____ 09 ____

Para entonces Kleist llevaba casi un mes viviendo en los Quantocks con los cleptos. Había costado algún tiempo persuadirle de que allí estaría seguro. Aunque nunca había oído hablar de ellos, sí había oído hablar de los Quantocks y de la tribu malhumorada y desconfiada, los musulpanes, que habitaba a los pies de sus colinas. Los había visto una vez en Menfis, y le habían aconsejado que se mantuviera a distancia de ellos, y en especial de las escasas mujeres que llevaban para que arreglaran las alfombras de los más ricos, y dibujaran diseños para otras nuevas: «Acércate a sus mujeres y te matarán sin calibrar las consecuencias. Y con lo salvajes que son, matarán también a las mujeres, sólo por si acaso».

Lo alarmante era que Daisy confirmaba que era cierto, y que aún se quedaba corto el que se lo había dicho.

—Los musulpanes son fanáticos, locos, malos y perversos. Odian a sus mujeres y las tratan como perros, con el beneplácito de su religión, que les asegura que ellas son putas y embusteras, y Dios ha dispuesto que las esposas e hijas contengan todo el honor de los hombres en un cuenco que tienen en el hígado, que en cuanto se vierte, se pierde, y el único modo de recuperarlo es matando a la mujer y empezando de nuevo. ¿Os cabe en la cabeza? Aunque nunca la hayan violado, la estrangulan de todas formas. Terrible.

—Los cleptos no serán así… —aventuró el preocupado Kleist.

—¡No, por Dios!

—¿Por qué?

—Porque no estamos locos por una idea, y porque vinimos a los Quantocks y los echamos hace mil años.

—O sea que sois como los Materazzi, no demasiado religiosos…

—No: nosotros somos muy religiosos.

Eso fue un disgusto para él.

—¿Cómo? —preguntó con todo su gozo en un pozo.

Por la descripción que ella hizo de su fe, pese a la manera en que aseguraba que era algo muy importante para ellos, no le pareció que la cosa llegara a tanto. La religión no parecía refrenarlos gran cosa, según pudo colegir. Ponía mucho énfasis en la distinción entre comer animales puros e impuros, animales estos últimos que a Kleist le pareció que de todas maneras nadie querría comerse. Estaba estrictamente prohibido comer murciélagos, por ejemplo, así como cualquier bicho que se arrastrara o serpenteara. Comer arañas significaba que estaba uno impuro durante quince días, y si Kleist hubiera sentido tentaciones, que no las sentía, de volver a sus antiguas habilidades de carnicero, las consecuencias habrían incluido un exilio de seis meses. Su idea de Dios parecía algo muy remoto. Los cleptos hablaban de él como si se tratara de un tío rico que en principio era su benefactor, pero que conforme pasaba el tiempo había ido perdiendo el interés en aquella rama de la familia.

En cuanto a él, no podía desprenderse de la mala conciencia de haber abandonado a Henri el Impreciso y, aunque eso le preocupaba mucho menos, a IdrisPukke. La razón le decía que tenía todo el derecho a no arriesgar su vida de modo tan terrible por gente que no le había preguntado si estaba de acuerdo en hacerlo. Pero, por otro lado, comprendía que si realmente estuviera tan seguro de lo justa que era su posición, no se habría ido de noche, como un ladrón. Con respecto a Cale, sin embargo, no se sentía culpable en absoluto.

—¿Qué me decís de vos y de mí? ¿Qué dirán los vuestros de…?

—No soy una vaca —repuso ella—. Mi padre no me posee. Es una persona civilizada, y os estará agradecido por haberme ayudado.

Y así resultó ser. Pero pese a la buena acogida, Kleist se sentía incómodo porque, por más esfuerzos que hacía, no lograba comprender la manera de ver el mundo de los cleptos. No era simplemente que comprendiera la mentalidad de los redentores porque había vivido tanto tiempo con ellos, pues sentía que les había pillado muy bien el truco a los Materazzi en tan sólo unas semanas. Y Menfis estaba lleno de razas y tipos de todo el mundo. Pero ninguno de sus encuentros con aquellas extraordinarias razas de Menfis le había dejado aquella vaga sensación de pérdida que le invadía continuamente en los Quantocks. Los Quantocks eran un acertijo en piedra caliza, un espacio acribillado de desfiladeros, de simas y de intransitables salientes rocosos. Por todas partes había rincones secretos que perforaban los elevados precipicios proporcionando un escondrijo o un lugar en el que esconderse antes de atacar. Desde ellos los cleptos perturbaban el comercio mediante el saqueo, el robo, el asalto y el atraco, desposeyendo, confiscando y generalmente privando a los transeúntes de todo menos de la ropa que llevaban puesta, y a veces incluso de ella. Su irreprimible afición al robo llegó a ser tan notoria entre los moradores de los alrededores (éste era el único término, aparte del ofensivo musulpanes, que los cleptos utilizaban para atacar a las ricas y antiguas culturas a las que robaban), que a cualquier ladrón le daban el nombre de «cleptómano». De vez en cuando, las otras tribus de las colinas decidían que la rapacidad y el nivel general de molestia ocasionado por los cleptos ya no podía tolerarse, y organizaban una expedición conjunta de castigo en el laberíntico e inaccesible corazón de los Quantocks.

No habían pasado más que tres semanas desde que Daisy lo llevara a ese corazón de los Quantocks cuando Kleist tuvo su primera experiencia de lo que, para él, era su modo tan peculiar de hacer la guerra. Kleist no tenía ninguna intención de ofrecer voluntariamente sus servicios, y se había enfurecido con Daisy porque había alardeado de su épica brutalidad contra el clan de Donaldson. Su principio, a partir de Menfis, era el de mantener la boca cerrada con respecto a todo lo que poseía en términos de bienes y servicios que podían ser útiles a otros, y le pidió que ella hiciera lo mismo a partir de entonces.

—¿Por qué? —preguntó ella con cara de asombro.

—Porque no quiero verme colocado en la vanguardia para que vean si me pongo a matar como un loco.

—Os preocupáis demasiado.

—Gracias a eso sigo con vida.

—Nadie va a pediros que hagáis nada. Eso no tiene nada que ver con vos.

—Espero que no se os olvide lo que acabáis de decir.

Cuatro días después se encontró, por específica invitación del padre de Daisy, sentado sobre una gran roca caliza que (tal como había comprobado) contaba con muchas vías de retirada, y con Daisy al lado, que estaba eufórica pero no nerviosa. Estaban observando un valle que había a sus pies de unos doscientos cincuenta metros de anchura, cerrado en ese sentido por un tosco muro que habían construido los cleptos. Había unos quinientos cleptos en posición, yendo de un lado para otro, hablando, riéndose y actuando como si no les preocupara nada en la vida. En la otra punta del valle había una fuerza de musulpanes que sumaría unos mil hombres. Esperaron media hora y entonces avanzaron en orden cerrado, con las lanzas y los escudos plateados que brillaban al sol. A doscientos metros se detuvieron, y entonces fue cuando los cleptos empezaron a prestarles un poco de atención, que revistió la forma de interminables gritos y plásticos insultos a propósito de las prácticas sexuales de los musulpanes con animales, la fealdad de sus madres y lo putas que eran sus esposas e hijas. Fue esto último lo que pareció encender una furia histérica en los musulpanes. Algunos de ellos, de hecho, estaban tan dominados por la rabia ante estos insultos a su honor que rompían a llorar y se arrodillaban y empezaban a echarse tierra sobre la cabeza. Esto se había convertido en una rutina. Desde un lado del muro defensivo del valle, una docena de cleptos gritaba un nombre: «¡CARMINA!», y otra docena del otro lado del muro respondía a su vez: «¡LO HACE DETRÁS DE LA MINA!» y de nuevo: «¡INÉS!», respondido por un coro de: «¡LE GUSTAN DE TRES EN TRES!». Pero la mayor reacción le pareció a Kleist que la provocaba el menos ofensivo de todos: «¡CARMELA!». A lo que una voz de infrecuente claridad respondía: «¡TIENE UN RATÓN ENTRE LAS PIERNAS!». Esto dio en el clavo con uno de los musulpanes, que empezó a gritar de furia ante la precisa descripción de su infortunada esposa, y al instante empezó a correr de modo suicida hacia la línea frontal de los cleptos. Afortunadamente para él, en su histérica carrera tropezó en una piedra y antes de que pudiera ponerse en pie, media docena de amigos y parientes lo agarraron y lo llevaron de vuelta a rastras entre ruidosas protestas.

Costó unos buenos diez minutos restaurar el orden general. Pese a que se estaba riendo, Kleist no quería sufrir las consecuencias, y se volvió hacia Daisy:

—¿No te parece que puede ser una equivocación tensar la cuerda de ese modo?

Daisy se encogió de hombros y no dijo nada. Pero entonces comenzó el ataque de los musulpanes, que avanzaron en buen orden, impresionantemente disciplinados, como conocedores de lo que se traían entre manos. A Kleist le pareció que algo sangriento se avecinaba. Se seguían lanzando insultos, como flechas en el monte Silbury. Y entonces llegó la carga final de gritos. Los cleptos lanzaron una sarta de flechas no muy impresionante y completamente imprecisa, se volvieron y echaron a correr. Daisy saltaba arriba y abajo, dando palmadas de puro contento mientras los cleptos corrían para meterse en los desfiladeros interminablemente serpenteantes del final del valle. El tosco muro de piedra retrasó un minuto a los musulpanes, lleno como estaba de trampas por el lado de fuera, afiladas astillas de bambú ocultas en agujeros que muy bien podían rebanar un pie, serpientes venenosas en las grietas de los muros, y miles de arañas vertidas sobre los muros justo antes de que los cleptos echaran a correr. Ninguna de ellas era venenosa, pero las arañas eran impuras para los musulpanes, que no tenían permitido tocarlas. Para cuando se reagruparon y empezaron a seguir a los cleptos, la mayoría se había perdido ya de vista, salvo por los valientes jóvenes que se quedaban en lo alto del desfiladero para gritar aún más insultos. No se quedaban allí demasiado tiempo, ya que algunos de los enfurecidos musulpanes corrían tras ellos, recibidos por el lanzamiento de piedras de los promontorios calizos que penetraban como dedos en los desfiladeros. Pronto comprendieron que la caza podía resultar tan infructuosa como letal.

—Vamos —dijo Daisy tirando de él desde el promontorio. Regresaron al pueblo por un camino lleno de recovecos para no ser vistos por ningún explorador musulpán. Durante todo el resto de la tarde, los cleptos fueron regresando a cuentagotas de la gran no batalla, encantados consigo mismos y alardeando de su falta de heroicidad, de la total ausencia de hechos valerosos, y de su completo éxito por no resistir no digamos ya hasta el último hombre, sino ni siquiera hasta el primero.

Siguieron varios días de celebraciones en los que se contaron muchas historias de guerra, cada vez más exageradas conforme se iban repitiendo, en todas las cuales el que relataba la historia contaba cómo con su astucia había causado gran confusión en su particular enemigo sin necesidad de afrontar ningún riesgo frente a él y sin demostrar en ningún momento ni una pizca de valor. Cada uno de ellos competía en levantar injuriosas declaraciones concernientes a la manera en que, totalmente a resguardo desde una sima inalcanzable o desde lo alto de un promontorio al que no había quien pudiera trepar, habían engañado y avergonzado a los tontos musulpanes al revelar los nombres de sus mujeres amadas de tal modo que la pureza sexual de una esposa, una hermana o una madre podía ser difamada de modos grotescos cada vez más ingeniosos. Mientras Kleist escuchaba encantado, resultó claro que para los cleptos la victoria final sobre un enemigo no consistía en derrotarlo hombre a hombre en heroicos hechos de armas, sino en causar, sin riesgo para uno mismo, que el ridículo oponente cayera muerto de un ataque al corazón o cosa semejante, cualquier cosa basada completamente en su credulidad en lo referente a la honra de su parentela femenina y arraigada en aquellas ingenuas mentiras lanzadas por el clepto. Pero, pese a lo divertido que le parecía todo aquello, Kleist no dejaba de asombrarse. El hecho es que mientras la filosofía militar de los cleptos le atraía precisamente porque iba contra todo lo que los redentores le habían enseñado en materia de dolor, sangre, autosacrificio y sentido del deber, le desconcertaba exactamente por la misma razón: que iba contra todo lo que los redentores le habían enseñado.

El pueblo de Daisy, el Soho, estaba rodeado por un camino sombreado por olivos expresamente plantados, por donde los cleptos caminaban en pareja cada noche y hablaban de todo lo habido y por haber. Kleist estaba muy solicitado como compañero de conversación, a causa de la inmensa curiosidad de los cleptos por todas las cosas en general y los redentores en particular, cuyas prácticas y creencias encontraban completamente incomprensibles y por lo tanto profundamente fascinantes. Asumían que cada relato de brutalidad, cada fantasmal historia sobre el cielo y el infierno, cada recuento de los detalles de la fe que hacía Kleist no era más que una serie de descaradas y entretenidas mentiras, y había poco que pudiera hacer él para persuadirlos de que había personas que realmente creían y actuaban tal como lo hacían los redentores. ¿INMACULADA CONCEPCIÓN? ¡JA, JA, JA! ¿CAMINAR SOBRE LAS AGUAS? ¡JE, JE, JE! ¿REGRESAR DE ENTRE LOS MUERTOS? ¡JI, JI, JI! ¿LAS CUATRO POSTRIMERÍAS? ¡JO, JO, JO! Unos días después de la lucha contra los musulpanes, era Kleist quien le hacía preguntas al padre de Daisy, un viejo maleante de buen humor que había cogido una inmensa afición a su compañía, sin que eso fuera algo en lo que pudiera confiarse.

—Mirad, Suveri, yo no tengo nada en contra de salir corriendo, pero a nosotros nos enseñaban que ése era el modo más fácil de que lo mataran a uno.

—Pues yo estoy vivo, ¿no? ¿Cuántos funerales veis que estemos preparando aquí?

—En la mayor parte de los sitios no os escaparíais tan fácilmente. Allí donde pudiera meterse un caballo, os alcanzarían. Y la infantería también os alcanzaría, si fuera lo bastante diestra.

—Pero nosotros no luchamos en muchos sitios: luchamos aquí.

—Pero ¿y si tuvierais que hacerlo?

—No tenemos que hacerlo.

—Pero asaltáis.

—Sí, y a veces nos matan. Pero nos traemos a estas montañas lo que robamos, y si tenemos que detenernos para hacer frente a alguien en campo abierto…, bueno, pues soltamos lo que hemos afanado y pies para qué os quiero.

—¿Y si os atrapan antes de que lleguéis aquí?

—Supongo que escaparnos, o bien no lo hacemos y morimos.

—No se puede ganar una guerra sin quedarse a pelear: eso es un hecho.

—Es cierto, supongo. Pero nosotros no luchamos en guerras. Sólo asaltamos y robamos. No es asunto mío si los redentores quieren morir por Dios o si los Materazzi quieren hacerlo por la gloria. Ese tipo de cosas no nos convendrían, pero en este mundo tiene que haber de todo. —Se rió e indicó con un gesto el paisaje de rocas calizas que los rodeaba, con sus interminables riscos, simas y desfiladeros—. Los desiertos hacen fanáticos, eso lo sabe todo el mundo. Pero un lugar como éste engendra una noble cobardía. Nosotros sabemos dejar en paz a los demás.

—Pero no dejáis de robarles.

—Eso es aparte. Nadie es perfecto.

Durante los tres meses siguientes, Cale y Gil expandieron la campaña contra los folcolares dividiendo a los purgatores en grupos de diez, cada uno de los cuales estaba al cargo de doscientos redentores ordinarios.

En la primera parte de la campaña hubo más derrotas que victorias, pero la depravada naturaleza de la guerra presentaba la ventaja de eliminar a aquellos que eran incapaces o estaban poco deseosos de seguir las nuevas tácticas. Para sorpresa de Cale, la mayoría de los purgatores sobrevivieron e incluso prosperaron. Eso se debía, suponía Cale, a que habían roto ya con una vida de completa obediencia, y ése era el principal motivo de que fueran purgatores. Cale se resistía a aceptar que hubiera algo aún más importante: la adoración que sentían por él. Gil se daba cuenta de esa adoración, y la veía como una prueba más del carácter divino del muchacho. Cale no era una persona sagrada, por supuesto, no era nadie a quien hubiera que reverenciar como santo o profeta. Ni siquiera era, por lo que Gil entendía de lo que decía Bosco, una persona en el sentido en que lo eran incluso los antagonistas más apóstatas. En cierto sentido, ni siquiera estaba realmente vivo. No era nada más que la encarnación de una emoción divina. Tal vez estuviera convirtiéndose en un ángel, alguien puro en el sentido en que son puras las emociones a las que se da libre expresión. Todo lo demás que había en él estaba en proceso de desaparecer. Tenía que ser humano para poder nacer y crecer. Pero esa humanidad ya no era necesaria, y Gil podía ver en Cale a un muchacho que dejaba de serlo a ojos vistas. Había destellos ocasionales de eso que uno podría llamar una persona, se reía ante algo ridículo que acontecía en el campo, o podía uno ver su lengua sobresaliendo por los labios del modo en que la sacan los niños pequeños cuando se concentran en una tarea olvidándose de todo, pero esos detalles ocurrían cada vez con menos frecuencia. No tenía así pues nada de extraño que los purgatores se sintieran atraídos hacia él e intentaran agradarle aún a costa de sus propias vidas. IdrisPukke habría dado a aquello una explicación más terrenal. Cale acaparaba purgatores como quien acapara perlas o diamantes. En ocasiones, siendo la guerra la injusta y drástica criatura que es, aquéllos en quienes invertía esperanzas recibían una flecha en el pecho, en tanto que los inútiles prosperaban para exasperarlo un día más. Pero ellos comprendían, aun cuando se les escaparan sus motivos, que cada uno de ellos era importante para él, incluso más que importante. A medida que a una semana le seguía otra, y a ésta otra más, él iba convirtiendo poco a poco las despiadadas derrotas en empates, y hasta logrando ocasionales victorias. Con el tiempo fue viendo que su patrón básico funcionaba primero la mayor parte de las veces, después mucho más a menudo, para por último no fallar casi nunca. Diez purgatores ahora adiestrados por la práctica y la experiencia tomaban el control de doscientos redentores. A lo largo del frente, él estableció veintitrés fortines semipermanentes que habían de ser apoyados por cinco fortines principales, cada uno dentro de un alcance de ochenta kilómetros. Poco a poco, Cale fue paralizando a los folcolares, aislándolos en el Veld de tal manera que no pudiera llegar hasta ellos aprovisionamiento alguno de los barcos antagonistas (aunque no podía evitar que atracaran en las infinitas ensenadas de la costa). A caballo, los folcolares podían fácilmente deslizarse de un lado a otro del frente redentor, pero ningún carro que fuera un poco grande podía pasar sin usar los caminos controlados por los semifortines, y por los que los folcolares podían transitar ya muy raramente, y no más que con un convoy ocasional. Hasta eso le venía bien a Cale. La esperanza, había comprendido hacía ya mucho tiempo, era lo que de verdad mataba a mucha gente. La esperanza debilita a aquél al que sólo la inteligente desesperación puede salvar. Pero ni siquiera la desesperación les hubiera valido de nada a los folcolares.

—Así que —comentó Hooke— vamos a conseguir tablas por ahogar al rey. Ni victorias para ellos ni para nosotros, aparte de mantener los fuertes.

—Nada de eso —repuso Cale—. Tengo la intención de pasar a la ofensiva muy pronto.

—¿Cómo lo vais a hacer…? No tenéis las tropas suficientes.

—No, pero pronto tendré el apoyo de dos grandes generales.

—¿Más grandes que vos? —se burló Hooke—. ¿Cómo va a ser eso? ¿Quiénes son esos prodigios?

—El general Diciembre y el general Enero —aclaró Cale.

Mientras Cale se afanaba en cortarles a los folcolares el aliento vital, Bosco trataba de resistir a sus adversarios ante el Pontificado, que trataban de hacer lo mismo con él. En vez de violencia, éstos usaban teología, y su manera de estrangularlo a uno, en vez de mediante un bloqueo, consistía en encargar una conferencia.

La cuestión teológica que había de por medio tenía que ver con el agua y el aceite. Sólo un Dios omnipotente podía salvar de sus bajos instintos y su vil naturaleza a un ser tan malvado como el hombre. Pese a ello, era un pilar fundamental de la fe que el Ahorcado Redentor había sido al mismo tiempo Dios y hombre. ¿Cómo era posible tal mezcla? Hasta fechas recientes el problema había sido abordado por el procedimiento de ignorarlo, pero el padre Restorious, obispo de Arden, había removido las cosas predicando la teoría de la Santa Emulsión: las dos naturalezas del Ahorcado Redentor eran, según aseguraba el obispo, como el agua y el aceite mezclados y revueltos. Durante algún tiempo de su vida en la tierra, la mezcla le parecía al observador como un solo fluido, pero con el tiempo ese líquido se volvía a separar en agua por un lado y aceite por el otro, ambos claramente definidos. Podían mezclarse, pero siempre se volvían a separar. «¡Eso es absurdo! —había respondido el obispo Cirilo de Salem—. La doble naturaleza del Ahorcado Redentor fue como el agua y el vino, que están separados hasta que se mezclan, pero entonces se vuelven inseparables de un modo que ninguna fuerza podría revertir».

Pese a la amargura de este desacuerdo, ni Parsi ni Gant tuvieron el más leve interés en avivar el rencor de aquel par de clérigos peleones hasta que, en un breve periodo de lucidez, el Papa Bento expresó su deseo de aclarar la cuestión. El porqué de ese deseo es algo que se perdió en las nieblas que descendieron a su cerebro a la mañana siguiente, pero Gant y Parsi habían recibido la autorización para establecer una conferencia en la que debatir y decidir sobre aquella cuestión en el lugar que consideraran apropiado. Y vieron apropiado que la conferencia tuviera lugar en el Santuario, pues el emplazamiento en que tal conferencia tenía lugar pasaba a estar temporalmente sometido a las autoridades que presidían la conferencia, y que en este caso eran Gant y Parsi. Tendrían así pues el derecho de entrar en cualquier rincón del Santuario, y de hablar con quien quisieran.

Comprenderéis ahora cuán importante había llegado a ser en muchos aspectos la cuestión de la Santa Emulsión. Por desgracia para Bosco, el golpe mortal de la muerte de los trescientos hombres significaba que incluso tan gran táctico se veía sometido a la Ley del Impulso de Swinedoll, que reza que lo que no se mueve hacia delante, se mueve hacia atrás. Incapaz de tomar el control de los cinco ejércitos que había organizado, Bosco no pudo hacer otra cosa que retrasar las decisiones mientras Cale tenía éxito o no en proveer sustitutos. Forzado a detener sus planes, lo único que podía hacer era retirarse lo más despacio posible. Bosco tenía influencia en Chartres, pero se trataba de una influencia frágil, labrada a base de años de muchos favores, con aliados poco fiables y a los que no era fácil controlar desde el Santuario. Ahora recurría a aquellos favores que había hecho a sus aliados no demasiado fiables, los cuales, aunque no lo traicionaban, tampoco se arriesgaban a defenderlo hasta que quedara más claro cómo se podía desarrollar la lucha por el poder entre Bosco y los dos cardenales. El plan de Gant y Parsi de celebrar la conferencia en el Santuario y hacerlo antes de que transcurriera un mes obtuvo un repentino visto bueno en la Cámara Apostólica y pasó adelante sin ninguna oposición seria. Todo eso eran malas, muy malas noticias para Bosco. Su única posibilidad de contraataque consistía en echar mano de la larga lista de personas entre las que había repartido sus favores. Se estableció un comité en Chartres debidamente concurrido con aquellos que eran por alguna razón deudores de Bosco, o bien se hallaban secretamente comprometidos con su creencia en una reformada Redención. Enseguida se envió una misión al Veld, que confirmó el gran éxito de Cale. Gant y Parsi hicieron un intento de obstaculizarla, pero fracasaron. Una razón era que los redentores necesitaban una victoria para reparar la confianza de los fieles, muy deteriorada por el punto muerto en que se hallaban las cosas en el frente oriental, y que se había visto más dañada aún por los rumores de que los antagonistas habían descubierto una mina de plata en Argento tan rica que con la plata que extraían de ella podían contratar un ejército entero de mercenarios lacónicos. La segunda razón era que la teología y la política estaban muy bien, pero para elevar la moral no había nada como la derrota del enemigo. Y si el enemigo era realmente más un incordio que una amenaza, entonces a los fieles se les podía convencer de que suponían un peligro gravísimo hasta entonces menospreciado. Una estrella nueva en el firmamento era justamente lo que necesitaban, y ahora el nombre de esa estrella era Cale. Lo increíble que resultaba que alguien tan joven estuviera en posesión de semejantes habilidades no hacía más que incrementar la sensación entre los fieles de que el mismo Dios había ofrecido por fin su ayuda.

Con el Veld acordonado a todos los efectos prácticos, Bosco pudo hacer volver a Cale al Santuario para exhibirlo en la conferencia. Bosco sabía que se trataba de un juego. Apenas se podía confiar en él, siendo tan crepusculares sus motivos. Gil, naturalmente, había estado escribiendo a Bosco cada pocos días dándole noticias de los fracasos y posteriores éxitos y siempre, siempre, sus pensamientos sobre el estado de la mente y el alma de Thomas Cale. Las obras de Cale habían sido ejemplares, pero ¿qué ocurría en el interior de su corazón? La preocupación teológica más apremiante para Bosco no era la naturaleza de la mezcla de lo humano y lo divino en el Ahorcado Redentor, sino en Thomas Cale: ¿agua y vino, o emulsión infernal?

Bosco había hecho trabajar como mulas a los del Oficio para la Propagación de la Fe, que habían transmitido la noticia de las victorias de Cale en el Veld a cada rincón del imperio redentor, poniendo énfasis en las grandes cualidades del muchacho: su valentía, su astucia, su santidad, su bondad, su compasión por los pobres. Además habían propagado rumores oficiosos de milagros, historias de soldados redentores de gran devoción que tras ver a Cale habían tenido visiones de san jerónimo redentor, a quien le manaba la sangre de las manos cortadas, y de san Finlay, que había sido envuelto en una manta impregnada en brea y después puesto al fuego para que ardiera como la cabeza de una cerilla.

Imaginaos la sorpresa de Cale cuando, sin estar al tanto de nada de esto, regresó al Santuario desde el Veld por el camino lento y poblado que le había indicado Bosco. Comprobó que hasta en el quinto pino había gente que se inclinaba ante él a la orilla del camino para implorarle su bendición, y que habían caminado durante días simplemente porque habían oído el rumor de que iba a pasar por allí. En los pueblos y ciudades sometidos a la crueldad de las razias de los folcolares, hombres y mujeres lloraban de agradecimiento y prorrumpían en himnos que rememoraban sus martirios y sacrificios:

¡Pese al cautiverio, el fuego y la espada,

sigue viva por siempre nuestra fe heredada!

Los pelos de la nuca se le erizaron de un modo muy desagradable al volver a oír aquel himno en particular.

Incluso en parajes muy alejados de las incursiones de los folcolares, sacaban en procesión las estatuas de los santos, y santas horcas que no habían visto la luz fuera de una iglesia desde hacía doce generaciones aparecían al sol del mediodía. Para escándalo y alarma de Gil, los ciegos y escrofulosos se acercaban a rastras para tocarle el bajo de la túnica o siquiera el pelo del caballo, con la esperanza de que intercediera por su salud ante el cielo.

En el último y serpenteante tramo del camino del Santuario, Gil apenas sabía qué pensar. Incluso el distante Cale daba muestras de que algo muy peculiar estaba ocurriendo en su cerebro, además del horror ante la visión de los muros del Santuario.

A mitad de la ascensión de la enorme peña en que estaba enclavado el Santuario, el Oficial de la Mortificación se unió a su columna. Era tarea suya (tarea que llevaba a cabo con enorme satisfacción) recordar al redentor que regresaba victorioso el carácter profundamente trivial de todo logro humano. De mitad para arriba de la peña, así como al atravesar la gran cancela y penetrar en el Patio del Arrepentimiento, el Oficial de la Mortificación iba susurrando al oído de Cale:

—Recordad, hombre, que polvo sois y al polvo volveréis. Recordad, hombre, que polvo sois y al polvo regresaréis.

A la vigésima vez que lo dijo, Cale volvió la cabeza hacia él y le respondió también en un susurro:

—Cerrad el pico.

El Oficial se quedó tan pasmado al oír aquello que por supuesto se quedó mudo el resto del camino hasta que llegaron al patio, donde la gran falange de las seis órdenes de los Caballeros de San Bernabó aguardaba la llegada de Cale. Entonces el Oficial se sintió lo bastante seguro como para continuar, esta vez gritando en voz alta para beneficio de los fieles.

—Recordad, hombre, que polvo sois y al polvo volveréis. —Y entonces—: ¡ALTO!

Cale obedeció.

—Volveos hacia mí.

De nuevo hizo lo que se le decía. En la mano izquierda, el Oficial de la Mortificación sostenía una blanquecina bolsa de lino. Metió la mano dentro, y cogió una porción del contenido de la bolsa, que eran las cenizas mezcladas de los veinticuatro mártires de la gran hoguera de Aquisgrán. Elevando aquellas cenizas hasta la frente de Cale, dibujó en ella la forma simplificada de una horca, como una L boca abajo:

Muerte, juicio, infierno y gloria:

éstas son las cuatro postrimerías.

Sufrimiento, muerte y pecado:

con esto en mi tumba descanso.

Cale miró a su alrededor el gran patio, por una vez iluminado con los colores de las grandes festividades de los redentores, en las ordenadas filas de las sodalidades a las que pertenecía cada uno. Estaban los Bon Secours con sus vestiduras rojas y doradas, los Lazaritos de blanco, con sus Servitores de cara contorsionada, los Caballeros de la Curia ululando el encanto y la belleza de la única Fe Verdadera, los Necróticos Asfixiados con cuerdas de cáñamo rodeando el cuello en carne viva. Estaban los Escarlatos con su sombrero hongo carmesí, la Quincena con sus tirantes verdes y negros, los rostros cubiertos por una capucha que terminaba en punta, las manos haciendo girar eternamente las quince cuentas de la lamentación, una a una. Enfrente, de rodillas, se encontraban los battenos con el cíngulo de la abstinencia alrededor de la cintura, atado con los siete nódulos de la negación de la carne, y con alubias metidas en los calcetines. Había fromondos connitoles cantando aleluyas en voz grave, peccavos lamentando la pérdida de los muchos y el encuentro de los pocos. Entonces Bosco empezó a caminar por entre sus filas, con un hisopo en la mano, rociando sobre ellos las aguas de la aflicción y los óleos de la pena. Se detenía en uno de cada diez redentores para ofrecerles la sal que representa el amargo sabor del pecado, y ellos aceptaban la reprimenda con lágrimas en los ojos. Entonces les colocaba alrededor del cuello un escapulario de cinco pliegues, yugo del Redentor, carga del Señor, mientras, detrás de él, un turiferario balanceaba su pequeño incensario perfumando a los fieles con su penitencial magnificencia.

Y entonces comenzaron los cánticos, las notas bajas de los alimenteri, tan profundas al oído que parecían originarse en algún punto del estómago y agitar los intestinos como esa corriente de agua que en el mar pretende arrancaros los pies del suelo. Entonces aparecieron los tonos más suaves del cantábile, que se fundían y disonaban y volvían a fundirse como si fueran canciones diferentes. Después las notas más altas de los más jóvenes, puras como el hielo, le erizaron a Cale los pelos del lomo con su sonido, que se elevaba hasta el cielo en un tono tan terrible que le daban ganas de gritar. Después, lentamente, fueron terminando: primero los agudos de los jóvenes, después los tonos medios, y por último y gradualmente los bajos, como una tormenta que se aleja hacia el mar. Era algo más hermoso de lo que pueda imaginarse, y sin embargo a él le resultaba odioso.

Cuando llegó por primera vez al Santuario, Cale se había quedado impresionado, sin poder comprender nada, por las extraordinarias vistas y sonidos de una fiesta mayor, una vasta pero imprecisa fiesta de ruido y color capaz de aturdir a un niño tan pequeño. Al hacerse mayor, las fiestas empezaron a clarificarse en el odioso aburrimiento de las ceremonias y en la fuerza de la música. Aquellos que tenían talento practicaban varias horas cada día donde otros no podían oírlos. El mismo Cale había sido sometido a la prueba para ver si su voz tenía cualidades, pero lo habían rechazado con la observación de que cantaba igual que un gato al que le cortan el cuello con una sierra oxidada. Un comentario poco amable pero bastante acertado. Así, cuatro veces al año, oía al coro y a la orquesta tocando, y aprendió a amarlos y odiarlos en igual medida. ¿Cómo podían las almas muertas de los redentores producir algo capaz de conmoverlo de aquel modo?

Entonces empezó la procesión hacia el interior de la gran basílica, y la Misa por los Muertos, no por las legiones de los muertos en la causa de la fe, sino por el alma de los condenados que habían muerto antes de poder oír la palabra del Ahorcado Redentor. En duelo, todas las estatuas de los mártires, la hermana del Ahorcado Redentor y las mil santas horcas del Santuario, grandes y pequeñas, se habían cubierto de seda púrpura y permanecerían de aquel modo durante otros cuarenta días, hasta el instante exacto en que todos los alfileres que las mantenían cubiertas se desprendieran y las telas púrpura brillaran al revelar las hermosas sonrisas, los miembros torturados, las heridas y las llagas supurantes del sagrado sufrimiento.

Si la belleza del agnusdéi del patio le había emocionado, Cale disponía de dos horas de profunda monotonía en el interior de la basílica para sosegarse. Sin aquella gran música que imponía su dominio, los negros, rojos y dorados de los altos sombreros y los vestidos de sorprendentes formas, el incienso que ardía y las manos que se agitaban en elaboradas bendiciones, resultaban tranquilizadoramente monótonos y ridículos, empalagosos y aburridos, y calmaban la furia que le había producido la insultante belleza del sonido de los tres grandes coros del Santuario. La estupidez y la fealdad de la Plegaria del Odio Propio era un bálsamo especialmente sombrío para su furia:

Menos que el polvo que pisan mis pies,

menos que la hierba verde que crece a mi puerta,

menos que la herrumbre que mella la espada muerta,

menos que la necesidad que tienes, Señor, de este feligrés,

aún menos soy yo…

De este modo, se vio imbuido en una mareante mezcla de ira ante la belleza del canto y abrumador entumecimiento de la Misa por los Muertos, y fue así como Cale regresó finalmente a sus aposentos. Todo aquello, sumado a lo duro que había sido el viaje, hacía que lo único que deseara hacer fuera irse a dormir. Pero Bosco no había acabado con él.

—Lo habéis hecho muy bien. Pero necesito que me digáis: ¿los purgatores tienen lo que se necesita para vencer?

—Estoy muy cansado.

—Brevemente. Ya hablaremos en detalle más tarde.

—Probablemente. —Al instante lamentó haberle dado a Bosco aquella satisfacción—. Posiblemente.

—El tiempo apremia, Cale. Tenemos que vencer o morir.

—Más tarde.

—No era mi intención tomar Menfis. Pero sólo porque retengo al viejo Mariscal y a la mayoría de su familia nos libramos de que su imperio nos ataque a nosotros. —Eso ya no era cierto, pero Bosco pensó que era mejor no alterar a Cale haciendo referencia a su huida del Santuario—. No podemos enfrentarnos al mismo tiempo al imperio Materazzi y a los antagonistas.

—¿No deberíais haber pensado en eso antes?

—No pensaba en otra cosa. Vuestra huida no me permitió actuar de otro modo. Si no hubierais entrado en la habitación de Picarbo, todo habría sido diferente.

—Vos me enviasteis allí.

—Efectivamente. Pero estáis empezando a comprender por vos mismo que casi todo lo que sucede, para bien o para mal, tiene su origen en una metedura de pata.

Cale se rió.

—¿En una metedura de pata vuestra…?

—No.

—Necesito dormir.

—Muy bien. Pero para despejaros algunas dudas: vos y yo estamos unidos con lazos inquebrantables. No podéis ir a ningún lado más que conmigo. Como habéis comprobado después de vuestras aventurillas de Menfis, por vuestra propia naturaleza provocáis que todas las manos se vuelvan contra vos. Excepto cuando estáis conmigo. Decidme que lo comprendéis.

Cale lo miró durante un rato y después asintió con la cabeza, a regañadientes. Bosco asintió a su vez.

—Que durmáis bien. La bendición de Dios sea con vos.

En cuanto se hubo ido, llamaron a la puerta, y entró el acólito Model. A Cale le sorprendió darse cuenta de lo mucho que se alegraba de verlo.

—Señor…

—Tenéis buen aspecto. —Y era cierto. No se trataba sólo de la comida extra que Cale había pedido que se le diera a Model, sino de la calidad de ella. La cara se le había puesto más mofletuda, y no es que estuviera gordo ni nada por el estilo, pero ya no tenía aquella expresión demacrada que proporciona no comer apenas y hacer duros ejercicios durante horas y horas. Hasta le brillaba la piel, en vez de estar apagada y dispareja. Una comida decente dos veces al día era, como había comprendido Cale, uno de los regalos más grandes que puede ofrecer la vida. Probaría a emplear esa técnica con los purgatores.

—¿Vos estáis bien, señor?

—Sí.

—Todos estamos muy contentos con vuestro gran éxito.

—¿Todos…?

—Me refiero a los acólitos.

Cale notó que había algo torpe y dubitativo en él.

—¿Qué pasa?

—¿Señor…?

—Soltadlo…

—He estado compartiendo la comida con mis colegas, señor.

—¿Os habéis metido en algún problema?

—No es eso. Pero a uno de ellos lo han puesto a servir el agua a los presos en la bartolina número dos. —Parecía ahora aún más dubitativo—. Y me ha dicho que uno de los espías antagonistas que están allí esperando que los ahorquen dice que es amigo vuestro.

Cale se quedó tan indignado como sorprendido. No tenía nada de extraño que Model se sintiera incómodo, pues transmitir información de aquel tipo era como tener veneno pero no tener la bebida en que disimularlo.

—No conozco a nadie que responda a esa descripción, pero no os preocupéis: no diré nada. ¿Os ha dado un nombre?

—No ha querido, pero le ha dado a mi colega un mensaje para vos.

Sacó un pedacito de papel de un bolsillo prohibido, y se lo entregó a Cale. Estaba toscamente sellado con Dios sabía qué. Lo abrió. Había tres palabras escritas en un pedazo de papel que claramente había sido rasgado de un libro de cánticos religiosos:

HENRI EL IMPRECISO