—Sólo Dios y esas chicas podrían quereros por vos mismo —le dijo Cale a Henri el Impreciso tras dos semanas en las que fue pasando de un par de chicas al siguiente par, como si se tratara de un maravilloso premio—. Las pobres no conocen nada mejor.
—Mayor razón para disfrutar mientras dure.
Y no se podía objetar nada a aquello. Una noche, una de las chicas, que había bebido más vino del que era capaz de contener, había empezado a hablar y le había dicho a Henri el Impreciso que él era, con diferencia, el favorito de los dos. Obviamente encantado, Henri el Impreciso le había tirado de la lengua y, pese a la reprobación de su compañera, la locuaz muchacha lo había soltado todo.
—Vuestro amigo siempre está triste o enfadado —se lamentó—. Nada de lo que le hacemos le satisface de verdad, no es como vos. A veces él nos cuesta nuestro trabajo. ¿Sabéis cómo lo llamamos algunas de nosotras?
—¿No podéis tener la boca cerrada por una vez? —la reprendió su amiga.
—¡Callaos vos! Lo llamamos…, lo llamamos Tom Vinagre.
—No debéis ser demasiado dura con él —repuso Henri el Impreciso, algo sensible porque él también había tomado demasiado vino—. Cale tiene el corazón partido.
—¿En serio? —preguntó la muchacha antes de quedarse dormida. Pero la otra chica, Vincenza, era persona inteligente y, como solía hacer, habiendo apenas probado la bebida, preguntó a Henri el Impreciso, que tenía la lengua floja, y le sacó la historia al completo.
—Es una mala chica —sentenció Vincenza—. Eso que hizo estuvo muy feo.
—A mí me caía bien —repuso Henri el Impreciso, repentinamente triste—. Kleist, sin embargo, nunca la pudo tragar.
—Pienso que vuestro amigo Kleist tenía razón en no tragarla.
—Yo no creo que Kleist tragara a nadie.
Naturalmente, Henri el impreciso no podía saber que aquel dictamen, si bien había podido ser cierto hasta hacía poco tiempo, ya no lo era. Kleist estaba ahora felizmente, por no decir entusiásticamente, casado, cosa que entre los cleptos no resultaba especialmente complicada. Era aquél un asunto sencillo, incluso rápido y somero, que no incluía las semanas de inútiles festejos y ruinosos gastos, como señaló encantado el padre de Daisy, que eran propios hasta de la más humilde boda que celebraban los musulpanes.
—¡Menuda exhibición! ¿Para qué demonios harán todo eso?
De hecho, los cleptos siempre tenían ganas de enterarse de las bodas de los musulpanes, con la esperanza de que a aquéllos a los que no pudieran robar cuando acudían a la ceremonia, pudieran robarles al regreso. Y fue durante una de esas bodas, especialmente sonada entre las siempre muy sonadas bodas de los musulpanes, cuando Kleist tuvo ocasión de trabajar en defensa de sus nuevos parientes.
Comprendiendo que una gran cantidad de hombres se congregarían en determinado lugar durante los festejos, los cleptos lanzaron un asalto en territorio musulpán, y dada la considerable importancia del robo, enviaron más hombres al asalto de los que normalmente solían arriesgar. Aunque cuidadosamente calculado, el asalto resultó ser una imprudencia. Los musulpanes habían hecho circular los rumores de aquella gran boda sólo como cebo para los cleptos, y una vez atraídos a la trampa, los habían rodeado en el valle de Bakah[7], con considerable habilidad y gran astucia. Suveri intentó romper el cerco desde el valle en plena noche, e intentó guiar de regreso a las montañas al grueso de los que habían sobrevivido el primer día. Era un camino largo y difícil, y sin duda habría muerto con sus setenta hombres de no haber sido por Kleist. Durante los tres días siguientes, los doscientos cincuenta musulpanes que intentaban seguirlos con intención de hacer una masacre con ellos, fueron eliminados por un chico de dieciséis años, o tal vez de quince, al que nunca llegaron a ver. Hacia el final del tercer día, Kleist había matado a tantos que le había entrado repulsión ante tantas muertes y, para irritación de su suegro, tan sólo disparaba ya a los caballos. Pero los relinchos de los animales también llegaron a resultarle insoportables, y a partir de entonces ya sólo disparó flechas de advertencia. Pero con tales pérdidas, y fracasando en todos los intentos de localizar al que de ese modo los eliminaba, los musulpanes se volvieron, a regañadientes, llevándose a sus muertos con ellos, y concediéndole la victoria a Kleist, que se volvió a las montañas encantado con su trabajo pero también con la inmensa tristeza de pensar lo fácil que era matar en grandes cantidades a otros seres humanos.
Si bien la tristeza no le duró mucho, en cierto sentido tampoco volvió a ser nunca el mismo. Sabía que era una cosa terrible matar a un hombre porque de un modo muy claro sentía que no quería que lo mataran a él. Le había costado mucho trabajo conservar la vida incluso en el Santuario, un lugar donde ahora comprendía que la vida no valía realmente la pena. Así que comprendía que debería sentirse aún peor de lo que se sentía, pese a que se sintió bastante mal durante los días después de matar a tantos. Algo lo acosaba, tal vez esa conciencia de la que siempre estaban hablando los redentores, aunque nunca mostraran señales de tenerla ellos mismos. Aquel malestar no llegaba a ser lo bastante fuerte para convertirse en un remordimiento o sentimiento de culpa, pero sí lo suficiente para dejarle comprobar que los redentores habían dejado su huella en él, no exactamente la huella que querían dejar, pero sí una huella que no se iría nunca.
De vez en cuando se preguntaba cómo habría sido él de no haber pisado nunca el Santuario. Completamente distinto, eso estaba claro. Pero lo que ya estaba hecho no se podía deshacer, así que no servía de nada darle más vueltas. Y, por lo general, no se las daba.