____ 10 ____

—¿Lo han torturado?

—Aparentemente no —respondió Bosco.

—¿Sabíais que estaba aquí?

—Me parece que me confundís con algún oficial de medio rango del Carceral Pelago. ¿Cómo iba yo a saber que estaba aquí?

—Quiero que lo suelten.

Le pilló a Cale por sorpresa que Bosco accediera con toda tranquilidad.

—Muy bien. —Y sonrió—. ¿Esperabais que me negara?

—Sí.

—¿Por qué? Está claro que ha venido aquí para reunirse con vos. Y sabemos que vos no tenéis intención de marcharos a ninguna parte.

Comprendiendo que se estaba burlando, Cale cambió de tema.

—¿Por qué no lo han torturado?

—Buena pregunta, la verdad. Error administrativo. Hay un brote de tifus en la bartolina número cuatro, así que el resto está congestionado. Por culpa de la masificación y el exceso de trabajo, a un hombre culpable del pecado de Gomorra le han puesto accidentalmente el mismo número que a vuestro leal amigo.

—Parece que aquí cometen muchos errores en las prisiones.

—Así es. Tal vez sea por voluntad de Dios.

—Quisiera verlo ahora.

—Enviaré al padre Gil. Él lo conoce. ¿Os parece bien?

No es que Bosco esperara que él le diera las gracias, pero le divertía hacer que Cale se sintiera un poco confuso. Cale no respondió. Bosco se disponía a irse, pero cuando estaba girando la manilla de la puerta, se dirigió a él de manera bastante amistosa.

—¿Os importa si os pregunto cómo lo habéis sabido?

Cale se volvió hacia él.

—No.

—¿Y bien…?

—No, no me importa que me lo preguntéis.

—Hay que ver lo pronto que se acostumbra uno a los cambios. Responderme con esa gracia os habría costado una buena zurra no hace tanto tiempo.

—¿Y…?

—No pretendo decir nada con eso. Vuestro acólito parece que os tiene mucho aprecio.

—No tengo ningún acólito.

—Sí que lo tenéis. En todos los sentidos. Comprendo cómo han cambiado las cosas entre vos y yo, pero no sé si vos lo comprendéis de la misma manera. Me temo que tal vez, en el fondo y no tan en el fondo, vos podríais seguir siendo el mismo niño malhumorado de siempre.

—Efectivamente, eso es todo lo que soy.

—La ira de los justos no tiene nada que ver con el mal carácter. Y esto no es más que un simple comentario. Henri el Impreciso estará con vos en menos de una hora.

—Quiero entrar en el convento.

—Muy bien.

—Estáis siendo muy indulgente.

—¿Eso os inquieta?

—Supongo que debería inquietarme.

—Lo único que pasa es que me gusta contradecir vuestras expectativas. Si puedo decirlo así, da la impresión de que aún no habéis entendido cómo están las cosas.

—Puedo hacer lo que quiera, ¿no es eso?

—Sabéis muy bien cuál es mi respuesta. Pero haríais bien en pensar con más detenimiento sobre lo que os está permitido y lo que no.

—Acordaos de que no soy más que un niño malhumorado.

—Por vuestro bien y el mío, espero que eso no sea cierto. Os traerán las llaves del convento. Podéis hacer lo que queráis en él.

Al poner la mano en la manilla de la puerta, Bosco se volvió. Eso era de siempre un viejo hábito de Bosco: reservar lo que realmente tenía en la mente para el último momento, y presentarlo como si se le acabara de ocurrir en ese instante.

—¿Qué sabéis de los lacónicos?

—Que son soldados de alquiler. Y caros. —Pensó por un instante, tratando de recordar. Sólo gracias a sus años de caras inexpresivas con las que tapaba las insolencias consiguió no sonreír ante aquella inesperada oportunidad de burlarse de su antiguo señor—: Chrononhotonthologos —añadió pensativamente. Bosco lo miró comprendiendo que se le estaba subiendo a la chepa.

—No es ése un término con el que yo esté familiarizado —dijo negándose a morder el anzuelo.

—Quiere decir aventurero, forajido…

—¿Sí…? ¿Sabéis algo más sobre ellos?

—No.

—Ha corrido por ahí el rumor de que los antagonistas han descubierto una mina de plata cerca de Argento. Pues bien, ya no es un rumor. No es que lo sepamos de cierto, pero es probable que utilicen esa plata para pagarse un gran ejército de lacónicos que luche contra nosotros.

—Creía que nunca contrataban más que de trescientos en trescientos.

—Y yo creía que no sabíais nada más sobre los lacónicos. —Siguió un silencio incómodo—. Voy a enviaros un expediente sobre ellos. Como vuestra vida dependerá de ello, estoy seguro de que no necesito pediros que lo leáis atentamente.

Estaba un poco harto de la actitud de Cale, y salió sin decir una palabra más.

Cuando Bosco se fue, Cale se quedó pensando en sus sentimientos, que eran de alarma y alegría en igual proporción: alegría por la sorpresa de ver a Henri el Impreciso, alarma por la intensidad de esa alegría. La ira que sentía contra Arbell Materazzi no le permitía ver la soledad en que lo había sumido su ausencia. Pero tampoco le había permitido ver cuánto echaba de menos a su amigo. Hasta aquel momento había creído que podía prescindir de Henri el Impreciso, pese a estar acostumbrado a tenerlo siempre cerca. En aquel momento, le alarmaba ver cuánto lo echaba en falta. La emoción ante la idea de su reencuentro era desbordante. Cale era un alma hecha de grandes embalses conectados por grandes canales interrumpidos con enormes esclusas. Pero no hay construcción que no tenga sus filtraciones y goteras.

¿Y qué le habría ocurrido a Kleist? Habría muerto seguramente, pensó.