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Tal vez hayáis oído hablar de ese demonio al que llaman Viejo Merk, un nombre que proviene de Nicholas Merk, el más infame de esos infames mercenarios de la diplomacia: los Talleyrand. Pese a todos los consejos de lamentable cinismo que ofreció, hay que admitir que algo le debemos a Merk: que nos indica no cómo deberían ser los hombres, sino cómo son.

«Un gobernante decidido a emprender una aventura fuera de las fronteras debería siempre tomar el camino de la conquista mediante el saqueo antes que la conquista por la posesión. Está muy bien que un gran hombre mire los mapas que tiene en la pared y calcule cuántas horas brilla el sol en sus territorios, pero el problema con los pueblos conquistados es que si uno no les roba sus posesiones para después irse, entonces tendrá que dirigirles el país, repararles los canales para que no se mueran de sed, taparles los baches de los caminos, y colmarles los graneros para que no perezcan de hambre. Tendrá que mediar en sus riñas, que normalmente serán muchas y letales, y pagar a sus soldados, o a los de ellos, cada vez que se rompan los acuerdos tan pacientemente negociados, que siempre se rompen.

»Pensad que una tierra conquistada es como una gran casa que uno recibe en herencia: al principio es una maravilla contemplarla, y vuestra buena suerte merecerá bendiciones, pero con el tiempo no os dará más que problemas y agotará vuestro tiempo, vuestra paciencia, vuestra sangre y vuestro dinero. ¡Así que es preferible robar!».

Una de esas riñas interminables que predice Merk fue la que llevó a quinientos malhumorados redentores a penetrar en las estribaciones de los Quantocks para habérselas con un incremento en el número de asaltos de bandidos de las montañas contra las comunidades locales de los musulpanes. Hacía frío, llovía y había poco que comer debido a todo lo que les habían robado a los musulpanes. Los redentores no alcanzaban a comprender por qué tenían que pasar ellos aquellas privaciones, por no hablar de arriesgar la vida acudiendo en socorro de personas que estaban incluso por debajo de los herejes. Adoraban dioses falsos, cosa mucho peor que lo que hacían los antagonistas, que adoraban al Dios verdadero aunque fuera de modo equivocado. No era costumbre del nuevo Padre Redentor Gobernador de Menfis explicar a sus hombres el motivo de sus acciones, y no lo hizo, pero las razones eran bastante sencillas en realidad: Menfis necesitaba comer, y los musulpanes suministraban a la ciudad una parte importante de esa comida. Las acciones de aquellos montañeros sinvergüenzas constituían un serio incordio y una declaración de que las leyes redentoras podían desacatarse, y además de manera ostentosa. La expedición no pretendía restaurar el orden, sino demostrar a todo el mundo lo que podían esperar los que desafiaban en cualquier sentido la autoridad de los redentores. Los redentores no llegaban como policías, sino como verdugos.

Si bien la idea de no tener nada que hacer les resultaba ciertamente agradable a los cleptos, sentían una profunda aversión a ser obligados a no hacer nada, y encima a tener que cumplir con esa obligación en el lugar prescrito. Por ese motivo las guardias eran vistas con especial inquina, y aunque todo el mundo de menos de cuarenta años se suponía que tenía que hacer turnos, ésa era una costumbre, como solía decir Mary, la condesa de Pembroke, «más honrada en la infracción que en la observancia». Los que contaban con medios, pagaban a otros para que ocuparan su puesto, y de ese modo las guardias terminaban generalmente haciéndolas aquellos que eran demasiado perezosos, inútiles o estúpidos para ganarse la vida de cualquier otro modo. En aquellos días, con tantas ganancias logradas mediante la astucia y la osadía, debido al aumento de asaltos en territorio musulpán, había más dinero que antes en circulación, dinero con el que más gente podía pagar a los menos competentes de sus conciudadanos para que se colocaran en una ladera durante los extremados fríos del invierno, donde ni sucedía nada, ni era probable que llegara a suceder.

Existen estrictas normas sobre el encendido de fogatas por parte de los guardias: sólo puede hacerlo de noche, la fogata ha de ser pequeña, debe hacerse en agujeros metidos entre piedras, para que no pueda verse la luz, y con la leña más seca. No era fácil, bajo el frío y la lluvia, plegarse a esas normas sensatas pero incómodas. Además, parecía muy improbable que los musulpanes fueran a atacarlos en invierno y de noche. Andar dando tumbos por la pendiente en la oscuridad, con helada o con lluvia, o tal vez con ambas, era una manera tan fácil de morir como cualquier otra. Era lo más fácil del mundo dejarse caer en la tentación cuando estaba uno allí, soportando fríos y humedades, con la posibilidad de correr un pequeño riesgo que tal vez no fuera ningún riesgo en absoluto, y encender un pequeño fuego utilizando para ello madera húmeda, pues mantener algo seco en aquellas condiciones era poco menos que imposible.

Y éstas fueron las consecuencias de la llegada de Kleist: su talento ofreció a los cleptos la oportunidad de acometer más asaltos, y eso trajo más riqueza y más pagos para que unos hicieran las guardias por otros, en tanto que, siendo cada vez más acuciante la necesidad de estar vigilante, en realidad las guardias eran cada vez menos serias. Y si no hubiera sido por el heroísmo nada deliberado de Cale al salvar a Riba, y por todos los desastres que se habían ido derivando de aquel rescate, habrían sido enteramente razonables los cálculos de los guardias al poner en un lado de la balanza el riesgo de pillar una neumonía y en el otro el de que llegara en medio de la noche un musulpán a rebanarles la garganta. Pero no habían pensado en los redentores. ¿Y por qué iban a pensar en ellos? Y sin embargo, fueron redentores los que llegaron arrastrándose sobre la helada superficie de los montes Cómo y Usborne para matar a los vigilantes cleptos a la luz de sus fogatas disculpablemente creciditas.

Pero la suerte se agota incluso para los malvados, y después que fuera degollado el tercer grupo de guardias cleptos, los descubrió un vigilante insomne que pese a haber encendido un fuego considerable seguía teniendo demasiado frío para dormirse. El vigilante murió en la lucha que siguió, pero en medio de la confusión uno de los cleptos consiguió huir y llegar hasta el pueblo, avisando a los otros guardias por el camino. Con la cautela necesaria para conservar la vida, no tardaron en llegar otros con información más detallada.

Cuando la noticia llegó a oídos de Kleist, no le costó mucho tiempo comprender con quiénes se las veían.

—Tal vez —decía Suveri— sean Materazzi. Vinieron hace veinte años e incendiaron media docena de aldeas.

—Ya no hay Materazzi.

—Oficialmente tal vez no. Pero seguro que hay un buen número de hombres adiestrados que necesiten ganarse algo.

—Éstos no son mercenarios Materazzi ni nada que se le parezca —dijo Kleist.

Se explicó, y durante un rato todos guardaron silencio.

—Cuando los Materazzi vinieron, simplemente liamos el petate y nos escondimos en las montañas. Aguardamos que todo pasara. Los Materazzi incendiaron los pueblos, una pena, pero no podían quedarse aquí para siempre, y terminaron yéndose.

Ante aquellas palabras hubo considerables protestas: con su reciente incremento de riquezas, no sólo los más ricos habían empezado a construir nuevas casas, más adecuadas a su nueva circunstancia. Muchas estaban a medio acabar, y sus dueños no deseaban abandonarlas para que las destruyeran. La discusión se prolongó durante un buen rato.

—¡Por Dios! —dijo Kleist cuando ya no lo pudo soportar más—. Los redentores no han venido aquí para dejarnos las cosas claras. Desde luego, no a vosotros, porque no quedará uno de vosotros con vida para aprender la lección que ellos imparten. No van a quemar unas pocas casas para enseñaros a no ser tan avariciosos, sino que os borrarán de la faz de la tierra. Matarán a los viejos, a los jóvenes, a las chicas, a los niños. No dejarán nada con vida. Y lo harán todo delante de vuestros ojos, así que eso será lo último que veréis antes de que os aniquilen a vosotros mismos con sierras y azadas, con el hacha y la cuerda. Entonces os pasarán por el horno, y más tarde echarán las cenizas a los ríos y arroyos para que se vuelvan negros. El único recuerdo que quedará de vosotros serán vuestras cenizas. Todo lo que quedará será un sinónimo de ruina.

Se produjo, como tal vez hayáis adivinado, un silencio espantoso roto por Dick Tarleton, bien conocido por su oposición a tomarse en serio nada ni a nadie.

—Qué miedo —comentó.

—Quedaos aquí un par de días, imbécil, y veréis cómo se os congela la sonrisa.

—¿Estáis sugiriendo que luchemos?

—Os derrotarían.

—¿Entonces qué?

—Es mejor huir.

—¿Adónde?

—¿Cuál es la frontera más cercana?

—La de la Alta Silesia.

—Entonces vamos a la Alta Silesia.

—Cientos de personas ancianas y niños cruzando las montañas en invierno: eso es imposible.

—Pues será mejor que encontréis la manera de hacerlo posible, porque si os quedáis, dentro de una semana no quedará más que un tipo de cleptos: los muertos.

Naturalmente, lo que decía Kleist era impensable y estaba lleno de terribles posibilidades. Estuvieron discutiendo cuatro horas mientras Kleist ofrecía un relato tras otro de las crueldades de los redentores.

—Estáis exagerando para saliros con la vuestra.

Agotado, temeroso y frustrado, Kleist perdió los nervios y le arreó al escéptico tal puñetazo que lo derribó al suelo. Tuvieron que llevárselo a rastras, aunque no antes de que lograra lanzarle una patada a las costillas tan contundente que le rompió dos. Aquel arranque pareció que contribuía a convencer a los espantados espectadores de que Kleist era, aun cuando estuviera equivocado, completamente sincero. Cuando se calmó pudo ver que los ánimos habían cambiado.

Era el momento de fanfarronear un poco. El problema con los cleptos, sin embargo, era que no sólo toleraban la exageración concerniente a los antiguos logros de uno, sino que esa exageración era francamente admirada. Y crearse una reputación de lo que fuera sin habérsela ganado se veía como algo más meritorio que si se hubiera ganado realmente. Aquél no era lugar para la modestia ni la falta de seguridad en uno mismo.

—Vosotros me conocéis —empezó a decir Kleist—. Las nuevas casas, que tan deseosos estáis de proteger con vuestra vida, se están construyendo gracias a mí. Mi habilidad os ha hecho ricos, así de simple. No hay ni uno entre vosotros que me pueda vencer en buena lid. Y en mala lid tampoco. Si no quisiera mataros a ochocientos metros de distancia, podría hacerlo cara a cara. Y no quedaría gran cosa de ninguno de vosotros después de que os arrancara la nariz de un mordisco y os sacara un ojo con el pulgar. —Habría disfrutado aquellas fanfarrias si no hubiera estado en juego la vida de su mujer y de su hijo aún no nacido—. ¿Y dónde pensáis que adquirí estas habilidades? ¿Me las encontré debajo de una piedra? No: las aprendí de esos hombres que están a menos de un día de hacer con cada uno de vosotros una demostración de lo que puede lograr la crueldad. Tened presente que yo no era más que un aprendiz, un novicio en las artes de matar y en la crueldad, comparado con los redentores que se aproximan hacia aquí. Ésos no tienen más piedad que una rueda de molino. El hierro es paja para ellos, las flechas son pelusilla. Tenéis que llevaros ahora mismo a las mujeres y los niños, y el grueso de los hombres tiene que venir conmigo. Trataremos de mantenerlos lo más alejados posible de la caravana. Ésta es mi última palabra. Si no estáis de acuerdo, me iré y me llevaré conmigo a mi esposa y a mi hijo.

—Vuestra esposa, Kleist, está a punto de dar a luz.

—Sé muy bien lo que digo: ella tendrá más posibilidades de dar a luz en una cuneta del camino que quedándose aquí.

Eso no era suficiente para los cleptos allí reunidos, y tuvieron que preguntarle a Daisy para que confirmara lo que había dicho su esposo. Aunque era muy joven, a Daisy se la miraba con cierto respeto. Soltar bravatas era una cosa (y muy admirable, por cierto), pero llevarse a una esposa que estaba casi de nueve meses a recorrer el campo en invierno era algo atroz. Algo terriblemente convincente, en caso de ser cierto.

Daisy se levantó y, con su enorme barriga, caminó como un pato hacia la casa de reunión, con dolores en la espalda y en el trasero. No estaba de humor para ejercer sus dotes de persuasión, y les resumió la cosa yendo directa al grano:

—Creí que admirábamos a aquel que sabía cuándo y cómo tener miedo. Siempre hemos tenido cerebro, y nos creíamos mejores que nadie porque nos encantaba la utilidad de una cobardía sensata. Sé que mi marido os parece demasiado valiente, y aún más por eso deberíais confiar en él cuando veis que prefiere llevarme ahora, así como estoy, antes que enfrentarse a los redentores. Mostrad un poco de juicio: elegid la vida en vez de la muerte.

Y tras decir esto, salió y se volvió a su casa, para acostarse muerta de miedo.

Hubo otra hora de discusiones, y algunos, por supuesto, se negaron a correr el riesgo de huir por las montañas, que era un riesgo espantoso, tan sólo por lo que dijera un muchacho, por muy útil que ese muchacho hubiera resultado hasta el momento. Pero es justo decir de los cleptos que una vez que habían decidido huir, no lo hacían por mitades, y huir era algo que se les daba pero que muy bien. Ansioso como estaba por emprender la marcha, Kleist comprendió que nadie empezaría a salir hasta el día siguiente, cuando los redentores podrían muy bien hallarse a no más de doce horas de camino. Había que desplegarse, y rápido, si querían tener alguna oportunidad de que la comitiva atravesara las montañas y llegara hasta la frontera.

—Llevaré a Megan Macksey conmigo como comadrona —dijo Daisy, intentando transmitir la tranquilidad que ella misma no sentía.

—Pero ¿cómo se las apañará en semejante aprieto?

—Supongo que ya lo averiguaremos.

Kleist sonrió.

—De repente os habéis vuelto muy valiente.

—De eso nada. Nunca me he sentido más cobarde que ahora. Y quiero que vos también lo seáis.

—Confiad en mí.

—No confío en vos. Vos me amáis, y ese tipo de sentimiento vuelve a la gente estúpida.

—¿Queréis que os ame menos?

—Quiero que me améis lo justo para seguir con vida.

—Uno tiene que aceptar riesgos si quiere seguir con vida. El problema de los cleptos es que no les importa matar, pero no quieren morir en el proceso.

—Más motivo aún para no sacrificaros por ellos.

—Tengo la misma intención de morir por los cleptos que ellos tienen de morir por mí. Yo no hago esto por nadie más que por vos y esa criatura.

—Eso me parece muy bien. Que no se os olvide.

—No se me olvidará. Sois una muchacha rara, ¿verdad?

—¿Qué sabéis vos de muchachas?

Ninguno de los dos durmió mucho aquella noche, y cuando a la mañana siguiente llegaron al punto de salida, lo hicieron mudos y sobrecogidos.

Kleist se sentía como un niño abandonado por sus padres y como un padre abandonando a sus hijos, todo al mismo tiempo. En su vida había conocido muchas tristezas, pero ninguna tan honda y amarga como aquélla. Sin embargo, al llegar aquellas horribles emociones quedaron ahogadas por la ira. Estaba claro que los cleptos habían decidido que, dado que iban a perder lo que dejaran, no dejarían nada. Kleist no habría creído nunca que tan poca gente pudiera poseer tantas cosas, y ser capaz de cargarlas en la más larga sucesión de caballos, asnos y mulos del mundo. Tal como se sentía, aquello le pareció la gota que colmaba el vaso. Imbuido de una tremenda ira empezó a cortar cuerdas, cinturones, a derecha, a izquierda y al centro, gritando a las mujeres y amenazando a los hombres hasta que en menos de una hora una enorme cantidad de sartenes, cazuelas y espantosas chucherías robadas, sedas, cajas, alfombras y rollos de tela producto de cincuenta años de saqueo yacían en un montón. Cogió a los cinco hombres que iban a dar órdenes a los cientos de hombres elegidos para proteger la comitiva, y les juró que les arrancaría las tripas con sus propias manos si no vaciaban cada equipaje del mismo modo. Aquello retrasó aún más la partida, y no había tiempo ni de despedirse de Daisy. Le dio un beso, la ayudó a subirse con gran dificultad al pequeño pero fuerte caballo de montaña, y le retuvo la mano como si no pudiera soportar la idea de soltarla.

—Tened cuidado —le dijo al fin.

Pero a ella no le salían las palabras de la boca, mientras él se soltaba y después volvía a agarrarle la mano. Y de pronto Daisy recuperó la voz. Le salió desgarrada, en medio de un sollozo de espanto:

—Esa mano no la volveré a estrechar.

—Lo haréis. Sé cómo conservar la vida, creedme.

Y entonces Daisy se puso en marcha, volviendo la vista todo el tiempo hacia él, aunque le dolían el cuello y la espalda como si los tuviera entablillados. No apartó los ojos de él ni un instante hasta salir del pueblo y perderse de vista.

El padre de Daisy se acercó a él.

—Esperemos que tengáis razón.

Lo dijo casi en voz alta, pero lo que realmente esperaba era que no la tuviera.

El redentor Rhodri Galgan estaba a diez puestos del frente de las dos filas en las que más de quinientos redentores cruzaban el paso de Simmon’s Yat. Se trataba de una subida muy empinada, y llevaba consigo un lastre de casi la mitad de su peso. Para mantener la mente alejada de los esfuerzos que hacía, iba rezando a san Antonio:

«Amadísimo santo —susurraba para el cuello de la camisa—, ante quien el pez se elevó de las aguas a escuchar tu plegaria, ante quien el mulo se arrodilló al pasar a su lado con un relicario de la Verísima Horca, y quien devolvió la pierna al joven que se la había cortado en penitencia por haberle dado una patada a su madre, ten piedad de este pobre pecador: perdóname mi audacia, mi lujuria y mi codicia, mi orgullo y mi glotonería, mi ira y mi fultonería, mi envidia y mi pereza, perdóname por todo ello».

Al levantar un instante la vista de sus plegarias, vio un pequeño objeto negro en el cielo, a unos cincuenta metros de distancia de él. Acababa de sentir en la nuca el primer cosquilleo de temor cuando el objeto, más rápido que una piedra al caer, le impactó en el pecho. A su alrededor, caía otra docena de objetos semejantes, pero el horrible dolor y quemazón en los oídos lo distrajo en los últimos segundos que le quedaban de vida.

Los redentores apenas cayeron en la cuenta de lo que sucedía hasta que vieron a unos cincuenta cleptos que, capitaneados por Kleist, subían la pendiente con la intención de desaparecer antes de que los redentores se recobraran del susto y les dieran alcance. No se les volvería a pillar más veces por sorpresa. Kleist esperó un poco más que los cleptos para comprobar los daños infligidos.

«Tal vez una docena —pensó—, pero eso no es suficiente, ni por asomo».

El problema era que, si bien el paso resultaba muy propicio para tender una emboscada, también era lo bastante ancho para ofrecer un montón de recovecos entre las grandes peñas que habían caído por los empinados laterales en los que ponerse a cubierto.

Tal como esperaba Kleist, los redentores se liberaron de la mayor parte del peso de sus mochilas. Dejaron a unos cincuenta hombres custodiándolas, y siguieron avanzando, pero ahora en grupos de diez, que ascendían en breves trechos a la carrera, adelantándose unos a otros, poniéndose a cubierto cada vez, y siendo adelantados por el siguiente. El primer ataque los había ralentizado, pero no era suficiente.

—Hay que arriesgarse más —les dijo Kleist a los cleptos—, o de lo contrario alcanzarán la columna.

Si se había visto sorprendido por la respuesta de los cleptos, era porque no había comprendido del todo su manera de pensar. Por mucho que Kleist odiara las ideas de martirio y autosacrificio que le habían enseñado a admirar como la esencia misma de lo que tenía que ser un ser humano digno, esas ideas habían dejado una impronta, sin embargo, en su manera de comprender la guerra. Pero el hecho era que los cleptos no estaban dispuestos a morir por una idea de libertad ni de honor (una noción que encontraban tan ridícula como incomprensible, pues ¿de qué servían el honor y la libertad si uno estaba muerto?). Por otro lado, sí que estaban dispuestos a luchar con cautela por la vida de sus familias. La palabra para héroe en el antiguo idioma de los cleptos era sinónimo de la palabra que tenían para bufón. Pero no estaban sordos a la idea de una valentía ejercida a regañadientes, un tipo de valentía que sólo había que demostrar cuando era absolutamente necesario, un tipo de valentía conocido como «morro». Al fin y al cabo, son pocos los hombres que no trazan una línea en algún lugar con respecto a la importancia de su propia vida, y los cleptos, una vez convencidos de que Kleist no les estaba tomando el pelo (pues era un pueblo obsesionado con la idea de que alguien pudiera engañarlos), empezaron a pasar por el aro.

Kleist estaba impresionado por el cambio que veía en ellos, pero le resultaba difícil adivinar qué implicaciones prácticas tendría aquel cambio. Se hallaban de repente embargados de decisión, pero no siendo hombres de gran habilidad marcial, esa decisión resultaría de limitado valor contra los redentores, quienes precisamente no tenían más habilidad que la habilidad marcial.

Así pues, los cleptos tiraron piedras contra los redentores desde lo alto de los pasos, les hicieron perder tiempo con sus inferiores habilidades con el arco, y ocasionalmente se colocaban en una posición en la que se veían forzados a encararse con ellos y liarse a tortazos. Pero los cleptos perdían siempre, y de mala manera. Tanto era así, que Kleist se descubrió recomendándoles que no fueran tan imprudentes: algo que, desde luego, nadie le había dicho antes a ningún clepto.

Pero hasta la sociedad más obsesionada con el honor, la más proclive al martirio y a los altos principios, tiene su porción de traidores: los redentores tenían al legendario apóstata Harwood, los Materazzi tenían a Oliver Plunkett. Hasta los lacónicos, para quienes la obediencia era algo tan intrínseco como la columna vertebral, tenían a Burdett-Harris. Y los cleptos, en aquel momento en que se veían en el mayor peligro que hubieran conocido, tuvieron al burgrave Selo.

De todos los cleptos, el burgrave Selo era el que más tenía que perder, pues era el más rico con diferencia. Era un trapi y era un chero. Prestamista, tentador escurridizo y oportunista, subyugador, traidor y fullero. Era el tipo de embaucador capaz de ir un palmo por detrás de uno y presentársele por delante. En breves palabras, el burgrave Selo, con aquel antiguo título precediendo al nombre al que él, por supuesto, no tenía derecho alguno, pensaba que podía hacer lo que quisiera con quien quisiera. Y en su defensa hay que decir que siempre había hecho lo que quería con todo el mundo.

Siendo así, ¿por qué no iba a mirar a Kleist como un niño alarmista que no conocía el engaño sutil y no era capaz de llegar a un acuerdo que conviniera a todos, en especial al burgrave Selo? Era bastante razonable que no creyera en Kleist, aunque tenía muy buenos motivos para creer en sí mismo. Así pues, en la medida en que la autenticidad tenía cabida en él, creía de manera auténtica en que lo que era bueno para él terminaría siendo bueno, en cuanto se viera con distancia, para todos los cleptos. Le costó, todo hay que decirlo, muchas horas de dificultades con la conciencia, pero después de lo que para él fue una lucha terrible, hizo lo que pensaba que era lo mejor.

Asumiendo considerables riesgos, se acercó a los redentores en persona, aunque primero envió al hermano en quien más confiaba para que en la oscura noche les gritara que él deseaba parlamentar con ellos. El capitán de los redentores que estaba al cargo, un hombre que había sido entrenado por uno de los purgatores de Cale, sintió recelos, pero no quiso dejar escapar una oportunidad. Prometió al hermano de Selo que podría entrar sin que le pasara nada (se decía que las promesas rotas hechas a los adoradores de falsos dioses hacían sonreír de placer al Ahorcado Redentor, y no es que los cleptos tuvieran realmente un dios en ningún sentido que hubieran podido comprender los redentores).

Llegaron a un acuerdo sin valor, en el que el capitán garantizaba la vida de la familia de Selo, así como sus posesiones, posición y desempeño; las ejecuciones quedarían reducidas a una docena o así de líderes cleptos. En general, Selo consideraba que no hay mal que por bien no venga, y que había salido ganando, quitándose enemigos y rivales y preservando la vida de los cleptos pese a su propia estupidez, de tal manera que todos ellos, o la mayoría, vivieran para enfrentarse al día siguiente.

En cuanto comenzó el ataque de los cleptos, Selo había accedido a conducir personalmente (no hubiera confiado en nadie más), a la mitad de la fuerza redentora desde el paso principal del Simmon’s Yat por una ruta peligrosa pero rápida sobre las montañas para salir por el otro lado, donde podrían alcanzar a las mujeres y niños y obligarles a regresar de lo que Selo veía, con justificación, como un viaje peligroso e insensato.

Tan sólo un año antes, lo que sucedió entonces no podría haber ocurrido. El capitán redentor, un tal Santos Hall, no habría dividido nunca sus fuerzas si no lo hubiera aprendido de los purgatores de Cale. Antes de Cale, mantener juntos a los hombres era una norma jamás desafiada, una norma que respondía a lo que se consideraba normalmente prudente. Pero aunque a los redentores la flexibilidad les costaba mucho esfuerzo, la experiencia de Santos Hall en el Veld les había enseñado una buena cantidad de cosas concernientes a las fuerzas irregulares. Y los cleptos eran, aparentemente, mucho menos temibles que los folcolares, especialmente si había que juzgar por la pobreza de sus vigías y la disposición a la traición de sus jefes. Dado que la misión era fundamentalmente punitiva, permitir que la mayor parte de los objetivos escapara era inaceptable. Tal vez el burgrave Selo estuviera conduciendo a los redentores a una trampa o metiéndolos en un juego propio para llevarlos en la dirección equivocada, pero Santos Hall calculaba que Selo era enteramente íntegro en su doblez, y que alguna razón tendrían los cleptos que les atacaban para tratar de hacerles ir más despacio. Enviar lejos a sus mujeres incluso en circunstancias de tanto riesgo era ni más ni menos lo que debían hacer, teniendo en cuenta lo que les estaba reservado.

Así, mientras Santos Hall atravesaba el Simmon’s Yat y subía el muy empinado Desfiladero de Lydon, la mitad de sus hombres pasaban el monte Simon en dirección a la caravana de los cleptos, que lentamente iba saliendo de las montañas y entrando en la llanura por la que en cinco días llegarían a la frontera. Hall corría ya menos riesgos al avanzar por el Desfiladero de Lydon, y consentía que el avance se llevara a cabo lentamente, tanto para proteger a sus hombres como para hacerles creer a los cleptos que su táctica estaba funcionando.

Santos Hall estaba ahora al corriente de la presencia de Kleist entre los cleptos gracias a las informaciones del burgrave Selo, y aunque no conocía el nombre ni la relación que había tenido con Thomas Cale (del que ahora Santos Hall era un devoto seguidor), le parecía que su presencia explicaba la terrible precisión de algunas de las flechas que procedían de los cleptos. Si aquel Kleist había sido una vez acólito de los redentores, no tendría ninguna duda de lo que les esperaba cuando los cogieran, algo que Santos estaba seguro de poder hacer. En cuanto la otra mitad de su cohorte pasaran las montañas, alcanzarían a la comitiva, y después regresarían para atacar por la retaguardia a los cleptos que luchaban contra ellos en las montañas.

Viendo tan cautos a los redentores, los cleptos se pusieron eufóricos. Con cada hora que pasaba, la comitiva, aunque poco a poco, se alejaba una hora del desastre. Pensaban que habían infligido tantas bajas a aquellos superhombres redentores que habían conseguido ralentizarlos hasta un punto en que casi no se movían. Tal vez no fuera del todo imperdonable que algunos de ellos empezaran a cuestionarse si Kleist tendría razón en su estimación de la habilidad de sus enemigos, y en la evaluación tan elevada que había hecho de los peligros. Otros preferían aferrarse a la idea de que los redentores eran monstruos de excelencia militar, pues eso les dejaba a ellos mismos (¿quién no puede comprender ese impulso?), más impresionados con su propia valentía. Que era considerable: los cleptos morían en lo que para ellos eran grandes números. Al fin y al cabo eran pocos, y ninguno eludía la responsabilidad. Pero ahora, aunque infligían menos muertes, también sufrían menos bajas.

Dado que Kleist había temido lo peor, podéis quizá echarle la culpa por no preguntarse sobre la falta de agresividad de sus antiguos maestros. Pero lo cierto es que lo hacía. Sin embargo, la esperanza es un gran obstáculo para la claridad de juicio. Kleist no sabía nada sobre el burgrave Selo, y apenas había hablado con él alguna vez. No habiendo escasez de caminos, y siendo tan traicioneros para el que carecía de guía, nadie le había puesto al corriente de la existencia del camino del monte Simon. Además, Kleist lucía su precisión asesina, pues no sentía reparos a la hora de matar cuando se trataba de sacerdotes. Bastaba un leve movimiento para que Kleist diera en el blanco la mayor parte de las veces. Eso le proporcionaba a él un placer macabro, y encendía en los cleptos una alegre algarabía. El padre Santos Hall se vio obligado a sentarse detrás de varias peñas ideando cada vez castigos más espantosos para el pequeño cerdo que les causaba tantos daños a él y a sus hombres. Y, además, Kleist no había luchado nunca en ninguna batalla aparte de la del monte Silbury, que no le servía allí de comparación. Por tanto, se extrañaba de la relativa facilidad de su éxito, pero careciendo de base sólida para cuestionarla, no tenía más elección que aceptarla. Así, mientras los cleptos y los redentores luchaban en los desfiladeros y morían en pequeño número, doscientos cincuenta hombres avanzaban muy lentamente sobre la cumbre helada del monte Simon, abriéndose camino detrás de novecientas mujeres y niños que en aquellos momentos entraban en las Colinas Moras marchando a mejor ritmo del que nadie hubiera podido esperar.

Fue al final del segundo día de la lenta retirada de los cleptos desfiladero arriba cuando Kleist comprendió que era una grave equivocación matar a los redentores. Era mucho mejor herirlos en vez de matarlos. Pues, fuera cual fuera su postura sobre la importancia del sufrimiento ajeno, el sufrimiento propio era algo que se tomaban con mucha menos paciencia. Esto se aplicaba a todos los niveles: los redentores eran extremadamente susceptibles a cualquier tipo de crítica, y veían la más leve resistencia a su libertad de acción, sin importar lo brutal que fuera, como la evidencia de una persecución ultrajante. En el ardor de la batalla, eran capaces de sacrificar su propia vida y la de sus compañeros en gran número y sin pensárselo dos veces, pero después trataban a sus heridos de una manera que habría sido conmovedora si no fuera por la brutalidad que dispensaban a los heridos enemigos. Los redentores eran los mejores del mundo en el tratamiento de las heridas, y tenían siempre grandes ansias, que no se extendía a ningún otro campo del saber, por probar cualquier método nuevo de curación. Desde ese momento, siempre que era posible, Kleist disparaba al brazo, o a la pierna, o al estómago, sabiendo que en una lucha de emboscada lenta como aquélla, se verían imposibilitados de parar para tratar al herido. El resultado era un incremento satisfactorio de las lágrimas y del rechinar de dientes por parte de sus antiguos torturadores, y una lentitud aún mayor en su avance.

Pero ahora los otros redentores salían del monte Simon y bajaban rápidamente hacia las Colinas Moras. Cuando alcanzaron a la comitiva, les quedaban aún más de dos días para ponerse a salvo.

¿Qué puede decirse de lo que pasó a continuación? El gran Neechy sostiene que incluso los más valerosos tienen derecho a apartar la mirada.

Hacia el ocaso, unas cinco horas después de alcanzar a la comitiva, los redentores cabalgaban de regreso a las montañas para atacar por detrás a los cleptos, que ya estaban privados de esposas, hijos y padres. Dejaban detrás de ellos diez patíbulos y alrededor de cada uno de ellos un montón de cenizas.