El sábado 19, a las 11 horas, el canal 4 transmitió por fin el tan esperado programa especial con el macroarrepentimiento del telepredicador Jimmy Swaggart. Como ya es vox populi y en consecuencia vox dei, la peccata minuta del reverendo fue perpetrada en un motel de New Orleans con la eficaz colaboración de una hetaira local. La prueba de la infamia la llevó en la maleta otro ex predicador, Marvin Gorman, a quien en 1987 Jimmy había puesto en la picota por adúltero, de modo que hoy son doblemente colegas.
Detective privado mediante, Gorman logró registrar en fotos al hombre público y la mujer ídem en el instante en que abandonaban el motel. Es de suponer que Marvin tenía un poco olvidadas sus lecturas piadosas, ya que en la Biblia (ver Deuteronomio 32:35; Romanos 12:19; Hebreos 10:30) se especifica que «la venganza es una prerrogativa de Dios que estorban los que ilícitamente tratan de vengarse por sí mismos». Sea como fuere, lo cierto es que Jimmy comprobó, más estupefacto que contrito, cómo Marvin convertía en pesadilla su razonable sueño de la Magdalena propia.
De cualquier manera, el gran show de Baton Rouge se convirtió involuntariamente en una apoteosis del crítico amancebamiento de New Orleans. Jamás un adúltero confeso ha sido aplaudido, vitoreado, besado y abrazado con tanta fruición por miles de personas. A veces los ojos llorosos y solidarios parecían transmitirle al pecador: «Feliz de ti, hermano, que lo hiciste».
Es sabido que en la antigüedad las lágrimas (verbigracia, de los dolientes) eran guardadas en pequeñas urnas o lacrimatorios de vidrio o de loza. Si esa tradición se mantuviera hoy, y habida cuenta las que fueron vertidas en esta expiación (nunca más apropiado el término, ya que se trata de un ex pío) habría que guardarlas en botellones o barriles. Este Jeremías del siglo XX lloró, a veces como un sauce y otras como un cocodrilo, pero siempre de manera copiosa, torrencial. Pero también los miles de concurrentes aportaron un llanto casi coral y la cámara enfocó con delectación los empapados rostros del hijo y de la esposa, y no falta quien conjeture que el primero lloraba de tonto y la segunda de bronca. A ambos pidió puntual y húmedo perdón el pecador, y también a su «adorable y preciosa nuera» (ojo, morocha, que los sátiros penitentes son los peores), a sus «asociados» (agrupados y compungidos, tal vez lloraban el lucro cesante), a los integrantes del coro y a los cientos de millones de telespectadores. Y por supuesto también al Señor, el Cual, si verdaderamente Dios es Dios, a esa altura debería estar en plena náusea celestial.
Como ya es público y notorio, Swaggart y Gorman no son los primeros reverendos de sexo explícito. Hace dos años, el famoso Jim Bakker (también acusado por Jimmy) sucumbió a los encantos de su secretaria Jessica Hahn. Y antes aún, Billy James Hargis vio frenada su exitosa carrera de telepredicador en razón de sus lances eróticos. Verdaderamente estos reverendos han resultado reverendos piratas.
La sorprendente contradicción es que tales savonarolas místico-financieros, que en todas partes denunciaban la diabólica infiltración del marxismo, pasaron a convertirse ellos mismos en «libidinosos satanases», a su vez infiltrados en su propio rebaño de almas puras.
Después de todo ¿qué importancia tiene un miniadulterio de motel? Sólo una comunidad de cuño puritano, punitivo e hipócrita, puede llegar a estos desbordes. No obstante, la prédica implacable, truculenta y profundamente reaccionaria de Swaggart y sus pares, tuvo finalmente un efecto de boomerang. Sus pecadillos se convirtieron en gigantescos, sólo porque ellos habían previamente convertido al sexo en una presencia monstruosa.
Hace dos años Swaggart, al denunciar las relaciones extraconyugales de su colega Jim Bakker, calificó a éste, en delicada metáfora, de «cáncer que debe ser extirpado del cuerpo de Cristo». Ahora se ha convertido él mismo en tumor extirpable. Tras su penitencia multitudinaria en Baton Rouge, predicador sin púlpito y con los ojos otra vez rencorosamente secos, tal vez amenice su vacación forzosa leyendo crónicas sobre las brujas de Salem, quienes por cierto lo pasaron peor. Siempre será para Jimmy un consuelo comparativo saber que puede reponerse de una etapa transgresora, en el alivio de la indulgencia, en la bonanza de su mansión despampanante y —last but not least— en la terrestre certidumbre que otorga una renta anual de 130 millones de dólares.
Ahora sólo falta que alguien nos dé noticias fidedignas acerca de la injustamente ignorada ramerita de New Orleans. Francamente, me cae bien la chiquilina. Alguna vez habrá que hacerle un homenaje, ya que es a su innombrable faena que hoy debemos, así sea indirectamente, la caída de las máscaras (y tal vez el principio del desmantelamiento) de una de las estafas seudorreligiosas más sonadas de este siglo. Y no es inverosímil que, dentro de poco, haya que ampliar la picota a fin de dar cabida a otros neo reverendos de prédica sabihonda y práctica cachonda.
(1988)