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De modo poco habitual entre los médicos, quienes por regla general recelan de que los demás les estén robando sus técnicas de cura, Hooke y Bradmore colaboraron como hermanos, sin duda porque la separación entre sus distintas habilidades quedaba muy clara. Era evidente que había que agrandar la herida para hacer posible la idea de Hooke. Su intención era fabricar unas tenacillas ahuecadas que alcanzaran la anchura que tenía la flecha. Una vez fabricadas, las insertarían en la herida hasta llegar a la parte metálica de la flecha. A continuación, abriendo el extremo del aparato por medio de un tornillo, habría que ir forzando muy despacio hasta que la flecha quedara dentro y firmemente sujeta. La punta de la flecha podría entonces extraerse siguiendo el recorrido por el que había entrado.

Mientras Hooke se iba a la fundición para encargar aquella pieza diminuta y sutil, Bradmore se ocupó de agrandar la abertura para poder introducir el instrumento por ella. Hizo una serie de sondas con palitos de saúco que tenían el grosor del asta de una flecha, secándolos y cubriéndolos con lino empapado en miel de rosa para prevenir infecciones. Primero utilizó el palito más corto, insertándolo en la herida de Henri, y después fue introduciendo progresivamente palos cada vez más largos hasta que comprobó con satisfacción que había logrado reabrir el camino hasta el fondo de la herida. Aquella operación le llevó tres días. Cuando llegaba al final de aquel proceso espantosamente doloroso, Hooke, a base de interminables pruebas y errores, apareció con un aparato que pensaba que funcionaría. Acercándose a la cara de Henri, colocó el mecanismo en el mismo ángulo por el que había entrado la flecha y, aplicando la punta del mecanismo en el centro de la herida, lo introdujo muy despacio los quince centímetros necesarios para que el extremo de las tenazas pudiera llegar a la cuenca de la punta de la flecha. No tuvieron más remedio que andar un buen rato moviéndolas hacia atrás y hacia delante. Entonces Hooke giró el tornillo que estaba al final de las tenazas para abrir el otro extremo, y agarrar la punta de la flecha con la firmeza necesaria para poder extraerla.

Empezaron a mover el aparato hacia atrás y hacia delante, tirando firmemente de él y, poco a poco, sacaron el extremo de la flecha de la cara de Henri. Del suplicio que soportó el pobre muchacho sólo hace falta decir que no hay bastante opio en el mundo para aplacar el dolor producido por semejante operación.

Sin embargo, el sufrimiento no había terminado. El mayor peligro de semejante herida era el alto riesgo de infección, algo en lo que Bradmore era un genio. En cuanto la punta de la flecha fue extraída (y qué grande parecía puesta encima del plato), Bradmore cogió una jeringuilla y la llenó de un vino blanco que introdujo en el orificio de la herida. Entonces colocó nuevas sondas hechas con tacos de lino empapados en una mezcla finamente tamizada de pan, miel y trementina. Lo dejó así durante veinticuatro horas, al cabo de las cuales reemplazó los tacos de lino con otros más cortos, y así durante veinte días. Después cubrió la herida con una pomada oscura llamada Unguetum Fuscum, con respecto a la cual se andaba con mucho secreto. Henri el Impreciso sufrió tanto durante el tratamiento que, en comparación, el infierno ya no le parecía un lugar tan malo.

Bradmore estaba preocupado por la cantidad de opio que Cale le había estado proporcionando a Henri el Impreciso. Le pidió que se lo entregara a él, antes de que matara a su amigo haciéndolo explotar, pues como consecuencia Henri el Impreciso estaba sufriendo un terrible estreñimiento. Cale pasaba todo el tiempo posible sentado al lado de su amigo, que a menudo se encontraba con demasiados dolores para responder, o presa de alucinaciones, pese a que la cantidad de opio suministrada por Bradmore era ya mucho menor. Bradmore le dio instrucciones a Cale para que entrara en el mercado, que era casi tan famoso como antes lo había sido el de Menfis, y comprara diversas sustancias de las que nunca había oído hablar y que eran casi todas extremadamente caras.

—Vos me lo habéis atascado, y vos tendréis que desatascarlo.

El problema era que nadie tenía dinero. El asunto de la tarifa de Bradmore había sido puntillosamente evitado. Bradmore había dado por hecho que los Materazzi habían escapado con al menos una parte de su célebre riqueza. No era así, como bien sabía Cale, y lo poco que tuvieran no se lo iban a gastar en ruinosas tarifas médicas para sanar a un muchacho que ni siquiera era de los suyos. Ya tenían bastantes problemas ellos solos. Vipond se mostró de acuerdo en contribuir a darle a Bradmore la impresión de que el dinero no sería ningún inconveniente en lo referente al tratamiento de Henri el Impreciso. Sin embargo, lo que era pagar, sería enteramente problema de Cale. La única opción de éste era vender un pequeño rubí que había robado de la diadema de una estatua de la Madre del Redentor, en la antesala de Chartres. Al menos esperaba que fuera un rubí, o como mínimo que tuviera algún valor.

No era éste su único problema financiero. Cale tenía que pagar por los purgatores y por el futuro de Henri el Impreciso. Por una parte, Cale lamentaba que los purgatores no se hubieran desvanecido como por ensalmo, cosa que sabía que no iba a suceder. No era sólo que los purgatores le adoraran, sino que él sabía que tener a su disposición a ciento sesenta luchadores experimentados podría proporcionarle mucha fuerza en un futuro cercano. Pero había que pagar por ellos y conseguir que se les viera lo menos posible en la ciudad. Si algún Materazzi averiguaba quiénes eran, habría problemas.

De modo que, al día siguiente a la extracción de la flecha, Cale salió él sólo a comprar comida con la que tratar el terrible estreñimiento de Henri, pero también para ver si le daban algo por su rubí.

Mientras se abría paso entre los numerosos puestos y los incomprensibles gritos de los vendedores («¡Bompos! ¡Bompos! ¡Bompos! ¡Tufradoles! ¡Chiligüilis luvilascarnetos! ¡Champoñones baraaaaatos! y ¡licos p’hacéselos! a ¡se anque no os guste!»), vio tres tiendas juntas enfrente de un puesto de zanahorias, chirivías y coliflores colocadas de tal modo que semejaban espectacularmente un rostro humano. En cada uno de los puestos había una mujer cosiendo sobre una mesa. Contempló a las dos primeras durante un par de minutos, pero se demoró en la última de las tres, en parte porque la mujer era mucho más joven que las otras, pero también porque trabajaba a una velocidad pasmosa. La observó varios minutos más, fascinado ya no tanto por la velocidad como por la habilidad casi milagrosa con que le cosía un cuello a una chaqueta. Le encantaba ver trabajar a la gente que lo hacía bien. Ella levantó un par de veces la mirada hacia Cale (no había cristal en el puesto), y al final le dijo:

—¿Queréis un traje?

—No.

—Entonces idos a la mierda.

No era su estilo dejar que nadie le dijera la última palabra, ni siquiera la chica de una tienda, pero se sentía cansado y enfermo. Tal vez hubiera cogido alguna enfermedad, pensó. Sería mejor que siguiera. Se fue, y ella no levantó la mirada de su trabajo. Al cabo de diez minutos de un recorrido que normalmente le hubiera llevado cinco, llegó a los jardines de Wallbow. A diferencia de las plazas comerciales normales del Leeds Español, en ésta había media docena de guardias de extravagante librea que deambulaban por allí para alejar a los delincuentes de las veinte tiendas aproximadamente de joyas y oro que abarrotaban la plaza, reemplazando a Menfis como centro mundial del comercio de metales preciosos. El primer joyero le dijo a Cale que no se trataba más que de una piedra semipreciosa, y que valía unos cincuenta dólares. Eso le gustó a Cale, pues estaba claro que el joyero le mentía, y eso querría decir que la piedra valía mucho más. Cuando le dijo que quería que se la devolviese, el joyero le ofreció más, pero Cale juzgó que sería mejor recabar otras opiniones. El siguiente joyero le dijo que era un cacho de vidrio. El siguiente volvió a asegurar que no era más que una piedra semipreciosa, y le ofreció ciento cincuenta dólares.

Finalmente, y algo desanimado porque sabía que valía algo pero no sabía cuánto, entró en la Casa Carcaterra de Metales Preciosos. El hombre que había detrás del mostrador andaría por los treinta y cinco años, y seguramente sería judío, pensó Cale, porque hasta el momento todos los hombres a los que había visto llevando casquete en la cabeza eran judíos.

—¿En qué puedo serviros? —preguntó el hombre con cierta cautela. Cale puso sobre la mesa el rubí o lo que fuera. El judío lo cogió con mucho interés, y lo arrimó a una vela, examinando la luz que se refractaba a través de él con la calma cuidadosa de alguien que sabe lo que hace. Al cabo de un minuto, miró a Cale.

—No tenéis buen aspecto, joven. ¿Tendréis la amabilidad de sentaros?

—Sólo quiero saber lo que vale. Ya lo sé, en realidad, sólo quiero saber si vais a intentar robarme.

—Puedo intentar robaros igual si estáis sentado que si permanecéis de pie.

El caso era que Cale se encontraba no sólo cansado, sino agotado. Los círculos negros que tenía alrededor de los ojos eran tan oscuros como los del panda del zoo de Menfis. Había un banco detrás de él. Al ir a sentarse sus piernas cedieron y, más que sentarse, cayó sobre el banco.

—¿Os apetece una taza de té?

—Quiero saber lo que vale.

—Puedo deciros lo que vale y daros al mismo tiempo una taza de té.

Cale se sentía demasiado deshecho para molestarse.

—Gracias.

—¡David! —llamó el joyero—. ¿Tendréis la amabilidad de traerme una taza de té? ¡Que esté bien fuerte, por favor!

Hubo un grito de conformidad, y el joyero volvió a mirar la gema. Al final apareció alguien que Cale supuso que sería David trayendo una taza con su plato, y el joyero le indicó a Cale. Los tres notaron que cuando los cogió en las manos, taza y plato empezaron a tintinear como si los hubiera cogido un anciano. David, desconcertado, los dejó solos.

—¿Sabéis qué es? —preguntó el joyero.

—Sé que vale mucho.

—Eso depende de vuestra idea del valor, supongo. Es un tipo de gema llamada berilo rojo. Viene de las montañas del Beskidy, y sé todo esto no sólo porque esté muy bien informado en lo que se refiere a gemas, sino porque es el único lugar en que se pueden encontrar. ¿Estáis de acuerdo?

—Si lo decís vos…

—Lo digo. Y el caso es… Lo realmente interesante es que desde tiempo inmemorial las montañas del Beskidy están bajo control de la única Fe Verdadera del Ahorcado Redentor. ¿Lo sabíais?

—Sinceramente, no.

—Así que esta pieza debe de ser o muy vieja (hasta hoy yo no había visto más que dos), o robada de la estatua de la Madre del Ahorcado Redentor, para la que, según tengo entendido, está reservada esta gema en exclusiva.

—Eso suena bastante acertado.

Cale estaba demasiado cansado para intentar inventar nada, y estaba impresionado ante los conocimientos y la habilidad del hombre.

—Me temo que no comercio con piezas religiosas robadas.

Cale terminó su té y, sin dejar de temblar, posó plato y taza en el banco, a su lado.

—¿Y no conocéis a nadie que lo haga?

—No soy un perista, joven.

—Lo siento.

Cale se puso en pie. Se encontraba indescriptiblemente cansado. Se acercó al joyero, que le devolvió la gema.

—Yo no la robé —dijo, y se quedó callado—. De acuerdo, yo la robé. Pero nunca trabajó nadie para robar algo tanto como yo con esta piedra.

Se dirigió a la puerta. Cuando salía, el joyero le gritó:

—No la vendáis por menos de seiscientos.

Y de ese modo, Cale cerró la puerta y se encontró de nuevo en la plaza, preguntándose si le quedarían fuerzas para llegar a su cuarto.

—¿Sois Cale? —le preguntó una voz amable.

Cale ignoró aquella voz, y siguió caminando sin levantar la mirada.

Intentó seguir, pero le cortaron el paso dos tipos de aspecto duro contra los cuales se hubiera precavido en el mejor de los casos. Y aquél no era el mejor de los casos.

—Y hay otros tres más de los nuestros —dijo la voz amable.

Cale miró al hombre.

—Vos sois el tipo del monte Silbury.

—Es gratificante que lo recordéis —respondió Cadbury.

—¿No estáis muerto?

—¿Yo? Yo sólo pasaba por allí. ¿Qué me contáis de IdrisPukke?

—Sigue vivo.

—O sea que es cierto: bicho malo nunca muere.

—Vuestro amo…, ¿esa babosa marina?

—Qué coincidencia… Es realmente curioso que me lo preguntéis. A Kitty la Liebre le gustaría hablar con vos.

—Ahora tengo mayordomo. Él os dará cita.

—Eso es bastante insolente, mi niño. A mi señor no le gusta que le hagan esperar. Además, tenéis pinta de que os vendría muy bien sentaros y descansar. Os habéis desmejorado mucho desde nuestro último encuentro. Si Kitty la Liebre quisiera haceros algún daño, no estaríamos hablando ahora. —Cadbury señaló el rumbo, y Cale lo tomó andando con toda la dignidad posible.

Afortunadamente, no tenían que ir lejos. Tras doblar algunas esquinas se dirigieron a las ricas casas del distrito del canal, que tenían abiertos sus enormes ventanales para dejar pasar la luz, y la envidia de los transeúntes. Se detuvieron ante una de las más pretenciosas, en la que los hicieron pasar de inmediato, como si los estuvieran esperando. Cadbury le hizo una indicación para que pasara más adentro, a una estancia espaciosa y aireada que daba a un hermoso jardín con su laberinto de boj y sus frutales en espaldera que seguían cordones verticales y horizontales, estos últimos a la altura de la rodilla, del ombligo, del pecho y de la nariz.

—Sentaos antes de que os desploméis —dijo Cadbury trayéndole una silla.

—¿Están cociendo cebollas? —preguntó Cale.

—No.

Se abrió la puerta y entró un criado a encender varias velas. A continuación corrió las cortinas, pero con cierto esfuerzo, porque eran tan altas y gruesas que más parecían el telón de un teatro que cortinas de una casa.

Poco después, volvió a abrirse la puerta y entró en la estancia Kitty la Liebre. Ningún otro apodo le hubiera encajado tan bien como aquél. En la penumbra de la estancia, la capucha que llevaba era lo bastante amplia para esconder su rostro, y la túnica era como una bata de adulto que le viniera demasiado grande a un niño. Sin embargo, no había en él nada de aspecto monjil. Su olor también era diferente. Los redentores olían a algo indefiniblemente agrio, a causa del escaso lavado; Kitty la Liebre olía a algo no exactamente desagradable, y no sólo extraño, sino extrañamente extraño.

Cadbury le acercó una silla, sin dejar de observar atentamente a Cale para ver cómo reaccionaba ante aquel ser inquietante. Nadie dijo nada ni se movió. Tan sólo se oía el ritmo extraño de la respiración de Kitty, que se parecía al jadeo de un perro, pero tampoco era eso exactamente.

—Vos queríais… —empezó a decir Cale.

—Veníos hacia la luz para que os pueda ver bien —le interrumpió Kitty. Su invisibilidad, la gran escenificación de su llegada a la estancia casi oscura, le hacían a Cale esperar una voz acorde con todo aquel augurio, una voz fatal, oscura y amenazante. Sin embargo, se trataba de una voz de susurros ceceantes, con un deje líquido, casi femenino aunque no llegaba a serlo, un deje que a Cale le erizó el vello de los brazos, pese a tenerlo empapado en sudor—. Tened la bondad de hacer lo que os pido —añadió Kitty.

Tembloroso, con esfuerzo, Cale avanzó unos pocos metros arrastrando los pies. Tenía que tener cuidado porque se sentía muy débil. Aunque el sentirse tan mal también le permitía una cierta libertad. No estaba en condiciones de nada que resultara atrevido. Le habría costado llegar andando hasta la puerta, no digamos ya salir corriendo. En las condiciones en que se encontraba, le hubiera costado hasta poner en el suelo a un gatito.

—Veamos: ése es el aspecto de la ira de Dios —dijo Kitty—. Muy curioso. ¿No os lo parece, Cadbury?

—Sí, Kitty.

—Pero tiene sentido, si se piensa bien, hacer a un niño representante de la furia del Todopoderoso, teniendo en cuenta lo que tantos inocentes tienen que soportar. Me parece que no os encontráis bien.

—No es más que un resfriado.

—Bueno, pues no nos lo peguéis. ¿Eh, Cadbury?

Ése tal vez fuera un comentario jovial. Pero a Cale le resultaba imposible decirlo.

—He oído hablar mucho de vos, señor —comentó Kitty—. ¿Es verdad la mitad de lo que he oído?

—Más de la mitad.

—Es vanidoso, Cadbury: es una cualidad que me gusta en un dios.

—¿Qué queréis? —El olor dulce y extraño que al principio no le había molestado, le empezaba a resultar a Cale más y más desagradable, y le hacía sentirse aún peor.

—¿Tenéis información?

—¿Sobre qué…?

—Me interesaría enterarme de muchas cosas, sin duda. Pero no os insultaré intentando compraros información sobre vuestros amigos. Por muchas ganas que tenga de saber dónde andan metidos Vipond y su hermano, lo que quiero ahora es información que me resulte útil, y que supongo que estaréis dispuesto de buen grado a compartir.

—¿Sobre…?

—Sobre los redentores. Sobre Bosco. Ahora que es Papa…

Si no se hubiera encontrado tan mal, Cale habría podido ocultar mejor su sorpresa.

—¿No lo sabíais…? —observó Kitty, con evidente regocijo.

—Escapé de su lado a toda prisa en cuanto tuve la ocasión. Así que ya veis que no soy tan valioso como pensabais.

—Nada de eso. Las noticias se pueden obtener con facilidad. Información de inteligencia, eso ya es otra cosa. Vos estabais más que cercano a Bosco, y me podéis informar de sus planes con respecto a vos y a su fe, ahora que él es la roca en que ésta se asienta. Ésas son las cosas que tienen valor para mí. Sé que habrá guerra, pero será una guerra de un nuevo tipo, creo yo. Si es así, necesito saber de qué tipo. —Se echó hacia atrás en la silla—. Se os pagará bien, pero lo que es aún más importante que eso, es que a través de mí podréis lograr influencia en un mundo que ya no tiene mucho tiempo para dedicaros a vos. La influencia es más preciosa que los rubíes. En cuanto a vuestros purgatores, no tardéis en encontrar una excusa para justificar su presencia. —Se levantó al mismo tiempo que Cadbury se acercaba rápidamente para retirarle la silla—. En un par de días, cuando os sintáis mejor, hablaremos más extensamente. Cadbury os preparará una infusión. Una menta podría sentaros bien.

Diciendo esto, se fue hacia la puerta, que fue abierta desde el otro lado por alguien que debía de tener buen oído, y desapareció. Entró entonces el mismo criado de antes, descorrió las cortinas y, para enorme alivio de Cale, que temía que el olor le hiciera perder el conocimiento, abrió también la ventana para refrescar el ambiente. Cadbury pidió la infusión, y Cale se dirigió al marco de la ventana para aspirar el aire fresco como si hubiera estado en el fondo de un pozo sucio durante los anteriores diez minutos.

—¿Qué esperabais? —preguntó Cadbury.

Cale no respondió. Cadbury le entregó a Cale una pequeña jarra cuya etiqueta anunciaba en grandes letras: «CRISMA DE LA SEÑORA NOLTE».

—No os vendrá mal que os lo pongáis en la nariz la próxima vez que vengáis. Pero con cuidado de que no se note, porque a Kitty le ofende.

Cuando Cale regresó a su cuarto, sintiéndose algo más fuerte a causa de la menta, que resultó ser té negro acompañado con dos pasteles de nata, se quedó dormido. Durmió catorce horas de un tirón, que no está mal para alguien a quien normalmente le bastaban seis o siete. Cuando despertó vio un gran sobre que habían metido por debajo de la puerta. Era la invitación para una cena de gala en el Gran Salón del Castillo del Leeds Español. Apenas había terminado de leerla por tercera vez, cuando llamaron a la puerta.

—¡IdrisPukke!

Cale abrió, sosteniendo en la otra mano la invitación. Estaba tan pomposamente decorada y ribeteada que no podía dejar de verse, y desde luego IdrisPukke no era el tipo de persona al que le pasan desapercibidos los detalles llamativos.

—¿Puedo…? —preguntó, quitándole la invitación de la mano.

—Vos mismo.

Cale tenía curiosidad por saber de qué iba aquella gran cena, y por qué lo invitaban, pero antes de que pudiera preguntárselo a IdrisPukke, éste le ofreció un consejo rotundo:

—No podéis ir.

—¿Por qué?

—Es una trampa.

—Es una cena.

—Para otros. Para vos es una trampa.

—Explicaos: soy todo oídos.

—Esta invitación viene de Bose Ikard.

—Ahí dice el alcalde.

—Bose Ikard quiere que haya problemas allí para poder convencer al rey de que es peligroso albergar los amargos desechos de un imperio, abarrotando la segunda ciudad más grande del país. Amargos desechos que esperan que una guerra les permita recuperar la fortuna perdida.

—Algo de razón sí que tiene.

—Por supuesto que la tiene.

—Pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?

—Vuestra reputación os precede.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que adondequiera que vais, el desastre os sigue como un perrito fiel. —Cale no se dejó despistar por esta comparación, aunque le asombró—. Bose Ikard quiere provocar una trifulca entre vos y los Materazzi, y sabe muy bien cómo prender la chispa. Os colocará enfrente de Arbell y de su marido.

Este comentario provocó un silencio de diferente índole.

—¿Sabe Vipond algo de esto?

—Vipond es quien me ha enviado.

—O sea que espera que yo haga lo que él me dice.

—¿Habéis hecho alguna vez lo que os ha dicho alguien? Hoy día todos sabemos que sois un dios y no sólo un antipático gamberrete con buenos puños.

—Yo no soy ningún dios, sino la ira de Dios. Ya os lo he explicado.

—Vipond simplemente os pide que no hagáis lo que quiere que hagáis alguien que os desea mucho mal. Mostrad algo de sensatez. —Se quedó un instante callado—. Os lo ruego.

A Cale le emocionaba la idea de asistir a un gran banquete, pero comprendía que IdrisPukke tenía razón. Sin embargo, era tan difícil dejar de ir como lo sería no caer al suelo después de tirarse de la torre más alta del Leeds Español.