olvidado de que él mismo había sostenido: «En la literatura comprometida, el compromiso no debe, en ningún caso, hacer olvidar la literatura».
Personalmente, creo que el panfleto es un género tan legítimo como cualquier otro, y la historia exhibe (desde el Manifiesto comunista hasta La historia me absolverá) genuinas obras maestras en esa rama. La literatura panfletaria, en cambio, y el arte panfletario en general, son encasillamientos destinados inevitablemente a anquilosarse, a volverse inválidos, a acabar como simple material inerte para futuros taxidermistas. Sintomáticamente, la única literatura de tema político que por fortuna sobrevive, y continúa transmitiendo su mensaje, es aquella en que la prioridad primera fue desde el inicio la literaria. ¿Qué sería del poema «Masa» de Vallejo o del Guernica de Picasso, de la sinfonía Leningrado de Shostakovich o de Die Asthetik der Widerstands (La estética de la resistencia) de Peter Weiss, si la inocultable intención política no estuviera dignificada y respaldada por una notable calidad artística?
Como extraña secuela de la consunción de la Unión Soviética, sobrevino una falsa y deliberada simplificación, particularmente alentada por los mass media: la sonada hecatombe del socialismo real significaba asimismo la definitiva derrota del socialismo como propuesta doctrinaria y la consecuente ratificación del capitalismo como ideología hegemónica. O sea, para resumir: las reprobables conductas de Ceaucescu y Zhivkov inhabilitaban a Lenin, y un Lenin así inhabilitado descalificaba retrospectivamente a Marx. No obstante, un Nixon o un Collor de Mello, expulsados ambos (el primero, en 1974; el segundo, en 1992), también por deplorables conductas, de las respectivas presidencias de Estados Unidos y Brasil, no parecen haber inhabilitado al sistema capitalista o al neoliberal que los auparon a tan altos rangos. La hipocresía como una de las bellas artes.
Como era de prever, todo este gran entrevero finisecular, con su reajuste de sistemas y de fronteras, ha repercutido en el ámbito intelectual. A los sectores más reaccionarios de esa misma intelectualidad, este vuelco les ha venido de perillas. Gracias a él, pueden recusar a un buen número de colegas. Para los neoinquisidores la Nueva Gran Purga (subsidiaria del Nuevo Orden Internacional) no sólo debe incluir a quienes, en épocas cercanas o remotas, hicieron profesión de fe estalinista, sino a todos los que alguna vez se pronunciaron contra las agresiones imperialistas, las torturas en las cárceles, las agresiones económicas, los intereses leoninos, la pena de muerte, las campañas esterilizadoras, los estragos ecológicos, la corrupción ecuménica e impune. Es como si todas esas exhortaciones y demandas, de claro sentido humanitario, hubieran quedado sepultadas bajo los escombros del muro de Berlín. Hace poco un lector español recordaba una amarga comprobación de Willy Brandt: «La capacidad del hombre para cerrar los ojos es ilimitada. Sólo así se pueden explicar los horrores del nazismo».
El intelectual comprometido es alguien que se niega a cerrar los ojos. Ve y dice lo que ve, aunque a veces le duela decirlo. «La única manera de aprender es discutir», decía ese gran discutidor que fue Jean-Paul Sartre. Y agregaba: «Un hombre no es nada si no es un ser que duda. Pero también debe ser fiel a alguna cosa. Un intelectual, para mí, es esto: alguien que es fiel a una realidad política y social, pero que no deja de ponerla en duda. Claro está que puede presentarse una contradicción entre su fidelidad y su duda; pero esto es algo positivo, es una contradicción fructífera. Si hay fidelidad pero no hay duda, la cosa no va bien: se deja de ser un hombre libre».
Como hombre libre, pero sin paternalismo ni soberbia, sin ínfulas ni desplantes, el intelectual puede contribuir a la investigación de la realidad. Con sus ensayos, sus artículos periodísticos, pero también con sus novelas, sus dramas y hasta con sus poemas. Aunque no sea la vía más frecuentada para estos menesteres, también la poesía puede indagar, sondear, descubrir. Por lo general, el poeta se cuestiona a sí mismo, entre otras cosas porque lo cuestiona todo: el mundo, la vida, el poder, la muerte. No sólo al mandamás, sino también al mandamenos. Y es bueno recordar que el compromiso no siempre se ejerce desde la certeza, sino también desde la inseguridad, desde la incertidumbre. «Por el momento nada me ampara sino la lealtad a mi confusión», escribió con estricta franqueza el poeta mexicano José Emilio Pacheco. Pero aun inseguro, el poeta debe interrogar e interrogarse. Al parecer, alguien escribió en un muro de Quito: «Cuando ya tenía respuestas a la vida, me cambiaron las preguntas». Antes que nada, habría que averiguar si las nuevas preguntas son las pertinentes. Si lo son, no hay que amilanarse. Siglo tras siglo, la humanidad se ha pasado formulando preguntas y buscando respuestas. ¿Qué son después de todo las religiones, las corrientes filosóficas, los sistemas políticos, las ideologías, las hipótesis cosmogónicas, sino un amplio abanico de respuestas al indescifrable acertijo de la existencia?
En todas las épocas hubo ciclos de preguntas y ciclos de respuestas. Ya en las postrimerías del siglo XVIII, el impagable (y lamentablemente poco leído) Georg Christoph Lichtenberg, escribía: «Me dije a mí mismo: es imposible que yo crea esto, y al decirlo observé que ya era la segunda vez que lo creía». Una pregunta oportuna, en los albores del 93, quizá podría ser ésta: ahora que el capitalismo es hegemónico y buena parte de los socialistas europeos recurren a urgentes maquillajes que les brinden arreboles capitalistas y mascarillas neoliberales, ¿quién o quiénes quedan para aliviar las infamantes miserias del mundo pobre, el escarnio de cuarenta mil niños que diariamente mueren de hambre, el premeditado aniquilamiento ecológico, el escándalo de la Deuda Externa?
Es obvio que la mayoría de los gobernantes del Primer Mundo se encogen de hombros ante el rudimentario malestar de los infelices, ante su catálogo de antiestéticas carencias. Ahora bien, ¿puede el intelectual, dada su capacidad de raciocinio y su implícito deber de reflexión, sumarse a esa compacta indiferencia, a ese descarado compromiso con el dinero y su expansión salvaje? No es necesario, ni mucho menos obligatorio, pertenecer a algún partido político ni encasillarse en un sistema ideológico, para experimentar angustia, impotencia y una suerte de vergüenza colectiva frente a las imágenes de indigencia atroz que, entre rock y rock, entre culebrón y culebrón, transmiten los televisores de todo el mundo. Si bien es cierto que el socialismo real fracasó en Europa, en el Tercer Mundo lo que ha fracasado es el capitalismo real, ya que evidentemente no ha podido (y lo que es más grave, no ha querido) dignificar el nivel de vida y de muerte de tres cuartas partes de la humanidad.
No sólo en Europa, también en América Latina los apuntadores de la indiferencia recurren a la fácil justificación de que «la política y los políticos no sirven», que «ya no se puede creer en nadie», que «el poder corrompe» y que «la corrupción todo lo contamina». Sin perjuicio de que algunas de esas opiniones tengan un soporte real (es notorio el generalizado desprestigio de los políticos), ello no justifica la pasividad ni la abulia ciudadanas. ¿O acaso el descenso de la confiabilidad y el auge de la corrupción no involucran a una sociedad permisiva que deja hacer y deshacer? En América Latina se han dado recientemente dos ejemplos de intervención popular, ambas dentro de las respectivas Constituciones, que lograron enmendarle la plana a los esquemas del poder. La destitución del presidente Collor de Mello en Brasil, y la aplastante derrota del oficialismo (72% contra 28%) en el referéndum sobre privatizaciones en Uruguay muestran que la participación y el compromiso de amplios sectores sociales pueden lograr mejores resultados que la dejadez y la inercia ciudadanas. En ambos casos, y pese a que el compromiso es en el mundo actual una etiqueta descalificadora, los intelectuales estuvieron, en su gran mayoría, del lado de los intereses populares. No pretendo que hayan influido en tales decisiones colectivas; sólo compruebo dónde estuvieron situados.
En una etapa como la actual, con los partidos (en ambas orillas del Atlántico) estremecidos por severas contradicciones, las mejores causas y las más humanitarias motivaciones no siempre (o no sólo) dependen de las orientaciones de los dirigentes. Por eso mismo, las causas y motivaciones aparecen más desnudas, más nítidas en su significado esencial, menos expuestas a las especulaciones y los oportunismos. En consecuencia el compromiso del ciudadano, y por ende el del intelectual, está menos embretado, tiene más libertad para expresarse. En un mundo donde el hombre se entiende cada vez más y mejor con las máquinas pero se desentiende del semejante, el compromiso es uno de los últimos enclaves de la solidaridad. Y como tal hay que defenderlo.
(1993)