La enmienda y el soneto

La velocidad de los cambios en los países del Este ha desacomodado al personal, incluidos en él los protagonistas directos y los testigos lejanos, los tecnócratas y los arúspices, los grandes empresarios y los trabajadores, los intelectuales y los políticos, los rutinarios y los futurólogos. Las derechas no pueden creer en tanta dicha y las izquierdas sienten que el piso se les mueve, con una intensidad de 7,5 en la escala de Richter. La vertiginosa derechización del mundo genera estupor, y el estupor inhibe la equilibrada reflexión. La situación es particularmente confusa porque la necesidad de innovaciones, mudanzas y reajustes, se entrevera con el riesgo de sus consecuencias; la temeridad de Gorbachov, con el oportunismo de Kohl; el encandilamiento de los ex comunistas, con las verdaderas intenciones de Occidente. El diagnóstico, embrollado y prematuro, inunda los gozosos titulares de la prensa internacional: ¡El comunismo ha muerto! ¡El marxismo está enterrado! ¡Fin de las utopías! ¡Fin de las ideologías! Sobre ese improvisado camposanto colocan, eufóricos, la gran pancarta finisecular: ¡El capitalismo ha triunfado! Aleluya. O sea: Socorro.

Porque si el capitalismo (empezando por su máxima expresión: los Estados Unidos), cuando se le oponía un poder verosímil y compensatorio, como el de la URSS, llevó a cabo expoliaciones, invasiones, bloqueos económicos y otros ultrajes, ¿qué no hará cuando, a corto plazo, según todas las proyecciones y profecías, disponga del poder hegemónico en el transformado mundo de fin de siglo? Pese a que el Pacto de Varsovia ha quedado bajo los escombros del muro de Berlín, y aunque ninguna pujanza rojiza amenace ya la sacrosanta seguridad de Occidente, nadie se atreve a predecir la desaparición de la OTAN.

Sin embargo, en ese apronte no corre sólo Estados Unidos. La propia Europa comunitaria, si bien admite los cambios con alguna aprensión (léase: inminente unidad alemana), también los encara con un inocultable sentido utilitario. Antes que la recuperación del talante democrático en el Este, al Oeste parece acicatearle la rápida invasión (tal vez ganándoles por un pescuezo a los japoneses) de los nuevos mercados disponibles. Según las inesperadas pero sinceras declaraciones del ministro español de Relaciones Exteriores, Francisco Fernández Ordóñez, en sólo tres meses Occidente ha proporcionado a Polonia y Hungría tanta ayuda económica como la brindada en diez años a América Latina en su totalidad. Entre el negocio y la solidaridad, los países capitalistas vencen rápidamente sus perplejidades y eligen, sin la menor vacilación, el negocio mondo, lirondo y redondo. Esto podrá ser primicia sólo para los desinformados y vocacionales, ya que el capitalismo nunca ha padecido fiebres solidarias. Estados Unidos, por ejemplo, sólo ha sido generoso (al menos, mientras le sirven) con las dictaduras latinoamericanas, aunque últimamente ni siquiera lo es con sus recaderos más connotados, como ese pobre Guillermo Endara, su Quisling panameño, que ha mantenido, en son de protesta y sin mayores resultados, un ayuno de acreedor vergonzante.

El actual entusiasmo de las sociedades del Este por la edulcorada imagen capitalista, es, si se quiere, la explicable consecuencia del cerril anticomunismo, generado por los errores, las represiones y las fechorías, cometidos por regímenes que carecían de democracia interna. Es también la previsible respuesta a una publicidad machacona, que ensalzó, muy por encima de sus valores reales, las eventuales bondades del mercado libre. De todos modos, no es improbable que, ya que hoy va todo tan de prisa, las sociedades orientales adviertan muy pronto que el ámbito capitalista no es sólo Mercedes Benz, lujosos yates, suntuosas residencias en Beverly Hills, fascinantes operaciones en la Bolsa, self-made men que se convierten en potentados, rostros recién planchados del jet-set. En su vasta zona de influencia, el capitalismo real desarrolla algunos atributos, en los que por cierto no se especializó el socialismo real: infamantes cinturones de pobreza, índices escalofriantes de mortalidad infantil, analfabetismo, desastres ecológicos, desarrollo incontenible de la drogadicción y el narcotráfico (sólo Estados Unidos consume el 80% de la droga que se produce en el mundo), aumento espectacular de la delincuencia (en 1989 hubo 1.905 asesinatos y 3.254 violaciones, sólo en Nueva York), desocupación masiva, etc. Precisamente este último rubro será el primero en incorporarse al Este, ya que la adopción de economías de mercado provocará, sólo en la URSS (según pronósticos oficiales soviéticos) la friolera de diez millones de desocupados. La alternativa es dura: gerontocracia del Este o gerentecracia del Oeste.

¿Fin del marxismo? Hace poco, Marcelo Cohen (La Vanguardia, Barcelona, 23 de febrero) inventó un sugerente monólogo, en el que se decían cosas como éstas: «Soy la voz insepulta del marxismo (…) Tengo un comunicado. Aviso, antes que nada, que sólo algunos de mis avatares yacen bajo los escombros del muro de Berlín. Otros retroceden ante las imágenes polacas de la Virgen. Pero espiritualmente, por así decir, ando por todas partes (…) Estoy disuelta en el mullido pantano del último siglo de historia. Soy un elemento químico basal (…) He dado palabras para nombrar lo que hoy sigue hiriendo, he nutrido el nervio, la rabia orgullosa, la agudeza crítica (…) Para los amantes del fútbol, soy un fino centrocampista que crea juego inagotable. Y nada más. Conmigo se seguirá discutiendo. No seré cemento de construcciones perversas, sino movilidad y sugerencias; presiento nuevas metamorfosis. El que quiera puede recibirme. Y el que no, que se embrome». Creo que la síntesis, además de imaginativa, es acertada. ¿Quién puede negar la fuerza provocativa, transformadora y (perdón por el arcaísmo) revolucionaria, que tuvo en este siglo la doctrina que acuñó, en el anterior, el filósofo de Tréveris? ¿Quién puede discutir que las arduas conquistas de los trabajadores, en todo el mundo, se deben en buena parte a la ideología y el impulso del marxismo? Y esto es así aunque Marx se haya equivocado en varias de sus sesudas proyecciones. Porque Marx no era un profeta, sino un filósofo.

Impulsivos y regocijados analistas podrán firmar el certificado de defunción de las ideologías, pero ¿qué quiere decir eso? ¿Significa que nadie nunca va a luchar en el futuro por la justicia social, por la preservación ecológica, por la erradicación del hambre, por la eliminación de la mortalidad infantil, por la alfabetización masiva, por viviendas decorosas para los hombres y mujeres de este mundo? ¿Qué nombre llevará esa lucha? ¿Comunismo? ¿Socialismo? ¿Ecologismo? Que no se preocupen Debray, Lévy, Touraine y otros franceses de pro; ya se lo pondremos. El capitalismo ha ganado un partido, pero no el campeonato.

Entre tantos artículos que ahora se publican sobre estas novedades, encontré una cita de Demócrito: «Las desdichas convierten a los pueblos en sabios». Ojalá que el axioma sea aplicable a la nueva Europa, ya que en el Tercer Mundo las desdichas más bien los convierten en cadáveres, y suelen ser los sobrevivientes, quienes (sabios, o simplemente osados) se lanzan a la brega en pos de cambios verdaderos.

¿Fin de las utopías? Nada más decepcionante podría anunciársele a la humanidad, cuyos avances fundamentales se han debido casi siempre a los forjadores de utopías. En mi generación latinoamericana fuimos muchos los que, en distintas maneras y en diversos niveles, luchamos por utopías; y, es claro, unas se cumplieron, otras no. Al parecer, deberíamos arrepentirnos de esas luchas, pedir perdón por haber albergado esperanzas. En lo personal, tal acto de contrición no figura en mis planes. Con victoria o sin ella, la solidaridad siempre ha sido una buena terapia intensiva para el cuerpo y el alma.

Las utopías no son pronósticos ni proyecciones de datos ni resultados de encuestas ni siquiera presagios; más bien son destellos de la imaginación, aspiraciones casi inverosímiles que sin embargo llevan en sí mismas el germen de lo posible. Una generación sin utopías será siempre una generación atascada (aunque tenga la obsesión de la velocidad) e inmóvil (aunque se agite sin cesar). La utopía no comulga con la religión del dinero, con la mezquindad, ya que es, en esencia, una señal inequívocamente solidaria, y en sus cultores más conspicuos (digamos: Jesús, Marx, Freud) ha tendido a crear mejores condiciones para el hombre y su breve, condenada vida.

Es cierto que, a partir de los súbitos cambios en Europa, América Latina estará más sola que nunca. La caída del muro berlinés conducirá no sólo a la alarmante unidad alemana, sino también a la vieja reivindicación de la europeidad. Encantados con un continente sin Pacto de Varsovia pero con OTAN (el nuevo primer ministro rumano, sin embargo, acaba de declarar en Madrid que en la actual Europa la OTAN se parece a un espantapájaros en pleno invierno), embelesados con su ombligo paneuropeo, quienes deciden en el Viejo Continente se interesarán cada vez menos por las miserias ajenas. No se descarta, empero, que lleguen a interesarles las propias. Según Cornelius Castoriadis, en los países del Este se comprueba el resurgimiento de un modelo occidental, «como si lo ideal fueran el capitalismo y la oligarquía generalizados sobre la base de la miseria», y agrega: «La democracia no es, contrariamente a lo que dicen ahora los malos ideólogos y los malos periodistas, el capitalismo». Evidentemente, la democracia es, recordémoslo, el gobierno del pueblo y no de los dueños del dinero. Es probable que los obreros del sindicato Solidaridad jueguen con fuego cuando, al formular sus pancartas reivindicativas, las escriben no en polaco sino en inglés.

No obstante, a contrapelo de la no historia que nos quieren vender, es posible arriesgar ciertos augurios. Hasta ahora, el blanco de todos los ataques del imperialismo era la izquierda, en sus diversas formas y estilos. Sin embargo, tanto se ha derechizado el mundo, que hoy la izquierda visible, y más o menos vigente, ha pasado a ser la socialdemocracia. Pues bien, a pesar de sus famosas concesiones, de sus ingresos y/o adhesiones a la OTAN, de su visto bueno a bases militares norteamericanas en los respectivos territorios, aún sobreviven en sus programas ciertos trazos de inspiración socialista, y, cuando llegan a ser gobierno, si bien suelen desdecirse de los eslóganes más comprometidos, tratan sin embargo de mantener tibias medidas de carácter social, aunque sólo sea para diferenciarse vagamente del centro y la derecha. La ancha franja de sus méritos será empero a todas luces insuficiente cuando llegue la hora para el capitalismo de localizar (o sencillamente, de inventar) al enemigo imprescindible. La gran preocupación de los sectores más belicistas de Estados Unidos y Gran Bretaña, por ejemplo, ha de ser el aparente futuro de paz que se cierne sobre sus fructíferas industrias de guerra, con la previsible disminución de dividendos y de influencia. Por tanto, llegará el día en que será obligatorio buscar y hallar a un enemigo, visible y verosímil, que justifique con su sola presencia la más redituable de sus empresas: el negocio y las industrias de la muerte. Para ese entonces la socialdemocracia, su aliada hasta ayer, estará ahí, a tiro de misil y de invectivas. De modo que las contradicciones no han desaparecido totalmente, y no es improbable que los socialdemócratas lleguen a añorar los buenos tiempos en que había una tangible izquierda que recibía las bofetadas.

Es obvio que el mundo del Este necesitaba urgentes y drásticas correcciones, pero no es tan seguro que la enmienda propuesta sea mejor que el soneto. Corresponde a la izquierda inventar otra enmienda, que evidentemente incluya la recuperación y el afianzamiento de las libertades y la democracia, pero no obligatoriamente la sumisa entrega al capitalismo salvaje.

Por su parte, América Latina, que no tiene por qué cargar con la culpa europea del estalinismo, deberá seguir luchando, con ayuda o (lo más probable) sin ella, no sólo contra el imperialismo desembozado y textual, sino también contra el indirecto: el de la Deuda Externa, el del FMI y del World Bank, o sea el imperialismo de la miseria. La agresión a Panamá, el bloqueo a Nicaragua y la consiguiente derrota del sandinismo, la ominosa invasión del espacio soberano de Cuba con la llamada TV-Martí, son los primeros síntomas de la impunidad y la falta de riesgo con que ahora se mueven los Estados Unidos en América Latina. Sin embargo, ya han empezado a concretarse respuestas, todavía indirectas pero reveladoras. La sorpresiva aparición y consolidación, en México, de una voz crítica como Cuauhtémoc Cárdenas; el inesperado avance de la izquierda brasileña (Lula-Brizola) que por primera vez arañó la posibilidad de una victoria; el triunfo, también por vez primera, del Frente Amplio en Montevideo; y hasta el hecho no despreciable de que Estados Unidos haya perdido por goleada varias votaciones en la hasta no hace mucho manejable OEA, son eventuales signos de la tantas veces postergada asunción de la soberanía y la dignidad en el continente mestizo.

La derechización mundial se salteará, como siempre, los presupuestos éticos. Dentro de esa coyuntura tan desfavorable, la izquierdización de América Latina será ardua, y, en el mejor de los casos, gradual, pero la ética (política, social, sencillamente humana) será palabra clave. Por más que el presente sea de turbación e incertidumbre, y aunque hayamos perdido tantos sueños, espero que no cometamos la imperdonable tontería de perder también nuestra esperanza.

(1990)