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Magnífico el cúmulo de incienso, puros los sopranos, rotundas las notas graves en la catedral que se alzaba en el corazón de Chartres, donde el nuevo Papa, Bosco XVI, era coronado en la vieja roca sobre la que se alzaba la única Fe Verdadera. Y las vestiduras festivas en oro y verde, naranja, amarillo y azul: truncados arcos iris de santidad.

Salvo, por supuesto, las veinte monjas a las que les había sido concedido el honor de participar, vestidas enteramente de un negro en el que tan sólo asomaba el blanco de fragmentos de rostros. ¡Pero qué rostros! Al alzar la vista hacia el Santo Padre, con las manos atadas a la espalda para evitar que las monjas contaminaran algo al tocarlo con sus manos impuras, sus sonrisas de éxtasis brillaban tan intensamente que parecía que iba a tener lugar otra santa expiración que añadir a la de la beata Imelda Lambertini, que había muerto de éxtasis en su Santa Comunión, a la edad espiritualmente preciosa de once años.

E igualmente grandiosa era la emoción de prelados, obispos y cardenales, nuncio, mandratos y gonfalonieros. Muchos habían sido ascendidos después de que sus predecesores en el cargo fueran enviados a la pira, o a las mazmorras, o a las zanjas del desierto para servir de alimento a los zorros. Aquél era su Papa, su oportunidad, su ocasión de hacerse personalmente responsables de aproximar el fin de los tiempos y la gran renovación.

El nuevo Papa Bosco XVI ascendió paso a paso el calumnion, obligado a pararse para reverenciar y prosternarse en cada peldaño, así que a Bosco le costó media hora de renuncias llegar a lo alto, ante el gran atril que salía en voladizo sobre el vasto espacio de la Capilla Sixtina, y que le hacía parecer como si estuviera a punto de saltar sobre la congregación que levantaba la mirada a la espera de oír hablar de una nueva vida y unos nuevos propósitos. Conocían bastante bien lo que se avecinaba: durante años habían sido preparados para las nuevas creencias. Sabían que Dios había vuelto a perder la paciencia, y que los que una vez habían sido sacrificados con el agua de la lluvia, ahora lo serían por el fuego y la espada puesta en manos de un muchacho que no era realmente un niño, sino la manifestación de la exasperación divina. Y esta vez no habría arca que ofreciera un indulto. Primero irían los antagonistas, después todos los demás, y por último la propia fe del Redentor se marchitaría hasta morir. Todo eso se ofrecía a una audiencia que a duras penas podía contener la alegre impaciencia ante la decisión de Dios de poner fin a su corrupta creación.

—Vientos de cambio soplan en todo nuestro mundo —decía el nuevo Papa—. Nada puede detener la fuerza de una idea que al fin ve llegado su momento. Así que debemos proceder a la cuestión femenina.

Hubo estremecimientos entre los monjes y sacerdotes:

«¿Qué cuestión femenina?».

Y la misma pregunta se hacían las monjas, si bien éstas con más inquietud, como podréis comprender:

«¿Qué cuestión femenina?».

Había siempre algo empalagoso en el tono de voz de un redentor cuando hablaba bien de las mujeres, lo cual no ocurría tan raramente como podría imaginar el ocasional seguidor de la fe. Las monjas, hechas un puro manojo de nervios, estaban a punto de recibir una dosis plena de unción sacerdotal. Cuando uno se pone a adular, es mejor cargar las tintas.

—¡Bendita sea la mujer cuyas palabras pueden animar pero no influir al hombre! ¿Cómo podríamos no respetar la fuerza de la obediencia femenina? ¿Cómo podríamos no admirar la obstinada sumisión que Dios (y el hombre a su semejanza) dispone que tenga la mujer? La Fe Redentora se distingue por su extraordinario respeto hacia el sexo femenino, que con su infatigable colaboración complementa y ayuda en su labor al hombre y al sacerdote.

»Pero la gran madre abadesa Kuhne está más acertada que nunca cuando dice que la virginidad es la verdadera liberación y el estado más apropiado a la mujer. En anticipación a la vida futura, el fiel redentor ya no dará ni tomará en matrimonio. Desde este día, tanto hombres como mujeres permanecerán vírgenes. He señalado los días en que la coyunda matrimonial, que tanto recuerda en nosotros la unión de las bestias, no podrá tener lugar entre el esposo y la esposa:

»Los jueves, en conmemoración del arresto del Ahorcado Redentor (cincuenta y cuatro días al año).

»Los viernes, en conmemoración de la muerte del Ahorcado Redentor (otros cincuenta y cuatro días al año).

»Los sábados, en honor de la Virgen Madre del Ahorcado Redentor (otros cincuenta y cuatro días al año).

»Los domingos, en honor a las almas que han partido (cincuenta y cuatro días).

Además de la prohibición del ayuntamiento marital durante doscientos setenta de los trescientos sesenta y cinco días del año, Bosco siguió prohibiendo el ayuntamiento en los treinta días antes de Pentecostés, Santos y Pascalia.

Le costó a Gil, que no era malo calculando, varios minutos averiguar que durante el primer año las parejas casadas podrían hacerlo sólo cinco días al año.

—¿Pensáis que es demasiado? —preguntó Bosco con preocupación—. Para el tercer año todo eso será cosa pasada.

—Es más que suficiente —dijo Gil—. Pero ¿de dónde vendrán nuestros soldados?

—Tenemos ya bastantes para barrer el mundo con una escoba. Vos y yo debemos estar aquí para ver desaparecer a los redentores, y que Dios pueda volver a empezar con otra criatura que sea más merecedora de sus dones.

La otra cuestión, la cuestión Cale, se había abordado mediante la invocación de una gran profecía secreta concerniente a su regreso. Una profecía que se guardaba actualmente en los sótanos de la Ciudad Santa de Chartres. Se la había entregado a un grupo de monjas con las que había hablado cuando visitaron los Altos del Golán, tras lo cual él desapareció misteriosamente de entre ellas, aunque ninguna lo había visto desaparecer. De este modo se extendió la útil creencia de que Cale volvería para cumplir con sus deberes escatológicos, pero sólo después de que los redentores encararan grandes peligros en su propósito de erradicar de la faz de la tierra al malvado hombre y su espantosa naturaleza.

—¿Y si se enteran de la verdad?

—No sabemos cuál es la verdad.

—La verdad es que ese cerdo desagradecido nos ha traicionado.

—Seguís hablando de él como si fuera una persona. Y no lo es. Cuando él lo comprenda y cuando lo comprendan otros, Cale volverá, porque si no participa en la catástrofe, entonces él no tiene razón de ser. En el momento debido, un tironcito del hilo hará su función.

Gil se había preguntado si la desaparición de Cale haría daño a la causa. ¿De qué podía servir un salvador ausente? Pero en unos días comprendió que lo que era la traición de Cale a otros fieles, su ausencia, hacía aún más convincente su salvación de Chartres. Dios había mostrado su mano cuando había sido necesaria, para después retirarla con la clara exigencia de que fueran los propios redentores los que actuaran. Si no, ¿para qué servían? Si no era para cumplir Su voluntad, ¿de qué servían Sus sacerdotes? Al margen de cuánta destrucción, incluyendo la propia, pudieran ejercer en el mundo, Dios no precisaba de ellos para suministrarla. Al enviar a Cale para que interviniera tan milagrosamente, había dejado esto sumamente claro. Y al retirarlo, Dios les mostraba que no los había abandonado, y que si cumplían Su voluntad, destruyendo a todos los apóstatas e infieles, no los olvidaría cuando les llegara el momento de destruirse a sí mismos. Su propia aniquilación sería una puerta segura al otro mundo.

Fue meditando en su error como Gil, que seguía siendo un fervoroso creyente en el fin de la humanidad, empezó a comprender que, independientemente de lo que Bosco pudiera pensar, Cale ya no tenía razón de ser. Un Cale ausente de modo permanente no haría ningún daño. Todo lo contrario. Un Cale vivo, por otro lado, podría llegar a ser una seria amenaza, y probablemente lo sería. Había que tomar cartas en el asunto.

Para llevar al clímax su gran discurso, Bosco advirtió contra un peligroso nuevo tipo de mujer que sabía que estaba surgiendo. No se trataba de las pícaras bellezas de los Materazzi, de cuello estirado, andares leves y afectados, y amplia melena que el Señor contaminaría de sarna en el momento que decidiera hacerlo; ni de las libertinas del Leeds Español, que taconeaban anunciando la disponibilidad de su vientre. No: había una nueva amenaza que provenía de las mujeres que querían ser iguales espiritualmente que los hombres, haciendo gala de su severidad, persiguiendo a cualquiera que no fuera lo suficientemente pío, y hasta quemando a otras mujeres como advertencia, para mostrar que podían ser tan duras como el hombre en el camino de la ortodoxia y de la rectitud.

La congregación asentía, pero sin comprender que la ira de Bosco apuntaba directamente a su predecesor, y al temor de que pudiera haber otras como ella. Tal vez muchas más. Tal vez estuvieran por todas partes… Se contaban rumores de que, agazapadas como babosas en invierno, se dejaban ver en los corrillos y en las charlas de borracho que mantenían los amigos a las tantas de la noche… Pero nada que se pareciera a la realidad de que una mujer, ni mejor ni peor que sus masculinos predecesores, hubiera gobernado a los redentores durante veinte años.

—Pensad en las cuatro postrimerías de vuelta a vuestras diócesis —concluyó Bosco—. Y preparaos para la situación extrema que se nos avecina.

Tras abandonar la celebración que siguió al discurso inaugural de Bosco, Gil regresó a sus enormes aposentos, donde su nuevo secretario, Monseñor Chadwick, que no había sido invitado, ansiaba profundamente que Gil se encontrara de humor para chismorrear un poco sobre quiénes habían estado presentes, y lo que había ocurrido, y cómo era el nuevo Santo Padre. Iba a recibir una desilusión.

—Encontradme dos trévores —le dijo Gil de mal humor.

En el rostro de Chadwick, la esperanza fue reemplazada al instante por la consternación.

—¡Ah! —exclamó Chadwick tras un largo silencio—. ¿Tenéis alguna idea tal vez de dónde podría encontrarlos?

—No —respondió Gil—. Y ahora poneos a ello. —Mientras Chadwick cerraba la puerta lo más compungidamente que se pueda cerrar una puerta, Gil sabía muy bien lo poco razonable que estaba siendo. No eran precisamente fácil, y tal vez ni siquiera posible, encontrar dos trévores, fuera uno quien fuera.

—¿Necesitáis más luz? —preguntó Cale.

—Veo bastante bien —respondió la costurera del mercado de verduras—. Lo que me pregunto es: ¿qué es lo que estoy mirando?

La anciana que atrapó una mosca… —canturreaba Henri el Impreciso.

—¿Qué dice…?

—Canta una canción… Está mal de la chola. No os preocupéis. Quiero que le cosáis la cara. Él no va a sentir nada. O por lo menos no sentirá mucho.

—Estáis loco. Yo sólo coso prendas de ropa. Estáis loco de atar. Yo no sé nada de cosas así.

—Pero yo sí. He cosido a gente cien veces.

—Entonces hacedlo vos. Yo tendría problemas.

—No tendréis ningún problema. Soy una persona muy importante.

—Pues no tenéis aspecto de ser nadie importante.

—¿Cómo vais a saberlo vos? Vos no hacéis más que coser prendas para ganaros la vida.

—¿Pretendéis que haga algo como esto, y encima me menospreciáis? Me voy. —Hizo ademán de dirigirse a la puerta.

—¡Cincuenta dólares! —Ella se detuvo y lo miró—. Es amigo mío. Tenéis que ayudarle.

—Dejadme verlo…, el dinero.

Gracias a la generosidad de Kitty la Liebre, al día siguiente de su encuentro había recibido una cartera con trescientos dólares. Pudo contarlo allí mismo sobre la mesa.

La muchacha meditó un instante:

—Cien dólares.

—No es tan amigo mío.

Acordaron sesenta y cinco.

Cuando ella se volvió para examinar el estropicio de cara que tenía Henri el Impreciso, éste empezó a cantar una canción sobre cabras.

—No sentirá nada mientras trabajáis, y yo os explicaré todo lo que tenéis que ir haciendo. Yo sé todo lo que hay que hacer, pero harán falta unas manos sumamente delicadas para que su cara no se eche a perder. Imaginaos que le estáis cosiendo un cuello a una chaqueta. Vos simplemente haced el trabajo lo más perfecto que podáis. —Pensó que sería buena cosa halagarla—: Sin vos su cara parecerá el culo de un caballo. Vi lo bien que se os daba. Sois muy buena en vuestro oficio, eso lo ve cualquiera con un poco de cerebro. Olvidaos de que es la cara de una persona y pensad en él como si fuera un traje o algo así.

Ablandada por los cumplidos y comprensiblemente tentada por semejante cantidad de dinero, la costurera empezó a observar a Henri el Impreciso como si fuera un problema profesional.

—Hace falta un remiendo.

—¿Qué es un remiendo?

—Creía que lo sabíais todo de costura.

—Si eso fuera verdad, no os necesitaría. ¿Qué es un remiendo?

—Tiene en la cara un agujero del tamaño de un dedo. Yo no puedo coser por encima de un agujero en una tela, ya no digamos en la piel. Hay que rellenarlo con algo.

—¿Con qué?

—¿Cómo voy a saberlo yo? En un traje o algo así, usaríamos fieltro.

—No podemos hacer eso: he visto lo que les ocurre a las heridas cuando se deja dentro un simple cachito de tela.

—Para arreglar un traje viejo, sacamos un trozo de tela de donde no se vea. De esa manera el material y el color son los mismos, y no encoge al lavar.

—¿Me estáis proponiendo que le cortemos un cacho de algún otro sitio para metérselo en el agujero de la cara?

En realidad, ella sólo había estado pensando en voz alta, pero en aquel momento le entró terror.

—No, no estaba diciendo eso, sólo estaba pensando, nada más. «Lo semejante con lo semejante», solemos decir nosotras. Pero sólo estaba pensando.

—¿Por qué no? Eso tiene sentido.

—Puede que empeoréis más las cosas.

—Siempre se pueden empeorar las cosas.

—Ya que es vuestro amigo, tal vez podáis cortaros vos mismo un trozo de dedo.

—No —dijo Cale con dulzura—. Eso sería una sanguinaria estupidez.

—Nadie puede mostrar mayor amor que el de dar la vida por su amigo[11].

—¿Qué idiota os dijo eso?

Ella se molestó mucho por aquella falta de respeto, pero tenía el corazón puesto en el dinero, y también en el reto que suponía aquel trabajo. Y no se amilanaba cuando se trataba de escalar un puesto.

Y de ese modo, dio comienzo aquella ingeniosa operación nacida del azar, el ingenio, la habilidad y la ignorancia, y se convirtió en un maravilloso éxito. Cale tranquilizó a la costurera asegurándole que sabía lo que hacía cuando se trataba de cuchillos, y cortó una tajada de carne exquisitamente redonda de las nalgas de Henri el Impreciso, que era donde le parecía que tendría menos importancia la falta, y la costurera rellenó con ella el profundo agujero de la cara. Con una habilidad que a Cale le encantaba contemplar, la costurera empezó a cortar y coser con sumo cuidado, como el sastrecillo valiente, el muy estropeado rostro de Henri el Impreciso. Durante toda la operación, Henri la deleitó con nuevas canciones de arañas, ancianitas, gatos y cabras. Cuando terminó, se hicieron un poco para atrás para contemplar la obra, que era realmente digna de admiración. Al observarlo, cualquiera se daría cuenta de la habilidad con la que un agujero andrajoso había sido transformado en algo que sencillamente tenía buen aspecto. Cale sabía que podría infectarse, o que la tajada de carne que le había arrancado podría gangrenarse y entonces sabía Dios. Pero de momento tenía buena pinta.

Y no era sólo la pinta. Durante dos días la zona estuvo inflamada de modo preocupante pese a todos los cuidados que ponían en su limpieza. Pero después, a partir de la mañana del tercer día, la herida empezó a tomar un color sonrosado, a perder volumen y a ir mejorando palpablemente. Henri el Impreciso sólo tenía una queja: «¿Por qué me pica tanto el culo?».

En cuanto a la perfecta cooperación y la buena suerte con la que abordaron aquel difícil proceso, ni Cale ni la costurera volvieron apenas a acordarse, y lo que es la humanidad, las olvidó por completo.