El SIDA, plaga espectacular y avasalladora de este agitado epílogo de siglo, tiene un equivalente en el plano político: la hipocresía, flagelo internacional que afecta a gobiernos, cancillerías, politólogos, buena parte de los mass media y hasta algunos filósofos e ideólogos del oportunismo. Ambas patologías son altamente contagiosas, pero su diferencia es sustancial: mientras los enfermos de SIDA enfrentan sin esperanza la inminencia de la muerte propia, los afectados de hipocresía terminal suelen encaminarse ansiosa y precipitadamente hacia el poder o tienden a consolidarse en él. ¿Por qué hipocresía terminal? Pues porque es la última ocasión para el doble juego. Tras esta mendacidad tan desenfadada, tan impúdica, sólo queda el abismo de la verdad. Tal vez no sea éste el fin de la historia, como quiere Fukuyama, pero sí puede que sea el fin de la hipocresía.
Derruido el muro de Berlín, disuelto el Pacto de Varsovia, abatidas las estatuas de Lenin, desmontada la URSS como unidad política, acorralada Cuba por tirios y troyanos, el mundo político se ha derechizado de un modo vertiginoso y sus sectores más retrógrados cantan victoria (por supuesto, en inglés). Curiosamente, al arrasar con los escrúpulos de imagen de los viejos conservadores, y sintiéndose ahora sí imbatibles de aquí a la eternidad, los vencedores de hoy, borrachos de soberbia, exhiben desembozadamente sus odios y vergüenzas. Arropados por una decisiva porción de los mass media, no les importa mostrar sus talones de Aquiles, convencidos de que ninguna postura crítica tendría hoy fuerza suficiente como para sacar partido de sus contradicciones y dobleces.
Tal vez debido a esa descomunal arrogancia, la hipocresía internacional ha cambiado de estilo. Aquella sutileza diplomática en que fueron tan duchos franceses y británicos (los norteamericanos son más burdos), ha dejado paso a un doble, indigno discurso. ¿Se imagina por un momento el lector con qué titulares de espanto habría anunciado la prensa mundial el enterramiento de soldados iraquíes vivos en sus pozos de arena si la luctuosa maniobra hubiera sido cometida por abyectas tropas soviéticas en vez de por héroes de la democracia? Pero ya que estos últimos fueron protagonistas, la prensa mundial sólo dedicó al tema alguna modesta columnita interior y no hubo por cierto profusión de editoriales críticos sobre la hazaña impar. «La guerra es siempre un infierno», justificó compungido el Pentágono. Es claro que lo es, especialmente cuando uno de los bandos contabiliza 50 muertos y el otro 300 mil.
Hace pocos días, murió en una prisión francesa el tristemente célebre Klaus Barbie, autor de incontables crímenes y de haber enviado 40 niños a los campos de exterminio nazis. La mayoría de los diarios publicaron un detallado currículo del personaje. No obstante, el lector medianamente informado echó de menos un dato no despreciable: en época posterior a esos crímenes, Barbie fue reclutado por la CIA (que por supuesto conocía su nutrida trayectoria, tal vez juzgada como mérito), en cuyas filas militó un largo período antes de camuflarse en Bolivia bajo otra identidad. ¿Razones de la omisión? ¿Será que a veces también la paz es un infierno?
Después de todo, por qué habrá sido tan execrable (realmente lo fue, pero al menos ya terminó) la ocupación soviética de Afganistán, y en cambio tan disculpable la aún no concluida invasión norteamericana de Granada, Panamá, y last but not least, Guantánamo, zona cubana ocupada por Estados Unidos desde 1903.
Por otra parte ¿no representará un doble discurso la denodada campaña vaticana contra el aborto y su escasa preocupación por los cuarenta mil niños que diariamente mueren de hambre en el Tercer Mundo? ¿Cabría interpretar que los niños ya nacidos son menos dignos de protección y defensa que los que aún no nacieron? ¿O estaremos a las puertas de un neopaganismo del feto? ¿No será una muestra de falacia eclesial la aseveración del papa Wojtyla, durante un reciente viaje a la Polonia de sus amores, de que el aborto es un crimen mayor que el genocidio nazi o la destrucción atómica de Hiroshima? También en la difusión y consideración de este original e inesperado exabrupto, los medios hicieron gala de una discreción verdaderamente ejemplar.
Obviamente, los crímenes de Stalin, de Beria o de Ceaucescu son indefendibles, pero ¿acaso el juicio lapidario sobre esos siniestros personajes autoriza que borremos de un plumazo a todos los comunistas que murieron luchando contra los nazis? ¿O por ventura Hitler resulta hoy más defendible que Ceaucescu? Este último interrogante es menos descabellado de lo que parece, si se tienen en cuenta los brotes generalizados de racismo que tienen lugar en toda Europa. Gitanos, turcos, africanos, magrebíes, albaneses, kurdos, etc., son agredidos, insultados, expulsados. ¿Acaso no se detecta en la propia España una flagrante contradicción entre los brazos abiertos hacia América Latina en los discursos del Quinto Centenario y las puertas cerradas de la Ley de Extranjería? Personajes tan conspicuos como Le Pen, Chirac o Giscard d’Estaing, han advertido a Europa que será invadida por indeseables extranjeros, que, para mayor inri, son de otro grupo sanguíneo. Ay, que así empezó el bueno de Adolfo. Si así vamos, no sería de extrañar que en España la denostada invasión de sudacas sea reemplazada a corto plazo por la de nordacas (el exacto término se lo debemos a Haro Tecglen).
Es indudable que el socialismo real fracasó en sus respuestas, pero las preguntas no sólo siguen pendientes sino que la actual situación del mundo las hace más acuciantes. Está claro que la democracia es el más aceptable de los sistemas políticos hasta ahora descubiertos, pero malo sería que creyésemos (o simulásemos creer) que no necesita urgentes mejoras y transformaciones, incluida alguna, glasnost que le sobre a Gorbachov.
Después de todo, ¿qué es más relevante en el Brasil actual? ¿La normal actividad parlamentaria o los millares de niños mendigos que son asesinados por grupos de choque? ¿No debería el Parlamento brasileño señalarse como tarea prioritaria una eficacia social que impidiera esa ignominia? ¿Qué es más útil al pueblo cubano? ¿La aceptación de diversos partidos o el bajísimo índice de mortalidad infantil? No hay que olvidar que Cuba tuvo largos períodos de pluripartidismo, durante los cuales los niños morían como moscas. Es claro que todo andaría mejor, en cualquier parte, con la real vigencia de un sistema democrático, pero no hay que olvidar, cuando se formulan reclamos desde lejos, el pasado de cada país, la experiencia (vivida y sufrida) que de algún modo condiciona el presente.
Hoy, pese a los cambios habidos, subsisten, además de Cuba, países declaradamente comunistas como Vietnam, Corea del Norte o China. Sin embargo, ninguno de ellos es acribillado a diario con la inquina que se dedica a Cuba. ¿Cómo puede pretenderse que un país lleve a cabo los cambios que seguramente necesita, si desde el exterior sólo llegan amenazas, bloqueos, agravios, deformación de noticias, intimidaciones, cortes de petróleo, chantajes económicos?
El capitalismo real proporciona libertad de movimiento, libertad de prensa, libertad de mercado y otras libertades. En cambio ha fracasado en la solución de otros rubros no menos importantes: consumo de drogas, paro laboral, mendicidad, economías sumergidas, desigualdad de oportunidades, desempleo de profesionales, crisis de vivienda, xenofobia, racismo, torturas policiales, corrupción generalizada, violencia urbi et orbi. Aun los países desarrollados, en su mayoría, adolecen de esas taras congénitas. De modo que ni es oro todo lo que reluce, ni el capitalismo real debería ser un paradigma para los pueblos del Tercer Mundo. Cuando la impresionante propaganda que Occidente hace de sus eventuales virtudes seduce por fin a turcos, camerunenses, marroquíes, y unos y otros, si logran sortear las infinitas trabas legales, se incorporan, casi siempre clandestinamente, al mercado de trabajo, comprueban por fin que en el paraíso tan añorado serán siempre entes marginales, cuando no fantasmas mendicantes.
Hay sin duda una lección a extraer, al menos para los países de América Latina. Nada hay que esperar del Primer Mundo. Ni los Estados Unidos, ni tampoco la Comunidad Europea, tienen verdadera voluntad de ayuda. Japón es, como siempre, un enigma, pero no se puede confiar en los enigmas. Frente a la hipocresía terminal del capitalismo hegemónico, América Latina debería inaugurar una franqueza primaria y reconocer su esencial pobreza. Sin quejumbres ni marrullerías; sencillamente, con imaginación (una de sus riquezas naturales) y con realismo. José Gervasio Artigas, héroe máximo de mi país, dijo a comienzos del siglo pasado: «Nada tenemos que esperar sino de nosotros mismos». Hoy la frase sale del mármol con una vigencia estremecedora.
(1991)