____ 07 ____

Era el alba, y los pardillos trinaban en los árboles escandalosamente. Las hermosas arias y coros que cantaban antes de que el sol se pusiera eran reemplazados en aquel momento del día por una atroz algarabía que sonaba como hombres con silbatos desafinados que, subidos a las ramas de los árboles, se pelearan a puñetazos.

Pese a todo aquel estruendo, la muchacha, Daisy, dormía profundamente en sus brazos. Kleist había dormido en la misma estancia con cientos de chicos que le parecían aún más feos cuando estaban dormidos que cuando no lo estaban. Daisy parecía hermosa, exactamente igual que cuando estaba despierta. Una sensación profundamente placentera lo arrebataba al contemplarla: era como la sensación que notaba en el pecho tras beberse un gran trago de brandy o sake.

Las mujeres le producían al mismo tiempo desconfianza y estremecimiento. ¿Y a quién no? Pero hasta muy poco tiempo atrás, la palabra ignorancia se hubiera quedado corta para describir su falta de comprensión, que era absoluta. En aquellos momentos, su experiencia era significativa en algunos sentidos, si bien parcial y peculiar. Por una parte, su hostilidad hacia Riba se basaba en las numerosas ocasiones en que, sin que ella tuviera culpa de nada, había estado a punto de matarlo; aparte de esto, estaba su experiencia de las bellezas aristocráticas de Menfis, que miraban a los hombres, y a él en especial, con el desdén de quien se siente superior; y por último estaban las putas de Ciudad Kitty, cuya tristeza o frialdad había terminado desanimándolo de ir a verlas.

Abrumado por el conflicto entablado entre aquella ternura repentina y la violencia de su educación, decidió encolerizado que iría a buscar a los dos miembros que quedaban con vida de la banda de Lord Dunbar y les daría una muerte espantosa. Para su sorpresa y mortificación (se había esperado más o menos que ella se derretiría de amor y adoración cuando le explicara sus nobles intenciones), la muchacha había ahogado un grito de espanto y le había implorado que no fuera tan imbécil.

—¿Cambiaría eso algo?

—No —respondió él de mala gana—. Pero yo me sentiría mejor.

—Y yo también —comentó ella sonriendo—. Pero la lucha es un riesgo. Nunca sabe uno lo que podría ocurrir. Arriesgar la vida por basura semejante no merece realmente la pena. Tal vez un día nos los encontremos borrachos, y cuando caigan dormidos les hundiremos un puñal en la espalda.

La muchacha se rió y él se quedó mirándola fijamente, desconcertado. Si eso no le hubiera sucedido a ella, él se habría mostrado completamente de acuerdo. Se enamoró aún más. La verdad sea dicha, le hubiera gustado disponer de unos días de descanso para acostumbrarse a aquel nuevo sentimiento, pero Daisy no era una chica paciente. El rayo se movía despacito comparado con ella, y pronto se la encontró colocada encima de él y devorando cada centímetro antes de que él supiera realmente qué hacer. Cuando una gran convulsión hizo temblar el cuerpo de ella, Kleist creyó que estaba agonizando a causa de algún tipo de ataque. No había visto nada parecido durante sus tristes escapadas a Ciudad Kitty. Cuando se tendió exhausta a su lado, Daisy se extrañó de tener que explicarle al profundamente preocupado Kleist lo que había sucedido. Había mucho que asimilar, especialmente para un joven tan duro como aquél. Parecía muy sorprendido y pensativo, y ella lo desconcertó aún más al echarse a llorar.

Con enorme cuidado, Kleist levantó a la muchacha dormida de su brazo izquierdo ahora entumecido y preparó el desayuno para los dos. Como tenía mucha hambre, se terminó el suyo de inmediato y esperó a que ella despertara. Tenía tantas ganas de hablar con ella que incluso intentó darle un empujoncito. Pero lo de dormir se le daba muy bien a aquella chica. Eso le crispaba los nervios de tal modo que también se terminó el desayuno de ella.

—¿Dónde está el mío? —preguntó Daisy en voz bajita mientras él acababa de rebañar el plato.

—Os lo prepararé ahora mismo. —El agua ya estaba hirviendo y veinte minutos después ella se abalanzaba sobre las alubias con arroz que le habían robado a Lord Dunbar—. ¿Qué hacíais aquí vos sola?

—Estaba dando un paseo, nada más.

—¿Por aquí?

—No tiene mucha gracia pasear por donde ya se ha paseado antes.

—Sois demasiado joven.

—Soy mayor que vos.

—Yo puedo cuidar de mí mismo.

—Yo también. —Se miraron el uno al otro con cierta incomodidad—. Normalmente. Esta vez no tuve cuidado y me atraparon. Fue culpa mía.

Eso le indignó a él.

—¿Cómo va a ser culpa vuestra lo que os hicieron?

—No he dicho eso. Pero si alguien intenta robarles un caballo a unos bastardos rufianes, ya sabe a lo que se expone. Además —dijo ella—, ellos no os mataron, y por eso les estoy agradecida.

Kleist no supo qué contestar a eso. Daisy sonrió.

—Les estoy tan agradecida que puede que no les clave el puñal por la espalda.

—¿De dónde venís?

—De los Quantocks.

—No lo he oído nunca.

—Están a unos tres días de camino de aquí. Ahora quiero volver allá. Veníos conmigo.

—Vale.

Kleist había respondido sin pensarlo un segundo. Lo lamentó al instante, pero sólo porque era algo muy extraño que él respondiera así. Sentía como si se hubiera apoderado de su cuerpo otra persona, alguien que podría hacerle decir o hacer cosas muy tontas.

—¿Tenéis familia?

—Por supuesto —respondió ella, y también lo lamentó al instante—: Lo siento.

—No necesitáis disculparos. Vuestra familia no debería dejaros andar por ahí.

—¿Por qué no?

—Porque es demasiado peligroso.

—Sois vos el que quiere montar una juerga de asesinatos.

—Lo que yo quería era vengar vuestro honor —dijo él.

Ella se rió.

—Los cleptos son mi pueblo. Ellos no creen en esas cosas. Nosotros somos muy curiosos, pero no muy puntillosos en cuestiones de honor.

—Me estáis tomando el pelo.

—No, no os estoy tomando el pelo, de verdad que no. La modestia, la virginidad y la honra: nosotros no creemos en nada de eso. Todas las tribus vecinas se toman esas tonterías muy en serio, siempre están riñendo por el honor de tal y de cual. Se suicidan por el honor y matan a sus mujeres y a sus hijas por él. Si yo fuera una deccan, los míos me estrangularían nada más enterarse de que me habían violado. —Hizo un gesto de desprecio con los dedos y explicó—: Esto es lo que pienso yo de la honra. —Daisy se dio cuenta de que eso le había impresionado a Kleist, aunque tal vez asustado sea una palabra más exacta al caso. Se rió—. Y además los deccan son tan idiotas y carentes de curiosidad como una vaca. «La curiosidad mató al gato», es lo que dicen siempre. Mi tío Adam se tiró cinco días en canoa por el Rin porque le dijeron que había en Florencia una ramera con los genitales inusualmente formados. Y yo soy famosa porque enseñé a un pollo a caminar hacia atrás.

—¿Para qué hicisteis eso?

Ella se rió, encantada.

—Lo hice porque los cleptos tenemos un dicho: «No se le puede enseñar a un pollo a caminar hacia atrás».