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Mientras Henri el Impreciso veía su vida puesta a su pesar en manos de un hombre en el que no tenía ninguna confianza, en las montañas Kleist luchaba también por su vida, al lado de menos de un centenar de cleptos.

Los redentores que habían asesinado a ancianos, mujeres y niños en la comitiva que intentaba escapar, habían regresado a las montañas para atacar por detrás a los hombres en el Desfiladero de Lydon. Incapaces de moverse hacia delante o hacia atrás, los cleptos empezaron a tener un número mucho mayor de bajas. Los redentores, ya sin prisas, iban eliminando a los cleptos con saetas o flechas, mediante incursiones de hombres de armadura pesada que duraban tan sólo unos minutos pero ocasionaban muchas bajas. En dos días más, habrían terminado el trabajo sin recibir apenas daños en sus propias filas. Sin embargo, los autores de la masacre cometieron el error de gritar en plena noche lo que les habían hecho a las mujeres y los niños tan sólo tres días antes.

Conducir a un hombre a la desesperación es algo muy deseable si la esperanza, o la libertad, o la seguridad, o el regreso ante una familia querida es lo que le mantiene luchando. Pero lo que hacía a los cleptos tan diferentes de casi todos los demás hombres era su actitud ante el sacrificio, o mejor dicho, ante el autosacrificio. Entonces, con sus terribles burlas, los sacerdotes liberaron sin pretenderlo a los cleptos de aquella esperanza que estaba por encima de todo. Embargados en la desesperación, los cleptos se veían liberados de la principal debilidad que tenían como soldados: la voluntad de matar, pero de no morir en el proceso.

Kleist se vio él mismo presa de una espantosa agitación. Conocía a los redentores y su propensión a emplear mentiras contra el enemigo. Así pues, se atormentaba con la esperanza de que su mujer y su hijo aún no nacido siguieran vivos. Pero no era el momento de imbuir esperanzas en los cleptos, pues sólo la creencia de que no les quedaba a nadie con vida podía convertirlos en mejores soldados. Los convenció de que no se abalanzaran de inmediato contra los redentores, y que esperaran hasta el alba para atacarles de tal modo que les hicieran pagar el precio más alto posible.

Mientras tanto, las burlas de los redentores que los rodeaban en la oscuridad surtían en los cleptos el mismo efecto que surtiría un noble discurso pronunciado ante hombres honorables, en el sentido de que invitaban a los cleptos a morir causando todo el daño que fuera posible. Kleist sabía que los cleptos estaban perdidos, pero ya había hecho todo lo posible, y no tenía intención de morir con ellos. Hasta entonces había hecho cuanto estaba en su mano, pero ahora su intención era la de servirse del ataque a los redentores para cruzar las líneas enemigas, abrirse camino y comprobar si Daisy había muerto realmente o no. Él no terminaría sus días allí, en aquella montaña, en el culo del mundo.

Kleist reunió a los supervivientes, que eran unos noventa, y dibujó un mapa en la tierra de grava y arena. Su situación era bastante sencilla: estaban atrapados en un paso de unos cien metros de ancho, con lados escarpados, teniendo delante a unos cuatrocientos redentores y un número parecido por detrás.

—Tenemos que atacar a los hombres que han venido de la llanura. Es de esos de los que queremos vengarnos, ¿no?

Todos asintieron con la cabeza.

—Desde mi punto de vista, tenemos que atacar este frente en dos cuñas, una a cada lado, para atravesar sus fuerzas y reunirnos en su retaguardia. Es casi seguro que no lo conseguiremos, pero el ataque les llegará por sorpresa, de modo que podremos matar al mayor número posible de redentores. Si podemos llegar a reunirnos tras su retaguardia, entonces tendremos a todos los redentores delante. Será una sangría peor para ellos si lo logramos.

Su plan estaba desprovisto de toda esperanza. De hecho, al pronunciarlo en voz alta sonaba bastante endeble. Pero entre la velocidad, el factor sorpresa y aquella nueva desesperación que embargaba a los cleptos, Kleist lograría escapar. Estaba en deuda con aquellas gentes, pero no les debía la vida. Y ellos habrían opinado lo mismo. De hecho, ellos no le hubieran dado más vueltas.

«Es lo mejor que se me ocurre —pensó—. Mea culpa. Mea culpa. Mea maxima culpa. No los puedo salvar, pero puedo salvarme yo. No hay vuelta de hoja».

Casi se viene abajo al repasar el plan, pero no llegó a hacerlo. Una voz leve y tranquila lo impulsaba a sobrevivir.

Cuando terminó, dividió el grupo en dos, haciendo unos pocos cambios por razones familiares, y se colocó él mismo en el de la derecha porque le pareció que en aquel grupo estaban los mejores luchadores.

Como no quería que ningún grito ni ruido de ningún tipo diera la señal del ataque para no debilitar la sorpresa, tendieron un cordel entre los dos grupos. Kleist daría un fuerte tirón cuando juzgara que había luz suficiente para el ataque. La única concesión que hizo Kleist al incordio de su conciencia consistió en decirles que se dirigieran todos hacia una bandera que él colocaría por detrás de los redentores para mostrarles el punto en que debían reagruparse. Nada más hacer esa promesa, lamentó haberla hecho, pero al menos eso le daba una buena disculpa para tomarles la delantera a los demás. Y en cuanto hubiera plantado la bandera en el suelo, los dejaría solos.

Habría sido excesivo esperar que los redentores no estuvieran preparados, pero las circunstancias eran ideales para los cleptos, dado que el deseo de venganza los liberaba por una vez de la preocupación por la propia vida. Los cleptos eran rápidos, y estaban en su elemento. Era difícil juzgar lo que podía verse y lo que no a la escasa luz de aquella hora temprana, así que los cleptos se encontraron casi encima de los guardias redentores antes de que pudieran dar la voz de alarma. Cada uno mataba a uno o dos cleptos antes de morir. El resto de los cleptos hacía lo que se les había dicho: entrar aprisa y silenciosamente en el campamento, que ya despertaba pero aún se encontraba bajo el efecto de la sorpresa. Kleist, con el asta de bambú en la mano, iba ya por delante, atravesando el campamento al grito de «¡Retirada, retirada!», haciendo como si fuera uno de los redentores, que huía presa del pánico.

—¡Cerrad el pico! —le gritó un centenario tirándole del brazo al pasar, aunque no se le llegó a pasar por la cabeza que Kleist fuera algo diferente a un joven redentor asustado. Kleist se soltó y corrió como alma que lleva el diablo. Justo cuando estaba a punto de salir del campamento, otro redentor se cruzó en su camino y se chocó contra él.

—Mostrad algún…

Pero no llegó a decir qué era lo que tenía que mostrar Kleist, ya que éste se irguió y en un instante le clavó un puñal en el pecho, recogió la bandera y siguió hacia el muro de rocas que los redentores habían levantado para cubrir su retaguardia, sin esperar realmente que fuera a servir para nada. Aquél sería un excelente muro de defensa para los cleptos. Kleist soltó el gran trapo de seda roja, e hincó el asta en una grieta, donde la podría ver con facilidad cualquiera que se dirigiera hacia allí. Entonces se escapó rápidamente montaña arriba, corriendo tan ágil y raudo como una cabra, y no se volvió para mirar atrás.

Un día más tarde, Kleist dejaba atrás la montaña. Y al cabo de otro día más, se encontraba ante las diez horcas erigidas por los redentores, y ante las pilas de ceniza y huesos secos que había debajo.

Permaneció allí un rato en pie. Después se sentó con la cabeza en las manos, y lloró. No se movió del sitio en todo un día y una noche, mientras los veintiún cleptos que habían sobrevivido a la lucha en las montañas llegaban caminando en grupos de tres y de cuatro y se sentaban a su lado. Si hubiera conocido mejor a los cleptos, habría comprendido que a ninguno se le había pasado por la cabeza que él fuera a quedarse luchando en la batalla.

No podían enterrar a las mujeres y los niños, pues era seguro que los redentores habrían ido persiguiéndolos. Abandonaron aquel enclave prometiendo regresar, y de ese modo, a duras penas, siguieron su camino.