Paul Marcinkus, norteamericano de origen lituano, arzobispo de confesión, anticomunista de profesión y banquero de vocación, podría ser definido, no exactamente como un pecador sino como un pecado de la Santa Madre Iglesia. Brazo derecho (en sus años mozos) del cardenal Spellman, también lo fue más tarde de los pontífices Pablo VI y Juan Pablo II; en cambio no se destacó como brazo izquierdo de nadie. Metafóricamente podría ser considerado como un cónsul espiritual de los Borgia en el siglo XX (aquellos Papas tan pluralistas que tenían hijas tan simpáticas como Lucrecia), o, mejor aún, podría haberse incorporado (si Umberto Eco se hubiera interesado en laberintos policíaco-monacales de este siglo) a la galería de personajes de El nombre de la rosa.
Por haber presidido durante tres lustros el OIR (Instituto para las Obras de Religión, también denominado Banco del Papa) fue llamado el «banquero de Dios», pero los cardenales y obispos más recelosos siempre dudaron de que el Señor endosara sus cheques. Dudas y perplejidades equivalentes emergieron en la justicia milanesa, que irreverentemente intentó procesarlo, no por pecado de omisión sino de comisión. El empíreo privado de este arzobispo no estaba poblado por ángeles sino por banqueros (del IOR, del Banco de Nassau y sobre todo del Banco Ambrosiano, cuya quiebra conmovió al mundo financieroeclesial).
En el currículo oficioso (casi tan abultado como el oficial) de Paul Marcinkus figuran también presuntas connivencias con diversas muertes nunca aclaradas y suicidios que acaso fueran crímenes. Su nombre ha aparecido insistentemente vinculado a enigmas tan mentados como la extraña y prematura muerte del papa Juan Pablo I, el «suicidio» del banquero Roberto Calvi bajo un puente londinense o la anómala muerte en prisión del banquero siciliano Michele Sindona, que había sido su dilecto amigo.
El Vaticano, que años después no vacilaría en entregar a Noriega (refugiado en la embajada de la Santa Sede en Panamá) a Estados Unidos, jamás permitió que la justicia italiana echara mano a este intrépido custodio de los dineros sagrados y consagrados.
Finalmente, en octubre de 1990, las crecientes presiones de sectores importantes de la propia Iglesia, obligaron al papa Wojtyla a desprenderse de su brazo derecho y restituirlo a su diócesis original de Chicago, la Meca de los gangsters y los boys de Milton Friedman, probables feligreses de su recuperada parroquia, donde desde ahora acaso no falten homilías sobre una que otra verdad bíblica, verbigracia del Libro de los proverbios (22.7): «El rico se enseñorea de los pobres y el que toma prestado es siervo del que presta».
(1991)