La profunda frivolidad

La frivolidad, proverbial atributo del ser humano, ayuda a veces a oxigenar la vida, a ejercitar la vocación lúdica que cada uno debe y puede descubrir en sí mismo. La frivolidad es por lo general una provincia de la alegría, pero no viceversa. Frivolidad es juego, y en consecuencia el humor, el disimulo, la máscara (el carnaval es en sí mismo un exultante dechado de frivolidad), suelen figurar entre sus ingredientes esenciales. Ocurre sin embargo que, en el agitado capítulo finisecular que a todos nos atañe, la frivolidad se ha salido de cauce, infiltrándose en capas más profundas de la conducta humana. Y eso ya no es juego sino temeridad, ya que puede significar la instalación del engaño, de la hipocresía, y hasta de una superficialidad casi criminal, en zonas que son vitales para el desarrollo y la sazón de las relaciones humanas.

Digamos que el carnaval encaja muy bien en los atávicos tres días de carne previos al Miércoles de Cenizas, pero no cuando se convierte en metáfora y estilo de la política mayor, donde la gran kermesse, el torneo de promesas, la verbena populista, sirven, entre otras cosas, para encubrir los vertebrales designios de un candidato o de un partido. Y aun entre quienes se niegan a secundar la tramoya, también suele despuntar una frivolidad esencial. En Estados Unidos, generalmente invocado como paradigma de la democracia, más de la mitad de los ciudadanos habilitados para votar no encuentran en sí mismos suficiente motivación como para comprometerse en las urnas. Se presume que si el Partido de la Abstención es, con mucho, el mayoritario de los Estados Unidos, ello se debe a que esos militantes de la ausencia no comparten la política del gobierno (republicano o demócrata, qué más da). ¿No resulta monstruosamente trivial semejante menosprecio de la ocasión democrática? ¿Cómo es posible que tantos millones de inconformes no sean capaces de crear nuevas opciones?

En cierto modo resulta esclarecedor que el campeón de la frivolidad ideológica de este fin de siglo sea un alto funcionario del Departamento de Estado. El pomposo anuncio de Francis Fukuyama sobre el definitivo triunfo de la democracia liberal, resulta de una banalidad poco menos que insultante. Desde su rinconcito de poder, Fukuyama no puede ignorar que, pese a que su querido imperialismo se halle cómodamente instalado en «su» particular democracia, cada vez que ese poder hegemónico asegura (mediante invasiones, bloqueos, amenazas, atentados, bombardeos y otras aplicaciones de la doctrina Monroe y la Ley de la Selva) su incesante expansión, el ejercicio democrático no constituye ningún mérito para los comendadores del abuso, y si no que lo testimonien (vía satélite, desde el Más Allá) Lumumba, Allende, Letelier, Maurice Bishop y otros cándidos satanases.

Por otra parte, ¿no es acaso un inquietante síntoma de honda frivolidad el sostener que hemos llegado a la cresta de la ola democrática, cuando la actual dimensión de ese sistema incluye aún tanta injusticia y tanta explotación? Es innegable que la democracia es, en teoría, el mejor de los modelos políticos hasta ahora patentados, pero no es menos cierto que aún falta mucho para que alcance el nivel de inamovible primor que le atribuye Fukuyama. En estos días, la trágica frivolidad de los carapintadas argentinos, nacida y renacida en plena democracia, desmintió una vez más el espurio optimismo de Fukuyama.

No hace mucho, Eugenio Trías expresaba este razonable alerta: «Si se dibuja una pirámide de países ordenados por ingresos económicos de la población y otra relativa al carácter más o menos democrático de sus respectivos regímenes, resulta que los países más escandalosamente ricos son los más impecablemente democráticos. Y esto, como mínimo, constituye una interesante curiosidad moral».

Curiosidad moral. Nada frívolo empalme de palabras. Porque el posmodernismo político, en una admisión tácita de su trivialidad inmanente, siente una repugnancia visceral hacia todo cuanto huele a ética, a moral, a principios. Su impasible pragmatismo no se permite demoras en la conciencia, sea ésta individual o colectiva. El capitalismo salvaje, ese Tarzán de la espesura bancaria, no podía haber hallado un socio más espontáneo, más inerme y en definitiva más mezquino, que ese conglomerado de yuppies que simulan ser rockeros y de ciertos rockeros que terminan en yuppies.

La frivolidad puede significar un necesario alivio, siempre que esté sostenida o justificada por una concepción madura de los reclamos humanos, de las necesidades sociales. Madurez sin frivolidad puede llegar a ser agobiante, abrumadora, pero frivolidad sin madurez suele ser autodestructiva y hasta suicida. Si bajo la superficie frívola hay un subsuelo más trivial aún; si una expresión superficial, perceptible, de liviandad, tiene sus raíces en una frivolidad profunda, poco menos que constitutiva, el ámbito social puede volverse inclemente, insolidario, y hasta contagiarse de indiferencia precoz. El pragmatismo de los bien instalados consiste a menudo en cerrar puertas, pero el seudopragmatismo de quienes desembozadamente imitan a tales modelos (sean éstos bisoños ministros, altavoces de lo insulso, deportistas de elite o maniquíes de la jet society), adopta, tal vez inconscientemente, la forma de un egoísmo advenedizo, sin escrúpulos, donde todo se sacrifica a poco, y ese poco huele a cochambre.

El capitalismo salvaje no es por cierto trivial, pero, en las estructuras que están a su servicio, hace todo lo posible para que el personal (y en particular los jóvenes) crea que frivolidad es sinónimo de libertad, palabra ésta que aún hoy, a pesar de las planificadas tergiversaciones, mantiene su poder de seducción. «Es una vergüenza lo poco que experimentamos», opina sobriamente Peter Handke, pero lo curioso es que muchos piensan que sólo es dable experimentar en el plano de lo trivial (digamos un videoclip, un pantallazo publicitario), cuando la experimentación que realmente importa (y pienso que a ella se refiere Handke) es la que se verifica en las capas profundas de la cultura, del individuo, de la ciencia. La moda, por ejemplo, es un experimento trivial, y por eso está condenada a pasar de moda; la informática, en cambio, es un experimento en profundidad, y en consecuencia amplía, lustro a lustro, su repercusión en el medio social.

En los muros de Quito (me lo contó Jorge Enrique Adoum) alguien estampó esta confesión: «Cuando ya tenía respuestas a la vida, me cambiaron las preguntas». Inquietante reflexión que se corresponde con este decenio de trasiegos y conmociones, y que puede aparecer como luminosa y reverberante, siempre y cuando no caigamos en la banal tentación de dar por buenas todas las preguntas, especialmente las recién acuñadas. Si el flamante cuestionario procede de la cultura del dominador o sus filiales, seguramente ha de venir con sus respuestas adheridas, obligatorias, y en ese caso la respuesta será poco menos que una excrecencia de la pregunta.

Sin embargo, en esta etapa de grandes mudanzas, también puede ocurrir que seamos nosotros (y no ellos) quienes renovemos las preguntas. Si de pronto descubrimos que las viejas respuestas eran dogmáticas, esclerosadas, anacrónicas, quizá notemos paralelamente que las preguntas al uso (incluidas las nuestras) eran obvias, gastadas, y hasta ineptas. Tal vez nos falte experimentar en el arte de preguntar y preguntarnos. Las mejores preguntas acaso sean, después de todo, las que no figuran en las encuestas, esas que seguramente habrían querido responder los incluidos en el rubro «no sabe/no contesta».

La vertiginosa derechización del mundo ha confiscado las verosímiles expectativas de buena parte de sus habitantes. ¿Con qué derecho reprocharemos hoy a esa sociedad sin expectativas el consumo diario de culebrones o telenovelas (que al menos aluden a relaciones humanas y hasta proponen uno que otro final feliz), si la abusiva realidad amartillada por los boyardos de la economía organiza desenlaces a cual más tenebroso? El derecho a soñar, aunque se trate de triviales sueños, no es un derecho frívolo. Resulta en cambio no sólo profunda sino dramáticamente frívola la irresponsabilidad con que los administradores del poder y sus hierofantes económicos o militantes toman inapelables decisiones sobre millones de hombres y mujeres, por supuesto sin arriesgar jamás el pellejo propio.

En este mundo diseñado, medido, organizado y fichado por la informática, la propuesta de liberación no está irremediablemente condenada. No olvidemos que una computadora es un instrumento. Ni conservador ni progresista: sólo un instrumento. Y si el dominador puede insertar en el disco durísimo todo un programa de dependencia y explotación, siempre nos quedará el recurso, nada frívolo por cierto, de contaminarlo (y desconcertarlo) con un virus liberador. Que no se llamará por cierto viernes 13 sino domingo 7.

(1990)