____ 05 ____

Kleist cantaba a lo loco, desafinando pero contento:

En la montaña de caramelo

las abejas zumban en el cuelo,

las cigarras nacen en las ramas,

las fuentes dan zumo de pomelo,

y las piedras sirven de camas

a manantiales de limonada,

en la montaña de caramelo.

En la montaña de caramelo

los curas graznan como un pato,

las chicas guapas están en celo,

de la cena siempre hay otro plato.

Y nadie ha oído nunca hablar

de que hubiera que trabajar

en la montaña de caramelo.

Sin fijarse mucho en lo que hacía, comprobó el cuchillo que iba metido en una vaina en la silla del caballo, y siguió berreando sin mucho respeto por la melodía:

Hay un lago de whisky y hielo

que se puede cruzar a nado

en la montaña de caramelo…

Entonces se fue con el cuchillo hacia unas zarzamoras. Se colocó en medio de un salto, transportado por su velocidad y su peso. A su paso las espinas le arañaron y encendieron de rojo la piel. Pero la maraña de brotes era más tupida de lo que había creído en un principio, y los chupones viejos de la parte del medio eran fuertes y erizados, de manera que su precipitada carrera se frenó de modo doloroso.

Unas fuertes manos lo agarraron por los talones y lo sacaron a rastras de entre las zarzas. Tenían que tirar con fuerza, y eso le dio a Kleist un par de segundos para tomar una decisión: dejó caer el cuchillo entre las zarzas, y entonces lo sacaron de allí y lo arrastraron a campo abierto.

Mientras Kleist daba patadas y se retorcía, otras manos lo agarraron de las muñecas. Entonces comprendió que no tenía sentido resistirse, y dejó de forcejear.

Delante de él, de pie, había un hombre cuyos precisos rasgos quedaban escondidos por el sol que le daba a Kleist en los ojos.

—Vamos a registraros, así que no os mováis. ¿Lleváis alguna arma?

—No.

Dos manos rápidas y diestras lo cachearon hábilmente.

—Bien. Si nos hubierais mentido, habría sido lo último que hubierais hecho. Levantadlo.

Tiraron de Kleist con brusquedad para colocarlo en posición de sentado, y los cuatro hombres, con cuchillos y espadas desenvainadas, lo fueron soltando en disciplinado orden. Era gente que sabía lo que hacía.

—¿Cómo os llamáis?

—Thomas Cale.

—¿Qué andáis haciendo por aquí vos solo?

—Me dirigía a Post Moresby.

Le cayó un buen golpe en un lado de la cabeza.

—Decid Lord Dunbar cuando os dirijáis a Lord Dunbar.

—Vale. ¿Cómo iba a saberlo?

Otro golpe para que aprendiera a no ser contestón.

—¿Para qué ibais allí? —le preguntó Lord Dunbar.

Kleist lo miró: se trataba de un tipo desaliñado, sucio y mal vestido, con un tartán de mala pinta. No se parecía a ningún gran señor que Kleist hubiera visto nunca.

—Quería coger un barco y alejarme de aquí lo más rápido que pudiera.

—¿Por qué?

—Los redentores mataron a mi familia en la masacre de Monte Nugent. Cuando tomaron Menfis comprendí que era tiempo de irse a donde no los volviera a ver nunca.

Aquello tenía una parte de verdad.

—¿Dónde cogisteis ese caballo?

—Es mío.

Otro golpe en la cabeza.

—Lo encontré. Creo que se perdió en la batalla del monte Silbury.

—He oído hablar de ella.

—Tal vez los redentores paguen algo por él —apuntó Johnny el Guapo.

—Tal vez os cuelguen en cuanto intentéis pedírselo —respondió Kleist, lo que le valió otra bofetada en la oreja.

—¡Lord Dunbar!

—Lord Dunbar, vale.

—Johnny el Guapo —ordenó Dunbar—, registrad el caballo.

Dunbar se puso en cuclillas al lado de Kleist.

—¿Qué andan buscando esos redentores?

—No lo sé. Lo único que sé es que son un montón de putos asesinos, Lord Dunbar, y lo mejor que puede hacer uno es alejarse lo más posible de ellos.

—Los Materazzi no han podido atraparnos en veinte años —dijo Lord Dunbar—. No nos importa mucho quién intente hacerlo ahora.

Johnny el Guapo regresó y dejó en el suelo un brazado entero de pertenencias de Kleist. Era un buen botín: Kleist se había asegurado de que todas las cosas que robaba en Menfis, por simples que fueran, fueran de la mayor calidad: espada de acero portugués con incrustaciones de marfil en la empuñadura, una manta de lana de Cachemira… y así todo. Aparte del dinero, que eran ochenta dólares guardados en una bolsa de seda. Aquello animó considerablemente a los cinco hombres. Pese a todo lo que presumía Dunbar, sus ganancias debían de ser muy escasas a juzgar por el estado andrajoso de la ropa que llevaban él y sus hombres.

—De acuerdo —dijo Kleist—. Ya tenéis todas mis pertenencias. No está mal. Ahora dejadme que me vaya.

Otro golpe.

—¡… Lord Dunbar!

—Deberíamos dejar frito a este imbécil impertinente.

A Kleist no le gustó cómo sonaba aquello.

—Dejádmelo a mí —propuso Johnny el Guapo—. Os ahorraré problemas.

Lord Dunbar le dirigió una significativa mirada.

—Ya sé la bestialidad que queréis hacer antes de cargároslo, Johnny —le gritó, y volvió a mirar a Kleist—. Levantaos. —Kleist se puso en pie—. Dadnos vuestra chaqueta. —Kleist se quitó su jubón corto, que había robado de una percha en la antecámara de Vipond. Era de suave cuero y de corte sencillo pero elegante—. Me habéis estado mintiendo, y eso es algo que me gusta en un hombre —dijo Dunbar, admirando la chaqueta y lamentando que fuera demasiado pequeña para él—. Pero tenéis razón sobre lo que consideráis justo. —Indicó un incómodo camino—. Por ahí saldréis del bosque. Os dejaremos en paz. Ahora, ¡marchad con viento fresco!

Kleist no necesitó que se lo dijeran dos veces. Pasó al lado de Johnny el Guapo, que lo observaba irse con lascivo resentimiento, y desapareció en la espesura del bosque sin conservar otra pertenencia, de todo cuanto había tenido cinco minutos antes, que la ropa.

—No se puede reemplazar a trescientos hombres cuidadosamente elegidos por sus grandes cualidades y fieles hasta la muerte por esos degenerados de la Casa del Propósito Especial.

—¿Y por quién si no vamos a reemplazarlos? ¿Es que disponemos de otros diez años?

Bosco no era tan ingenuo que no se diera cuenta de que era la primera vez que Cale hablaba de ellos dos como metidos en una empresa común, y de que se lo estaba empezando a ganar. Además, el hecho de que hiciera un esfuerzo por disimularlo resultaba alentador.

—No, no disponemos de diez años.

—¿Hay documentos?

—Ah, de cada redentor hay abierto un legajo en el que está consignado todo sobre él.

—¿Vos tenéis acceso a esos legajos?

—Por supuesto.

—Me gustaría leerlos.

—Esa idea no funcionará.

—Es posible que no funcione. Pero los purgatores se encuentran al borde de la muerte, a la que seguirá un infierno eterno, en el que los demonios los destriparán un día y otro con una pica, o bien se los tragarán vivos para defecarlos después, y así por toda la eternidad. Podemos salvarlos de un destino así… Ésas son las cadenas que los ligarán a mí.

—Son unos desviados: la quintaesencia de la polilla y el orín[3].

—Si no están a la altura, os los devolveré para que los ejecutéis. Éstos son hombres entrenados y rechazados por todos. Por lo menos dejadme ver sus legajos. —Cale sonrió por primera vez en mucho tiempo—. No creo que vayáis a estar en desacuerdo.

—Muy bien: leeremos ambos los legajos, y después ya veremos.

—Habladme de Guido Hooke.

Se oyó un golpe en la puerta, que se abrió inmediatamente delante de un redentor que inclinó servilmente la cabeza ante Bosco y descargó todo un archivo que venía en una caja con la inscripción «ENTRADA». El redentor repitió la inclinación de cabeza, y salió.

—Hooke —explicó Bosco— es un incordio para mí que realmente no os interesa.

—Quiero saber cosas sobre él.

—¿Por qué?

—Es un presentimiento. Además, creí que podría enterarme de todo.

—¿De todo…? Ya veis este archivo que acaban de traernos. Esto no es más que el papeleo de un día. De un día de poca actividad. Dedicaos a aquello que sabéis hacer.

—Habladme de él.

—Está bien: Hooke es un sabelotodo que piensa que puede comprender el mundo a través de un libro de aritmética. Es un gran inventor de máquinas. Es brillante como el que más de los de su tipo, pero ha metido la napia con demasiada frecuencia en cosas en las que más le hubiera valido no olisquear. Durante diez años lo he dejado en paz porque admiro su mente, pero ahora sus declaraciones sobre la luna contradicen al Papa. Le aconsejé que se marchara, y le sugerí que el Gremio podría estar deseoso de contratarlo. Mientras yo estaba en Menfis, Hooke se dirigió a Fray Bentos para hacerse a la mar desde allí. Pero lo atraparon los hombres de Gant en un tugurio, cuando se disponía a embarcar.

—¿Por qué no se lo llevaron a Stuttgart?

—Porque en Stuttgart no hubiera sido responsabilidad mía. Ahora no tendré más remedio que hacerle un Acto de Fe, o de lo contrario parecerá que desafío la autoridad del Papa.

—Pero dijisteis que el Papa estaba equivocado.

—Estáis siendo lento de entendederas a propósito.

—¿Qué clase de máquinas?

—Máquinas blasfemas.

—¿Por qué son blasfemas?

—Una máquina para volar… Si Dios hubiera querido que voláramos, nos habría dado alas. Una máquina blindada: si Dios hubiera querido que tuviéramos armadura, naceríamos con escamas. Y, según tengo entendido, una máquina para extraer luz del sol de los pepinos. La mayoría de los dibujos que ha hecho son fantasías. Su idea de un hopiocóptero que vuela es una estupidez. No tiene ninguna pinta de ir a moverse del suelo, ya no digamos volar por los aires. Sin embargo, he utilizado su compuerta en el canal del este.

—Si Dios hubiera querido que hubiera compuertas, ¿no habría hecho que el agua fluyera hacia arriba?

Bosco no mordió el anzuelo.

—Si queréis saber cosas sobre él, leed su legajo. Pero es hombre muerto, tanto si lo hacéis como si no.

Kleist se vio obligado a quedarse por allí cerca hasta el día siguiente, cuando se fueron Lord Dunbar y sus hombres y él pudo recoger el cuchillo que había dejado caer entre las zarzas. Entonces pensó detenidamente qué hacer. No tenía gran interés en vengarse, y no es que fuera una de esas personas indulgentes. Simplemente, la venganza resultaba peligrosa, y a Kleist no le gustaban los peligros. Por otro lado, se encontraba en el culo del mundo, en medio de una tierra desierta, sin caballo, ni pertenencias ni dinero, y con poca ropa. Sopesando las posibilidades, decidió que lo mejor sería seguirlos, aunque durante los tres días siguientes se preguntó repetidamente si no estaría cometiendo un error.

Tenía hambre y frío, aunque a eso estaba acostumbrado. Sin embargo, aunque el entorno era bastante verde, no encontraba agua por ningún lado. La debilidad causada por la falta de agua puede apoderarse de uno rápidamente, y en cuanto perdiera de vista a Dunbar, estaría acabado.

Se tomó un descanso. Encontró algunas cañas de bambú. Eran muy finas, pero seguramente valdrían. Cortó un trozo de metro y medio de largo y una docena de gruesos listones, y a continuación se apresuró para dar alcance a la banda de Lord Dunbar. Siguiendo todo el resto del día, encontró un pequeño charco de agua entre verde y marrón, y decidió arriesgarse a beberla. La había bebido aún peor, aunque no muchas veces. Dunbar y sus hombres se detuvieron una hora antes de que se hiciera de noche, y Kleist tuvo que darse prisa para aprovechar la luz mortecina del final del día. El bambú seguía verde, lo que facilitaba cortarlo en delgados hilos con los que hacer una cuerda de arco. Entonces rajó el bambú por el medio para hacer tres listones, cada uno más corto que el anterior. Al oscurecer ya había atado un listón al otro con las cuerdas, formando algo parecido a las ballestas de la suspensión de un carro. Durmió poco y mal. Al día siguiente empezó a trabajar tan pronto como hubo un poco de luz, siguió haciéndolo mientras ellos levantaban el campamento, y terminó el arco a mediodía, cuando se detuvieron un par de horas. Le hubiera gustado curvar los extremos para conseguir más potencia, pero no tenía tiempo, y se trataba de un proceso muy complicado. Salió el sol, cuyos rayos lo martirizaron provocándole una sed insufrible, pero mientras le resecaban la garganta, hacían lo mismo con el arco, secándolo del todo y tensándolo completamente. Había bastante pedernal por aquella zona, y sólo le llevó diez minutos preparar con él una punta de flecha.

Un cuervo muerto y devorado por los gusanos le proporcionó plumas para las flechas. Pero las plumas de cuervo resultaban duras de trabajar, y él quería hacer todo lo posible para que las cosas quedaran técnicamente perfectas. Atarlas bien con el bambú y la cuerda era un trabajo espantoso. Aun así, aunque el redentor fabricante de flechas Hart le hubiera dado una buena paliza de haber podido ver los resultados, lo cierto era que no habían quedado mal del todo. Estaban lo suficientemente bien, siempre y cuando pudiera acercarse lo indispensable para producir con ellas daños serios.

Se encontraba cansado, sediento, hambriento y de mal humor. Unos pocos disparos de ensayo fuera de la vista aliviaron su cansancio con una mezcla de maldad y satisfacción ante su propia habilidad. Pero las había dejado ir demasiado lejos, y pensando que las había perdido, casi se metió en el campamento donde se escondían ellos entre un espeso grupo de árboles.

En el escaso tiempo que quedaba de luz, no podía hacer más que arrastrarse hacia el campamento para ver cómo estaban las cosas. Localizó a cuatro de ellos, pero no al quinto. La puesta de sol obligaba a posponer el ataque. Habría preferido pasar la noche donde se encontraba para no tener que volver a arriesgarse acercándose otra vez a ellos por la mañana. Pero como no conseguía localizar al quinto hombre, pensó que sería más prudente retirarse unos cientos de metros. Al fin y al cabo, hiciera lo que hiciese, la cosa era igualmente difícil e incómoda.

Nueve horas después, y con un dolor de cabeza terrible, volvió al mismo puesto para observar. Seguía sin ver más que a cuatro hombres, pero el que faltaba el día anterior había regresado, en tanto que Lord Dunbar había desaparecido. La frustración, la excitación y el miedo lo sacaban de quicio, y hacían que el martilleo que tenía en la cabeza pareciera capaz de romperle el cráneo. No se atrevía a hacer nada hasta que estuvieran juntos los cinco hombres. Y entonces, alrededor de las ocho, Dunbar salió de lo que parecía un gran arbusto, al borde del campamento. Unos segundos después, estaba orinando en una orilla mientras lanzaba órdenes para que levantaran el campamento. Con la flecha colocada en el arco, la cuerda tensa con la enorme fuerza de su brazo y su hombro, respiró hondo, y soltó. Dunbar soltó un grito al recibir la flecha en la cadera izquierda. Transcurrieron tres segundos en silencio. Los cuatro miraban.

—¿Qué…? —preguntó uno.

Otra flecha le dio en la boca a Johnny el Guapo, que cayó hacia atrás agitando los brazos. Un tercero salió corriendo, deslizándose aterrorizado para ponerse a cubierto tras los árboles. Una flecha mal lanzada le alcanzó en el pie, y tuvo que hacer los últimos metros a saltitos, gritando de dolor, hasta desaparecer entre los árboles. Otro de los indemnes salió del campamento corriendo en dirección opuesta. El quinto hombre, que se hallaba casi en el centro del campamento, no se movió. Kleist le apuntó, el arco crujió al doblarse, y la flecha fue a clavársele en mitad del pecho. El hombre lanzó un horrible gemido ahogado, lleno de angustia.

Kleist colocó otra flecha en el arco, y tiró de ella preparando cuidadosa y rápidamente su trayecto hacia el interior del campamento, pasando la punta de uno a otro mientras calibraba las posibles amenazas: Johnny el Guapo no iba a representar ningún problema. El hombre que estaba arrodillado con la cabeza gacha seguía gimiendo, pero lanzaba ya extraños silbidos que alternaban con el ruido de su respiración. Era imposible fingir esos sonidos, así que él tampoco iba a representar ningún problema. Sólo podía desear que el sonido cesara. Dunbar, que yacía de costado, tenía un espantoso color blanco, y los labios desprovistos de sangre.

—Debería —dijo Dunbar en voz baja— haberos matado cuando tuve la oportunidad.

—Deberíais haberme dejado en paz cuando tuvisteis la oportunidad.

—De acuerdo.

—¿Alguna arma?

—¿Por qué os lo tendría que decir?

—De acuerdo.

Nervioso, Kleist no dejaba de observar los árboles. Era demasiado riesgo.

—Esto podría durar horas. Acabad conmigo.

—Debería, pero es más fácil decirlo que hacerlo.

—¿Por qué? Lo habéis hecho con esos dos sin muchos problemas.

—Ya, pero en ese momento estaba furioso.

—A fin de cuentas, os lo pido yo. Acabad conmigo.

—Vuestros hombres volverán. Que lo hagan ellos.

—Tardarán horas en volver. O tal vez no lo hagan nunca.

—No quiero hacerlo…, comprendedlo.

—Es mejor que…

Sonó un potente golpe cuando Kleist soltó el arco casi pegando en el pecho de Dunbar. Los ojos se le abrieron, y expulsó aire durante un lapso de tiempo que pareció varios minutos, aunque sólo se trató de unos pocos segundos. Afortunadamente para ambos, eso fue todo.

Tras él, el hombre que estaba de rodillas seguía gimiendo y profiriendo aquellos horribles silbidos. Kleist se dejó caer de rodillas y le entraron arcadas. Pero no había en su estómago nada que pudiera expulsar. No era fácil seguir teniendo arcadas y vigilando los árboles al mismo tiempo. Soltó el arco: necesitaba las manos libres para registrar sus nuevas posesiones y reconocer las antiguas. Se puso en pie despacio y profirió un grito.

A cinco metros de distancia se encontraba una muchacha que lo estuvo mirando con ojos como platos antes de arrojarse a sus brazos y romper a llorar.

—¡Gracias, gracias! —decía entre sollozos, abrazándolo como si fuera un pariente reencontrado. Sus ruanos lo agarraban con desmedido alivio y gratitud. Besó a Kleist en plenos labios, y después se abrazó contra su pecho, apretándole con las ruanos la parte superior de la espalda, como si no estuviera dispuesta a soltarlo nunca—. Habéis sido tan valiente, tan valiente…

Se hizo un poco hacia atrás para examinarlo. Tenía los ojos empañados en lágrimas a causa de la admiración.

No habría hecho falta un penetrante estudioso de la naturaleza humana para entender no sólo la expresión pasmada de Kleist sino también la evasiva mirada con que contestaba a aquel modo de venerarlo. De pronto vio en el rostro de ella, como el sol que aparece al comienzo del día, el instante en que caía en la cuenta de que él no había llegado allí con el propósito de rescatarla. La admiración desapareció, y sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas. No era frecuente que Kleist se sintiera mezquino.

La muchacha dio un paso atrás que parecía excesivo para estar justificado sólo por la decepción. Entonces levantó el cuchillo que había sacado del cinturón de Kleist mientras lo abrazaba tan efusivamente.

La mirada de sorpresa e ira en la cara de Kleist resultó tan cómica, que la chica se echó a reír.

El rostro de él se encendió de cólera, cosa que a ella sólo le hizo reírse aún con más ganas. Entonces él avanzó un paso, le arrancó de un golpe el cuchillo de la mano y le asestó un puñetazo en pleno rostro. La muchacha se desplomó como un saco de carbón y recibió un feo golpe en la cabeza. Kleist cogió el cuchillo sin quitarle los ojos de encima, pero al mismo tiempo dando un rápido repaso a los árboles. Los acontecimientos se le habían ido de las manos. Ahora ella tenía una expresión de aturdimiento y dolor, y sangraba por la nariz. Se sentó.

—¿Se os han quitado las ganas de reíros?

Ella no dijo nada, mientras él se alejaba y empezaba a examinar los fardos que encontraba por el campamento, en busca de sus pertenencias y de cualquier otra cosa que se pudiera llevar. El hombre que estaba de rodillas seguía gimiendo y el reventado pulmón no dejaba de silbar.

La muchacha empezó a llorar. Kleist seguía rebuscando. Encontró su dinero en lo que debía de ser el fardo de Lord Dunbar. Por lo demás, lo que había era poca cosa. Su carrera como asaltantes de caminos no debía de haber resultado un gran éxito. Y tan sólo disponían de tres caballos, incluyendo el que le habían robado a Kleist. El llanto de la muchacha se hacía más y más fuerte, y llegaba a ser incontrolable. Junto con el gemido y el silbido del hombre que estaba arrodillado, le estaban poniendo a Kleist de los nervios.

Pero no se trataba sólo de eso: «Las lágrimas de una mujer son un veneno universal para el alma de un hombre —le había dicho en cierta ocasión el padre Fraser—. Una ramera llorona puede disolver todo el buen juicio de un hombre con sus líquidas maniobras». En su momento esta advertencia había parecido de dudosa importancia, dado que él no recordaba haber visto nunca a una mujer. Su experiencia en Menfis, sin embargo, había expandido considerablemente su conocimiento sobre las mujeres en varios sentidos que no resultaban útiles en lo que se refería al llanto, pues las prostitutas de Ciudad Kitty no eran muy dadas a las lágrimas.

—¡Callaos! —le dijo.

La muchacha redujo el ruido de su llanto a un leve lloriqueo alternado con ocasionales sollozos.

—¿Qué demonios hacíais vos con esos forajidos?

La muchacha tardó un rato en poder responder. Trató de controlarse entre sollozos de emoción.

—Me secuestraron —explicó ella, diciendo algo que no era cierto, o no completamente cierto—, y me violaron todos.

El tiempo pasado en Menfis había familiarizado a Kleist con aquel término. Kleist había oído un montón de historias desconcertantemente divertidas sobre violaciones, y había provocado aún más risas al pedir que se las explicaran. En aquel momento le sorprendió la respuesta, y no le pareció bien. Estaba claro que aquella muchacha era una mentirosa, pero parecía todo lo consternada que cabía esperar. Y, sin embargo, no hacía más que unos minutos que se le había reído en la cara.

—Si lo que decís es verdad, entonces lo siento.

—Dejadme uno de los caballos.

—Eso significaría que podríais seguirme, así que me parece que no lo haré.

—Vos tenéis el mejor caballo. Los otros no son más que unos jamelgos.

Eso era bastante cierto.

—Podría venderlos en la primera ciudad. ¿Por qué debería darle uno a una ladrona? Eso sino sois algo peor.

—Esos dos caballos están marcados. Si intentáis venderlos, os colgarán pensando que sois un cuatrero.

—Bueno, parece que entendéis de eso —comentó él, atando su bolsa recién llena de cosas a la silla del caballo.

—¡Por favor, dejadme un caballo! Los otros dos hombres siguen todavía por ahí.

—Uno de ellos no estará en condiciones de seguir a nadie durante bastante tiempo.

—Pero el otro tal vez sí.

—De acuerdo. Pero callaos. Y os iréis en esa dirección —dijo señalando al oeste—. Si os vuelvo a ver, os cortaré esa puta cabeza.

Diciendo esto, montó el caballo y partió, dejando a la muchacha sentada en el suelo del bosque junto al hombre arrodillado, que seguía resollando y emitiendo aquellos silbidos.

Si su comportamiento al dejar a aquella joven en el claro era innoble, puede resultar comprensible si uno piensa en las terribles consecuencias que había tenido su única experiencia anterior en lo que se refiere a rescatar a chicas en dificultades.

—¿Creéis que hace bien? —preguntó Gil.

—¿Qué os parece a vos? —dijo Bosco.

—Yo pienso que se equivoca —respondió Gil—. Me parece que los purgatores están donde se merecen estar. Su carácter es el que les ha acarreado su destino. Si Dios no ha podido cambiar su corazón, ni siquiera alguien que es la ira de Dios hecha carne podrá hacerlo.

—Esperemos, padre, que seáis vos el equivocado: Cale es un pozo de sorpresas.

—Ahora entiendo por qué no me gustó nunca.

Se rieron los dos.

—¿Debería proseguir…? —preguntó Gil—. Me refiero a proseguir con los planes para sitiar a Bose Ikard.

Bose Ikard era el burgrave de Suiza, un hombre que en teoría se hallaba sólo por debajo del famoso rey Zog en aquel país, y aún de él a muy poca distancia. Una vez colapsado el imperio Materazzi, Bose Ikard era ya el más poderoso de todos los triunfadores de las cuatro partes del mundo.

Bose Ikard había cometido, a los ojos de Bosco y de Gil, el error de permitir que algunos supervivientes Materazzi se refugiaran en el Leeds Español, algo que ellos veían como hostil a sus intereses. Lo que Bosco y Gil no se imaginaban era que Bose Ikard era de la misma opinión, y que tan sólo una rabieta del rey Zog había doblegado su mano para permitir que los Materazzi se refugiaran en el Leeds Español. El servicio diplomático de los redentores no era demasiado hábil ni en diplomacia ni en la captación de información, y en cualquier caso Bosco tenía limitado acceso a sus conclusiones, que además no incluían el hecho de que Bose Ikard había hecho todo lo posible por animar a los Materazzi a que se fueran de allí. Aparte de permitirles quedarse, Bose Ikard no les ofreció ni ayuda ni dinero, esperando que aquella falta de hospitalidad los empujaría a irse a otra parte donde en general dejarían de darle problemas a él y en concreto le evitarían problemas con los redentores. Sin embargo, Bosco no sabía nada de aquellas renuencias, y sólo podía suponer las actitudes de Ikard a partir de su tratamiento aparentemente hospitalario hacia los Materazzi. Había pensado que sería buena idea matarlo para marcar las cartas de Zog, y desanimar de ese modo a cualquier otro que pudiera plantearse la posibilidad de dar cobijo a los Materazzi o a quienquiera que no fuera del agrado de los redentores.

—No. Debemos posponer esa muerte hasta…, bueno, por lo menos durante varios meses…, hasta que tengamos alguna idea de si Cale puede transformar a los purgatores.

—Es arriesgado posponerla.

—Y también es arriesgado no hacerlo. Nos encontramos en medio de la avalancha: es peligroso seguir adelante, y es peligroso retroceder. Mientras tanto, quiero extender el nombre y la reputación de Cale. Quiero que os lo llevéis al Vado del Zopenco.

—¿Por…?

—Porque allí resolverá el problema.

—Parecéis muy seguro.

—Lleváoslo y lo veréis. Es evidente que tenéis menos fe en la fuerza de la exasperación divina de la que debierais.

Mea culpa, padre.

Bosco aspiró hondo, poco complacido con la falta de celo de Gil.

—¿Y qué me decís de Hooke?

—Pese a que me hace muy poca gracia que Gant me retuerza la mano, tenemos que evitar toda provocación hasta ver si Cale triunfa o fracasa. Si Hooke va a ser ejecutado, habrá que hacerlo con mucha publicidad. Nos guste o no, tendremos que tragarnos la humillación dándole toda la difusión posible a su muerte. Habrá que invitar a personas de importancia.

Se oyó un golpe en la puerta, e hicieron pasar a Cale. Le explicaron que pensaban destinarlo al sur con Gil, para luchar contra los folcolares. Cale no discutió, ni siquiera hizo preguntas.

—Quiero a ese hombre. A Hooke, me refiero —dijo Cale.

—¿Por qué?

—Porque he leído el legajo sobre él y he visto los dibujos que contiene. Algunos pueden ser lo que decís, pero su máquina para formar muros de tormenta parece acertada, y tal vez también lo sea la ballesta gigante. Hay buenas ideas por todas partes. Vos mismo dijisteis que su compuerta era una obra admirable.

—Ha ofendido al Papa.

—Vos pretendéis matar al Papa.

—Eso no es verdad. Pero si lo fuera, os aseguro que me guardaría mucho de ofenderle antes.

—Las máquinas de Hooke podrían ayudaros a no preocuparos por posibles ofensas.

Bosco lanzó un suspiro y caminó hacia la ventana.

—Hay muchos hierros puestos sobre el fuego, y son infinitas las ollas que hierven sobre él. Tengo que equilibrar las distintas necesidades en conflicto.

—Mis necesidades son lo primero.

—Vos sois el rencor de Dios, no el propio Dios Todopoderoso. Hay una considerable diferencia entre una cosa y la otra, una diferencia que comprenderéis si tentáis demasiado la suerte. —Entonces se rió al ver la expresión del rostro de Cale—. Por Dios, no he pretendido amenazaron: si vos falláis, yo fallaré con vos.

—Yo pensaba que erais tan poderoso que nadie podía haceros frente.

—Bueno, pues estabais equivocado. Vos y yo estamos en el borde del ala de un mosquito, dejadme que os lo diga. Si os va bien en el Vado del Zopenco, podré servirme del poder que eso nos otorgará a los dos para posponer la ejecución de Hooke. La potestad de perdonar su muerte es algo que no tengo, así son las cosas. Pero podéis ponerlo a trabajar mientras estáis fuera. Si tenéis éxito en el Vado del Zopenco, ¿quién sabe? En vuestras manos está.

Llegar al Vado del Zopenco le llevó seis días a Cale, que iba acompañado por el padre Gil y por otros dos. Hicieron más de cien kilómetros al día, cambiando de ponis en las postas que había situadas cada treinta kilómetros, excepto en los últimos ciento treinta kilómetros, donde los antagonistas causaban demasiados problemas para que hubiera ningún tipo de instalaciones permanentes. Cuando llegaron, Cale estaba agotado, el hombro le dolía horrores, y el dedo le escocía como si lo tuviera en el mismo infierno, casi tanto como el día en que se lo había cortado Solomon Solomon en la Ópera Rosso.

—Dormid un poco, señor —le dijo Gil haciéndole pasar a una tienda hecha de arpillera azul. Cale nunca se dormía con facilidad, pero en aquella ocasión bastaron dos minutos tras caer en el catre horriblemente incómodo que habían tendido en el suelo. Gil lo despertó ocho horas después con una taza de un brebaje que sabía a rayos. Cale pensó, al tomarlo, que a aquellas alturas debía de haberse vuelto tan blando como la mantequilla comparado con el hombre duro que era tan sólo unos meses antes. En aquel entonces ese brebaje inmundo le hubiera sabido bien.

—Esto —le dijo a Gil, que lo miraba pensativo— sabe a demonios.

Gil puso una expresión de auténtico desconcierto.

—Lo lamento. —Cogió la taza y probó para ver qué era lo que le pasaba al caldo.

—A mí me sabe bien —repuso Gil, y se miraron el uno al otro: una mirada que no significaba nada—. Vamos a echar una ojeada alrededor del campamento. Para hacernos una idea. Habrá algo que comer cuando volvamos.

—No puedo esperar.

El Veld del Transvaal es una especie de pampa que se halla a seiscientos cincuenta kilómetros al sudoeste del Santuario. Los habitantes de allí, que se llaman a sí mismos folcolares, son granjeros y cazadores en sus grandes espacios abiertos, además de recientes conversos al antagonismo. Por esa razón, y porque son unos tipos raros se los mire como se los mire, sus creencias son firmes y rígidas. No habiendo seguido la fe del Redentor antes de su conversión, y teniendo poco que ver con ellos, su odio hacia los monásticos atacantes rayaba casi en la demencia. Se decía (por supuesto esto era un poco exagerado) que los folcolares nacían en una silla de montar y con un arco en las manos. A semejante gente y en semejante terreno, no le servía como modelo de lucha la guerra de trincheras del frente oriental. Los folcolares no luchaban en ejércitos, sino en comandos de entre cien y cuatrocientos hombres, pero a menudo de menos, y algunas veces de más. Si los atacaban, se replegaban a la interminable llanura. Emplear un sistema de trincheras contra tales métodos era como intentar matar una mosca con un hacha.

Aquélla había terminado convirtiéndose en la guerra olvidada de los redentores. La mayoría de las tropas estaban empantanadas en la guerra de desgaste del frente oriental. Pero aun cuando hubiera habido allí más soldados redentores, no habría habido manera de utilizar la superioridad numérica contra un grupo de luchadores tan fluido y habilidoso en el terreno que conocían y amaban. Además, los redentores utilizaban rara vez la caballería, y cuando lo hacían no eran muy diestros. En una batalla convencional estaba claro que los redentores hubieran aniquilado incluso a un número superior de folcolares. Pero los folcolares no les daban la oportunidad de entablar una batalla convencional.

Dado que la guerra en el Veld era vista por el Papa y sus consejeros más cercanos como una guerra de importancia menor, les habían concedido a Bosco y Princeps mayor libertad para decidir tácticas novedosas, algo visto siempre con cierto recelo en el frente oriental. Incluso antes de que Bosco y Princeps se hubieran visto obligados a atacar a los Materazzi por la absoluta necesidad de Bosco de recuperar a Cale, ya habían cambiado la conducta de la guerra contra los folcolares de manera espectacular: habían establecido una serie de treinta fortines de avanzadilla. No eran fortines de tipo normal, con sólidos muros y claras barreras defensivas, sino posiciones defensivas dinámicas, destinadas a salvaguardar todos los puntos estratégicos importantes del Veld. Tras ellos estaban colocados ocho fortines convencionales mucho más grandes, que podían enviar refuerzos a las posiciones avanzadas si eran amenazadas. Aquél era el plan más original de toda la historia militar de los redentores.

Por desgracia, el problema de todos aquellos planes era que había que ponerlos en práctica. Sin la presencia de Princeps, que se había marchado a atender el ataque contra los Materazzi, que era mucho más apremiante, la ejecución de aquellas tácticas nuevas, encomendada a un sustituto poco brillante, creó una terrible crisis. En vez de grandes números de redentores metidos en las trincheras para defender un territorio que los folcolares no tenían intención de atacar, se habían aventurado ahora a un territorio donde no les servía de nada ninguna de sus terribles destrezas guerreras, y sin embargo todas sus debilidades podían ser aprovechadas muy bien por el adversario. El resultado fue un cambio desde una guerra que no llevaba a ningún lado a otra que estaba próxima al colapso de la derrota. Los fortines de avanzadilla eran incesantemente atacados y tomados por los folcolares con grandes bajas por parte de los redentores y pocas por parte de sus asaltantes. Cuando intentaban recuperar los fortines, los redentores volvían a recibir numerosas bajas. Pero los folcolares siempre sabían cuándo retirarse rápidamente para sufrir lo menos posible. Unas semanas después de haber atacado los fortines que se encontraban al final, hacia las montañas del Dragón, se retiraban y todo el sangriento proceso volvía a empezar. Sólo que resultaba sangriento casi exclusivamente para los redentores. El Vado del Zopenco había ganado su lamentable nombre gracias a la frecuencia con que se había perdido ante los folcolares el más importante de los fortines de avanzadilla.

Imaginaos una gran U formada por un río que traza una curva de ballesta. La tierra que queda dentro de la U se encuentra seis metros por debajo de la que queda fuera, salvo hacia atrás, parte que queda dominada por una pequeña colina. Pasada esta colina circula una importantísima vía que atraviesa el río directamente a la otra parte, cortando la U en dos mitades iguales. Unos cientos de metros más allá, por esta vía, se encuentra un gran cerro. Los seis metros de altura de diferencia entre la orilla norte y la sur implican que durante ciento treinta kilómetros en cada dirección ningún carro podrá salvar los laterales casi verticales, y el único modo de hacerlo es por esta vía que atraviesa el Vado. Todo el campo de defensa apenas tenía dos mil metros de anchura.

El problema que se le planteaba a Cale era tan fácil de exponer como difícil de resolver. En el Veld había tal vez cincuenta de estos cuellos de botella, y no suficientes tropas para defenderlos por medios convencionales. Para cortar la posibilidad de desplazamiento de los folcolares y su capacidad para reabastecerse por el mar, casi todos los puntos tenían que ser defendidos casi todo el tiempo. Por el momento, los folcolares los tomaban a voluntad, defendiéndolos mientras pasaban los suministros y desapareciendo después, en cuanto asomaban los redentores, para ir a tomar otros fortines similares a lo largo de la línea del frente.

Cale se pasó casi ocho horas recorriendo aquella U.

—¿Qué os parece? —le preguntó Gil, ansioso de oír el dictamen del gran prodigio.

—Difícil.

Esta respuesta fue todo lo que obtuvo, aparte de una petición para hablar con los supervivientes del último ataque. No había más que dos, pues aquélla no era una de esas guerras en las que se cogen prisioneros. Pero el caso fue que Cale se pasó toda la tarde hablando con ellos.

—¿Cuántos hay aquí ahora?

—Dos mil.

—¿Cuántos podéis mantener aquí?

—No más de doscientos. No tenemos tropas suficientes, y si las tuviéramos no dispondríamos del avituallamiento.

—Enviad los mil ochocientos.

Gil era demasiado inteligente para preguntar por qué le daba aquella orden. Tal vez fuera porque tendría que haber un número insuficiente de soldados, o de lo contrario no habría ataque.

—¿Qué os proponéis entonces?

—Nada —dijo Cale—, salvo irme.

Cale sólo pretendía fastidiar, y dejó a Gil in albis, en la retaguardia de los mil ochocientos hombres que se retiraban sin hacer nada por la defensa del Vado. Habiendo viajado unos ocho kilómetros de la retirada, Cale volvió el caballo hacia un lado, y el enfurecido Gil se vio obligado, junto con los dos guardias, a ir con él. Cale no tardó en volverse en dirección al campamento, hacia la pequeña elevación que había a unos setecientos metros por detrás del Vado. No era probablemente lo bastante alta ni estaba lo bastante cerca para atraer a los exploradores de los folcolares, habiendo atalayas mejores y más cercanas que podían visitar primero. Cale desmontó e indicó a los demás que hicieran lo mismo. Entonces empezó a subir a la cima. Recorrió los últimos metros agachado. Gil, que estaba algo aliviado y menos furioso, subió tras él.

—¿Queréis algo? —preguntó Cale, hostil.

—Sólo hago lo que me diría el padre Bosco que hiciera, señor.

Eso era bastante cierto, así que no tenía mucho sentido ponerse a discutir, aunque no por eso dejaría de pensar en ello. Cogió del morral un objeto que parecía una botella forrada de cuero y sin tapón, y dos círculos de cristal que encajó uno a cada extremo de aquella extraña botella de cuero, tiró de dos correas que había en el medio, y las ató para que quedaran firmes: acababa de montar el catalejo con el que Bosco le había mostrado la imperfección de la luna. Era idéntico al que le había robado al redentor Picarbo y que había robado después por turno cada uno de los soldados que lo habían capturado en el Malpaís. Parecía que hubiera transcurrido media vida desde aquello.

Cuanto más desagradable y reservado se mostraba Cale con Gil, más parecía disiparse el inicial malhumor del redentor por ser tratado como si no fuera una persona de importancia. El cambio de categoría experimentado por Cale, que había pasado de ser un prescindible acólito a manifestación de la ira divina, era un salto importante y motivo de desconcierto hasta para el más obediente de los redentores. Y cuanto mayores eran el desprecio y la indiferencia con que lo trataba Cale, más dispuesto se hallaba Gil a transformar la familiaridad que había durado diez años en una intensa admiración y fe. Gil sentía un deseo natural de venerar y, pese a su inteligencia, era como si la extrema seriedad y la indiferencia aparentemente total que se habían apoderado de Cale en los últimos ocho meses ejercieran un poder mágico sobre un hombre muy sensible a tal poder. Cale notaba el cambio: un respeto, una admiración y un temor que eran más que físicos, algo de lo que sabía que Gil apenas era consciente. Lo que le sorprendía más era que podía sentir que aquella creciente adoración lo iba inflando, como el aire que él y Henri el Impreciso insuflaban en los odres que contenían el agua bendita de la sacristía, para hacerlos botar en el suelo con sacrílego deleite. Era toda una experiencia pasar caminando por delante de un grupo de hombres y sentir cómo se achicaban delante de uno.

Durante el resto del día, Cale apenas habló, y se le pasó el tiempo entre vigilar el terreno y trazar en la arena mapas del campo de batalla para después borrarlos, volverlos a trazar, y borrarlos de nuevo. Mientras lo hacía, trataba de evitar que el muy curioso Gil viera y comprendiera lo que veía él en los diagramas que trazaba de trincheras, cerros, líneas de visión, etcétera. Y no era tanto porque sintiera que fuera necesario guardar las cosas en secreto como por el simple deseo de molestar a Gil. Pero, aunque frustrado, Gil parecía aún más impresionado por aquel secretismo. Al cabo de un rato, Cale empezó a disfrutar de aquel sentimiento de boquiabierta admiración que despertaba en Gil. Empezó a trazar marcas y signos tan sólo para divertirse y convertir sus dibujos en algo insensatamente complejo. Evidentemente, eso hacía crecer la admiración de Gil hasta cotas insoportables.

Justo antes de que se hiciera de noche, Cale volvió a bajar la colina seguido por Gil. Comenzó a preparar la lista de los turnos de guardia. Estaba dividiendo por cuatro cuando comprendió algo. Así que, sin levantar un murmullo de protesta, empezó a dividir las guardias nocturnas por tres. A ojos vistas, su insolencia incrementaba la admiración que conseguía suscitar.

Profundamente satisfecho con su maldad, regresó a la cima del cerro y se puso todo lo cómodo que era posible antes de caer dormido y empezar a soñar con Arbell Cuello de Cisne. Con su imposible belleza, Arbell lograba eludirlo cada vez que él la perseguía por los pasillos del palacio, como si él, en vez de un antiguo y adorado amante, fuera un incordio con el que debía lidiar cortésmente, aunque sin pasarse de cortés. En sus sueños, Cale a menudo era presa de ira e impulsos violentos, o bien se veía rebajado a la categoría de un humillado suplicante, que no podía aceptar ser gentilmente despreciado y que absurdamente confiaba en que, de poder hablarle, ella pudiera explicarle que su aparente traición no había sido en realidad más que un terrible malentendido. Y todo quedaría arreglado. Y volvería a ser feliz. Pero no: ella se alejaba siempre, como si la presencia de Cale le resultara profundamente desagradable.

Despertó antes del alba, triste y enrojecido de vergüenza y cólera hasta la debilidad. Comió y bebió en silencio, y entonces, en compañía de Gil, esperó a ver emerger lentamente, a la luz del alba, el Vado del Zopenco. Ahora las trincheras estaban llenas de arqueros en el centro de la u, donde estaban construidas en ángulos, para que las flechas y saetas no tuvieran una línea recta a la que apuntar. El problema, más claro ahora que nunca, era que la roja tierra extraída al excavar producía un llamativo contraste con la hierba verde del Veld, haciendo del lugar un sitio tan visible como una diana pintada de círculos de colores. Desde aquella distancia, los aproximadamente cincuenta arqueros que estaban escondidos en la curva del río con sus grietas y rendijas parecían bien ocultos, nada fáciles de ver ni siquiera con su catalejo.

Una hora después, con el sol bien alzado, Gil le tiró de la manga y señaló una nube de polvo que se acercaba desde el norte por el lado del cerro, enfrente del Vado. La nube de polvo fue revelando poco a poco una gran formación de folcolares: soldados a caballo que arrastraban cuatro carros tras ellos y que se encaminaban hacia el Vado. Al principio parecía que fueran a pasar por el medio sin pararse, una maniobra de suicida estupidez que sólo los sucesos del monte Silbury podían hacer parecer verosímil.

Se detuvieron a cuatrocientos metros de distancia. Tras una pausa de unos diez minutos, la formación se desgajó en dos partes: una parte se dirigió al este, siguiendo el río, y la otra hacia el oeste. Un pequeño número de hombres con los carros cubiertos retrocedió hacia el cerro. Cale fue incapaz de seguirlos, pese a su mucho interés. Había algo raro en aquellos carros: estaban cubiertos de una manera muy peculiar.

Los redentores que estaban en el Vado del Zopenco no tendrían más remedio que aguardar al ataque. Pasó casi una hora, y entonces Gil volvió a tirarlo de la manga.

—Mirad, señor: en el saliente de aquella colina.

Señalaba con el dedo un lateral plano del cerro. Siguiendo la dirección del dedo, Cale examinó los carros que se hallaban en aquel momento a varios metros por encima del Vado. Vio que los hombres estaban descubriendo tres de los carros, aunque desde allí se veían borrosos, pues los cristales no funcionaban bien a tanta distancia. Lo poco que podía distinguir parecía un amasijo de cuerdas y armazones. No eran estructuras que pudiera reconocer, pero parecían una especie de catapultas. Le pasó el catalejo a Gil, que dijo que le parecía que se trataba de balistas, unos artilugios muy usados durante algún tiempo por los antagonistas en el frente oriental.

—No había oído hablar de ellas —dijo Cale.

—La balista es una ballesta con pretensiones, mucho más grande que la ballesta normal. La estuvieron empleando durante un tiempo, hace unos nueve meses, pero sólo les servía contra las defensas de las colinas, y no tenían muchas en el frente oriental. No entiendo de qué les pueden servir aquí.

No tuvieron que esperar mucho para recibir la primera sorpresa. Tras cinco minutos de frenética actividad, las balistas quedaron montadas, pero en vez de mirar al arco de tres metros que había en las trincheras del Vado, las tres estaban claramente colocadas en dirección al cielo, apuntando casi en vertical. Al ser disparadas, los potentes arcos lanzaron su enorme saeta hacia arriba, en un ligero ángulo. Por los aires se elevó un desagradable silbido que crispaba los nervios.

—Le han puesto al asta de la saeta algo que produce ese sonido: para hincharnos las pelotas.

Las quejumbrosas saetas subieron hacia lo alto y después se curvaron en un arco cerrado para caer con ímpetu sobre la hierba corta y amarilla que rodeaba las trincheras, como si llegaran directamente de las nubes. Durante los siguientes veinte minutos las balistas dispararon una y otra vez, afinando progresivamente la puntería hasta que llegó un momento en que casi dos de cada tres saetas caían en las trincheras. Los gritos dejaban claro que algunas de las enormes saetas habían dado en el blanco, pero aunque eso resultara al mismo tiempo extraño y desagradable, Cale no creía que pudiera tener una importancia decisiva.

Hubo otra pausa, y entonces volvió a sonar el chasquido metálico de las balistas al disparar, pero esta vez con una extraña diferencia tanto para el ojo como para el oído: las saetas gigantes se hallaban casi a mitad de vuelo antes de que el metálico ruido que producían sonara sobre la distante elevación del terreno en la que se encontraban Cale y Gil. Había ahora algo aún más raro en el sonido, que resultaba más profundo, y en la curva que trazaba la saeta al alcanzar la cima de su recorrido natural y comenzar a descender hacia la tierra. Incluso sin necesidad de catalejo, se veía claramente que el asta era mucho más gruesa que las anteriores. Cale buscó a tientas el catalejo para observar su recorrido. Justo cuando logró mirar por él, el grueso proyectil comenzaba a desgajarse en medio del aire, y una docena de saetas mucho más pequeñas se separaron suavemente del asta principal para formar poco a poco un grupo de elementos sueltos antes de impactar en las trincheras cada uno por su lado: se oyó el golpe, y después los gritos de media docena de hombres. Entonces dispararon otro de aquellos gruesos proyectiles, y después otro más. De vez en cuando alguno de ellos no lograba desenredarse, pero la mayoría de los nueve proyectiles que salían disparados cada minuto caían sobre los redentores de las trincheras, convertidos en un total de ciento ocho saetas. El espantoso griterío de los heridos era ya un lamento continuo. El rostro de Gil exhibía una estoica palidez. A través de los cristales, podía verse cómo los redentores supervivientes se metían lo más hondo posible, pero les servía de tanto como si intentaran esconderse de la lluvia. Conscientes de ello, los que aún no habían muerto empezaron a salir de las trincheras y escapar corriendo.

Los folcolares les permitieron huir durante unos cincuenta metros antes de que un torrente de flechas y saetas los alcanzara desde ambos lados de la gran U, como un niño azotando la hierba con un palo. Unos veinte redentores se rindieron. De los alrededores de la U salieron soldados folcolares que estaban escondidos en los matorrales y tras los grandes termiteros. Debían de ser ciento sesenta hombres en un centenar de metros. Cuando un puñado de folcolares se acercaron a tomar los presos, y Cale se preguntaba si los redentores iban a recibir más compasión de la que ellos hubieran otorgado, media docena de flechas cayó de la colina que estaba tras la U, y tres de los folcolares que iban avanzando se desplomaron entre gritos. Las habían disparado desde cierta posición diez redentores que se negaban a rendirse.

Cale vio que existía un punto ciego a la derecha de la colina, un punto que permitía a un pelotón de folcolares internarse a una distancia de menos de cincuenta metros de los recalcitrantes redentores. Desde allí estaban en condiciones de inmovilizar a los redentores, y además podían recibir refuerzos fácilmente. Estando tan cerca, y en número tan grande, ahogaron a los redentores de la colina con una gran descarga. Cualquiera que fuera la posibilidad de recibir compasión que hubieran tenido los defensores de la gran trinchera, ya la habían perdido. Diez minutos después, todos los redentores habían muerto, y los folcolares habían vuelto a humillar a una de las más grandes fuerzas de combate de la tierra sin sufrir más bajas que las recibidas durante la abortada rendición.

Tres días después, los redentores regresaron a defender el Vado con los mil quinientos hombres que Cale había enviado antes al fortín mayor más cercano. En el ínterin, los folcolares habían permitido el paso de más de doscientos carros de suministros y casi un millar de hombres. Al acercarse los redentores, simplemente se desvanecieron en el Veld, seguros de que podrían volver a tomar el Vado del Zopenco o cualquiera de las otras vías del interior con la misma facilidad en cuanto fuera necesario.

Cale congregó a su alrededor a diecisiete centenarios que pese a su nombre eran apenas responsables de noventa hombres, y durante una hora les ilustró con la táctica de los difuntos redentores, cuyos restos habían sido enterrados en un pozo poco profundo a unos quinientos metros de allí. A continuación explicó por qué habían sido derrotados con tanta facilidad. Pidió que hicieran preguntas. Hubo pocas. Pidió que dieran respuestas. También hubo muy pocas. Ninguno de ellos, eso le resultaba claro a Cale, hubiera sido capaz de alcanzar un resultado distinto, aunque había dos que seguramente hubieran podido resistir durante un poco más de tiempo a los folcolares.

—Tenéis dos horas para elaborar un plan. Entonces doscientos de vosotros os quedaréis aquí a ver si podéis resistir durante los tres días que costará conseguir refuerzos.

—¿Cómo elegiréis a esos doscientos, señor? —le preguntaron.

—Mediante la oración —respondió Cale. En su camino de vuelta a la tienda, Cale tuvo tiempo de darse cuenta de que su respuesta había demostrado muy mal gusto. Redentores o no, iban a morir doscientos hombres.

Que es exactamente lo que sucedió. Cale escuchó la nueva táctica de defensa, decidió ordenar algunos cambios porque quería ver sus maniobras en operaciones prácticas, y después eligió a los hombres que lucharían. Prefirió hacerlo a suertes antes que pidiéndoles blasfemas declaraciones de devoción, aunque añadió después un nombre: el de cierto centenario al que había reconocido durante la discusión inicial, que era el redentor que en una ocasión, por hablar durante una sesión de entrenamiento, le había pegado en el culo con una soga tan gruesa como la muñeca de un hombre adulto. Tal vez el redentor hubiera podido salvar el pellejo, pese a todo, de no ser por el hecho de que ni siquiera había sido Cale el que hablaba, sino Dominic Savio, que le había estado susurrando a Henri el Impreciso que podría morir esa misma noche (cosa de hecho muy probable) para ser defecado una y otra vez por los demonios durante toda la eternidad.

Por segunda vez Cale se retiró junto con Gil a un promontorio cubierto de maleza, a menos de un kilómetro del Vado del Zopenco. De nuevo tuvieron que aguardar, esta vez durante dos días que Cale pasó atormentando a Gil de cualquier manera tonta que se le viniera a la mente, a menudo relatando sus lascivas experiencias en Ciudad Kitty, lugar que en realidad, hallándose en las primeras fases del amor por aquel entonces, Cale no había visitado con Kleist y con Henri el Impreciso, quien por hacerlo se sentía tan culpable como fascinado.

—Os pueden hacer un bisibisi —le explicaba Cale al padre Gil— por un dólar o menos. Y —añadía— un pumbapumba por dos.

Se había inventado los nombres de estas perversiones, y por lo tanto pensaba que no existían. Se equivocaba. En Ciudad Kitty se podía conseguir incluso una perversión en la que nadie hubiera pensado nunca, con tal de tener el dinero suficiente para pagarla.

El resto del tiempo Cale lo dedicaba a dormir, a zamparse la mayor parte de la comida destinada a Gil y a los dos guardias, a tomar notas, y a recrear una y otra vez el ataque que había tenido lugar en el Vado del Zopenco y los que podrían tener lugar en un futuro. Y también a pensar en Cuello de Cisne y en su próximo encuentro, en el que ella se arrojaría en los brazos de él llorando por haberlo perdido, mientras el moribundo Bosco, dando sus últimos estertores, admitiría que la traición de ella no había sido más que un perverso engaño suyo. Entonces a él le daba vergüenza haber caído en la trampa, aunque se imaginaba retorciendo lentamente, sin piedad ni remordimiento, aquel hermoso cuello mientras ella se ahogaba y boqueaba bajo sus manos inclementes. Después de aquellas ensoñaciones que a menudo duraban un día entero, Cale se sentía avergonzado y un poco furioso. Pero eso no le impedía seguir entregándose a ellas en múltiples ocasiones, incurriendo en el «pecado de perseguir malos pensamientos», como lo llamaba el Santo Redentor Clemencio. Y efectivamente Cale se encontraba persiguiendo malos pensamientos que tenían lugar a una escala cada vez más épica y demente, una escala que ni siquiera Clemencio habría podido imaginarse.

«Es una suerte para el mundo —le había dicho una vez IdrisPukke a Cale— que generalmente los muy perversos sean tan pusilánimes como el resto de las personas a la hora de convertir sus pensamientos en realidad».

Al mirar hacia abajo desde el Gran Promontorio del monte del Tigre, Cale había sentido una molesta alegría y un desagradable placer. Ahora, sobre la altura que dominaba el Vado del Zopenco, sentía la misma molestia y el mismo desagrado, juntamente con la misma alegría y el mismo placer. No hay nada, al fin y al cabo, como sufrir picores y poder por fin rascarse.

A las órdenes de un milinario, los centenarios se habían mostrado de acuerdo en que, si bien profundizar en las trincheras no servía de nada, aquel suelo era lo bastante sólido para poder cavar un hueco lateral en el fondo de la trinchera para que los hombres pudieran escapar de la lluvia de proyectiles que salía de las balistas. Para cubrir la trinchera principal, que estaba en el centro de la U, se habían cavado más trincheras a derecha e izquierda. Cale impidió llevar a cabo el plan de cortar y quemar cada arbusto que se hallara a menos de cuatrocientos metros de la U, pues sólo permitió que hicieran el trabajo doscientos hombres en vez de los mil quinientos que había disponibles:

—Después sólo contaréis con doscientos hombres, así que ¿para qué queréis más ahora?

Además, había escondites suficientes tras las grandes rocas y los termiteros duros como el hormigón, que estaban diseminados por el terreno como colmenas enhiestas pero mal construidas. En la colina que había dentro de la U, la trinchera fue alargada para cubrir el punto ciego que se les había pasado por alto en el ataque previo.