En los Altos del Golán, los redentores celebraban la victoria con más tristeza aún de lo acostumbrado. Había sido un trabajo duro, áspero, demoledor, y estaban agotados. Pese al cansancio, Cale no podía dormir, y llamó a un par de guardias para que le llevaran a su presencia a un prisionero que había visto introducir en el campamento: el jovial explorador que había hallado en la llanura tres semanas antes, aunque parecieran mil años. Mandó dejarle las manos atadas por delante y los pies sujetos a la silla, y les dijo a los guardias que salieran y se alejaran de allí: no quería que nadie escuchara lo que iban a hablar.
—¿Y si me soltáis las manos? —dijo Fanshawe—. No resulta muy cómodo hablar con las manos atadas.
—Me da igual que estéis cómodo o no. Quiero llegar a un acuerdo con vos.
—¿Cómo decís?
—A un acuerdo…, un trato.
—¿Sobre…?
—Tenemos quinientos prisioneros. Sus perspectivas son poco halagüeñas. Pero quiero dejaros a doscientos cincuenta para que salgáis de aquí e intentéis escapar hasta vuestra tierra.
—Eso suena a trampa.
—Ya me supongo. Pero no lo es.
—¿Por qué debería confiar en vos?
—En lo que podéis confiar, Fanshawe, es en que mañana a mediodía aquí habrá dos tipos de prisioneros lacónicos: los muertos, y los que estén a punto de morir.
Dejó a Fanshawe un rato para que pensara en ello.
—Algunos dirían que es mejor morir afrontando la muerte que hacer la cabra en un juego.
—No se trata de ningún juego.
—¿Cómo lo puedo saber?
—¿Tengo pinta de estar jugando?
—Desde luego que no.
—Yo tengo mis motivos para lo que os propongo, de los que no tenéis por qué saber nada. ¿Cuánto tiempo os costará llegar a la frontera?
—Cuatro días si no hay contratiempos.
—No tendréis contratiempos porque yo os iré siguiendo… a unos kilómetros de distancia.
—¿Por qué?
—¿Otra vez…?
—Tenéis que admitir que suena bastante sospechoso.
—Admito que suena bastante sospechoso.
Fanshawe se recostó en el respaldo y lanzó un suspiro.
—No.
—¿Qué…? —Por primera vez en su conversación, Cale sintió que era él el atacado.
—Esos doscientos cincuenta hombres no querrán dejar aquí a la mitad de los suyos.
—Dejadme persuadiros. Si no os vais, seréis ejecutado mañana. No puedo hacer nada para impedirlo. Ya deberíais estar muerto.
—¿Yo? —contestó Fanshawe, sonriendo—. A mí me podéis convencer con sólo mencionar la palabra ejecución, pero los demás lacónicos no lo verán del mismo modo. No entra dentro de su manera de ser, y si intento persuadirlos de que se traicionen unos a otros, ni siquiera llegaré a mañana. ¿No tenéis nada de beber?
Cale le llenó de agua una taza y se la acercó a los labios.
—Otra más sería una maravilla.
Cale hizo lo que le pedía.
—¿Cómo sé que puedo confiar en que os vayáis, y que no intentaréis luchar en cuanto os veáis libres?
—No nos han pagado para hacer guerra de guerrillas —dijo Fanshawe—. Si podemos irnos honorablemente, lo que quiere decir sin dejar en la estacada a la otra mitad, estaremos obligados a volver a casa lo más rápido posible. Somos propiedad del estado, y una propiedad muy cara. —Se quedó callado durante un rato—. ¿Cuántos de los míos han muerto hoy?
Cale meditó la posibilidad de mentir.
—Trece mil, más o menos.
Eso le impresionó incluso a Fanshawe. Se quedó pálido y tardó un rato en volver a hablar.
—Seré claro y honesto con vos.
Cale se rió.
—No, lo seré yo.
—No podremos reemplazar a tantos hombres ni en veinte años. Necesitamos que vuelvan a casa esos quinientos, hasta el último de ellos. No habrá ataques de venganza.
—Me importa un bledo lo que hagáis una vez cruzada la frontera, siempre y cuando nos permitáis a mí y a doscientos de mis hombres ir con vos. Ése es el trato. Está bien, soltaré a todos los prisioneros. Vos aseguraos de que cruzamos la frontera sanos y salvos.
—Si tuviera la mano libre la estrecharía con la vuestra.
—Pero no la tenéis.
—De acuerdo entonces —mintió Fanshawe.
—De acuerdo —mintió Cale en respuesta. Discutieron los detalles, y en cosa de una hora Fanshawe se volvía con los demás lacónicos.
Cale le explicó el acuerdo a Henri el Impreciso y le dejó que les dijera que podían irse a los purgatores que vigilaban a los lacónicos. Éstos estaban atados de pies y manos en un pequeño cercado levantado para no más de cincuenta prisioneros, dado que los prisioneros raramente constituían un problema para los redentores. Los purgatores fueron reemplazados por un surtido de cocineros, dependientes y otras personas muy poco apropiadas. Otro tanto se hizo con los soldados que guardaban los caballos que necesitarían los lacónicos para huir: Cale anunció que tendría lugar una fiesta muy lejos del cercado, y les ofreció todo el jerez dulce del que disponía.
La huida en sí fue muy discreta, salvo para los pobres cocineros y friegaplatos, de cuyo destino no daremos más tristes noticias. Henri el Impreciso se encontró con Fanshawe cuando atravesaba la empalizada del cercado con los quinientos lacónicos que Fanshawe había desatado con el cuchillo que le había dado Cale. Tan en silencio como una bandada de cisnes que emprende el vuelo, se dirigieron hacia los desventurados guardianes de los caballos, y en diez minutos se llevaban del campamento redentor las monturas robadas y emprendían camino hacia los Altos del Golán, atravesando el enclave de su reciente y desastrosa derrota.
Gracias al deliberado error de no aclarar quiénes tenían que hacer la siguiente guardia en el cercado de los prisioneros y en los caballos, se hizo de día antes de que se descubriera la huida. Al ser informado, Cale fingió amenazar con todo tipo de muertes y torturas a los responsables, antes de ordenar los instantáneos preparativos para que los purgatores, encabezados por él mismo, salieran en su persecución, jurando borrar él personalmente aquella mancha en su reputación. Si había incómodas preguntas que hacer, no las hizo nadie. Y de ese modo, a las nueve en punto, Cale, Henri el Impreciso y unos doscientos purgatores salieron en persecución de los huidos, cargados con lo que en otras circunstancias podría haberse considerado una cantidad de provisiones sospechosamente excesiva para una salida de aquel tipo.
Gil o Bosco habrían preguntado también para qué se llevaba Cale consigo a Hooke, un hombre que no podía resultar de ninguna utilidad en tales circunstancias. Justo antes de que Cale se fuera, llegó un mensaje de Bosco felicitándolo por la victoria, poniéndole resumidamente al corriente de los acontecimientos que habían tenido lugar en Chartres, y ordenándole que volviera de inmediato, siempre y cuando lo permitieran las circunstancias de la victoria. Le pasó la carta a Henri el Impreciso.
—Es curioso. Me pregunto qué sucede.
—Espero que no tengamos nunca ocasión de averiguarlo.
—¿Vais a responder?
—Mejor será.
Dando orden al mensajero para que no saliera hasta el día siguiente, Cale escribió una rápida respuesta mintiendo por el procedimiento de emplear todas las verdades posibles, tal como tenía por costumbre: que un cierto número de lacónicos habían escapado, y que temía que pudieran reunirse con aquellos que habían huido de la batalla, lo que tal vez les colocaría en situación de emprender un contraataque; que teniendo esto en mente, había ordenado que cavaran trincheras para organizar una importante defensa; y que había decidido salir en persecución de los fugados para eliminarlos o al menos para asegurarse de que volvían a la frontera y no planeaban ataques sobre Chartres. Con un poco de suerte, pasarían varios días antes de que Bosco descubriera lo que realmente sucedía, y para entonces él, Hooke y Henri el Impreciso estarían ya bastante lejos.
Pero seguía habiendo dos problemas: el primero era el peligro de perseguir a un grupo de tropas que los doblaba en número, y que además tenían importantes razones para volverse y atacarlos si se percataban de ello; y el segundo, lo que les diría a los purgatores cuando comprendieran que, en vez de regresar como hijos pródigos al seno de los redentores, habían vuelto a convertirse en proscritos.
Cale le había pedido a Fanshawe que encendiera una pequeña fogata durante la segunda noche de la persecución para que pudiera comprobar su posición sin necesidad de acercarse demasiado durante el día, algo que le forzaría a contar embustes a los purgatores para explicar por qué no atacaban. Cale hizo adelantarse a Henri el Impreciso en busca de la fogata, y a su regreso le sorprendió descubrir que Fanshawe había cumplido con lo acordado.
—Creí que no lo haría.
—En parte ha cumplido y en parte no. La fogata no estaba en el campamento. Eran sólo dos lacónicos que la habían encendido por su cuenta.
—O sea, que podría encontrarse a muchos kilómetros de distancia.
—Podría, pero no es así. Yo llegué cuando cambiaban la guardia, y seguí a los vigilantes. Fanshawe y el resto de ellos están a unos seis o siete kilómetros de distancia.
—Asesinos bujarrones que mantienen su palabra. Qué tipos tan raros.
—¿Cuándo vais a hablar con los purgatores?
—Mañana. Si no nos matan, tendremos todo el día.
—Mejor vos que yo.
—Ahora que lo pienso, será mejor que guardéis las distancias. Observad cómo va la cosa. Si va mal, poned pies en polvorosa. De ese modo, tendréis una oportunidad.
—Eso es muy generoso por vuestra parte.
—Soy una persona muy generosa.
Ambos se rieron, pero Henri no dijo ni que sí ni que no.
A la mañana siguiente, después de que la mayoría de los purgatores hubieran tomado un desayuno a base de gachas mezcladas con frutos secos, perpetrado bajo las instrucciones de Cale como alternativa a los pies de muerto, que algunos purgatores seguían prefiriendo a aquello, los convocó a todos. Diez minutos antes, había observado cómo Henri el Impreciso salía del campamento a caballo, y había intercambiado con él una despedida. Justo cuando Cale se encaramó a lo alto de una peña para hablar desde ella a los purgatores, Henri el Impreciso regresó paseando al campamento, y desmontó. Cale lo recibió con otra inclinación de cabeza, y simplemente se quedó mirándolo durante unos momentos. Pero tenía ya otras cosas en la mente. Empezaba a lamentar no haberse fugado simplemente con Henri durante la noche. Por otro lado, las posibilidades que tenían ambos de poder pasar fronteras tan vigiladas no parecían más halagüeñas que quedarse. ¿Habría optado por la menos mala de entre dos malas posibilidades?
—¡Vosotros, mis señores redentores, me conocéis tan bien como os conozco yo a cada uno! En todas las ocasiones —mintió—, os he contado todo lo que era posible contaros llanamente.
Hubo un rumor general de conformidad. Pensaban que eso era cierto sin lugar a dudas.
—Pero hace dos días os mentí.
Otro murmullo.
«La cosa va bastante bien», pensó Henri el Impreciso desde la posición privilegiada en que estaba, tendido en la hierba detrás de él, fuera de la vista, y con el seguro de la ballesta quitado.
—¡Sin embargo, fue una mentira pensada para salvaros la vida! —Agitó en el aire una hoja de papel no muy diferente a la que había recibido de Bosco—. Esto es una carta de Bosco, más venenosa que un sapo. Bosco es un hombre al que confié más que mi vida, y por cuya palabra arriesgué vuestras vidas y perdí muchas de ellas, que nos eran tan queridas, vidas de hombres que habían sufrido a vuestro lado en la guerra y en la Casa del Propósito Especial. Esta carta intenta arrastrarnos a todos a una trama contra el Pontífice al que amamos, para matar a aquellos que están próximos a él y convertir la única Fe Verdadera en quién sabe qué ponzoñosas mentiras que se avergüenza de escribir alguien que no tiene apuro para relatar terribles traiciones.
La carta no era la auténtica que había recibido de Bosco, sino otra falsa que Cale había emborronado con ayuda de Henri el Impreciso. La verdad de la traición de Bosco podría haber resultado igual de corrosiva para su reputación entre los purgatores, pero la carta auténtica implicaba demasiado a Cale.
Los purgatores estaban ahora en silencio. Muchos se habían quedado pálidos. Cale detalló los nombres de los que acababan de morir en Chartres. Todos ellos habían muerto de verdad, la verdad sea dicha. Cale miraba a los purgatores a la cara mientras éstos, como un solo hombre, seguían sin mover una ceja, dudando si creer lo increíble.
—Os he traído aquí, tras una cabalgata de dos días, para que podáis elegir por vosotros mismos, y no tengáis que secundar forzosamente mi decisión. Cada uno de vosotros debe elegir: o volver, o seguir conmigo. Prometo ahora que a aquel que no tenga estómago para esta escapada, le dejaré marcharse. Firmaré de mi puño y letra su licencia y un salvoconducto. Ese hombre recibirá en su bolsillo diez dólares en esta espantosa división de nuestra fe. No deseo morir al lado de ese hombre que no desea morir con nosotros. Leed esta carta —dijo agitándola delante de ellos—: veremos si no convierte vuestra sangre en piedra y os hace tomar una decisión. Yo os salvé la vida una vez, y cada uno de vosotros me ha devuelto ese favor multiplicado por doce. El hombre que venga conmigo será mi hermano, pero el que se vaya seguirá siendo mi amigo para siempre. Me haré a un lado y os dejaré que la leáis, pero hacedlo rápido, pues nuestra huida ha sido descubierta, y los perros nos siguen. —Diciendo esto, se bajó de la peña de un salto y se acercó a Henri el Impreciso para sentarse con él.
—¿Qué haréis —preguntó Henri el Impreciso—, si alguno de ellos decide irse?
—¿Por qué no todos?
—¿Y abrirse camino a través de los rencorosos sacerdotes, de los perros, todo por una posibilidad de llamar a la puerta del matadero de Chartres?
—Ellos tienen la carta.
—Y es casi auténtica.
Observaron a los purgatores hablar y leer, hablar y leer.
—Buen discurso —dijo Henri el Impreciso.
—Gracias.
—No era vuestro.
—No: lo leí en un libro de la biblioteca de Bosco.
—¿Recordáis el nombre?
—Del que lo escribió, no… Recuerdo el libro —se detuvo—. Lo tengo en la punta de la lengua.
—Eso no es ser muy agradecido…
—Muerte al francés —dijo Cale con satisfacción—. Así se llamaba.
Al final resultó que Henri el Impreciso estaba equivocado. Sólo unos veinte purgatores, ante la hostilidad de los que se quedaban, decidieron volverse. Cale abortó una riña que podría haber tenido feas consecuencias, y mantuvo su promesa de dejarlos en libertad y entregarles cierta cantidad de dinero. La reputación de hombre íntegro que tenía entre los purgatores era importante para Cale. Además, si veían que en aquel asunto se comportaba de modo honorable, eso le aseguraría que todos los que fueran con él lo harían de buen grado. Y, por supuesto, viéndole dar pruebas de esa honorabilidad, otros tres purgatores más optaron por marcharse. Cinco minutos después, Cale, al que todavía le quedaban algo más de ciento sesenta hombres, tras asegurarse de que Henri el Impreciso dejaba caer ante uno de los cabecillas del grupo que se volvía la dirección que iban a tomar, se ponía en camino.
—Estoy sorprendido —dijo Hooke, saliendo a caballo entre Cale y Henri el Impreciso— de que hasta un purgator pueda ser engañado con un recurso tan evidente.
—Tened la boca cerrada —le dijo Henri el Impreciso.
—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Hooke.
—¿Qué pasa con vos? —replicó Henri.
—Podéis quedaros los diez dólares, pero quiero un salvoconducto y una declaración de libertad, igual que les habéis ofrecido a los otros.
—¿Vos? —preguntó Cale—. Vos sois propiedad mía desde los pelos de la coronilla a la mugre de las uñas de los pies. No os vais a ningún lado.
—Pero si soy tan inútil como decís, me pregunto si no sería buena idea verme desaparecer.
—De eso estoy seguro —dijo Cale con una suave sonrisa que resultaba amenazadora—. Pero podríais aprender a ver el mundo más como lo hago yo.
—¿Qué queréis decir?
—Quiero decir que la próxima vez que emplee uno de vuestros artilugios, os pondré dos pasos delante de mí cuando todo empiece.
Después de dos días más dirigiéndose en la dirección que él había pedido que dejara caer en los oídos de los purgatores que se habían vuelto, Cale comprendió que aquellos que le seguían estarían cada vez más extrañados de estar persiguiendo a los lacónicos, pero sin llegar nunca a alcanzarlos y presentarles batalla.
—Vamos a abandonar esta persecución. Con nuestra banda de hermanos recortada en más de veinte hombres, nos sobrepasan ya por dos a uno. La frontera antagonista se encuentra cerca, y al otro lado los refuerzos lacónicos podrían encontrarse en cualquier rincón, esperándonos. Será mejor que pongamos rumbo al Leeds Español.
—Son aliados de los antagonistas —intervino un purgator.
—Sólo cuando hace buen tiempo. Los suizos son neutrales por naturaleza, y aunque a veces ofrezcan ayuda a un lado, nunca la dan. Aun así, tendréis que quitaros la túnica antes de que crucemos. No será una hazaña fácil de ningún modo, pero resultará imposible si vais vestidos de esa manera.
—Es mucho lo que pedís, capitán, que reneguemos de nuestra fe.
—Tener el pico cerrado no es renegar de nada. No es más que sentido común.
—Creí que éramos hermanos, capitán.
—Y lo somos. Lo que pasa es que yo soy el hermano mayor. Si lo preferís, coged vuestro dinero y vuestro salvoconducto, y marchaos. Mi oferta sigue en vigor.
—Quiero quedarme, capitán.
—No.
—Quiero quedarme. Lo siento si hablo demasiado.
—Yo no quiero que os quedéis. Marchaos.
El resto de los purgatores, como pudo comprobar Cale, estaban sorprendidos ante la insolencia mostrada ante Cale y encantados con su arbitraria muestra de poder. No estaban habituados a la primera, y les resultó reconfortante la segunda.
Al comprender que el ánimo de todos sus compañeros se había vuelto contra él, el hombre se apresuró a partir.
—¿No debería seguirlo? —preguntó Henri.
—¿Seguirlo? —repuso Cale, haciendo como que no comprendía.
—Ya sabéis lo que quiero decir.
Cale negó con la cabeza.
—Os estáis volviendo muy sanguinario con los años.
—No es más que un redentor. ¿Recordáis la lealtad que un porquero les debe a sus cerdos?
Cale sonrió.
—Habéis estado hablando con Hooke. Además de inútil, ese hombre es una mala influencia. En cuanto al purgator, dejadlo en paz. Está demasiado lejos de Chartres para que pueda hacernos ningún daño aunque llegue hasta allí, cosa que dudo. Ahora quiero que elijáis a cinco hombres y dejéis que Fanshawe os vea bien. —Trazó algunas rayas en la tierra—. Después daos la vuelta: estaremos aquí esperándoos.