Sin ventanas, e iluminada por las velas de cera de abeja para que no oliera ni estuviera el ambiente tan cargado como el interior de un horno, el cuarto húmedo y seco del convento del Santuario exhibía paredes forradas de rojas maderas de cedro libanés, y un suelo de una sustancia que nadie sabía lo que era, pero muy apreciada por su resistencia al agua y al jabón. En medio del cuarto había dos cuadrados de madera que parecían tajos de carnicero embadurnados de aceite. Las dos muchachas elegidas por la Madre Inferiora introdujeron en la habitación a un curioso Henri el Impreciso, embargado de nerviosismo y preocupaciones. Una de ellas se presentó como Annunziata, y la otra como Judith.
—¿Y el apellido?
—No tenemos más que nombre —explicó Judith.
—¿Os sentís —preguntó con esperanza la que se llamaba Annunziata— de mal humor?
—No.
—¿Ni siquiera un poco?
—No comprendo.
—Nos sería de mucha ayuda —dijo Judith—, si nos gritarais un poco.
—Y cerrarais con furia las puertas de los armarios.
—¿Por qué…?
—Nos gustaría intentar tranquilizaros. Por practicar.
—¿Por qué?
—Los hombres suelen gritar mucho, ¿no?
Desconcertado por lo que le pedían, Henri el Impreciso tuvo que conceder que, según su experiencia, eso era completamente cierto. Y la cosa no solía quedarse en meros gritos.
—Le pedimos al señor Cale que nos gritara, pero dijo que no era buena idea.
—Seguramente tenía razón.
—¿Querréis hacerlo vos? ¡Por favor…!
Suplicaban de una manera tan dulce que, pese a todo lo incómodo que se sentía, Henri el Impreciso pensó que sería poco amable negarse. Cinco minutos después, se encontraba sentado en un rincón del cuarto, llorando como si se le partiera el corazón, mientras las muchachas, ahora pálidas y desconcertadas, lo miraban fijamente, impresionadas por la clase de furia que exhibía aquel hombre tan dulce que sollozaba incontrolablemente delante de ellas.
Diez minutos más tarde, aquella agonía empezó a pasarse, y las muchachas ayudaron a Henri el Impreciso a ponerse en pie.
—Lo siento —no paraba de decir—. Lo siento.
—Vamos, vamos… —respondía Judith.
—Sí —añadió Annunziata—, vamos, vamos…
Lo condujeron hasta uno de aquellos grandes tajos de madera después de quitarle la camisa, los pantalones y los calcetines. Él se resistió un poco cuando ellas trataron de desprenderle el taparrabos, pero «tenemos que lavaros», le dijeron, como si se tratara de una orden tan inapelable como los mandamientos divinos. Él estaba demasiado cansado para oponer resistencia. Las muchachas lanzaron suspiros al ver tanto las viejas cicatrices como los nuevos cortes y magulladuras que tenían su causa en los palos recibidos en la bartolina número 2, y le preguntaron cómo se los había hecho de modo tan amable, que él casi empieza a llorar de nuevo.
—Me resbalé al pisar una pastilla de jabón —dijo él, y se rió. Gracias a la risa pudo controlarse. Viendo que Henri no tenía ganas de contarles la verdad, las muchachas salieron y se fueron a buscar agua caliente y jabón, que sabían que no era la causa de sus moratones porque era evidente que aquel chico no había visto el jabón en mucho tiempo. Judith le echó con mucha delicadeza un cubo de agua caliente por encima, empapándolo de la cabeza a los pies, y Annunziata empezó a frotarlo hasta producir un gran manto de espuma, con cuidado de no apretar mucho en los cortes y magulladuras. Durante una hora las dos frotaron y apretaron y aliviaron su dolorido cuerpo con tal suavidad y habilidad que se fue adormeciendo, y cuando acabaron no despertó, y tampoco lo hizo cuando le secaron con mucho esmero, como a un bebé, cada arruga y cada pliegue, y lo rociaron con finos polvos de talco proveniente de los yacimientos de talco de Meribá[6] y lo perfumaron con aceite de albaricoque. Lo cubrieron con toallas y lo dejaron dormir. Henri el Impreciso no despertó hasta bien entrada la noche, cuando volvieron las muchachas, lo llevaron al comedor y le dieron de comer otra vez, mientras le preguntaban cómo era la vida fuera de allí. No había motivo, pensó él, para contarles cosas desagradables, ni él tenía ganas de hacerlo. Así que les habló de Menfis, y ellas se quedaron con la boca abierta de sorpresa y encantadas con cada una de sus palabras que se referían a los chapiteles de ensueño, los mercados bulliciosos y la dorada juventud, sus grandes hombres, sus frías reinas de la nieve («¿Cómo?», exclamaban ellas horrorizadas, «¿Por qué?»).
Sentado allí, comiendo y bebiendo, maravillosamente aliviado con aquellas dos hermosas muchachas que estaban pendientes de cada palabra suya, era consciente de que aquello era algo que muy bien podría no volver a ocurrir nunca. Pero los placeres no habían concluido. Cuando la curiosidad de ambas fue satisfecha aunque sólo fuera de modo temporal, se vio que las dos muchachas tenían preparadas más sorpresas para él. Pero eso no hace falta contarlo.