Pasaron otros cuatro días hasta que los lacónicos empezaron a moverse, tal como Cale esperaba, rodeando la parte de atrás del Golán y poniendo rumbo a Chartres para tomar la ciudad. Cualesquiera que fueran las pérdidas que hubieran recibido sus muy apreciados soldados en la victoria de las pampas, aquellas muertes tenían que medirse en la balanza con la necesidad que tenían de plata antagonista. Su única alternativa al dinero que ganaban ofreciendo sus servicios militares era la riqueza ofrecida por el gran número de esclavos helotos que vivían en Laconia y en los países esclavizados que la rodeaban por casi todos los lados. Los lacónicos podían aterrorizar a los helotos y matar a sus líderes, pero al hacerlo veían disminuir sus ingresos, pues al fin y al cabo, un esclavo muerto era un esclavo menos. Además, el terror implicaba que los helotos trataran repetidamente de rebelarse, pues los lacónicos los mataban en grandes cantidades tanto si lo intentaban como si no. Cada vez que sacrificaban de modo selectivo unos miles de helotos, la matanza les hacía sentirse más seguros de momento, pero más recelosos a largo plazo. Aunque la muerte no les daba miedo, a los lacónicos les aterrorizaba, sin embargo, la aniquilación. Esto fue lo que impulsó a los lacónicos a retomar la guerra con el objetivo de atacar Chartres.
La preocupación inmediata de Cale era que los lacónicos pudieran llegar a comprender lo que se proponían los redentores, que era atraparlos en el espacio comprendido entre el muro del Golán por un lado y (la verdad sea dicha) tan sólo una leve elevación por el otro. Aquella elevación apenas llegaba para dificultar el nivel de visión de un campo de batalla mucho más grande, pero pese a su aparente insignificancia, para los propósitos de Cale le vendría tan bien como un gran muro de piedra, pues serviría para formar un embudo al comprimirlos en un espacio mucho más estrecho que cualquier otro lugar por el que tuvieran que pasar antes o después. Si Cale conseguía que se metieran allí, ni siquiera los lacónicos serían capaces de reorganizarse en medio de la batalla.
Por desgracia para Cale, el recién elegido rey lacónico, Jeremy Stuart-Clarke, se había dado cuenta del problema, aunque sus posibilidades eran limitadas: podía desplazar el ejército a Chartres por el Golán y arriesgarse a los peligros que implicaba el cuello de botella; o bien podía dejar el ejército donde estaba, agotando las valiosas provisiones que acababa de recibir y permitiendo que sus hombres fueran cayendo en un estado de inactividad no sólo física sino también mental. Al margen de lo bien disciplinado que esté, un soldado jamás es un hombre paciente. Los soldados iban perdiendo el empuje, y habiéndose preparado para la batalla final después de una espera espantosamente larga, volver a dejarlos inactivos no sería la opción por la que se decantara el rey Stuart-Clarke a menos que tuviera muy buenos motivos. Y no los tenía. En cuanto a desplazar las tropas hacia el sur para atacar Chartres desde la llanura que tenía detrás, eso les haría perder al menos una semana y daría a los redentores más tiempo para prepararse. Y ya habían tenido bastante. Sabía que los antagonistas estaban a punto de presionarlos más atacando las trincheras que se extendían al oeste del Golán, una maniobra que ya no podían demorar y que sería completamente inútil si ellos no seguían adelante.
Sopesó los riesgos que entrañaba una opción contra los que entrañaba la otra. Y dado que ya había masacrado a un ejército redentor, pensó que lo más sensato sería continuar. Además, el campamento al completo estaba sufriendo una desagradable afección de estómago que, sin llegar a ser ni mucho menos tan grave como una disentería, había dejado a casi todos los hombres sufriendo una terrible diarrea y molestos dolores de estómago. Puestos todos los riesgos en la balanza, lo más sensato parecía emprender el camino más corto hacia Chartres.
Con una mezcla de alegría y miedo repentino, Cale observó a los lacónicos que, tras una pausa de casi tres horas, entraban en su campo de batalla, que era el único que les proporcionaba ventajas defensivas en varios kilómetros a la redonda. Pero entonces se dio cuenta de que en sus dos experiencias anteriores con batallas importantes, él había estado contemplando la batalla desde un lugar seguro, actuando como un displicente observador de todo lo que se estaba haciendo incorrectamente. En aquel momento, estando enfrente del más terrible de los ejércitos, notaba la diferencia que iba de saber algo a sentirlo. En aquel momento lo sentía. Se trataba de un terror distinto a aquel miedo que le había inmovilizado en el combate librado contra Solomon Solomon en la ópera Rosso. Esta vez eran sus rodillas las que parecían sufrir el terror. De hecho, le temblaban. En ópera Rosso lo que había notado era una terrible parálisis en el pecho.
Por detrás de la última fila de sus hombres, había mandado erigir una torre para poder ver la batalla en su totalidad, pero en aquel momento le preocupaba no poder subir la estrecha escalera de la ligera estructura. Se miró las rodillas como echándoles una bronca: «¡Parad de temblar, parad ya!».
Y allí llegaban los lacónicos formando sus perezosos cuadrados. Por un instante todo le pareció imposible: sus soldados eran endebles, sus ideas para la defensa y el ataque resultaban risibles; y todo eso delante de aquella enorme maquinaria de muerte y destrucción que avanzaba hacia él lentamente.
Entonces puso un pie en la escalera y después otro, muy despacio, una pausa, otro paso. Quería encontrarse en otro lugar, quería un salvador que apareciera de repente para llevárselo a otro lugar donde se encontrara a salvo. Dio otro paso, y otro más. Y entonces, como una cría de ave marina que alcanzara la orilla después de nadar un trecho demasiado largo en un mar agitado, alcanzó la plataforma de la torre, y ya en ella le ayudaron a erguirse los dos guardias que aguardaban allí, con sus escudos de gran tamaño, para protegerlo de saetas, flechas y lanzas. Observó a los lacónicos, y se tranquilizó pensando que todo iría bien con tal de que no fallara el Salitre Infame.
Que fue justamente lo que ocurrió.
Empezó a llover. Al Salitre infame, como explicó más tarde Hooke, no le gustaba el agua. O mejor dicho: le gustaba demasiado, pues absorbía la más leve porción de humedad del mismo modo que la arena del desierto absorbía el agua de la lluvia. Cuando las nubes llevaban dos minutos descargando, el Salitre Infame se había convertido ya en algo tan inflamable como un pantano. Conociendo su punto débil, el prudente Hooke se había cuidado mucho de hacer demostraciones con su invento cuando llovía, no por deseo de ocultar su vulnerabilidad sino simplemente porque en tales condiciones no funcionaba. Su única experiencia de la guerra la había tenido en el Veld, durante el periodo más seco del año. A posteriori, parecía evidente que tendría que haber mencionado aquella pega, pero sencillamente no se había acordado de hacerlo. No hasta que empezó a llover. El trabajo del investigador incluía de modo natural la rutina de crear las mejores circunstancias posibles para cada experimento.
Inconsciente de su húmedo infortunio, Cale observaba el avance lacónico desde su torre, protegido por los dos purgatores, y aguardaba sumamente nervioso el momento exacto de dar la señal de encender las mechas embebidas en aceite. Fue una espera angustiosa, pero por fin dio la señal y sonaron las trompetas, broncas como cuervos. Al escuchar la primera nota de esas trompetas, la fila delantera de los redentores retrocedió tras las estacas de tejo que estaban clavadas tras ellos en el suelo, y entonces los hombres que esperaban detrás, organizados por parejas, clavaron más estacas en los espacios vacíos, de tal manera que, aunque no se trataba de una valla propiamente dicha, a un hombre le resultaría imposible deslizarse por los huecos, sobre todo porque las estacas tenían en la punta afilados ganchos de carnicero, incrustados en las estacas a intervalos de veinticinco centímetros. Cale había hecho a cuatro hombres practicar por parejas doce horas al día durante las últimas dos semanas, y antes de que las mechas alcanzaran los barriles, ya habían clavado en el suelo otra fila de estacas escalonadas.
Mientras tanto, a media altura del Golán, los planes de batalla de Cale se estaban yendo abajo de modo aún más estrepitoso. Aunque la lluvia ya empezaba a amainar, la fuerza del breve chaparrón había sido tal que no sólo había convertido en una papilla el Salitre Infame, sino que había empapado las cuerdas de los morteros y reducido la fuerza con la que podían lanzar sus saetas excepcionalmente pesadas. Hooke los había hecho cubrir rápidamente, pero para alcanzar el ala derecha de los lacónicos, era necesario que los proyectiles llegaran lo más lejos posible. Como las cuerdas estaban ligeramente empapadas, el alcance se veía reducido en un cuarto, una distancia que los convertía en inútiles.
El desesperado Hooke utilizó una bandera para indicar que no estaba en condiciones de hacer fuego. Cale recibió el mensaje desde su destartalada torre. También pudo ver muchas otras banderas improvisadas que se agitaban en el Golán. No habían acordado una señal referente al Salitre Infame porque no había motivo para hacerlo. En aquel momento, los lacónicos se acercaban a los barriles al mismo tiempo que lo hacía la lumbre que ardía en el extremo de las mechas, perfectamente sincronizada con ellos. Cale dio otra señal, y las trompetas que estaban a su espalda volvieron a lanzar notas que destrozaban los tímpanos. Esta vez, toda la fila frontal de los redentores se agachó y se alejó de los barriles, haciéndose cada cual un ovillo. Los lacónicos seguían avanzando, echando a correr tal como lo habían hecho en los Ocho Mártires. Las mechas ardían según lo previsto, y los lacónicos llegaron tal como se esperaba. Pero no ocurrió nada. Muchos pisaron sobre el contenedor ligeramente cubierto de tierra, pero aunque notaban algo raro en el terreno que pisaban, no se encontraban en condiciones de pararse a mirar qué era. Entonces explotó una de las cajas, la última, que estaba en el lado derecho de los lacónicos. Había sido hecha para que estallara hacia delante, pero la madera es una materia imprevisible, y la fuerza de la explosión salió hacia atrás tanto como hacia delante, y mató a tantos redentores por un lado como a lacónicos por el otro.
Lo que sí logró aquella única explosión fue detener a los lacónicos que avanzaban. Ninguno de ellos había visto nunca tal cosa: la tierra misma había salido volando hacia el cielo, y el ruido producido, capaz de reventar los oídos, había sido peor que un trueno. Las filas se estremecieron, se detuvieron y retrocedieron tambaleándose como si se tratara de un solo y asustado individuo. La muerte provocada por la mano humana es una cosa, horribles son sus tajos cercanos y personales, y horrible su modo de apisonar huesos y sangre. Pero imaginaos lo que sería presenciar por primera vez la atrocidad de semejante destello de fuerza y humo. Durante un instante, tras el bramido de ejércitos que trataban de recuperarse, hubo un gran y repentino silencio, como si la mano de algún dios repugnante hubiera barrido el campo entre ambos enemigos. Si bien estaban habituados a espantosos tajos o golpes, ninguno de ellos había visto nunca a un hombre roto, pulverizado y desgarrado por la fuerza del aire en un abrir y cerrar de ojos.
Boquiabierto y estupefacto ante el fracaso de los barriles, el pánico se apoderó de Cale. Pero no fue el único en sucumbir al pánico: el rey Stuart-Clarke se había caído del caballo al recular aterrorizado ante la explosión, como lo había hecho la media docena de mensajeros que lo acompañaba. Los caballos, espantados, echaban a correr desbocados por todas partes. El ataque, la peor de las pesadillas, se había detenido completamente, y se había perdido todo aquel empuje que animaba a las tropas a lo largo de una fila de mil metros de longitud. Todos los comandantes se habían caído del caballo igual que el rey, o bien estaban tratando de controlar su montura. Cale, horrorizado por el fracaso de los barriles, necesitó un rato para recuperarse.
Andaba escaso de arqueros, pero de todos modos los había reservado para que dispararan contra los lacónicos tras la explosión de los veinte barriles, suponiendo que alguno podría fallar. En aquel momento, Cale había descendido de la torre y montaba en su caballo gritando a los cuatrocientos arqueros que tenía ante él que soltaran la primera sarta de flechas, y enviando un mensajero a los cuatrocientos que estaban escondidos en la elevación con la orden de que aguardaran a que los lacónicos intentaran rodear por su derecha. Entonces, cuando los lacónicos empezaron a recomponerse para reemprender el ataque, le hizo señas a Gil de que desplazara las reservas, tal como estaba planeado, para reforzar el flanco izquierdo, que ya era mucho más fuerte. Esas reservas, que estaban constituidas principalmente por los Cordelias negros supervivientes, avanzaron al trote hacia la izquierda. Cale se detuvo y comprendió que no sabía qué hacer en aquel momento de inactividad entre el cambio de planes y la vuelta a la lucha. Esperar a ver, esperar a ver. Pero el horror de la inacción, el pánico provocado por el sentimiento de que debería quedarse donde estaba o volver a la torre y aguardar, era simplemente demasiado intenso para ponerle freno. Echó a correr de un lado al otro de la retaguardia durante unos veinte segundos tal vez, que a los efectos eran como un año. Corrió como un niño desesperado antes de poder contenerse y parar. Entonces, tal como solía hacer durante sus terribles pánicos en las largas y amargas noches de su niñez, se mordió con fuerza la mano por debajo del pulgar, y sintió que el repentino dolor empezaba a tranquilizarlo. Se detuvo unos segundos respirando hondo, y después volvió el caballo de nuevo hacia la torre. En un instante recobró el autocontrol, observando cómo la batalla parecía controlarse al igual que se controlaba él. Los lacónicos reemprendían el ataque.
En esta ocasión no hubo carreras para atacar: los lacónicos se limitaron a acercarse esperando el cuerpo a cuerpo. Eso fue lo que sucedió con sus tropas más fuertes, que estaban a la izquierda de Cale, ahora muy reforzada. Pero Cale no contaba con los hombres suficientes para resistir el empuje del flanco más fuerte del ejército lacónico al mismo tiempo que mantenía seis u ocho filas en el medio y en el flanco derecho. De ahí las estacas de tejo y los ganchos. Esas defensas ralentizarían a los lacónicos y protegerían aquella parte que era con mucho la más débil. Cuando pasaran los lacónicos, los redentores tenían instrucciones de replegarse poco a poco mientras luchaban, sin oponer apenas resistencia. Entonces los cuatrocientos arqueros que se encontraban en la elevación les atacarían por detrás, y los lacónicos tendrían o que volverse para defender su espalda desguarnecida y aflojar la presión del ataque, o bien seguir atacando y ser eliminados por las flechas de los mejores arqueros del mundo, lanzadas a razón de diez ráfagas por minuto.
No había medidas parecidas en el flanco izquierdo. El ala derecha de los lacónicos consistía en veinte filas constituidas por los hombres más fuertes y expertos, pero los redentores que se les enfrentaban formaban casi cincuenta filas. Siempre y cuando los yelmos los protegieran de los aplastantes golpes de las espadas lacónicas, y el empuje de tantos hombres no condujera al derrumbe, esperaba invertir el empuje del flanco derecho de los lacónicos y hacerlos retroceder y rodear, y de ese modo hacer lo que habían hecho ellos con los Cordelias negros veinte días antes.
Si este plan habría funcionado por sí solo, fue algo discutido durante meses y años. Fue pegar y salir corriendo, dijo Cale al comentar la victoria después, a altas horas de la noche, con Henri el Impreciso.
—Vos resultasteis completamente inútil —le dijo en tono simpático—, allí metido con ese imbécil de Hooke. Pero sin los perros muertos del arroyo, no creo que lo hubiéramos conseguido.
La batalla había sido tan espantosa como era de esperar que fuera una contienda entre un lado que simplemente no tenía miedo a morir y otro que veía la muerte como una mera puerta a la vida eterna. Seis horas después de empezar tan violentamente, la batalla daba fin. El rey Stuart-Clarke había muerto junto con ocho mil de sus hombres, y los supervivientes emprendieron una retirada que duró cuatro semanas llenas de escaramuzas, una retirada que se hizo legendaria por el coraje y la resistencia de los que huían. Y no es que su supervivencia fuera importante para los lacónicos, una vez que todo estaba sentenciado.
Thomas Cale cambió su historia ese día para siempre, y todo gracias a tres cosas que él había creído que serían menos decisivas que sus grandes morteros y la enorme destrucción de las cajas de salitre: los yelmos reforzados de los Materazzi muertos, la táctica inteligente, y una buena dosis de diarrea provocada por los animales podridos que habían echado al arroyo que abastecía al campamento lacónico y que había minado (sólo un poco, pero sí lo suficiente) la tremenda fuerza que se requería para luchar durante todo un día con una pesada armadura recubriendo el cuerpo.
Y, en honor a la verdad, hay que reconocer que el loco valor y el sentido del sacrificio de los redentores tuvo también algo que ver. Durante toda la batalla Cale anduvo de un lado para otro acompañado por sus diez purgatores, que estaban ansiosos de morir por él. Tan pronto se hallaba en lo alto de la torre, como bajaba y se dirigía hacia una parte del frente que amenazaba con sucumbir, o les gritaba a los que no tenían visibilidad adónde era necesario que se fueran a toda prisa, o de dónde debían retirarse. Acudía a menudo al flanco derecho, y los purgatores se asustaban de su comportamiento y lo protegían como si hasta su vida eterna dependiera de ello, mientras él intentaba alcanzar el frente para contener a los lacónicos en el muro de estacas de tejo que eran como cuchillas, y una vez que lo habían atravesado, retirarse en orden de manera que ellos quedaran encerrados donde mejor blanco hacían para los arqueros que estaban situados en lo alto. A continuación se ocupaba de la gran avalancha del flanco izquierdo, donde se jugaba el destino de la batalla, y daba ánimos en aquel choque mortal, levantando a los que caían, gritando a los otros allí donde flaqueaban las filas para que se desplazaran hacia el otro lado y sumar su fuerza a la de los demás. Ya le había abandonado aquel pánico del principio, y se afanaba en la lucha hasta tal grado que no le quedaba tiempo de preocuparse. Se encontraba en su elemento: por una vez no estaba ni airado ni triste, sino jubiloso por encima de toda medida, y sólo de vez en cuando una vocecita le decía que debía mostrar algo de juicio. Durante toda la batalla fue como una mosca o una avispa en la ventana, zumbando de aquí para allá como si intentara encontrar un agujero en el cristal. En cuanto a lo de colocarse en primera línea, veía tres posibilidades: hacerlo siempre, a veces, o nunca. Siempre pretendía decantarse por la última posibilidad, pero aquel día no era posible. En ocasiones tuvo que meterse entre los lacónicos, cuando éstos abrían un boquete en las filas redentoras, para sellarlo, barriendo al enemigo como el loco más tranquilo del manicomio, cortando o bloqueando el paso como la máquina de matar que le habían enseñado a ser. Sus purgatores y los hombres que más odiaba en el mundo corrían a morir a su lado como si aquél fuera el único destino posible. Y entonces los purgatores formaban un anillo a su alrededor, y él se retiraba y volvía a montar en su caballo y se subía a la endeble torre en la que era como Dios en lo alto del cielo, observando el caos de su propia creación.
Y finalmente ocurrió lo que parecía imposible: el cristal se doblegó ante la avispa, y se rompió. El flanco derecho de los lacónicos se alabeó y retorció, no tanto roto como estallado. En una bestia como aquélla, fue la fuerza colectiva lo que falló, colapsándose como un animal agotado desde hacía ya tiempo, cayendo a la vez tanto por su propio peso como por el del enemigo: era una muerte colectiva, y no asunto de valor, ni siquiera de fuerza. Una vez producido el derrumbe, la batalla estaba acabada.
Pero no había acabado la matanza de los individuos: ahora la bestia se descomponía en partes. Cada hombre volvía a ser sólo un hombre: un hombre solo, débil y fácil de matar si no podía volver a convertirse en una bestia más pequeña capaz de salir corriendo.
Con la batalla ganada, la matanza de lacónicos fue tan espantosa como la que habían infligido ellos a los redentores tan sólo unos días antes. ¿Qué puede decirse? El terror, el horror, la puñalada asestada de arriba abajo, la sangre en la tierra… Cale no habría podido detener a sus hombres aunque hubiese querido. Dejó que los centenarios dieran el alto en cuanto pudieran. Cuando lo hicieron, no quedaban ya más que quinientos prisioneros y algún millar de huidos. Al propio Cale lo apremiaban dos tareas urgentes: una era informar de la victoria a Bosco, y la otra aterrorizar a Hooke hasta dejarle sin pelos en el culo por medio de una bronca tan fuerte que se hiciera tan legendaria como la propia batalla.
Lo que no sabía Cale era que su victoria no había hecho más que sustituir un peligro mortal por otro, y que sobre el nuevo peligro Cale no tendría ningún control.
La renuencia de Bosco a llevar a cabo una acción decisiva en Chartres no surgía de la indecisión, sino de los problemas que afrontaba, pues Bosco no sólo tenía que eliminar a sus enemigos, y sobre todo hacerlo con rapidez, sino también eliminar a una gran cantidad de sus amigos. Sabía perfectamente que muchos de sus aliados eran aliados en la aversión. Sabía muy bien que muchos de sus aliados no compartían apasionadamente el sueño de Bosco de un mundo completamente limpio, por la sencilla razón de que ni siquiera conocían ese sueño, y se hubieran quedado atónitos de haberlo conocido. Bosco había reunido una coalición que era en realidad un feo crisol de aversiones teológicas (muchas de ellas profundamente incompatibles entre sí), rencillas personales, rencillas religiosas, e insatisfacciones egoístas que traslucían la necesidad de cambios inmediatos al mismo tiempo que el terror a ser pillado en el lado equivocado. Los más peligrosos de todos eran aquellos que estaban tan comprometidos como Bosco en una visión de un mundo puro y nuevo, y que se consideraban a sí mismos tan vitales como él ante la lucha que debía preceder a ese mundo.
El principal entre estos peligrosos compañeros era el padre Paul Moseby, que llevaba tiempo siendo el tesorero del dinero que apoyaba a aquella coalición de visionarios. Distribuidor de favores e influencias, eran muchos los que le debían mucho, y Moseby esperaba que le pagaran. Un año antes, Moseby había ganado aún mayor poder en Chartres al desmantelar y arrestar con gran premura a una organización de conspiradores antagonistas que habían incendiado la Basílica de la Merced y la Compasión, en el corazón mismo de la ciudad vieja, la segunda en importancia y santidad, sólo por detrás de la enorme Catedral del Conocimiento. Moseby, que estaba cada vez más impaciente de una verdadera conspiración, había incendiado la basílica él mismo, o lo había mandado hacer, y había arrestado a cuatro hermanos previamente designados con precedentes de enfermedad mental respaldada por la incoherencia provocada por una cuidadosa administración de drogas soporíferas. Los cuatro hermanos habían sido rápidamente ejecutados, y como recompensa habían puesto a Moseby a cargo de administrar un «acta de permisión», así llamada porque le permitía meter en prisión a cualquiera por un periodo de hasta cuarenta días sin cargos. Muy raramente necesitaba tanto tiempo para encontrar algo que justificara cualquier arresto que hubiera llevado a cabo. Algunos eran liberados, no sólo porque parecía justo hacerlo, sino porque sus cartas habían quedado bien marcadas, y aprendida la lección respecto a qué les ocurriría en el futuro si no cooperaban.
Pero Moseby disfrutaba del aumento de su poder, que ahora empezaba a experimentar en su forma más pura. Arrestaba y amenazaba a redentores que Bosco no quería que fueran arrestados ni amenazados. Comenzaba a discutir con Bosco sus propias ideas respecto a la renovada fe redentora. Más aún: discutía no ya en privado, sino en reuniones en las que podía hacer alarde de su importancia en comparación con Bosco, y mostrar que no era ningún segundón de la nueva fe dispuesto a oficiar de siervo obediente. Y lo que era aún peor: había llegado a oídos de Bosco que cuestionaba los orígenes divinos de Cale. Tan sólo se había tratado de un chiste, referente a que, aunque él fuera la ira de Dios hecha carne, no lo parecía. Un desdén tan insignificante como aquél hizo un gran efecto en Bosco, pues los desdenes suelen producir en la vida tanto o más daño que los argumentos concienzudamente razonados. A partir de ese momento, podía decirse que se había decidido el destino de Moseby y el de sus familiares. Sin embargo, distaba mucho de ser caso cerrado. Bosco estaba a punto de enfrentarse a dos poderosas facciones al mismo tiempo, a ninguna de las cuales estaría seguro de poder destruir rápidamente por separado, ya no digamos a las dos a la vez. Pero tenía una gran ventaja: que lo que estaba a punto de intentar hacer era algo completamente inesperado y espantosamente original.
Hay pocas batallas que resulten realmente decisivas. Incluso la entablada en las Cumbres del Golán, que parecía ser el perfecto ejemplo de lo que se entendía por batalla decisiva, no cobró su importancia a largo plazo sino en los eventos que tuvieron lugar en Chartres inmediatamente después de la victoria. Al principio Bosco convocó un Congreso de las Sodalidades de la Adoración Perpetua con la intención, según decía, de rezar por que los lacónicos entregaran a los redentores capturados. Aunque si Cale resultaba derrotado, ya podrían deshacerse en rezos, que no les serviría de nada. Si vencía, lo que ocurriría sería lo opuesto a las plegarias.
En cuanto Bosco oyó la noticia de la derrota de los lacónicos, comprendió que le había llegado el momento de librar su propia batalla. Los miembros del congreso, que incluían a la mayoría de los que apoyaban a Bosco, fueran de fiar o no, habían sido encerrados en la casa de reuniones por su centinela religioso, el padre Francis Haldera. Antiguo miembro de las Sodalidades, había resultado de considerable utilidad durante los años en que Bosco trataba de establecer apoyos en Chartres desde su lejana sede del Santuario. Era un amañador y facilitador de las cosas infinitamente dócil, suave como la mantequilla con aquellos que necesitaban halagos y despiadado con aquéllos con los que el chantaje era la manera más sencilla de lograr algo. Se acercaba el momento, fuera como fuera, en que esas cualidades ya no serían necesarias, y su radical ausencia de creencias y de valor iba a constituir una pieza central en el delicado equilibrio de los planes de Bosco. Haldera había sido apartado y aislado en una estancia privada antes del comienzo de las plegarias, y tranquilizado mediante mentiras. En cuanto se recibieron las noticias de la victoria de Cale, él tuvo que hacer frente a las pruebas de que había amedrentado a cuatro acólitos y robado a otro, lo cual era cierto, además de conspirado con la herejía antagonista junto con muchos otros, lo que no lo era. Estaba claro para él que sería asado vivo lentamente por los crímenes cometidos, ya fueran reales o falsos, pero se le aseguró que si confesaba y cooperaba tan sólo sufriría exilio. No era nada sorprendente, por tanto, que accediera a denunciarse tanto a sí mismo como a todo aquel que le dijeran. Se le dio un documento para que lo leyera en alto, y veinte minutos para ensayarlo, mientras las Sodalidades, que no recelaban nada, rezaban por una victoria que ya había tenido lugar.
Al mismo tiempo que Bosco se vengaba de sus amigos, un grupo que podía ser fácilmente reunido en un lugar, tenía también que empezar a eliminar a sus enemigos, dispersos como estaban por toda la ciudad, y hacerlo todo más o menos al mismo tiempo. Era vital conseguir que la noticia de la victoria de Cale se demorara en llegar a la ciudad lo más posible. Las noticias de una gran victoria conducirían al caos de las celebraciones, y toda posibilidad de eliminar a sus enemigos dependía de que éstos estuvieran donde tenían que estar.
Cuando el aterrado y perplejo Haldera ascendió en el congreso a uno de los dos grandes atriles que se elevaban sobre unos peldaños de piedra, observado por el atento Bosco, que ya lo esperaba en el otro, a treinta metros de distancia, los primeros magnicidios estaban a punto de tener lugar en el Beguinaje. El padre Low y dos de sus cofrades, que simplemente tuvieron la mala suerte de hallarse en su compañía, fueron asaltados mientras rezaban por la victoria por cuatro sicarios de Gil. Les asestaron seis o siete puñaladas a cada uno. A otros no resultaba tan fácil acercarse. El Gonfaloniero de Hasselt recibió una saeta lanzada desde una ventana próxima cuando salía a la calle después de guardar treinta minutos de silencio, una saeta lanzada con tal fuerza que dicen que le atravesó el cuerpo e hirió a un monje que estaba de guardia tras él. Este relato increíble era, en realidad, cierto, pues el arma de preferencia de los sicarios de Gil era la ballesta Ensartadora Maligna, llamada así porque casi siempre resultaba fatal para sus víctimas. Tenía la desventaja, como sugiere su nombre, de que un aparato tensado con tantísima fuerza a veces saltaba por los aires simplemente al accionar el gatillo, tal como si estuviera lleno de Salitre Infame. Así fue como sobrevivió el padre Breda, jefe de la guardia papal, los begardos. Más habituado al asesinato político que la mayoría de las otras víctimas, Breda comprendió el significado del espantoso estrépito con el que volaba por los aires la ballesta al ser disparada por el que pretendía asesinarlo, y al instante huyó corriendo por la salida más cercana. Allí, su suerte y buen juicio lo abandonaron. La salida más cercana se llamaba Impasse Jean Roux, y su ignorancia del dialecto local le costó la vida. En cuanto comprendió que se trataba de un callejón sin salida, se apresuró a volver hacia la vía principal, pero encontró el paso cortado por su asesino, que sangraba copiosamente por una profunda herida que tenía en la frente, causada por la ballesta al desintegrarse. El asesino se sentía tan mortificado por su fracaso que estaba dispuesto a sacrificar la vida con tal de terminar la tarea. El sacrificio se consumó cuando los guardias de Breda, que habían reaccionado muy lentamente, llegaron por fin para intentar rescatarlo, pero no antes de que el asesino le hubiera cortado de un tajo la mano y después atravesado el pulmón.
Otros asesinatos mediante ballesta tuvieron más éxito: Pirenne murió en la Rue de Cháteaudun, junto con Hardy y Nash; el padre Pete en el Auditorio; el redentor Cariñoso Oliver, así llamado a causa de su inusual ternura, en su hogar de la Rue de Reverdy, a causa de un disparo especialmente certero: lo hicieron desde bastante atrás de una ventana, a cincuenta metros de distancia, y la saeta penetró en la casa del sacerdote a través de otra ventana para ir a clavarse en su pecho cuando él pasaba por delante por primera vez en todo aquel día. Sin embargo, son contados los asesinos de gran categoría, igual que lo son los buenos tallistas de madera o los fontaneros. Tan grande era la demanda, que Gil se había visto obligado a confiar primero en los que eran muy buenos, después en los que eran simplemente competentes, y por último en los imprevisibles. Ordenó que estos últimos hicieran el trabajo más de cerca, y con armas que requirieran menor pericia. Hubo un número satisfactorio de éxitos con el cuchillo, con la espada corta y con pica pequeña, pero también inevitables fracasos, si bien menos de los que él esperaba. Dos veces resultó apuñalado el redentor equivocado, o los guardias se mostraron más alerta de lo esperado, o el asesino más incompetente. Pero para sus dos objetivos principales, Gant y Parsi, Gil había, por supuesto, reservado a sus mejores hombres, que eran Jonathon Brigade y él mismo. Cuál de ellos hizo mejor trabajo depende de la preferencia de cada cual por la inventiva y rapidez de ingenio, o por la enorme habilidad en el manejo de armas y la pericia en no dejar nada al azar.
El problema al asesinar a Gant y Parsi no era que recelaran y se protegieran de la calle (pues al fin y al cabo, el plan asesino de Bosco era impensable), sino que su grandeza e importancia los aislaban completamente de cualquier contacto casual. Iban del Palacio Santo a la basílica para consagrar y después de vuelta al Palacio, y solamente en carruajes de los que entraban y salían ante la mirada de la gente ordinaria y los redentores comunes como un modo consciente de elevar su estatus. Pero el hecho de que resultaran inaccesibles a causa de la vanidad y no del temor, daba igual cuando uno trataba de matarlos.
Brigade había ejecutado su plan, pero como un gran artista que ha creado una obra buena pero no genial, él sabía que no era gran cosa. Brigade adoraba la simplicidad, la parquedad, el movimiento mínimo, más que nada porque de ese modo había menos cosas que pudieran ir mal, pero también porque eso encajaba con su gusto por la sencillez. Un simpatizante de Bosco en el palacio de Gant, el Sagrado Peculiar, aseguraba que él había encontrado el pasillo que recorría Gant para ir a orar en su capilla al mediodía, durante la sexta hora canónica. La entrada en el pasillo tenía una puerta de tan sólo metro y medio de alto, que había sido una irritante ocurrencia de cierto predecesor más bajo, diseñada a propósito para obligar a todos los que entraban a inclinarse mansamente antes de acceder a la capilla. En cuanto Gant estuviera dentro, Brigade pensaba cerrar la puerta, atrancarla, matar a Gant, y huir. Parecía sencillo pero no lo era. Gant no siempre acudía allí a la sexta, pues siendo proclive a tener dolores de cabeza a primera hora de la tarde, a veces, aunque no de modo frecuente, se retiraba a la penumbra de sus aposentos para recuperarse. No era difícil suponer que en un día de gran tensión como aquél, sería probable que sucumbiera a las migrañas. Además estaba la dificultad de huir, pues la capilla se encontraba justo en medio del gigantesco complejo que constituía el Sagrado Peculiar. El último punto débil era que Brigade tendría que confiar en la sangre fría y el sentido de la responsabilidad de un traidor para que le franqueara la entrada y la salida. Tanto le preocupaba todo esto que se había decidido por la estrategia no menos peligrosa de recorrer el Palacio buscando otra oportunidad. Cambiar de planes en el último momento era algo que nunca había aceptado, pero no se podía quitar de encima aquel desasosiego. Su plan original era factible, pero se olía el desastre. Cuando llevaba diez años como santo sicario, Brigade había aprendido a no hacer caso del instinto. Pero ahora, después de veinticinco, empezaba a tenerlo de nuevo en consideración. Tal vez, pensaba, simplemente se estuviera haciendo viejo.
Mientras tanto, en la reunión del Congreso de las Sodalidades, los reunidos se sentían, si no incómodos, al menos ciertamente desconcertados ante el tamaño de la asamblea. Bosco había trabajado duramente a lo largo de los años para formar aquel grupo, pero también para mantener en secreto su tamaño, así como a muchos de sus integrantes. Había muchos presentes que no podían ser ni mucho menos aliados naturales, o que creían que formaban parte de una conspiración completamente diferente, o de ninguna en absoluto. Había que reconciliar todas aquellas diferencias, pero no mediante el acuerdo. Habría que tratar, y tratar aquella misma tarde, con reformistas moderados que se habrían espantado ante el gran proyecto de Bosco, y con desagradables zelotes que albergaban otras ambiciones de salvación.
De pie ante uno de los grandes atriles del congreso, Haldera miraba a Bosco como un niño que hubiera enfadado terriblemente a su madre. Aunque no temblaba, parecía que lo estuviera haciendo, de tan pálido y espantado como estaba su rostro. Y como una madre terrible e inclemente que ya no amara ni protegiera al niño que tenía ante ella, Bosco hizo seña a Haldera de que empezara. Una horrible inquietud se extendió de inmediato por toda la asamblea del mismo modo que se extiende la risa entre una audiencia que se ha reunido para entretenerse con un prestidigitador y su gracioso perro. Haldera confesó sus terribles pecados a favor de la herejía antagonista, con palabras que parecían surgir tan descoloridas como estaba su rostro, y que él había, para desgarradora vergüenza suya, conspirado con otros. («No mencionéis números —le había ordenado Bosco—. Quiero que todos se alarmen, quiero que sientan por encima de su cabeza el aire batido por las alas del Ángel de la Muerte. O no»).
Haldera fue pasando a trompicones por la lista de nombres de aquellos que ya tenían contadas las horas que les quedaban de vida; y uno a uno, profundamente tristes, traicionados y hasta llorosos, le dirigían a Bosco miradas de temor: Vert, Stone, Debau, Harwood, Dones, Porter, Masson, Finistaire. Cada vez que nombraba a alguien, se le helaba la sangre en el rostro. La mayoría se levantaban sin protestar, y salían de su asiento como si la obediente mansedumbre pudiera aplacar la terrible sentencia. Los afortunados observadores que tenían a su lado se encogían en el asiento para evitar su contacto cuando pasaban por delante, como si su destino fuera contagioso. En los pasillos, la severa policía religiosa se los llevaba hacia atrás para sacarlos de la sala. Antes de que saliera cada uno, se pronunciaba el siguiente nombre. Y así siguió la cosa, la horrorizada docilidad, la ocasional confusión:
—No, él no. Conocemos bien a Frederick Taverner y sabemos que no es un traidor.
—Mis excusas, padres redentores. Tengan la amabilidad de seguir sentados.
El condenado y al instante indultado Taverner recibió un susto del que nunca llegaría a recobrarse completamente. El resto de la audiencia se quedó aterrado por el error, y por lo que podía suponer para cada uno de ellos.
En una gran sala, a unos cincuenta metros de distancia, los señalados eran retenidos, después conducidos hasta una estancia más pequeña y desnudados de cintura para arriba. Brzica había llegado desde el Santuario para supervisar el gran número de ejecuciones que había que llevar a cabo. Pero eran demasiadas para que un solo hombre las acometiera todas, y le habían asignado numerosos ayudantes. Susceptible como siempre ante cualquier desaire concerniente a la excelencia de su arte, se quejó de que los ayudantes no habían adquirido la necesaria destreza.
—¡Son un descrédito para mi oficio! —le dijo a Gil con ésa egolatría de las personas que se consideran prodigiosas.
Menos vanidoso de su talento, Jonathon Brigade se emocionó con la brillantez de su nuevo plan como cualquier autor que, entristecido al descubrir un defecto en su obra, de pronto encuentra una revelación, o la clave que hace que todo encaje y lo saque del confuso laberinto de lo que no era satisfactorio. Hijo de un maestro albañil, Brigade no podía dejar de notar con desaprobación los andamios de tres pisos de altura llenos de ladrillos, a cuyos albañiles les habían dicho que hicieran un alto para ir a rezar por la victoria. Habiendo pasado horas subiendo ladrillos a los andamios, los peones habían tenido que afrontar un dilema: pasar otra hora o más bajándolos para colocarlos en el suelo y no hacer caso de la convocatoria a la plegaria, o asumir el riesgo menor dejándolos donde estaban. Y tenían razón al pensar que los ladrillos estaban firmes, que el andamio aguantaría. ¿Por qué iban a tomar en consideración la posibilidad de que el malvado Jonathon Brigade pasara por allí? ¿Cómo iban a suponer que aparecería alguien tan malvado, que sabría cómo debilitar las sujeciones que aguantaban el andamio y dónde exactamente atar una cuerda para que cuando pasaran Gant y cinco de sus santos hermanos, todos dispuestos a entrar en orden en la capilla, un fuerte tirón provocara la caída de más de una tonelada de ladrillos sobre ellos? Era sencillo, y no estaba lejos de la tapia exterior, donde los anexos a la cocina facilitarían la huida. La idea era perfecta, salvo por el regreso de los obreros, cuyo perfeccionista capataz les había mandado volver y quitar los bloques de piedra del andamio y volver a ponerlos en el suelo. Brigade, un hombre cuyo temperamento era tal que siempre intentaba hacer cualquier cosa lo mejor posible, eligió tomarse aquello como una señal que le enviaba el cielo de que debía encontrar otro procedimiento, y fue a buscarlo tal como pensaba que se le indicaba.
Por otro lado, Gil había planeado el asesinato de Parsi teniendo en cuenta las distintas posibilidades del azar. Era cada vez más propio de la naturaleza de Parsi no dejarse ver en absoluto. Lo que al principio era una simple incomodidad producida por los espacios abiertos, en los últimos años iba camino de convertirse en un auténtico terror. Hasta a sus audiencias en el Palacio del Pontífice acudía por un túnel subterráneo. Salía a la luz durante veinte minutos cada día, caminando por sus claustros cubiertos, abiertos al cielo por un lado nada más, para leer los versículos de la Didaché de su breviario («Aparta de mí el deseo, Señor, castiga mi alma», y todas esas cosas). La información que había sobre sus idas y venidas era casi nula, pero una referencia casual a uno de los rituales cotidianos de Parsi que había sido observado en parte desde lo alto de la torre de Carfax le había brindado a Gil su única posibilidad. Los horarios eran siempre iguales, el paso con el que andaba era exactamente idéntico de un día para otro. Sólo una parte del jardín santo estaba cerrada; desgraciadamente para Gil, la única parte que se podía ver desde el escondido nido de águila en la torre Carfax miraba al lado que estaba cubierto por un largo tejado y dejaba a Parsi en la sombra, y por tanto invisible desde la torre, excepto la parte inferior de sus extremidades, cubiertas por la túnica. En otras palabras: resultaba imposible hacer un disparo mortal desde la torre. Pero Parsi caminaba a una velocidad casi constante, con un paso y un balanceo rítmicos y monótonos, y Gil sabía que fuera de su vista, pero al otro extremo del jardín, salía a cielo abierto durante tal vez veinte segundos. Su intención no era disparar él mismo desde el nido del águila, sino medir el paso y calcular cuándo Parsi iba al descubierto aunque estuviera fuera de su vista, para hacer una señal a un grupo de cuarenta arqueros situados en un patio, a casi trescientos metros de distancia. Los cuarenta arqueros dispararían sus flechas por encima de la tapia de su propio patio, y las flechas cruzarían volando dos calles para ir a caer al final de los claustros, donde Parsi estaría al raso, pidiéndole a Dios que le castigara por sus pecados, favor que Gil estaba dispuesto a hacerle incluso tomándose grandísimas molestias.
Resultó que hubo un testigo de lo ocurrido, al que Gil salvó de la ejecución tan sólo porque tenía curiosidad por conocer los detalles precisos de lo que le había ocurrido a Parsi.
Gil había ahogado un grito cuando los arqueros soltaron sus flechas, cuya curva hermosa y terrible trazó un recorrido hacia el suelo al encuentro del prelado, al que no se podía ver pero sí oír farfullando oraciones. El gracioso silbido de las flechas al cortar el aire en dirección a su blanco dio fin con una combinación de impactos de variado sonido, unos al golpear las flechas contra el muro, otros contra la tierra, y otros contra el sacerdote. Gil, tal como resultó, había hecho bien las cuentas, pero sólo por los pelos: Parsi recibió tres flechas de las del borde de la nube lanzada por los arqueros: una le dio en el pie, otra en la ingle, y una tercera en el vientre. El grito de horror y el chillido de agonía llegaron hasta la torre en que se encontraba Gil justo cuando se disponía a abandonarla. Pero tal dolor podía haber sido producido por una herida insignificante. No se dio por satisfecho hasta que más de cuatro horas después salvó y oyó al testigo, un novicio que estaba sentado en el claustro mientras su maestro decía sus oraciones.
A trescientos cincuenta metros de distancia, el irritado Moseby, que estaba poco acostumbrado a que lo retuvieran a oscuras, y pretendía recordarle de malas maneras a Bosco con quién estaba tratando, aguardaba en la habitación más parecida a una mazmorra con que contaba Bosco. Era una habitación pequeña, con una ventana en lo alto, para que nadie pudiera mirar por ella, y se hallaba lo más lejos posible de los arrestos y las matanzas. Moseby pidió de beber a un criado cortésmente (le parecía que era un indicio de ineptitud mostrarse rudo con los criados). Brzica entró con una jarra para satisfacer su deseo, y se fue detrás de él, jugueteando con la jarra y una taza y sirviendo el agua que le pedían. Entonces entró alguien que se parecía a Bosco, y Moseby levantó la mirada.
—Tengo que… —empezó a decir, pero la eternidad se llevó el secreto de lo que tenía que hacer, porque Brzica lo agarró del pelo y le rebanó la garganta.
Mientras tanto, Jonathon Brigade empezaba a pensar que debía dejar de buscar el lugar ideal para cometer su asesinato, pero por otro lado seguía convencido de que si miraba un poco más, lo encontraría inmediatamente. Durante todo el tiempo, una voz, que con seguridad no se trataba de la voz de su conciencia, le decía que volviera a su primer plan, pese a lo insatisfactorio y arriesgado que pudiera parecer.
«Es mejor poco que nada. Esto va a terminar contigo, para ya».
Pero no podía parar, porque todo el tiempo tenía la sensación de que encontraría la respuesta a la vuelta de la esquina. Y entonces abrió una puerta delante de él, y se encontró cara a cara con el padre Gant y con media docena de sacerdotes que estaban detrás. Se miraron unos a otros mientras Gant trataba de recordar quién era, y no lo conseguía. A Brigade la mente se le quedó en blanco por un instante, pero cada célula de su cuerpo era la de un asesino instintivo. Avanzó un poco con suavidad, de manera que Gant se vio obligado a quedarse en la puerta, bloqueando a los sacerdotes que estaban detrás. Entonces tuvo una idea: la verdad dicha con mala intención supera a todas las mentiras que uno pueda inventar.
—Señor Redentor —dijo Brigade—, han enviado un asesino para mataros. Venid conmigo. —Lo cogió con suavidad por el brazo y dirigió una sonrisa a los sacerdotes—. Por favor, esperad aquí hasta que el padre Gant envíe a buscaros. Proteged esta puerta con vuestra vida si fuera necesario. —Entonces cerró la puerta y agarrando a Gant del brazo lo hizo bajar rápidamente la escalera tirando de él, y ganando velocidad al acercarse al espacioso rellano en el que agarró a Gant por los hombros y, empujando al redentor, que protestaba, para que fuera a una velocidad aún mayor, lo lanzó por un gran ventanal. El cristal se quebró en mil añicos mientras el gran prelado caía, gritando, al encuentro de la muerte sobre los adoquines, que se hallaban quince metros más abajo. Brigade echó una breve mirada, y enseguida se puso en camino para buscar por dónde huir. Bajó la escalera a toda prisa, gritando: «¡Fuego, fuego!».
Ésta fue la famosa «primera defenestración del Sagrado Peculiar». La segunda es ya otra historia.
¡Menudo día! Trascendental, horrendo, trágico, cruel… No hay palabra ni lista de ellas que pueda hacer justicia a todos sus horrores y al brutal drama de vidas segadas e imperios conquistados. Tal vez fueran menos de mil quinientos los redentores que precisaban ejecución, pero había que llevar esas ejecuciones a cabo con gran rapidez, y eso era algo complicado incluso para un hombre tan experimentado como Brzica o tan resuelto a su pesar como Gil.
Los verdugos de alta categoría son tan escasos como los grandes cocineros, o como los grandes fabricantes de armaduras, o los grandes canteros, en realidad. Y las ejecuciones masivas eran, de hecho, muy infrecuentes. Al fin y al cabo, excepto para desmoralizar a los enemigos de uno, como en la masacre de Monte Nugent, que había lanzado un mensaje tan claro a los Materazzi, o en las peculiares circunstancias de la muerte en la Casa del Propósito Especial de los trescientos redentores tan cuidadosamente seleccionados por Bosco, ¿qué finalidad tenían las ejecuciones masivas? El verdadero propósito de un verdugo consistía o bien en deshacerse para siempre de un individuo en privado, o bien hacerlo en público de manera extravagante para dar un ejemplo. Si era lo primero, uno podía tomarse su tiempo; y si era lo segundo, entonces era necesario llevar a cabo algo espectacular y original. Matar mil quinientos hombres, no debilitados por el hambre ni por meses de oscuridad y frío, era asunto peliagudo. Brzica no contaba con los ayudantes necesarios para tal número de ejecuciones, porque normalmente no los necesitaba. Así que la cosa fue un trabajo terriblemente arduo para Brzica y Gil.
—¿Le habéis rebanado alguna vez la garganta a un cerdo? —le preguntó el primero al segundo.
—No.
—Cuando yo era niño, en la granja de mi padre —dijo Brzica a Gil, señalándolo lúgubremente con el dedo—, mi padre decía que costaba dos años enseñar a un hombre a matar a un cerdo. Matar a un hombre es mucho más difícil.
—Os he traído hombres experimentados. Saben por qué es necesario hacerlo.
Brzica gruñó con la impaciencia de un hombre que estaba acostumbrado a que menospreciaran su gran talento.
—Esto no se parece en nada… No se parece en nada a matar a un hombre en la batalla, ni a correr para escapar de ella. Este oficio tiene su propio ritmo y razones, sus trucos y sus técnicas. Hay poca gente que valga para matar a sangre fría constantemente, y menos para matar a los de su propia especie. Pero ya me imagino que no me creéis.
—Sois más convincente de lo que pensáis, padre —respondió Gil—. Pero estoy seguro de que con vuestras orientaciones, lo conseguiremos.
—¿De verdad lo creéis…?
Y lo consiguieron. Pese a todo lo sórdido que resultó. Primero Gil tranquilizaba a los prisioneros, reunidos en media docena de salones que albergaban hasta trescientos cada uno, diciéndoles que no tenían nada que temer, a menos que fueran culpables de haber participado en el levantamiento de quintacolumnistas simpatizantes del antagonismo que había tenido lugar aquel día. Por desgracia, era necesario interrogarlos a todos para encontrar a aquellos pocos que se pensaba que estaban implicados. Pero era, como debían comprender, necesario que todos fueran interrogados antes de que la inmensa mayoría pudiera quedar en libertad. También comprenderían, estaba seguro de eso, que tenían que atarlos de pies y manos, pero que tal cosa se llevaría a cabo con el respeto debido a la abrumadora proporción de inocentes que había entre ellos. Gil pidió su cooperación en aquel momento de crisis de la fe. Para demostrar su sinceridad, Gil permitió que a él mismo le ataran las manos sin apretar mucho a la espalda, e, igualmente sin apretar mucho, un tobillo al otro. De esa guisa salió dócilmente de la sala, arrastrando los pies. Así tranquilizados, los redentores arrestados se dejaron atar y sacar en grupos de diez. Los primeros grupos fueron llevados al patio más próximo, donde Brzica y sus cuatro ayudantes les obligaron a ponerse de rodillas y les cortaron la garganta como demostración ante la atenta mirada de los hombres elegidos por Gil.
Al principio las siniestras predicciones de Brzica resultaron exactas, y sólo el hecho de que Gil hubiera preparado a las víctimas con tanta habilidad y el hecho de que los hubieran atado con tanto cuidado evitó el desastre cuando los inexpertos verdugos comprobaban que rebanar una garganta requería más precisión y exactitud de la que estaban acostumbrados a emplear en el campo de batalla. Brzica discurrió de pronto una sencilla solución: empleando un trozo de carboncillo, marcaba una línea a lo largo de la garganta de las víctimas justo antes de que se las llevaran, para que los verdugos, que cada vez estaban más nerviosos, tuvieran una indicación precisa a la que atenerse. Seguía tratándose de un asunto feo, incluso para gente muy acostumbrada a la fealdad. Pero, como dijo Brzica, tan petulante como triste, cuando todo hubo acabado: «Hasta el más espantoso martirio debe seguir su curso». ¿Y quién iba a saberlo mejor que él?
Hacia la noche la tarea llegó a su fin con su cosecha de brutalidades. Pese a todas las estupideces y los errores cometidos, la gran apuesta de Bosco se estaba decantando a su favor. Hasta aquel loco tranquilo se asombraba de que la trama hubiera funcionado. Faltaba por llegar el vuelco final. Con la ciudad asegurada, con muchos más éxitos que fracasos, con tan sólo unas pocas huidas y algunos errores de identificación lamentables, las noticias de la gran victoria de Cale se difundieron entre la temerosa y confusa población, que estaba asustada hasta el límite por los espantosos sucesos de aquel día. Las noticias de la victoria dieron alas a las afirmaciones de que los antagonistas, que habían estado disimulados e inmersos en la vida ciudadana, se habían rebelado y habían sido derrotados, con un terrible coste en hombres famosos y en Santos Padres de la Iglesia. Todo tenía sentido, y cualquier otra explicación habría parecido mucho menos plausible. ¿Un golpe de estado? ¿Una revolución? ¿Allí en Chartres? Además, quedaban muy pocos que tuvieran deseos de contradecir la versión oficial. En menos de treinta y seis horas los redentores habían sido redimidos, y en la mente de Bosco el mundo había dado un giro para encaminarse hacia la más grande y definitiva de las purgas.
A últimas horas de la noche, el Papa Bento se había retirado a dormir estando tan al corriente de la real naturaleza de los sucesos de aquel día como las monjas de los conventos sin puertas de las afueras de la ciudad. Bosco pudo por fin hacer una pausa para comer en el propio palacio, acompañado por Gil. Ambos estaban agotados, rendidos hasta un punto que ninguno de los dos habría creído imaginable. Ninguno de los dos hablaba mucho.
—Habéis hecho un trabajo impresionante —dijo Bosco al fin—. Y de inspiración divina, además.
—Y aún podría hacer más —respondió Gil, aunque con voz muy floja, como si apenas tuviera fuerzas para hablar.
—¿A qué os referís…?
Gil le dirigió una mirada extraña. Era como si su mente albergara una enormidad que más valía dejar sin decir.
—No sé si puedo hablar con total libertad.
—A mí me podéis hablar siempre con total libertad. Y ahora más que nunca.
—Pero me gustaría decir algo de lo que no se puede hablar.
—Tiene que ser algo realmente nefando cuando os andáis con tantos rodeos.
—Está bien. He hecho cosas terribles a vuestro servicio. Hoy la sangre de hombres buenos me cubría hasta las rodillas. De aquí al final de mis días, ya no volveré a dormir igual.
—Nadie negaría que habéis arriesgado vuestra alma por mi causa.
—Sí, así es. Mi alma. Pero habiéndola arriesgado hasta las puertas del mismo infierno, no quisiera haber corrido riesgos tan espantosos y dejarlo estar por nada.
—Yo he corrido los mismos riesgos.
—¿Si…?
—¿Qué pretendéis decir?
—Si tenéis el valor, vos podéis convertiros en la voz de Dios en la tierra. Cualquier cosa que liberéis en la tierra la liberaréis en el cielo. Aun así, su actual representante está durmiendo a tan sólo una docena de habitaciones de aquí, balbuceándole a la almohada y soñando con el arco iris y leche caliente.
—¿Qué me queréis decir? Se trata del Pontífice…
—Ese ser de mente débil se encuentra ahora en la palma de vuestra mano. Dejadme que os lo acerque.
Quién sabe qué pensamientos martillearon la extraordinaria mente de Bosco, en la que se mezclaban la delicadeza y la brutalidad. Durante un rato, permaneció en silencio.
—Deberíais haberlo hecho —le dijo al fin a Gil—, en vez de decírmelo. Lamento que os pongáis a parlotear de algo a lo que, si lo hubierais hecho sin preguntar, yo habría dado después mi aprobación. Tengo que acostarme.
Abandonó la estancia cerrando la puerta tras él suavemente. Gil se sirvió una gran copa de jerez dulce.
—Y me recompensaríais sin duda —dijo en voz alta a nadie más que a sí mismo— con un cargo en el frente de la más reñida batalla, como a Urías el hitita. —Tomó un profundo sorbo del espantoso vino, y cantó con voz delicada:
Hasta un burro sabe
que sólo llama una vez
la ocasión suave.
Pero, como hasta un burro sabe, no hay final para el tumulto.