Durante una semana lo hicieron quedarse en su cuarto, pero no mejoró. Dormía doce horas o más, pero despertaba exhausto y tan ojeroso como cuando se había echado a dormir. Había una pausa de tres horas durante las cuales descansaba de costado, con las rodillas dobladas, y después regresaban las arcadas, en las que hacía un sonido espantoso, más propio de algún animal grande que intentara expulsar alguna cosa envenenada que hubiera comido.
Al cabo de unos días cesaron las terribles carcajadas, sin que eso supusiera ningún alivio para Cale, sino tan sólo para los que tenían que oírlas. Cale siguió sufriendo arcadas, y todas las lágrimas que lloraba estaba claro que no le proporcionaban ni paz ni tranquilidad. Pronto las lágrimas también pararon. Pero siguió teniendo arcadas aunque nunca llegaba a vomitar. Sin embargo comía, incluso con buen apetito.
Después de aquella semana, la enfermedad se estabilizó y adquirió un patrón espantoso: horas de sueño que no proporcionaban descanso, buen apetito, y después unos espasmos que duraban una hora; a continuación un descanso silencioso, y otro ataque, más comida, y después se dormía de puro agotamiento. A continuación, el ciclo volvía a comenzar.
Llamaron a médicos que prescribieron perniciosas sustancias de enorme coste que Cale se negaba a tomar. Después, finalmente, por pura desesperación y a sugerencia de Henri el Impreciso, llamaron a John Bradmore.
Bradmore estuvo sentado delante de Cale durante una o dos horas. Le hizo probar un poco de miel mezclada con vino y opio, algo que pareció calmarlo hasta que, por primera vez, lo vomitó todo de una sentada sobre el suelo de su cuarto.
Más tarde, IdrisPukke, Vipond y Henri el impreciso hablaron con Bradmore fuera de la habitación:
—Aparte de ver que está horriblemente enfermo, no consigo encontrarle nada. Por lo que me decís, ni mejora ni empeora. Si podéis pagarlo, yo intentaría que viniera Roberto de Salerno.
—Salerno está a ochocientos kilómetros.
—Pero el dinero está aquí. Él trata a las muchachas trastornadas de la aristocracia y los mercaderes del Leeds Español. Dios sabe que son muchas.
—Cale no es una muchacha.
—Ni tampoco está enfermo de ninguna manera que yo pueda tratar. Roberto de Salerno es irritante y realmente desagradable, tan pagado de sí mismo… Pero obtiene buenos resultados con gente que está enferma de la cabeza.
—Bradmore tiene razón —explicó Roberto de Salerno al día siguiente, en el mismo pasillo—. Esto está muy fuera de su comprensión. Aquí no valen los aparatitos ingeniosos.
—Gracias, pero, yendo al caso…
Con cien dólares de Kitty la Liebre en el bolsillo, Roberto de Salerno no se daba por ofendido tan fácilmente como solía ser el caso. Normalmente solía ser muy fácil.
—¿Sabéis dónde puede hallarse la mejor pintura del alma humana?
—Seguro que me lo decís vos.
—Por cien dólares se lo diría a quien fuera. La mejor pintura del alma humana, señor IdrisPukke, es el cuerpo humano. El alma tiene sus riñones y su hígado, su estómago, sus brazos y sus piernas. Y cada uno de esos órganos y miembros tiene sus propias enfermedades: hay diferentes fiebres del alma, como hay fiebre escarlata y fiebre amarilla para el cuerpo; por cada sarpullido que estropea la piel hay otro para la voluntad; el alma tiene sus abscesos subcutáneos y sus abscesos supurantes; hay muchas úlceras de la mente, cánceres de las pasiones…
—Ya entendemos —dijo Vipond—. ¿Y con respecto al muchacho?
—Creo que sabéis tan bien como yo cuál es el problema. Según este joven —señaló a Henri el Impreciso—, estáis al tanto de su historia. Ha sido tratado como un perro toda su vida. Hombres perversos lo han hecho trabajar duramente, le han pegado, le han dado mal de comer. Ha visto y ha hecho cosas terribles.
—¿Y por qué no me ha sucedido a mí? —preguntó Henri.
—No sabemos si ocurrirá. Pero he estado en ciudades donde la peste bubónica se había llevado consigo a las tres cuartas partes de la población, y sin embargo había dejado al resto incólume. ¿Quién conoce la explicación de estas cosas?
—Los cien dólares que tenéis en el bolsillo dicen que deberíais ser vos quien la supiera.
—Como decía mi anciana niñera: «El doctor que pueda enmendar a este niño no ha nacido, y su madre ha muerto». Vuestro muchacho es como uno de esos árboles de montaña que crecen pese al fuerte viento. Ha adquirido esa forma, y no hay quien lo enderece.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Nada?
Roberto de Salerno exhaló un suspiro:
—Tratadlo con bondad y no permitáis que nadie lo someta a tratamientos dolorosos. Hay muchos que se ofrecerán a mejorarlo mediante medios duros. No lo consintáis. Le abrirán agujeros en la cabeza, lo meterán en cubas de agua helada durante un día entero o le darán drogas que podrían matar a un caballo. Antes que eso, le demostraríais mejor vuestro amor ahogándolo en un caldero. Escribiré una carta a las Hermanas de la Merced de Chipre. La gente os dirá que son muy extrañas, y es verdad que lo son. Pero tienen un natural bondadoso. Ayudan a los dementes mediante la conversación y la bondad. No le harán ningún daño.
—¿Cuánto tiempo pensáis que pasará hasta que mejore? —preguntó Henri el Impreciso.
Roberto de Salerno lo miró pero no respondió a la pregunta.
—¿Queréis que me encargue de pedírselo?
—Sí —respondió Vipond.
Roberto de Salerno inclinó muy levemente la cabeza, y se fue.
Al mismo tiempo, a unos trescientos kilómetros de distancia, en la Alta Silesia, Kleist, junto con veintiséis hombres de edades comprendidas entre los dieciocho y los cuarenta y dos, entraron en la ciudad carbonífera de Bytom, que era el vertedero más lúgubre que hubiera visto nunca nadie.
—Si esto es la Alta Silesia —comentó Tarleton—, ¿cómo demonios será la Baja Silesia? Nadie dijo nada, ni mucho menos se rió. Estaban demasiado inmersos en su desesperanza y en sus odios. Querían vengarse, desde luego, pero se sentían lisiados por la vergüenza y la desesperación ante lo que habían permitido que les pasara a sus esposas e hijos.
Compraron provisiones para una semana con el dinero que habían guardado, y se quedaron de pie en la húmeda plaza mayor, pensando qué hacer a continuación. Lo decidieron al cabo de media hora. Cuatro de ellos querían ir al norte, y llegar lo más lejos de los redentores que les permitiera la Tierra. Los otros veintidós y Kleist decidieron dirigirse al Leeds Español, donde habían oído, equivocadamente, que se estaba reuniendo un ejército para luchar contra los redentores. Los cuatro que iban al norte cogieron su parte de las provisiones, les estrecharon la mano a los demás, y partieron. Los veintidós, con Kleist, salieron en dirección Este.
Dos días después de que dejaran Bytom, la viuda de Kleist, en su estado de gestación avanzada y pensando que era la única superviviente de un oscuro clan de las montañas Quantock, atravesaba la misma plaza en dirección al Leeds Español, donde esperaba que naciera su hijo como ciudadano de aquella ciudad y país, donde se decía que el estado les pagaba una pensión a las viudas, y que daban leche gratis para los niños de menos de tres años.
Le había costado algún tiempo al redentor Gil aprender a disfrutar de su reciente poder, y aún desaprobaba aquella propensión interior a disfrutar del vasto escritorio con sus tallas ornamentadas que representaban las diversas atrocidades cometidas contra los cuerpos de los fieles; o de la velocidad y servilismo de la respuesta a su campana cuando reunía o despedía a hombres que a menudo habían sido de gran importancia en Chartres, pero que ahora mostraban de manera demasiado evidente la necesidad de agradarle. Sentía de vez en cuando remordimientos de conciencia, como debe sentir siempre un redentor, pero eran cada vez menos frecuentes, o por lo menos no tan lacerantes.
Tan sólo unos meses antes, el redentor Warren, el hombre que tenía delante escuchando tan atenta y gravemente, lo habría mirado como a un miembro ordinario de los Militantes, alguien que no era como para ser visto con desprecio, pero sí con condescendencia. En aquel momento miraba a Gil fijamente, y temblaba ante la responsabilidad que suponía lo que sus instrucciones le obligaban a asumir.
—Sólo os podréis confiar a los más reservados y fiables, que serán pocos, pero no diréis nada de la verdadera identidad del impostor que robó el Papado. Tan sólo tienen que saber que están buscando a mujeres inmundas de las que tenemos razones para sospechar que podrían haberse disfrazado de sacerdotes. De un modo u otro, tendrán que arrancar de raíz la verdad de todo esto. Si no es el caso, debo saberlo. En cuanto a los medios por los que semejante abominación se abrió camino hasta el Papado, quiero que lleguéis al fondo de cómo se hizo. Quiero saber si fue parte de una conspiración, o si esa criatura actuó sola.
Llamaron a la puerta, y entró Monseñor Chadwick. Saludando a Warren con una respetuosa inclinación, se acercó a Gil y le susurró al oído:
—Los dos trévores.
Gil no respondió nada, pero Chadwick se fue, deslizándose de la estancia como si fuera sobre ruedas.
—Tenéis que excusarme, Padre —le dijo Gil a Warren—. Sé que tenéis preguntas, pero hay pocas respuestas. Pensad lo que os he dicho y ponedme al corriente de vuestras conclusiones en uno o dos días. Y no digáis nada de cuanto habéis oído hasta que volvamos a hablar.
Warren se puso en pie, se dirigió hacia la puerta conmocionado, y se fue. Un minuto después, volvieron a llamar, esta vez a la puerta pequeña que se encontraba a la izquierda de la estancia. Volvió a abrirse. Otra vez era Chadwick, que en aquella ocasión se hizo a un lado para dejar pasar a dos hombres. Uno de ellos tenía aspecto de galgo. El otro no sólo era apuesto, sino seductor, con una expresión a la vez cálida y alegre.
Gil les hizo una seña para que se adelantaran, y a Chadwick otra para que saliera.
—Gracias por venir. Sentaos.
El trévor de cara de anguila que se llamaba Lugavoy estiró las piernas de modo insolente, como para dejar claro que no le importaba si se hallaba allí o en cualquier otro lugar. Fue el trévor seductor, Kovtun, el que habló:
—¿Queréis que traigamos a alguien a las atenciones de la Muerte? —Era más desenfadado, pero igual de insolente que su compañero, el de las piernas estiradas.
—Para cumplir con ciertas profecías de las Sagradas Escrituras, es necesario que martiricéis a alguien.
Dio la clara impresión de que la idea les molestaba, aunque no a causa del crimen que formaba parte de ella.
—Nosotros no hacernos daño a la gente antes de matarla —objetó el trévor Kovtun.
—Efectivamente, nosotros no somos torturadores —añadió el trévor Lugavoy.
Gil no estaba dispuesto a aceptar absurdos, por grande que fuera la reputación de aquellos dos.
—Afortunadamente para vuestras finas sensibilidades, no es necesaria ninguna tortura. Se os pagará bien, pero dejadme recordaros que habéis gozado de protección en mi, digámoslo así, territorio redentor durante unos cuantos años.
No era necesario insistir sobre aquel punto.
—¿De quién se trata? —preguntó el trévor Lugavoy.
—De Thomas Cale.
Eso no les pasó desapercibido: aquélla chulería de piernas estiradas y la insolencia inherente a su violenta profesión disminuyeron de manera muy satisfactoria.
—Y para evitar cualquier duda, yo no deseo que lo entreguéis a las atenciones de la Muerte, signifique eso lo que signifique: quiero que lo matéis.