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Dos redentores tuvieron que ayudar a llegar a Henri el Impreciso.

—Dejadlo en la cama y salid —les dijo Cale.

Cale se acercó a él y se arrodilló junto al lecho. La nariz y el labio inferior de Henri, hinchados por una fuerte paliza, le sangraban.

—Miraos cómo estáis. Por el amor de Dios, ¿qué demonios hacéis aquí, so tonto?

—Yo también me alegro mucho de veros.

—Pero, para empezar, ¿qué es lo que hacéis aquí?

—Estuve en el Oasis de Voynich, esperando una caravana que llevaba tierra negra para los jardines. Los seguí hasta aquí e intenté colarme entre los últimos cuando entraban, pero alguien me reconoció. Por lo visto ahora llevan la cuenta de todos los que entran y todos los que salen.

—Tendríais que haberlo supuesto.

—Sí, pero no lo hice.

—Tendríais que haberlo supuesto, y haberos quedado bien lejos.

—Bueno, el caso es que estoy aquí.

—Por pura suerte. Os ha faltado esto —Cale juntó las yemas del índice y el pulgar— para que Brzica os rebanara el cuello y echaran vuestro cuerpo al campo de Ginky. Y yo no me habría enterado nunca de nada.

—Bien está lo que bien acaba —repuso Henri el Impreciso, que sin embargo parecía cada vez más descolorido. El malhumor de Cale se suavizó un poco—. Estoy encantado de veros.

—¿Qué os parece un beso?

—Bueno, no estoy tan encantado.

Se echaron a reír los dos.

—¿Y qué me decís de comer algo? —propuso Henri el Impreciso.

—Ya está pedido.

Como si estuviera fuera escuchando, en ese preciso instante llamó Model a la puerta y entró con una bandeja de comida para dos personas.

—Lo mismo otra vez —comentó Cale.

—Nos estamos pasando, señor. No seguirán haciendo caso mucho tiempo de lo que yo diga.

Cale escribió una nota amenazando a los de la cocina con la ira de Bosco. Mientras se sentaba a comer, Henri el Impreciso le pidió a Cale que contara él primero su historia.

Pasaron más de dos horas, y Henri el Impreciso daba ya buena cuenta de la segunda bandeja antes de que Cale terminara su relato.

—O sea que Bosco realmente está tan majara como un saco lleno de gatos —dijo Henri el Impreciso tras un meditabundo silencio.

—Sí, por suerte para vos y para mí.

—¿Y qué vais a hacer?

—Quedarme aquí —respondió Cale—. Y no desfallecer.

—¿Qué queréis decir?

—Me observan todos los observadores, ¿adónde iba a ir? Ya no existe Menfis. Ya no hay Materazzi. Sólo quedan los antagonistas, ¡y ésos me ahorcarían en el acto! Aunque pudiera llegar allí, que no puedo, ¿quién sería lo bastante tonto como para no entregarme? Sin Bosco estoy acabado. Y lo mismo os pasa ahora a vos, Santísimo Henri el Impreciso. Somos más que nunca propiedad de Bosco, de los pies a la cabeza.

Henri el Impreciso se quedó un momento allí sentado, en un tumultuoso silencio.

—¡Tenéis razón! —aceptó al final.

—Eso ya lo sabía.

Bebieron cerveza y fumaron durante un rato en triste silencio.

—Ahora os toca a vos —dijo Cale.

Henri el impreciso empezó contando que después de dejar Menfis tomó la decisión de seguir a Cale.

—Pero Kleist no estaba por la labor.

—Ya me lo imagino. Me sorprende que os acompañara.

—Pues no os sorprendáis: al cabo de una semana me dejó.

—Que es exactamente lo que habría hecho yo si Bosco os hubiera apresado a vos en vez de a mí.

—No, eso no me lo creo.

—Pues es la verdad.

—En cualquier caso, IdrisPukke y yo perdimos vuestro rastro en las inmediaciones del monte del Tigre: los accesos son demasiado rocosos para andar siguiendo las huellas de nadie. Además, ésa no es mi especialidad. IdrisPukke intentó persuadirme de que lo acompañara a coger el barco que sale de Whitstable. Lo perdí de vista. Llegué a Voynich, y eso es todo.

—Estuvisteis mucho tiempo en Voynich.

—Es un lugar agradable. Me encantaría volver.

Y así fueron las explicaciones. A pesar de haber hablado durante dos horas, Cale había resumido mucho, en parte porque no le gustaban las historias de guerra, y en parte porque había visto la expresión de Henri el Impreciso al explicarle que Bosco estaba convencido de que Cale era el agente de la muerte de la humanidad. No estaba seguro de lo que significaba aquella expresión, probablemente ni credulidad ni miedo ni nada que consiguiera o quisiera entender. Así que le quitó importancia a todo el asunto aquel de la ira de Dios, aunque no lograba disimular que algo le preocupaba en la reacción de Henri el Impreciso. Lo que le hería un poco no era que Henri pensara que pudiera haber parte de verdad en aquello, sino que viera la idea en su conjunto como algo ridículo. Una parte de Cale se sentía atraída por la idea de su propia magnificencia, y no le hacía gracia que se la tomaran a broma.

Por su parte, Henri el Impreciso no sólo le había quitado importancia a la cosa, sino que había mentido a sabiendas, aunque no era ésa su intención al empezar su relato. En seis meses habían cambiado los dos. Y lo que ambos se preguntaban era cuánto.

Al día siguiente, cuando Henri el Impreciso fue conducido a su estancia, la manera de tratarse el uno al otro resultaba al mismo tiempo bondadosa e incómoda. Pero Cale quería mostrar que aunque él había llegado a un acuerdo con el hombre y la religión que ambos odiaban, su relación era muy distinta a la que había tenido en el pasado. Se llevó a Henri el Impreciso al convento, aunque sin decirle dónde iban. Entonces recibió éste la primera sorpresa: ¡Cale sacó una llave! Y se trataba, según le dejó ver Cale, de sólo una de las diversas llaves que tenía. Era tan sorprendente como si Cale se hubiera puesto de rodillas y empezado a celebrar misa, o como si hubiera sacado una mitra de obispo y se la hubiera puesto en la cabeza. Pero mientras Cale creía que eso demostraba que ahora él tenía poder en el Santuario, para Henri el Impreciso se trataba de un signo preocupante. Tal vez Cale hubiera aceptado un soborno del mismo modo en que Perkin Warbeck había aceptado cinco litros de jerez dulce y una docena de corderos por traicionar al Ahorcado Redentor. Tal cosa no era posible; y, sin embargo, el último año le había enseñado que cualquier cosa era posible.

Cale abrió la puerta y pasaron el primer muro que protegía el convento. Caminaron unos diez metros hasta una segunda puerta que tenía nada menos que tres cerraduras, que requerían tres llaves diferentes. Dentro del convento propiamente dicho, la dura brea verde del suelo se transformaba en piedra caliza suavizada por alfombras. Cada pocos metros había velas que proyectaban la suave y cálida luz de la cera de abejas, en vez de la luz dura del sebo de cerdos y vacas. Se acercaron a otra puerta sin cerradura. Cale la abrió de par en par de un empujón, e invitó a Henri el Impreciso a pasar.

Dentro había bocas abiertas de asombro. Recorrió la estancia una oleada de entusiasmo largo tiempo alimentado, como si hubieran estado aguardado con impaciencia su llegada. Junto a las paredes, en cada rincón, había sentadas monjas benévolas y sonrientes, monjas tan impacientes como niños. Y había doce chicas que lo mismo podrían tener trece años que dieciocho, chicas sonrosadas, de tez morena, negras, aceitunadas, o blancas como fantasmas. Casi gritaron de placer al ver entrar en la estancia a los dos jóvenes. Se oyó incluso un chillido ahogado que fue seguido por un reprobatorio chasqueo de la lengua por parte de la monja que estaba detrás, junto con una admonitoria mano en el hombro.

—Buenos días, señoras —saludó Cale, sonriente.

—Buenos días, señor Cale —respondieron todas a una.

—Permitidme que os presente a mi más viejo y mejor amigo. Éste es el gran Henri el Impreciso, del que ya os he hablado: una leyenda en Menfis, y un héroe en la batalla del monte Silbury.

Henri el Impreciso sonrió con una sonrisa nerviosa. Las muchachas prorrumpieron en aplausos sólo lentamente calmados por las palmas alzadas de Cale.

—Ahora —dijo—, escuchadme todas: ¿a quién le gustaría cuidar con especial esmero a Henri el Impreciso?

Una docena de manos se alzaron en el aire.

—¡A MÍ!, ¡A MÍ!, ¡A MÍ!, ¡A MÍ!, ¡A MÍ!, ¡A MÍ!, ¡A MÍ!, ¡A MÍ!

Henri el Impreciso se puso pálido y colorado de placer, todo al mismo tiempo.

—¡Paciencia! ¡Paciencia! ¡Comportaos, chicas! —dijo la Madre Inferiora—. ¿Qué va a pensar de nosotras Henri el Impreciso?

—Creo que yo podría responder a eso —susurró Cale al oído de Henri.

Su amigo lo miró, y Cale comprendió que no había que provocarlo más.

—Madre Inferiora, ¿podríais elegirnos a dos y enviárnoslas cuando esté lista la habitación?

La Madre Inferiora inclinó la cabeza de manera cortés, y Cale tiró del brazo de Henri el Impreciso para que le acompañara hacia una puerta, la abrió, de nuevo sin llave, y pasaron a una sala de estar. Le hizo a Henri el Impreciso un gesto indicando un gran sofá que parecía más apropiado para acostarse que para sentarse en él.

—¿Queréis beber algo?

—No.

—Hay cerveza y vino.

—Cerveza.

Cale retiró la tela que cubría una jarra, llenó un vaso y se lo entregó.

—¿Qué esperáis que haga con ellas? —preguntó después de dar un largo sorbo.

—Lo que queráis hacer.

—Son esclavas… Y la esclavitud no está bien.

—Por si eso tiene alguna importancia, que yo creo que no tiene ninguna, ellas son libres por ley. Son tan libres como lo éramos vos y yo.

—Aún no me habéis dicho que esperáis que haga.

—¿Por qué tendría que esperar que hicierais nada? Si tenéis remordimientos de conciencia, será que tenéis malos pensamientos.

—No estoy de humor para bromas.

—De acuerdo.

Era una forma de disculparse.

—Mirad. Estáis en un estado peor que China. Estas chicas han sido criadas tan sólo para cuidar de los hombres.

—¿Por qué?

—Eso es largo de contar.

—No. Quiero saberlo. Riba me dijo todo lo que sabía, pero yo quiero saber por qué.

—Pueden hacer que os encontréis mejor aquí, pueden cuidar de vos como ni se os ha pasado nunca por la imaginación, pueden hacerlo mejor que la señorita Materazzi más malcriada que os imaginéis.

—¿Por qué?

—Haced lo que gustéis. Os lo contaré a la hora de comer. Ahora simplemente tendeos en el lecho, y vamos a comer algo.

Unos minutos después, llamaron a la puerta unas monjas que traían bandejas. Entraron y empezaron a colocar la comida en el enorme sofá que había al lado de Henri. Había buey con natillas alemanas, crema de harina de maíz con cangrejo y terrones de azúcar, pollo frito, un plato colmado de cerdo crujiente que goteaba una grasa suave, y salchichas de palmo y medio de largo con salsa de tomate y mostaza amarilla. Había caviar de Nigeria y champán de Ucrania. Y después, para terminar, cuajada con gelatina de agua de rosas.

Mientras comían, Cale le puso a Henri el Impreciso al corriente de los detalles del manifiesto de Picarbo.

Tras hacerle un montón de preguntas, Henri el Impreciso se quedó un instante callado, y después negó con la cabeza, como intentando desprenderse algo de ella.

—Yo creía que no se podía estar más chiflado de lo que está Bosco. ¿Cómo se puede estar tan loco?

Los dos se rieron, recordando momentos del pasado.

—¿Y las chicas no saben nada de esto? —preguntó Henri el Impreciso.

—Las chicas piensan que las han traído aquí para prepararlas ante quienes las elegirán como esposas, y que nosotros somos seres ideales, de caballo blanco y armadura de plata. Bueno, no en realidad. No tienen un pelo de tontas, pero no saben nada. Lo único que se les ha dicho siempre es que los hombres son como ángeles: valientes, bondadosos, fuertes y nobles. Sólo que de vez en cuando algunos hombres pueden ponerse furiosos porque se apodera de ellos un demonio. Sin embargo, aunque les peguen, ellas tienen que ser buenas y decir lo siento y ser siempre encantadoras, porque de esa manera el demonio se alejará y todo volverá a su cauce.

—¿No habéis intentado decirles la verdad?

—No sabría cómo hacerlo. Pensé que se os ocurriría algo, pero primero escuchadlas y dejadlas que os curen. No habéis oído nunca nada como las tonterías con las que salen. Pero ellas lo creen… hasta la última palabra.

—No voy a hacer nada con ellas.

—No les molestará.

—¿Cómo lo sabéis?

—Haced lo que queráis o lo que no queráis. Si ellas están de acuerdo, ¿por qué no? Podríais estar muerto dentro de unas semanas. Lo mismo que esas chicas, si Bosco decide qué hacer con respecto a ellas. Vivid, comed y disfrutad, porque mañana moriremos: ¿no decía eso IdrisPukke?

—Sólo por que lo dijera IdrisPukke no tiene por qué ser correcto.

—Como queráis.

Y así fue como llevaron a Henri el Impreciso a la habitación húmeda y seca.