—¿En qué puedo ayudaros, IdrisPukke? O, por decirlo de otro modo, ¿qué tenéis vos que ofrecer que pueda interesarme?
El que hablaba era el señor[10] Bose Ikard, que estaba sentado enfrente de IdrisPukke, al otro lado de una mesa que era tan grande como el colchón de un rey. Tenía una expresión de certeza cínica, de autosuficiencia, una mirada que decía «lo sé todo sobre vos, no os quepa la menor duda». Era famoso en todo el mundo como abogado, como filósofo natural (había inventado un método para conservar el pollo en nieve) y, ante todo, un consejero de grandes hombres, especialmente del rey Zog de Suiza, hombre famoso tanto por sus saberes como por su estupidez y hábitos personales desagradables. En el mundo en general no había muchas dudas de que Suiza habría perdido su conocida habilidad para permanecer al margen de cualquier tipo de guerra, habilidad demostrada durante los últimos quinientos años, de no haber sido por Bose Ikard; pero sí que las había respecto a que incluso un hombre tan inteligente y carente de principios como él siguiera siendo capaz de mantener a Suiza neutral en la ampliamente pronosticada tormenta que estaba a punto de llegar. Esto explicaba aquella hostilidad ante la presencia de IdrisPukke, un hombre que había llevado las nubes de esa tormenta al corazón del Leeds Español y de Suiza.
Habían pasado diez años desde la última vez que habían hablado IdrisPukke y el señor Bose Ikard. Y ni siquiera entonces lo que había tenido lugar era una conversación propiamente dicha, a menos que se entienda como tal el hecho de que el segundo dictara pena de muerte contra el primero, y le preguntara si tenía algo que decir antes de que él lo hiciera. En aquella ocasión, Ikard sabía muy bien que IdrisPukke no era culpable de la acusación de asesinato, por el sencillo hecho de que había sido precisamente él quien había ordenado el asesinato por el que se juzgaba a IdrisPukke. No había sentimientos especialmente enconados entre ellos, pues el veredicto en sí era tan sólo un medio de presionar a los gauleiters que habían empleado a IdrisPukke. Por aquel entonces, los gauleiters tenían a IdrisPukke en la estima suficiente para entregarle a cambio a uno de los contrincantes políticos de Bose Ikard (al que habían dado refugio, según pensaba Ikard, debido a que ellos simpatizaban con su causa, que era una causa complicada y apasionada, de la que pocos podían dar algún tipo de explicación coherente). El hecho es que los gauleiters eran efectivamente simpatizantes de la causa del exiliado, pero no lo suficiente para no canjearlo por IdrisPukke. En su forzado retorno, el exiliado fue ejecutado sumarísimamente.
Aquellos días Ikard se encontraba en un estado de irritación política más o menos permanente. En la vida cotidiana Bose Ikard era un tipo bastante agradable, y era capaz de seguir siendo agradable incluso mientras sus esbirros arrojaban los restos de quien fuera a un aislado pozo junto con media bolsa de cal rápida. Era, tal como lo había descrito Vipond: «… casi el tipo estándar de político maquiavélico, sólo que mucho más astuto. Su punto flaco consiste en creer que todo el mundo que no esté dispuesto a admitir que ve el mundo exactamente igual que él, es un hipócrita».
Era precisamente la presencia de Vipond en el Leeds Español, la mayor de todas las ciudades de frontera de Suiza, lo que preocupaba a Ikard. Ciertamente, el problema no era Vipond como tal, sino los maltrechos, pero sustanciales, desechos de los Materazzi que habían huido allí. En opinión de Ikard, éstos habían perdido su imperio de un modo vergonzosamente fácil tan sólo para ir a refugiarse a su país decididamente neutral y convertirse de este modo en un problema de mil pares de narices que amenazaba con ir a peor. Bose Ikard había intentado aplicar los principios de su política con respecto a aliados que habían dejado de ser útiles: ofrecerles toda la ayuda del mundo, y darles muy poca. Pero el rey Zog de Suiza era un esnob sentimental, y había insistido en dar refugio y asistencia financiera a la realeza amiga que se hallaba en peligro. Ikard veía aquella actitud como un gasto ruinoso, por un lado; y como un campo abonado para Dios sabía qué imprevisibles problemas, por otro. Precisamente para tratar de averiguar cuáles podían ser esos problemas, se había avenido a hablar con IdrisPukke, después de haber dejado muy patente su rechazo a recibir a su hermanastro, con la idea de hacer «que ese puto bastardo se sienta lo peor recibido posible».
—Así pues —le preguntó a IdrisPukke—, ¿en qué podéis servirme?
—Como siempre, señor, da gusto comprobar vuestra franqueza.
—Lamento que penséis así.
—Pero el caso es que puedo serviros en algo.
—¿En qué?
—Estoy en condiciones de propiciar una deserción que será, me parece, de enorme valor para vos.
—La última vez que alguien se me andaba con tales rodeos, intentaba venderme participaciones de una expedición a El Dorado.
—Se trata de un soldado redentor muy joven, tan valioso para los redentores que él por sí solo fue la causa de que atacaran a los Materazzi. ¿No habéis oído hablar de él?
—No.
—Entonces vuestro servicio de espionaje es mucho menos competente ahora que en el pasado.
—De acuerdo, os referís a Thomas Cale.
—¿Qué es lo que sabéis?
—¿Qué es lo que sabéis vos?
—Bastante más que vos.
—Soy todo oídos.
Y los abrió bien para escuchar lo que IdrisPukke tenía que contarle. Ciertamente, se trataba de algo muy interesante y muy curioso.
—¿Eso es todo?
—Por supuesto que no. ¿Han contactado con vos los redentores?
—S… síí.
—No parecéis estar seguro.
—No. La verdad es que lo recuerdo con claridad. Eran dos hombres aterradores. Los dientes de uno de ellos eran rotundamente verdes.
—¿Y qué querían?
—Expresar su malestar por la acogida que otorgábamos a los Materazzi.
—Si se le puede llamar acogida.
—Eso suena un poco desagradecido. Bien pensado, que os estamos tratando bastante mejor de lo que nos habría tratado a nosotros el viejo Materazzi, que en paz descanse, si la situación fuera la inversa.
—Os interesa pensar así.
—Lo admito, pero aun así eso es lo que pienso.
—¿Y qué les dijisteis?
—¿A los redentores? Les dije que se fueran a tomar por culo.
—Es realmente gratificante.
—Ese monstruoso prodigio vuestro… ¿Qué es lo que quiere, y por qué tendría yo que dárselo?
—Quiere pasar con seguridad por la frontera.
—No creo que sea buena idea traer aquí a un tipo al que los redentores están dispuestos a recuperar a toda costa. Nunca terminaré de entender cómo lograron los Materazzi derrumbarse de modo tan patético, pero basándome en las pruebas yo diría que fue poco prudente dejar acercarse a ese niño.
—Eso depende.
—¿De…?
—De si preferís tener a ese monstruoso prodigio (qué buena manera de llamarlo, por cierto) en su territorio y meando hacia el vuestro, o lo preferís en el vuestro y meando hacia el suyo.
—Parece un joven muy problemático.
—Vendrá aquí en cualquier caso.
—¿Y eso por qué?
—Porque lo utilizarán para derrotar a los antagonistas, y cuando hayan terminado con los antagonistas, vendrán a por los suizos. Y a su frente llegará un Thomas Cale de muy malas pulgas, muy molesto por que lo mandarais a tomar por culo cuando él os tendió a vos una mano de amistad. Y los redentores no le pararán los pies, porque al fin y al cabo, seáis vos un hereje o un ateo, para ellos es lo mismo.
—¿Por qué tendrían que venirnos ahora con una cruzada? No se han preocupado de tal cosa en seiscientos años.
—Porque las cosas están cambiando. Y si no movéis ficha ya, seguiréis el mismo camino de los Materazzi.
—¿Por qué tendría que creeros?
—¿Sabéis una cosa? Me siento casi ofendido. Ayudadme a traer aquí a Cale.
—Tengo que pensarlo.
—Si yo fuera vos, no me tomaría todo el tiempo del mundo.
El señor Bose Ikard se quedó ciertamente mucho más inquieto después de la visita de IdrisPukke de lo que estaba antes. Estaba seguro de saber cuándo intentaban engañarlo, y aquel día IdrisPukke le había parecido completamente convincente. Por otro lado, sabía, cosa que ignoraba IdrisPukke, que los lacónicos habían por fin acordado entablar batalla en el Golán. En cuanto los redentores y su adolescente monstruosidad hubieran entablado una batalla de verdad con aquellos asesinos pederastas de Laconia, decidiría si eran o no una amenaza para él. Hasta entonces, IdrisPukke podía seguir silbando cancioncillas. Y su mocoso asesino con él.
Entrad en cualquier biblioteca de barrio y encontraréis cien libros que versen sobre la huida de los Materazzi tras la caída de Menfis: libros fantásticos, mágicos, místicos, históricos, toscos y bastos, elegantes y míticos, trágicos y tremendos, llanos y directos, con estampaciones en negro, o en rojo de sangre y pasión: entre todos esos libros, seguro que por algún sitio está contada la verdad. Contar la décima parte de lo que pasó supondría proporcionar horas de insoportable aburrimiento, en las que un relato de horrores y dolores en medio de escaseces y fríos amargos es más o menos igual que cualquier otro relato de las mismas características. Es espantoso decirlo, pero es la verdad. Los Materazzi lo pasaron bastante mal hasta que finalmente, de los cuatro mil huidos, la mitad, y nada más que la mitad, alcanzó el Leeds Español. Y allí la acogida que recibieron no fue mucho más cálida que el viaje que habían hecho.
—¿Y bien? —le preguntó Vipond a IdrisPukke cuando éste regresó dando un paseo al recientemente desalojado gueto judío, cuyo rabino superior había decidido que, estando en auge los redentores, había llegado el momento de poner entre ellos y su congregación la mayor distancia que fuera humanamente posible, lo que quería decir tan lejos que si fueran aún más lejos empezarían a acercárseles por el otro lado.
IdrisPukke le hizo un resumen a su hermanastro.
—¿Creéis que aceptará verme a mí?
—No.
—Sinceramente, tampoco yo lo haría en su situación.
—Vosotros, los hombres de mundo —se burló IdrisPukke—, dais miedo.
—¿Tal vez aceptará volver a recibiros a vos?
—Eso depende. Ya sabéis cómo son los de su clase: siempre quieren hacerle saber a uno que le tienen metido un dedo por el culo.
—Por así decirlo.
—A pesar de toda su vanidad, Ikard no sabe qué hacer. Pero le gustaría echaros de su ciudad en cuanto pueda. Depender de la bondad de ese viejo bastardo de Zog no supone muchas garantías.
—No.
Hubo un largo silencio.
—¿Qué pensáis que hará Cale?
—¿Qué puede hacer, aparte de esperar? Ikard ha arrimado a la frontera la mayor parte de sus tropas. Cale y Henri el Impreciso se encuentran atrapados entre mil kilómetros de trincheras antagonistas y una fila de trescientos kilómetros de soldados de frontera suizos que están bastante nerviosos. Cale se quedará donde está, creo yo.
Se oyó un golpe en la puerta, que al instante fue abierta desde el otro lado. El guardia, todo reverencias y solicitud, hizo pasar a la estancia a Arbell Materazzi. Tal vez fuera la última dirigente de los Materazzi, que constituían unos desechos tan disminuidos que apenas cabía pensar que fueran dirigidos de ninguna manera. Pero al menos ella tenía el aspecto de la reina que casi era. Parecía mayor que antes, estaba aún más hermosa, y el sufrimiento había conferido a su mirada una especie de fuerza gris. Todo había cambiado en tan sólo unos meses: su mundo había sido destruido, su padre había muerto. Ahora ella era la primera entre los Materazzi que habían sobrevivido, se había desposado con su primo Conn, y se hallaba en avanzado estado de gestación.