Es posible que defraude algunas expectativas, pero en esta ocasión no voy a referirme al concepto de realidad, pura y exclusivamente como «categoría filosófica que designa y define la realidad objetiva, cuyo único rasgo es el de existir fuera e independientemente de la conciencia» (A. I. Búrov, La esencia estética del arte, 1956), ni a la palabra sólo como «la mínima unidad lingüística independiente» (H. J. Kramsky, The word as a linguistic unit, 1969). Después de todo, a lo largo de nueve lustros casi diría que me he especializado en defraudar expectativas, de manera que podré referirme, sin ninguna aprensión, a lo que todos (no sólo los filósofos o los lingüistas) entendemos por realidad o por palabra, y que a la postre es algo que no ha sido invalidado por las ciencias abstractas ni por las experimentales.
A veces nos encandilamos tanto con las acepciones (por otra parte, rigurosamente científicas) puestas en circulación por eruditos e investigadores, que nos olvidamos de los significados que hemos acuñado entre todos y a lo largo de varias geografías y generaciones. De modo que aquí, sin el menor complejo de inferioridad, hablaremos a menudo de la realidad monda y la palabra lironda, y también viceversa.
Hoy que el castellano ha pasado a ser la tercera lengua a escala mundial, ya que la hablan (aunque no siempre la leen o la escriben) unos 320 millones de seres humanos, la palabra, en lo que tiene de lenguaje, de signo y de medio comunicante, nos vincula a todos, y sobre todo vincula a nuestros pueblos, al permitirnos compartir un territorio que todos contribuimos a expandir: la lengua. Y esto sea dicho sin olvidar la diferenciación que imponen, tanto en España como en América, los matices, tonos y peculiaridades de inflexión, modulación y acentos, propios de cada región. Ya en 1896 anotaba Ricardo Palma: «El lazo más fuerte, el único quizá que, hoy por hoy, nos une con España es el idioma» (Neologismos y americanismos). Tal vez hoy, casi un siglo después, no sea lícito seguir sosteniendo que es el único lazo; no obstante, continúa siendo el más fuerte, ya que otros rubros de esa relación (digamos la comprensión mutua, la colaboración económica o la simple solidaridad) dejan todavía mucho que desear.
Lo esencial es que está a nuestra disposición, aunque a menudo la desaprovechemos, la posibilidad cierta de entendernos, y aunque todos sabemos que a veces nos encontramos con palabras que en un país son corrientes o inocuas y en otro, obscenas o agraviantes, el mero hecho de que más de 300 millones de personas usemos (y a veces abusemos de) la misma lengua, representa un privilegio del que es importante ser conscientes.
Justamente en estos tiempos, con motivo del cercano V Centenario de la llegada de Colón a las tierras que quince años más tarde (gracias a la ocurrencia y a la desinformación de cierto cartógrafo alemán llamado Martín Waldseemüller) tomarían el nombre de América, todavía se enfrentan, por un lado, la versión oficial glorificante, y por otro la memoria, todavía insepulta, de la impiedad colonizadora. No obstante, es lamentable que esa contradicción, que por supuesto no es abstracta ni mucho menos gratuita, empañe lo que es acaso el resultado más deslumbrante de aquella aventura.
En las tierras recién alcanzadas, los conquistadores se fueron enterando de la existencia del caucho, el tabaco, el chocolate, la papa o patata, y las llevaron en volandas, o más literalmente en veleros, al viejo continente, y aunque el oro y la plata no eran novedades para esos pioneros, también supieron encontrarlos y trasladarlos a Europa en cantidades apreciables. A cambio de tantos bienes materiales, nos dejaron, en compensación que entonces pareció muy pobre, nada menos que la lengua, legado espiritual que en definitiva ha demostrado ser más duradero y gratificante que todas las otras y obvias riquezas.
Siempre hay metáforas que arropan a los imperios. Por supuesto no fue necesario incorporarlas cuando esos imperios estaban en su apogeo, ya que entonces no precisaban justificaciones ni resguardos éticos; en cambio, fue preciso inventarlas cuando los imperios se jubilaron como tales y fue importante, por razones de imagen, maquillar la historia. A finales del siglo XIX, todavía escribía Clarín: «Los amos de la lengua somos nosotros». ¿Habrá ocurrido algo en el siglo XX para que hoy los hispanoamericanos nos hayamos convertido en copropietarios del castellano? ¿O será que, en última instancia, las lenguas no tienen amo y por eso se desarrollan y propagan a pesar de las aduanas y otras academias? Huelga decir que siempre me han gustado más los imperios jubilados que aquellos otros que siguen en actividad, pero de cualquier manera no alcanzo a comprender por qué, aún hoy, ni en España ni en América se pone el énfasis en esa gran franja vinculante que es la lengua.
Imaginemos por un instante que decimos la palabra amor o la palabra odio o la palabra hijo o la palabra poder, y que existe en el mundo una verdadera multitud que tiene la posibilidad de entender de qué estamos hablando. Ese creíble nexo ya no arropa a ningún imperio, activo o jubilado, sino a los hombres y mujeres de más de veinte países, cuyas palabras, y en consecuencia sus pensamientos, aspiraciones, sentimientos, desalientos y esperanzas, son datos en (amplísima) clave, nebulosas pero decisivas señales de identidad, contraseñas que cruzan el océano.
No nos encandilemos, sin embargo, ni españoles ni hispanoamericanos, con la prerrogativa de formar parte de tan vasta familia lingüística. Durante siglos nuestra lengua fue postergada, menospreciada, en los grandes centros de la cultura mundial; era poco menos que un habla clandestina. Ahora su presencia es ineludible (hasta en los Estados Unidos ha pasado a ser el segundo idioma) y su diversidad se ha convertido en un rasgo de su unidad. Nadie podría decir hoy: «Los amos de la lengua somos nosotros», ya que, como sostiene Carlos Magis, «ni el español de América ni el español peninsular son lenguas (sistema lingüístico) perfectamente homogéneas, sino sumas de hablas regionales» («Unidad y diversidad del español», en América Latina en sus ideas, vol. coordinado por Leopoldo Zea, 1986).
En América Latina, la sombría cruz de esa medalla está representada por la segregación y el menoscabo de otras lenguas, no importadas sino vernáculas, ocasionados sobre todo por la generalizada e impetuosa invasión del castellano. A la llegada de los conquistadores, en lo que es hoy Hispanoamérica se hablaban numerosas lenguas aborígenes: azteca, náhuatl, maya, quiché, totonaco, otomí, caribe, arawak, miskito, suno, quechua, aymara, tupguaraní, cacan, araucano, etc. Varias de ellas han desaparecido, absorbidas por otras hablas indígenas de mayor desarrollo o por la forzosa irrupción del idioma del conquistador. No obstante, son numerosas las que han sobrevivido y son habladas (y en algunos casos, también escritas) por algunos millones de indoamericanos. Por ejemplo, en México hay un millón de habitantes que hablan lenguas aborígenes; el 50% de los guatemaltecos hablan idiomas de origen maya; el 30% de los peruanos no hablan castellano; el aymara abarca amplias zonas de Perú y Bolivia; en estos dos últimos países, más Ecuador, hay cuatro millones de quechua hablantes. Paraguay, por su parte, es el único país latinoamericano verdaderamente bilingüe, ya que la virtual totalidad de sus habitantes hablan castellano y guaraní. En todos estos países el castellano está presente y es siempre el idioma oficial, el sistema lingüístico imperante, pero justamente, por mor de esa hegemonía y de su innegable capacidad de comunicación, debería ser más respetuoso de las lenguas indígenas, que, después de todo, son las originarias del continente. Por otra parte, desde tales lenguas autóctonas, también ha habido modestas infiltraciones en el castellano. Todavía hoy se menciona la palabra canoa como la primera contribución indígena al castellano; canoa que siempre ha navegado contra corriente y sin embargo no ha naufragado ni se ha detenido.
Las palabras aborígenes suelen tener una belleza natural, una sonoridad sin artificio, y por eso suelen ejercer un poder de seducción, al margen de su significado. Decía Fernando Pessoa que «la belleza de un cuerpo desnudo sólo la sienten las razas vestidas» (Livro do desassossego, 1982). Las europeas son lenguas vestidas, acicaladas, bien guarnecidas por tradiciones y gramáticas; las indígenas, en cambio, son hablas desnudas, primarias, casi un sonido de la naturaleza. Sin embargo, en esa aparente pobreza reside su indeliberado poder de seducción. La geografía de América Latina está llena de esos nombres sonoros, cadenciosos, a veces atronadores, que si bien en más de un caso han extraviado su significado o su pura razón de ser, seguirán empero sobreviviendo como memoria y filiación del paisaje.
Cuando en América Latina se habla de identidad cultural, de inmediato reaparece el pasado con su magma de tradiciones, leyendas, colonialismos, influencias, agresiones, éxodos y rebeldías. Y lo confunde todo. El crítico chileno Ricardo Latcham nos bautizó para siempre como continente mestizo, y es obvio que ese mestizaje no sólo incluye la ya gastada acepción de raza, sino también las más válidas de lengua, migración, ideología. La mixtura es completa y en consecuencia compleja. Ya vimos que hay países como Paraguay, Perú o Guatemala, que padecen una verdadera esquizofrenia idiomática. Pero en ciertas zonas del Caribe (esa gran piscina donde se zambulleron todos los imperialismos) el problema es quizá todavía más grave. Mientras que en las grandes ciudades, donde el idioma oficial es el castellano o el portugués, el escritor suele encontrar (al menos en las temporadas democráticas) casas editoriales que publican y difunden sus obras, en cambio, en Jamaica o Barbados, en Haití o Martinica, la difusión depende de la limosna que le reserven las grandes casas editoriales de Londres o París. El caso de un escritor de Aruba, Bonaire o Curazao es más dramático aún, ya que allí la alternativa es clara: o escribe en papiamento (lengua criolla que es un extraño popurrí, con elementos del español, el neerlandés u holandés, el portugués, el inglés y varias lenguas africanas), de cada vez más reducida práctica en la zona, o lo hace directamente en la lengua de la ex metrópoli, o sea Holanda, pero con la desventaja, como me confesaba hace unos años el dramaturgo Pacheco Domacassé, nacido en Bonaire, de que «el holandés es a su turno el papiamento de Europa».
No obstante, y como probable consecuencia de su denodado esfuerzo por reconocer y asumir su identidad, son precisamente los escritores antillanos quienes han llevado a cabo en ese aspecto los más eficaces escrutinios y sondeos. Por ejemplo Edouard Glissant, de Martinica, que escribe: «Tratamos de recuperar nuestra memoria colectiva y buscamos el sentido de un espacio propio». Pero Rex Nettleford, jamaicano, va más lejos aún: «La pregunta ¿qué somos?, lleva al deseo de lo que queremos ser. Y si lo que queremos ser ha de tener un significado práctico para Jamaica, debe haber alguna concordancia entre la concepción externa de los casi dos millones de jamaicanos y su propia percepción interna de sí mismos como entidad nacional». Y agrega: «Éste es presumiblemente un modo seguro de salvarse de un estado de existencia esquizoide».
La propuesta de Glissant arranca del pasado (memoria colectiva) para afirmar el presente; la de Nettleford, en cambio, arranca del presente para afirmar el futuro. Cualquier latinoamericano, si decide referirlas a su propio país, ha de sentirse identificado con ambas pesquisas. En el pasado, el elemento homogeneizante siempre vino del exterior. En el siglo XIX fue más aglutinante (así fuera para oponerse a ella) la presencia colonial de España que la hipotética afinidad entre un maya de Yucatán y un tehuelche de la Patagonia, que entre otras cosas ignoraban cada uno la existencia del otro. En el siglo XX, en cambio, y debido tal vez a la angustiosa e inevitable solidaridad que van generando el saqueo económico y las invasiones de los marines, es más decisiva la incesante presión de los Estados Unidos que el arduo ensamblaje de una veintena de borrosas identidades nacionales.
Hasta ahora, la realidad desperdigante ha vencido a la utopía integradora. Bolívar, San Martín, Artigas, Martí, Sandino, bregaron incansablemente por sus propias y a menudo afines utopías, y es obvio que ellas siguen vigentes. Las brújulas de una posible liberación señalan empecinadamente el rumbo de la utopía, pero ya no se trata de las ensoñaciones de corte paradisíaco que, a partir de la célebre carta de Colón, improvisaron el trazado del Nuevo Mundo. No hay que olvidar, sin embargo, que fue el mismísimo Colón quien, al describir en su Diario su primer encuentro con los arruacos (indígenas de Guanahani, isla a la que arribó el 12 de octubre de 1492), anotó puntualmente: «Más me pareció que era gente muy pobre de todo». No es muy estimulante comprobar que hoy, casi cinco siglos después, buena parte de los habitantes del continente siguen en esa indigencia. Y no es necesario remontarse a tan lejana fecha. Entre la leyenda de El Dorado y las actuales recetas de la Escuela de Chicago han transcurrido cuatro siglos. Ahora el proyecto, si hay alguno, de la América pobre, ha de nacer de la clara conciencia del subdesarrollo y también de la vislumbre de que somos, como bien descubriera el ensayista brasileño Antonio Candido, un «continente intervenido».
La superación de una utopía sólo se justifica si da lugar al nacimiento de otra, aún más intrépida. El pasado incluye, entre otros lamentables legados, una cultura de la dependencia, pero la identidad cultural a que aspiramos no será jamás un producto, ni mucho menos un corolario, de esa dependencia. Por fortuna, la misma cultura va generando anticuerpos, y cada escritor, cada artista de América Latina, ya no sólo se preocupa por el espacio, a veces irrespirable, de su propia soledad, ni sólo por el destino de su pueblo, sino fundamentalmente por el destino global del continente mestizo. Es por eso que el llamado posmodernismo, con todas sus planificadas ramificaciones, si bien en Europa puede ser verosímilmente una moda, en América Latina sería casi una obscenidad.
Con todas las blanduras heredadas del romanticismo, la que podríamos llamar literatura de nostalgia apuntaba hacia el pasado. Hoy, con el rigor y el vigor del sufrimiento, la conciencia del subdesarrollo apunta hacia el futuro. Ojalá que sea allí donde nos encontremos. Sólo nos queda invertir el signo de la nostalgia. El día en que, como propugna Glissant, «recuperemos la memoria colectiva», no para hacer de ella un mito (como quisiera la inmovilista y rancia nostalgia del pasado) sino justamente para desmitificarla, ese día, y no antes, empezaremos a sentir nostalgia del futuro. Y estaremos salvados, ya que es justamente en un futuro de liberación donde espera paciente la esquiva, trabajosa identidad cultural que el pasado colonial y el presente imperialista nos vedan, o por lo menos nos ocultan y desvanecen.
Filósofos como Marcuse y Horkheimer criticaron duramente la sociedad de consumo, pero, como no tenían una salida verosímil que proponer, terminaron por instalarse en los supuestos esenciales que son la garantía de ese mismo contorno consumista. No hay más torres de marfil, aleluya, ahora son de cemento armado, pero (como alguien dijo, sin demasiada razón, sobre Theodor W. Adorno) ciertos pensadores se alojan «en una confortable habitación del Hotel del Abismo».
Predican sobre el mundo, pero en verdad son moralistas del vacío. Descartan todas las propuestas, derriban todas las esperanzas; manejan la libertad no como una conquista sino como un fetiche. Pero lo cierto es que ya a nadie le sirve arrendar confortables habitaciones del Hotel del Abismo, así se trate de un Abyss Sheraton. Sea por instinto de conservación o por conciencia de progreso (en este solo caso vienen a ser lo mismo), a América Latina en particular, y al Tercer Mundo en general, no nos van dejando otra opción que convertirnos en fervorosos, indefensos, activos militantes de la utopía. Entre otras, de la utopía de sobrevivir.
Mientras esa emergencia se retrasa, ocurre que la libertad, cuando quiere expandirse, siempre choca con un biombo, un tabique, un muro, un cofre de seguridad, un sistema autoritario, unos intereses leoninos. Hay algunos pocos pueblos que tienen praderas de libertad; otros, que sólo poseen estrechos pasadizos de la misma; y otros, quizá los más, que apenas disponen de túneles subterráneos, hilos conductores, contraseñas de susurrada transmisión. Sólo cuando advertimos que la libertad ecuménica no existe como tal, sólo entonces nos ponemos a la búsqueda de una libertad auxiliar, supletoria, más modesta pero alcanzable. Y es quizá en esa etapa reflexiva cuando nos percatamos de que en la compleja sociedad actual tal libertad auxiliar puede ser un rumbo que equidiste de lo obligatorio y de lo prohibido.
Una de las sustanciales diferencias entre lo prohibido y lo obligatorio es que lo primero siempre ejerce un poderoso atractivo, en tanto que lo segundo más bien produce un innegable rechazo. Precisamente, la fruta prohibida que sedujo a tantos adanes que en el mundo han sido pierde por lo menos algo de su encanto evasivo, evanescente, evangélico (y otros derivados de la abuela Eva) cuando llega a convertirse en fruto obligatorio. Paradójicamente, pues, parecería que la única forma de hacer atractiva la obligación, es prohibirla.
Decía Alejo Carpentier, allá por 1956, que Giacomo Puccini había sido siempre un nombre tabú, ya que todos lo ignoraban injusta pero voluntariamente cuando se referían a la evolución del teatro lírico, y Carpentier atribuía esa conspiración de silencio a que no perdonaban al autor de La Bohème que hubiese tenido la suficiente franqueza como para decir de sí mismo: «Tengo un gran talento en lo de lograr cosas pequeñas». El tiempo no transcurre en vano. Al menos hoy no está prohibido tener un talento liliputiense en eso de lograr cosas gigantes. Quizá sea la ocasión de recuperar (o tal vez de revisar) aquel viejo refrán: «El que hace lo que puede no está obligado a nada». Sin duda un sabio precepto, pero ¿qué pasa con el que no puede? No creo que el lavado de manos sea una medida aconsejable. Permítaseme recordar, con todos los respetos, que en el siglo pasado vivió un dramaturgo madrileño, de nombre Manuel Tamayo y Baus (suficientemente católico y conservador como para no escandalizar a nadie), que en una de sus últimas obras le hizo decir a un personaje: «También se lavó las manos Pilatos, y no hay manos más sucias que aquellas manos tan lavadas». En el principio era el Verbo, así fuera el del conquistador, pero, como quería Macedonio Fernández, «la palabra es signo suscitador». En correspondencia con semejante vocación provocadora, la palabra se ramificó en varias realidades. Después de todo, siempre ha habido tantas realidades como individuos, y esto no es rasgo privativo del Tercer Mundo, pero en él se advierte, más que en otras latitudes, que en cada realidad concurren otras. Por cierto que la literatura no ha permanecido al margen de ese ejercicio. En Morirás lejos, estremecedora novela del mexicano José Emilio Pacheco, la posibilidad es usada como un haz de realidades que convergen en la palabra, y por ende, en la situación. Las realidades se cruzan, se trenzan, se invaden. La tortura, por ejemplo, que ha sido y es todavía singularidad letal de este siglo en el Tercer Mundo, viene a ser la despiadada invasión de una realidad por otra, pero además genera las correspondientes defensas, denuncias y salvaguardas. La solidaridad, aunque de signo contrario, es también una intervención, no armada sino amada, operación de riesgo y generosidad, ejercicio de la confianza, cultivo del socorro como una de las bellas artes.
Como contrapartida de la ramificación de la palabra en realidades varias, éstas acaban regresando a la palabra desde todos los puntos cardinales. A veces se tiene la impresión de que la realidad es sólo lo que podemos percibir a través de los sentidos. Y claro que lo es. Pero también los sentidos mienten; en realidad, han sido educados para que nos mientan. Los latinoamericanos tenemos la suerte y/o la desgracia de que todo el mundo sepa con meridiana nitidez qué solución y qué rumbo son los que nos convienen. El único problema es que la solución nítida que nos programan unos suele contradecir la no menos nítida que nos sugieren otros. Y entre tantas y tan contrarias nitideces, nuestra pobre y subdesarrollada confusión aumenta casi al mismo ritmo que la Deuda Externa. O sea, que nuestro destino está tan empañado como empeñado.
El poeta argentino Juan Gelman escribió estos dos versos impecables: «Los salvadoreños están hablando con la eternidad / suben al cielo y escriben ‘abajo la desdicha’». Una porción de esa desdicha reside en que gran parte de los salvadoreños no pueden todavía escribir ese lema, ya no en el cielo, donde no hay requisitos de abecedario, sino en los acribillados muros de sus pueblos perdidos o encontrados. Y no pueden hacerlo, sencillamente, porque no saben escribir. La realidad latinoamericana incluye millones de analfabetos, que apenas son poseedores de la mitad de la palabra: tienen la fracción oral, carecen de la escrita.
La realidad es, en cierto sentido, fundación de la palabra, pero a su vez ésta (tal como sostiene Carlos Fuentes al hablar de Carpentier) es «fundación del artificio». La realidad condiciona el ánimo, y éste, al generar la palabra, expurga la realidad; pero la expurga modificándola, haciéndola más brutal o más etérea, menos rampante o más soterrada, o sea imaginándola, y convirtiéndola, al imaginarla, en otra realidad que es artificio. «Yo filmo preguntas, no respuestas», declara el cineasta argentino Eliseo Subiela, y por eso su notable Hombre mirando al sudeste siembra en el espectador una inquietud que lo estimula a prolongar coordenadas por su cuenta, coordenadas que son otras tantas realidades. El aporte más original de Subiela, confirmado con creces en su siguiente film, Últimas imágenes del naufragio, es el impecable desarrollo de sus metáforas visuales. Entre la nostalgia y la reminiscencia, Subiela opta por esta última y con ello obtiene un distanciamiento, que entre otras cosas sirve para compensar su desembozada apelación a los sentimientos.
¿Y los poetas? ¿Qué hacen con la realidad? Es cierto que hasta no hace mucho la nombraban bastante menos que los prosistas. En general, los narradores parecen haber adquirido un abono o pase libre para transitar gratuitamente por la realidad. No sólo la nombran, sino que la describen y registran; cuando conviven con ella se sienten como en su casa, y, ya que son fabricantes de ficciones, la pueden modificar sin pedir permiso. El novelista es sobre todo un inventor de realidades, y sólo en segunda instancia un inventor de palabras. Quien haya leído a Balzac, a Dostoievsky, a Italo Svevo, a Rulfo, a Italo Calvino, a Onetti, a García Márquez y otros narradores de raza, difícilmente recordará, años después, tal o cual despliegue verbal, tal o cual palabra alumbradora; pero seguramente no olvidará jamás las grandes líneas de las historias narradas, las peripecias que lo deslumbraron o conmovieron.
Los poetas, en cambio, cultivan las palabras con delectación, pero no como lujos verbales ni reverberos gratuitos; las cultivan porque constituyen la base de su juego o de su desafío. María Zambrano ha escrito recientemente que, cuando «surge la materialización, azote de nuestro tiempo», la poesía ha de atajarla «con su cuerpo, dando el cuerpo de la palabra en el poema». O sea, que el poeta ejerce un cuidado corporal de la palabra: sólo así ésta podrá dar lo mejor de sí misma.
Los poetas no siempre se encargaban de nombrar la realidad. Sabían que ésta era, en última instancia, el sostén de sus tropos, la savia de sus alegorías. El complemento de las palabras es el silencio, tal vez porque el silencio es nostalgia de la palabra. Ha escrito Circe Maia: «Cómo duele el silencio cuando es hecho de voces / ausentes, de palabras / que nadie dice». Y Rubén Bareiro: «Porque, tal vez muchacha, / olvidé la palabra. / O no la supe nunca». La palabra que nadie dice, en la primera cita, o la palabra olvidada, en la segunda, no certifican su no existencia; simplemente no están en el poema, no están para el poeta. No falta el espíritu sino el cuerpo de la palabra. Algo así como cuando no falta el amor sino el cuerpo de la amada.
En un reciente libro, Teorías de la historia literaria, Claudio Guillén recuerda la importancia que algunos de los llamados new critics norteamericanos, entre ellos R. P. Blackmur, otorgan a las palabras no dichas, algo que podríamos caracterizar, ya por nuestra cuenta, como silencio activo. Las palabras no dichas no proceden del vacío, ya que en ese caso no serían palabras; serían sencillamente nada. Por más que no hayan traspasado la frontera que las separa de lo oral, por más que sean sólo pensamiento, ya laten como palabras, son pensadas como palabras; sólo les falta acceder a la voz o a la escritura para que el mundo les otorgue certificado de existencia. También la realidad, es decir, la imagen y el sonido de la realidad, pueden refugiarse en el silencio, y las palabras, aun las no dichas, llegar a sintetizarlos. O sea, que la realidad, para completar el ciclo y volver a sí misma, debe dar dos o tres saltos cualitativos: de lo real a la imagen/sonido; de la imagen/sonido a palabra no dicha; de palabra no dicha a palabra pronunciada o escrita; de palabra pronunciada o escrita, otra vez a palabrarealidad. Pero ésta ya será otra: enriquecida, plena. Si no dijera su nombre (el nombre de la palabra es la palabra misma), las otras palabras no la reconocerían.
Aun en el caso del exteriorismo de Ernesto Cardenal, donde la realidad parece ser el componente textual de la poesía, y las palabras, meras réplicas lingüísticas de los hechos y las cosas, la realidad se convierte en poesía merced a la interiorización del poeta, que siempre es responsable de la elección fragmentaria de los datos reales y sobre todo del montaje final. De ahí que, en el exteriorismo, la prioridad poética no es reservada para la sensibilidad, ni para la emoción, ni para el lujo verbal, sino para el substrato estructural. En un reportaje que le hice a Cardenal hace más de veinte años, al preguntarle sobre la influencia de Pound sobre su poesía, él me decía que la principal había sido la de hacerle ver que en la poesía cabe todo; que «en un poema caben datos estadísticos, fragmentos de cartas, editoriales de un periódico, noticias periodísticas, crónicas de historia, documentos, chistes, anécdotas, cosas que antes eran consideradas como elementos propios de la prosa y no de la poesía». Y agregaba: «La de Pound es una poesía directa; consiste en contraponer imágenes, dos cosas contrarias o bien cosas semejantes, que al ponerse una al lado de la otra producen una tercera imagen». O sea, la específica función del montaje.
Ahora bien, ese fenómeno de ósmosis entre poesía y prosa, o, como quieren algunos críticos, esa prosificación de la poesía, se ha dado, aunque no tan radicalmente como en Cardenal, en casi toda la poesía conversacional y en la antipoesía que hoy se escribe en América Latina. Sin perjuicio de compartir varios de los argumentos usados por Fernández Retamar para distinguir la antipoesía de la poesía conversacional, puede reconocerse, en la invasión del prosaísmo, un denominador común a ambas tendencias. Y este prosaísmo, que todavía escandaliza a más de un purista, ha dado en Hispanoamérica obras tan importantes y removedoras como las de Nicanor Parra, Jaime Sabines, Roque Dalton, Ernesto Cardenal, Jorge Enrique Adoum, Salazar Bondy, Idea Vilariño, Fayad Jamis, José Emilio Pacheco, Enrique Lihn, Juan Gelman, Francisco Urondo, César Fernández Moreno, Fernández Retamar, Nancy Morejón, Antonio Cisneros, Gioconda Belli y tantos otros.
Los poetas no nombraban demasiado la realidad, pero ahora sí la nombran. El notorio desarrollo de la poesía conversacional ha tenido una consecuencia sorprendente: los poetas se han acercado peligrosamente a su contorno, su palabra se ha contagiado de realidad, y esa relación ha establecido un inesperado puente entre autor y lector. Es obvio que la poesía conversacional reclama o presupone un interlocutor, y el lector, al sentirse aludido, responde a ese reclamo. Tal es, después de todo, el gran avance experimental de esta tendencia: la comparecencia del lector como un nuevo dato de la ecuación poética. La Opera aperta de Umberto Eco y La hora del lector de José María Castellet, que tuvieron como casi obligada referencia a la estructura narrativa, poseen ahora, en la poesía conversacional hispanoamericana, no exactamente un equivalente, pero sí una nueva dimensión del eventual protagonismo del lector, de su función activa. También es cierto que, así como el exteriorismo de Cardenal reconoce la válida referencia de Ezra Pound, también la poesía conversacional de Sabines, Gelman, Pacheco, Lihn, etc., tiene (además de la desgarrada soledad fraternal de Vallejo, que es sombra tutelar de su temática) antecedentes de una característica inflexión de cotidianidad en poemas como la «Epístola a la señora de Leopoldo Lugones» de Darío, la «Epístola de un verano» de Baldomero Fernández Moreno, o la «Conversación a mi padre» de Eugenio Florit.
Es en la actual poesía latinoamericana donde la realidad aparece más y mejor ligada a la palabra, y donde ésta asume, sin aspavientos y con sencillez, su responsabilidad esclarecedora y comunicante. Pero ¿tendrá razón cierta tendencia cautelar de la crítica cuando presupone que la infiltración de la prosa en el sagrario de la poesía puede desactivar en ésta última las tensiones internas, el uso casi hipnótico de la palabra, las santabárbaras de la magia, la liturgia de la soledad? Quizá. No obstante, conviene recordar que cada texto tiene su contexto y a él se vincula. Un texto de hoy no sólo se origina en las tensiones internas del creador; también puede emanar del subsuelo de la calma o de las a menudo feroces tensiones de la realidad. Aun la tan manoseada paz, que en resumidas cuentas no es más que la aceptación del otro, suele provocar tensiones no trágicas, no espectaculares, no cruentas; tensiones que se parecen bastante a la felicidad, al mínimo derecho de disfrutar la vida.
Por otra parte, ¿cómo negar que hay una magia de lo cotidiano, una liturgia de lo comunitario? Hace unos diez años escribí que la realidad es un territorio por el cual casi inevitablemente el novelista pasa, pero en el cual casi nunca se queda. Una vez que se impregna del aire real, del olor real, del tacto real, del suelo real, una vez que recarga allí sus baterías, procede a invadir otros territorios, donde habrá de crear otro aire, otro aroma, otro tacto, otro suelo, forzosamente contagiados de lo real pero que no serán lo real. Hoy podría agregar que el poeta es tal vez menos pragmático. Cuando pasa por la realidad, ésta suele rozarlo, aludirlo, convocarlo, acusarlo, indultarlo. Para el poeta la realidad es una malla de sentimientos. Y no siempre puede liberarse de esa red. Transitoria o definitivamente, permanece en ella, no como un cautivo, sino como alguien que busca ser interrogado, convocado, escuchado, querido. El poeta es un peregrino cordial (del latín: cor, cordis), un expedicionario de los sentimientos, un reclutador de prójimos. Y, claro, también es un orfebre de palabras, pero ésta no es su prioridad primera.
Como bien dice Ernesto Sabato, «una palabra no vale por sí misma sino por su posición relativa, por la estructura total de que forma parte». O sea, que la palabra vale sobre todo por su inserción en la realidad. Por algo Vallejo gritó su alarma hace medio siglo: «¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra!». El poeta es consciente de que la palabra es su instrumento; nada menos pero tampoco nada más que eso. La inteligencia es su recurso y eso también lo sabe. Bergamín aconsejaba «ser apasionado hasta la inteligencia», pero me atrevo a conjeturar que hoy tal vez aconsejaría al poeta que tratara de ser inteligente hasta la pasión.
En este mundo de hoy, tan condicionado por el dinero y por todo lo que con él se obtiene, es obvio que la poesía apuesta a otros valores. A duras penas se abre paso por entre la maraña de razones y sinrazones, de esplendores y malogros, de atropellos y sumisiones, de frustración y consumismo.
Es probable que el poeta eche a veces de menos la diafanidad del pensamiento abstracto, pero también que vislumbre que ésa no es su especialización. Y ello, aunque T. S. Eliot y Lezama Lima se conjuren para refutarle. Los sentimientos, en cambio, si bien rara vez son diáfanos, de todas maneras configuran su hábitat. Este enredado y turbador fin de siglo, que da por concluida la historia, que decreta el fin de las ideologías y anuncia la muerte de las utopías, y que en cambio permanece indiferente ante la destrucción de los espacios verdes y la contaminación del aire que respiramos; este engorroso, casi neurótico fin de siglo, es atravesado de Este a Oeste (ya que de la embarazosa dialéctica Norte-Sur nadie se ocupa) por una corriente fría y sobrecogedora. Bastó que cayera (y bien caído está) el muro de Berlín, para que el transfuguismo se convirtiera en una profesión rentable. Los Grandes Capitales lanzan sus campanas al vuelo, mientras desde la historia (ésa que, según dicen, ya no existe), Pirro los contempla con clarividente tristeza.
¿Afectan estos cambios a la cultura en general y a la poesía en particular? Las metáforas e isotopías, el discurso poético y la emoción estética ¿estarán condenados a replegarse frente al utilitario dramatismo del Debe y el Haber, o ante la periódica dialéctica de lo Imponible y lo Exento? En el fondo, ello dependerá en gran parte de la actitud del poeta, quien tendrá que tener en cuenta que la realidad que aparentemente importa es la del mercado y que la palabra ha sido obligada a marcar el paso: basta ya de sueños y de amores, basta de árboles o ríos. La palabra ha sido convocada para otros menesteres, por ejemplo para nombrar las nuevas selecciones sémicas, reprivatización, interdealers, macroeconomía, front-end, reestructuración, stand-still, desaceleración, etc. La palabra recibe la orden de no pasar más por la Magia sino por la Caja.
Por otra parte, al sentimiento le han colgado una nueva etiqueta: es kitsch, esa palabra que inventaron los alemanes para designar lo que es de mal gusto, de pacotilla, lo vulgar en fin. Milan Kundera ha sido distinguido (ignoro si con su aval) como abanderado de esa descalificación, y quizá por eso su levedad me resulta insoportable. No obstante, en América Latina el sentimiento todavía sobrevive. Será de pacotilla, pero sobrevive. En forma de amor, de solidaridad, de afecto, pero sobrevive. Hasta un poeta tan lúcido y riguroso como José Emilio Pacheco no tuvo reparos en presentar uno de sus poemas como un «Homenaje a la cursilería», y el novelista Manuel Puig elevó el kitsch a la categoría de arte en Boquitas pintadas.
Después de todo, el sentimiento también es realidad y la palabra aún encuentra espacio para decirlo. Y en ocasiones, como en un doloroso poema («Problemas») de Juan Gelman, los elementos más inesperados se entrelazan con la emoción: «el poema que hacía referencia / a los problemas de la balística en relación con los sentimientos / ¿describía la curva de la tristeza o cómo / hay que apuntar más alto que la realidad o / un poco hacia la izquierda / según / para dar en el blanco / en la realidad?».
También algunos poetas españoles dan en el blanco. Como Luis García Montero, que se duele, por suerte sin temor a la blandura: «Tu corazón, cerrado por reformas, / vagando va en la música / sin querer contestarme», y más adelante propone: «No hay discrepancias enigmáticas entre la realidad y la imaginación. Existe una realidad imaginaria, un mundo tabulado donde se juntan las historias y la historia, los poemas y la poesía, su soledad y los que estamos solos». ¿Acaso lo imaginario no se organiza mediante la astuta prolongación de las coordenadas de la realidad?
Una y otra vez José Hierro nos convoca: «Volvamos a la realidad». Y es un sabio consejo. Podemos irnos con las palabras, soñar con las palabras, sufrir con las palabras, desfallecer con ellas, pero una y otra vez debemos volver a lo real, para renovarlas y renovarnos. No todos podemos realizar el sueño de una realidad que se ajuste a nuestra esperanza, entre otras razones porque en cada realidad están presentes las realidades prójimas. Pero en esa parcela que nos toca, por modesta que sea, nuestra palabra se hallará a sí misma. Somos realidad y somos palabra. También somos muchas otras cosas, pero quién duda que ser realidad y ser palabra son dos apasionantes maneras de ser hombre.
(1990)