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Como todo el mundo sabe, el corazón se encuentra metido dentro de un tubo, y el exceso de aflicciones causa que caiga por ese tubo (generalmente llamado «espiráculo» o «agujero tapón»), que termina en la boca del estómago. Al fondo de ese espiráculo o agujero tapón existe una trampilla, constituida por un cartílago, que se llama «resortium». Antiguamente, cuando una amarga decepción afectaba a un hombre o a una mujer, y el dolor resultaba excesivo de soportar, el resortium se abría de repente y el corazón caía atravesándolo. Este proceso proporcionaba al que había sufrido en exceso un alivio rápido y piadoso al detener instantáneamente el funcionamiento del corazón. Pero en los tiempos actuales hay tanto sufrimiento en el mundo que apenas podría sobrevivir nadie, y por eso la naturaleza, siempre protectora, ha hecho que el resortium se funda con el espiráculo para que ya no pueda abrirse, de manera que ahora tenemos que soportar el sufrimiento, da igual lo terrible que sea.

Esto fue lo que le ocurrió a Cale cuando, entre las nieblas de la naciente mañana, se elevó la primera imagen del Santuario, sórdida como un castigo. Durante toda la última parte del viaje Cale había albergado, en un rinconcito de su alma infantil, la esperanza de que, cuando llegaran ante el Santuario, lo encontraran totalmente devorado por los fuegos del infierno. Pero no fue así: el Santuario aparecía en el horizonte aguardando su regreso en su forma habitual y horizontal, inalterable en su expectante hormigón y de presencia tan sólida como si hubiera crecido en la plana cumbre de la montaña sobre la que había sido construido y fuera en realidad una enorme muela implantada en el desierto. No había sido erigido para deleitar la vista, ni para intimidar, glorificar o alardear. Parecía exactamente lo que era: un edificio construido para dejar a alguna gente fuera no se sabía de qué, y para mantener a otra gente dentro. Y aun así, no resulta fácil describirlo: consistía en muros negros, en prisiones, en rincones de lúgubre veneración, en pura esencia amarronada. Era como si se hubiera realizado en hormigón una cierta idea particular de lo que significa ser un ser humano.

Durante todo el estrecho camino de subida que serpenteaba por la ladera de la vasta meseta, el corazón le latía a Cale contra la trampilla cartilaginosa de su resortium, como implorando el alivio de la inconsciencia. Pero ese alivio no llegaba. Las grandes cancelas se abrieron y después se cerraron a su espalda. Así fue la cosa. Todo aquel valor y osadía, tanta inteligencia, suerte, muerte, amor, belleza y alegría, tanta matanza y tanta traición, habían terminado devolviéndolo al punto exacto del que había huido hacía menos de un año.

Era la hora nona según el reloj canónico, y por eso todo el mundo se encontraba rezando en alguna de las doce iglesias del Santuario: los acólitos rezaban por el perdón de sus pecados, y los redentores por el perdón de los pecados de los acólitos.

Si se hubiera sentido menos desgraciado, Cale podría haberse dado cuenta de que le ayudaba a bajar del caballo, y además con extraordinaria deferencia, no ya un común redentor, sino el mismísimo Prelado de Caballerías. Bosco, que desmontó asistido por un vulgar palafrenero, avanzó y le indicó una puerta de cuya existencia Cale apenas se había percatado durante todos los años que había pasado en el Santuario, pues les estaba prohibido a los acólitos acercarse por allí. Le abrió la puerta el Prelado de Caballerías, que pasó delante de Cale no como superior, sino como guía.

Siguieron andando por aquella oscuridad marrón que definía al Santuario en cualquier parte que se encontraran de él. Incluso hundido en su tristeza, Cale empezó a ser consciente de lo extraño que resultaba haber vivido en un lugar toda la vida para después, en un instante, descubrir que había amplias zonas de ese lugar cuya existencia ni siquiera sospechaba. Aquella parte seguía siendo de color marrón, pero resultaba diferente: había puertas. ¡Había puertas por todas partes!

Se detuvieron ante una de ellas. La abrieron y le indicaron que pasara, pero esta vez nadie pasó delante de él, y tan sólo Bosco lo siguió. Era una estancia grande, abarrotada de muebles de color marrón. Le resultó inquietantemente familiar: tenía la misma disposición que la estancia en la que había matado al padre Picarbo. Hasta incluía un dormitorio. Aquél era un rincón del Santuario destinado a un hombre poderoso.

—No tendréis más remedio que quedaros aquí un par de días, tal vez tres. Como comprenderéis, hay que hacer preparativos. Os traerán aquí la comida, y cualquier cosa que necesitéis no tenéis más que llamar a la puerta y vuestro… —Dudó un momento, sin saber muy bien qué palabra debía utilizar—. Vuestro custodio… se encargará de que os la traigan.

Bosco inclinó la cabeza en un gesto que casi parecía una reverencia, y salió, cerrando la puerta tras él. Cale se quedó mirando la puerta, asombrado no sólo ante la idea de tener un custodio, sino más aún por aquella posibilidad de pedir lo que le viniera en gana. ¿Qué podría haber en el Santuario que nadie pudiera desear? Sin embargo, los acontecimientos terminarían revelando que la justificada suposición de que en el Santuario no podía haber nada deseable era muy errónea.

Mientras tanto, Bosco tenía que tratar muchos problemas apremiantes. A los ojos de Cale, Kleist y Henri el Impreciso, la autoridad de Bosco entre los redentores parecía absoluta. Pero eso estaba lejos de ser cierto. Podía ser así con respecto a los acólitos e incluso a muchos redentores importantes. Sus órdenes podían ser ley en el Santuario pero, pese a ello, el centro del poder de la Fe Redentora residía en el Papa Bento XVI, que habitaba en la ciudad santa de Chartres.

Durante veinte años Bento XVI había sido un formidable bastión del poder y la ortodoxia, y había pasado aquellas dos décadas deshaciendo los cambios que se habían hecho durante los anteriores doscientos años con la intención de renovar la pureza de la única Fe Verdadera. Sin embargo, Bento XVI llevaba ya algún tiempo presa de una grave enfermedad senil, el Homini Dermis, que se había manifestado primero en una acusada tendencia de la mente a olvidar cosas, después a vagar sin rumbo, y por último a vagar sin rumbo y no regresar. Eso sucedía de continuo excepto durante breves destellos de lucidez que no duraban más que unas horas, durante las cuales la antigua capacidad de comprensión parecía retornar completamente. ¿Retornar de dónde? ¡Quién sabe!

Durante los tres años en que el Homini Dermis había arruinado su mente, habían surgido grupos, camarillas y conciliábulos que se preparaban para el momento en que la muerte lo liberara de sus deberes. Los dos grupos más importantes eran los Redentores Triunfantes, liderados por el Cardenal Gant, responsable de la ortodoxia religiosa, y el Oficio de la Santa Sede, controlado por el Cardenal Parsi. Los que controlaban el Oficio de la Santa Sede y a los Redentores Triunfantes no sólo controlaban el acceso al Santo Padre, sino que, estando éste tan enfermo, lo controlaban todo.

Gant y Parsi se diferenciaban como un piojo de una pulga con respecto a cuál de los dos podía odiar más a Bosco. Sin embargo, Bosco con respecto a ellos iba mucho más allá del odio. Aquella antigua animosidad era cosa del Papa Bento, que creía en el principio del divide y vencerás tanto como creía en Dios. En el momento apropiado tendría que haber elegido sucesor, pero tales asuntos parecían encontrarse ya por encima de su capacidad, aun cuando la elección se limitara simplemente a escoger entre Parsi y Gant. En todo caso Bosco habría quedado fuera, pues Bosco era sospechoso de pensar, y a veces incluso de pensar de manera original. Consciente de aquellas reservas, Bosco había trazado otros planes.

Sembrador y cosechador más hábil aún que el Canciller Vipond de Menfis, Bosco había reaccionado con rapidez a la catástrofe de la muerte de Picarbo a manos de Cale y la posterior huida de éste. Es una gran ayuda saber que Dios está del lado de uno, como lo es también saber que Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos. A los que pedían explicaciones, Bosco les había asegurado que los que habían matado a Picarbo eran espías antagonistas, y que Cale se había visto obligado a acompañarlos para descubrir el plan de asesinar al Papa. En lo que se refería a los antagonistas, ninguna acusación era demasiado ultrajante: «Una gran mentira —le encantaba explicarle al padre Gil, que era lo más cercano a un confidente que Bosco tenía— es más fácil de creer que una pequeña, y una mentira simple más que una complicada».

Así pues, había encargado al padre Jonathon Brigade, su burgrave de propaganda, que escribiera un libro, los Protocolos de los moderadores del antagonismo, subrayando los detalles de semejante trama. Después de una búsqueda cuidadosa, habían encontrado el cadáver de un redentor que compartía todos los muy exagerados rasgos que generalmente se consideraban típicos de un antagonista: tenía los dientes verdes (síntoma de la enfermedad de la que había muerto), los labios gruesos, la nariz larga y el cabello negro y rizado. Habían tirado su cuerpo al mar a la orilla de la Isla de los Mártires, donde sabían que se lo llevaría la corriente, y dejaron que la propensión general a creer en todo tipo de conspiraciones hiciera el resto. Los Protocolos, sin embargo, no se restringían a los detalles de la fantasmal trama, sino que expresaban el temor de que un espía redentor inusualmente valeroso y santo andaba por allí, y que con gran riesgo y santa astucia se había infiltrado en la trama de los antagonistas para intentar salvar al Papa. Más astutamente aún, aseguraba que una quinta columna antagonista había convertido a su herejía a un número no revelado de redentores, y que muchos de aquellos apóstatas habían llegado a ocupar importantes puestos tanto entre los Redentores Triunfantes de Gant como en la Santa Sede de Parsi, desde donde surtían a sus superiores de secretos vitales, aguardando las oportunidades que les ofrecían los momentos de debilidad en la fe. Los Protocolos aseguraban asimismo que, pese a todos los esfuerzos, se habían hecho muy pocos progresos para minar la pureza religiosa de los redentores de Bosco en el Santuario.

Bosco confiaba en que no importaba que los Protocolos fueran tan burdos como el Ahorcado Redentor pintado por un niño de cuatro años, siempre y cuando los fieles estuvieran convencidos de la autenticidad de su origen. Y esta confianza resultó mayor de lo que él mismo hubiera esperado. La aparición del cuerpo que había llegado por el mar, algo tan improbable como un milagro, fue para todos la demostración de que todo era verdad. A todo el mundo le pareció algo tan natural, que la cuestión de la posible falsificación ni siquiera llegó a plantearse.

La Santa Sede y los Redentores Triunfantes no tuvieron más posibilidad que argumentar que, si bien la amenaza era claramente real, los antagonistas mentían en cuanto a lo de haber introducido a herejes en sus filas. Aun así, tuvieron que hacer purgas importantes. Estaba prohibido que se empleara en los redentores tortura propiamente dicha, pero el Oficio de Interrogación no tenía necesidad de potros ni de hierros candentes: unas noches sin dormir, seguidas de unos buenos chapuzones en el agua, no tardaban en hacer confesar a hombres inocentes (inocentes de herejía, al menos) su connivencia y su apostasía y su trato con demonios, todo ello seguido por una copiosa lista de nombres.

Bosco contempló con agrado cómo iba ardiendo en la pira un gran número de sus enemigos por orden de otros enemigos suyos. Adquirió prestigio gracias a que el Santuario aparecía acusado en los Protocolos de ser un modelo de resistencia contra los antagonistas. Y ese prestigio le proporcionó una renovada influencia, influencia suficiente para lanzar el ataque contra los Materazzi, que tuvo aquel resultado totalmente inesperado y magnífico. Ahora iba escalando posiciones, acercándose a Parsi y Gant. Además, había demostrado a sus seguidores, por encima de cualquier asomo de escrúpulo o duda, que Dios había bendecido su peligroso y osado plan y que Cale era, efectivamente, un instrumento de Dios. Pero quedaba aún mucho trabajo por hacer. Ni Gant ni Parsi lo iban a pillar con la guardia baja. En cuanto a ellos dos, comprendiendo la amenaza que representaba Bosco, se habían conjurado contra él. La purga contra los antagonistas había finalizado gracias a los esfuerzos concertados de ambos, y ahora, costara lo que costase, tenían que hacer algo contra Bosco.

Esa noche Bosco se acostó dándoles mil vueltas en la cabeza a los muchos planes que había puesto en marcha para destruir a sus rivales y desencadenar el fin del mundo. Lo mantenían despierto tanto la euforia como la preocupación. Pues, al fin y al cabo, ¿qué podía resultar más desvelador que aquella decisión de acabar con todas las cosas, que el terrible vértigo de asumir la responsabilidad de la solución última al mal mismo? En cuanto a sus miedos, eran de índole más ordinaria pero no menos importante: Bosco no era tan idiota como para aceptar grandiosas ideas sin saber que para llevarlas a cabo era imprescindible hacer las cosas con mucha inteligencia y habilidad. Además de, claro está, la suerte.

Punto y aparte eran los miedos y esperanzas que albergaba con respecto a Cale. De cuanto había esperado siempre de aquel niño, se había convertido en realidad todo y más. Y, sin embargo, le desconcertaba que el Dios que había cumplido con todo cuanto le había prometido su visión, y algo más de propina, hubiera dejado en aquel muchacho trazas de algo inadecuado: una ira inútil y un resentimiento que no se acababan de transformar en la rectitud que resultaría adecuada a una criatura divina. Antes de quedarse dormido, se consoló a sí mismo pensando que Dios no había pretendido que Cale se revelara al mundo al menos hasta diez años después. De no haber sido por aquel lunático de Picarbo y sus tenebrosos experimentos, las cosas habrían resultado muy distintas. Tras breves lamentaciones, Bosco dejó de satisfacer su malhumor y se consoló con uno de sus más viejos dichos: «Un plan es como un bebé en la cuna, que soporta mal la comparación con el adulto».

Esa mañana, muy temprano, Bosco aguardaba impaciente en el patio de la Sangre de los Mártires a que se empezara a hacer realidad uno de sus planes más cuidadosamente trazados. Las grandes cancelas chirriaron al abrirse para dejar entrar en el Santuario a trescientos redentores. Describirlos como la flor y nata del ala militar del sacerdocio parecería inadecuado, pues las palabras flor y nata dan la sensación de algo suave, blando y sabroso. Eran posiblemente el grupo más imponente que se hubiera reunido nunca: tan sólo grandes esfuerzos y una paciencia de casi diez años los habían ganado a la causa de Bosco, pues no era tarea fácil moldear las mentes inflexibles ni razonar con los fanáticos. Lo más duro de todo había sido preservar aquella chispa de audacia e imaginativa violencia que le había llamado la atención de ellos en un principio. Aquéllos eran redentores que habían mostrado un insólito talento para la innovación, además de disposición a obedecer y unas dotes ya más convencionales para la crueldad y la brutalidad. Estaban destinados a convertirse en los más directos servidores de Cale: Cale los entrenaría, y a su vez cada uno de ellos entrenaría a otros cien, y cada uno de esos cien, a cien más. Ahora que tenía consigo a Cale y a sus trescientos hombres, tenía ya ante sus ojos el principio del final de todas las cosas.

Bosco podía carecer aún del poder de sus rivales de Chartres, pero contaba con una gran variedad de seguidores de diferentes tipos, muchos de los cuales no se conocían entre sí. Algunos le profesaban una devoción fanática, siendo verdaderos creyentes en su plan de cambiar el mundo para siempre; pero la mayoría no tenían ni la más remota idea de cuáles eran sus intenciones últimas, y lo veían simplemente como a alguien más puntilloso en materias de fe de lo que pudieran ser Parsi o Gant. Otros, más tibios en su manera de pensar, lo consideraban un hombre poderoso que deseaba acumular mucho más poder del que ya tenía. Tal vez quedara eclipsado tras la muerte del Papa, que Dios tuviera en su Gloria, pero uno nunca podía estar seguro.

A través de aquel batiburrillo de alianzas, Bosco había propagado rumores sobre Cale que daban cuenta del heroísmo de su actuación al salvar al Papa no sólo de la maldad de los antagonistas sino también del expansionismo de los ahora maltrechos Materazzi. Se habían escrito panfletos oficiosos que contaban con desaprobación pero de modo sicalíptico las tentaciones y peligros que había afrontado Cale. La descripción que esos panfletos hacían de Menfis resultaba cruda pero en absoluto falsa: la disponibilidad de la carne, la astucia de los políticos, y las artimañas de las hermosas pero corrompidas mujeres… Si bien los redentores podían disfrutar con la lectura de todos aquellos lujuriosos horrores, la mayoría no eran hipócritas y sentían que realmente les hervía la sangre con lo que leían. Tal vez sorprenda pensar que hombres como aquéllos fueran capaces de sentir amor, pero así era. Lo sentían. Y Cale había salvado al Papa que amaban.

El gran aumento del número de acólitos que había tenido lugar durante los últimos años, motivado por el hecho de que Bosco estaba preparando su futuro control militar sobre los redentores, implicaba que, con todo lo grande que era el Santuario, no hubiera suficiente espacio para acomodar a aquellos trescientos hombres que constituían la élite recién llegada. Los redentores en general no podían esperarse grandes lujos, pero cuando no estaban en servicio activo, el disponer de un espacio propio, aunque fuera pequeño, era cosa de gran importancia en unas vidas por lo general llenas de privaciones. Las muchas celdas de la Casa del Propósito Especial habían sido construidas cuando el espacio no era aún un bien escaso, y Bosco había decidido sacar de allí a los que llevaban tiempo pudriéndose en aquel lugar. Así pues, durante las últimas semanas había tenido lugar un elevado número de ejecuciones destinadas a despejar el espacio necesario para albergar a los nuevos visitantes.

Como suele suceder en todas las instituciones cerradas, los que vivían dentro del Santuario tendían a ser unos tremendos cotillas, y como tales eran también unos entrometidos incorregibles, así que no tardarían en correr rumores acerca de la llegada de aquellos oficiales de imponente aspecto. Ya demasiado tarde, Bosco comprendió que debería haberse preocupado de buscar una explicación convincente a su presencia.

Confió en la considerable inteligencia del muy experimentado Alcaide jefe para que llevara a cabo sus órdenes de tratar bien a los hombres y aposentarlos en el ala norte de la prisión, ahora vaciada de prisioneros gracias a las últimas ejecuciones. Bosco dio instrucciones para que dieran de comer magníficamente a los trescientos hombres, y explicó que se cerraría aquella ala del Santuario para que los curiosos no entraran a husmear. Todos sabían que había un elegido, y que guardar el secreto era cosa de vital importancia para la supervivencia de todo el mundo, así que no hubo objeciones.

Entonces Bosco se pasó varias horas explicando sus intenciones a un Cale muy poco hablador:

—¿Bajo la autoridad de quién están esos hombres?

—Bajo la vuestra.

—Y yo, ¿bajo qué autoridad estoy?

—Vos no estáis bajo ninguna autoridad. Ciertamente, no estáis bajo la mía, si es eso lo que queréis preguntar. Vos sois el rencor de Dios hecho carne. Limitaos a imaginar que sois un hombre y que la voluntad de otro hombre puede resultar importante para vos. No os apartéis de vuestra naturaleza, porque si lo hicierais os destruiríais a vos mismo. Por eso os traicionó Arbell Cuello de Cisne y también lo hizo su padre, aun cuando le salvasteis la vida a su hija y a su único hijo lo devolvisteis con los vivos, lo mismito que si lo hubierais resucitado de entre los muertos. La gente no es para vos, y vos no sois para la gente. Haced aquello para lo que estáis aquí y regresaréis con vuestro Padre que está en los cielos. Por el contrario, si intentáis ser algo que nunca podréis ser, entonces sufriréis más dolor y más tristeza que los que haya sufrido nunca ningún ser vivo.

—Dadme Menfis.

—¿Para qué?

—¿Para qué pensáis?

—¡Ah! —exclamó Bosco, sonriendo—. Para que podáis derribarla ladrillo a ladrillo y echar sal en sus cimientos.

—Algo así.

—¡Cómo no! Al fin y al cabo, para eso estáis aquí. Pero yo no tengo la autoridad sobre Menfis, y por lo tanto tampoco la tenéis vos. Para eso necesitamos un ejército. Y para poder disponer de un ejército, los hombres que lo integran tienen que dormir en la Casa del Propósito Especial. Aun así, tendré que llegar a Pontífice antes de que vos podáis hacer diabluras a una escala tan gigantesca. Como habéis descubierto ya, nada de lo que podáis hacer por un hombre o una mujer logrará que os quieran. Salvo yo, Thomas: yo os quiero.

Y tras decir eso, se levantó y se fue.

Esa noche, un muy nervioso padre Bergeron, ayudante del Alcaide jefe, llegó con la lista de los trescientos nombres que Bosco había pedido para cotejar con sus propios datos y protegerse así de posibles infiltrados. La nueva lista confirmó que había, de hecho, nada más que doscientos noventa y nueve. Habría que tener en cuenta a aquel redentor que faltaba, por si había cambiado de opinión o hubiera sido arrestado. Algún tiempo después, se supo que había muerto de viruela cuando iba a reunirse con los demás. El alcaide estaba nervioso porque era nuevo en el trato con el temible Bosco. Su superior, el Alcaide Jefe, había sido encarcelado tan sólo el día antes acusado de cargos de impía malatesta, una ofensa lo bastante grave para hacerle arrestar pero no tanto como para informar de ello a Bosco. El Alcaide Jefe había elegido a su ayudante ahora en el cargo basándose en que, por su limitada inteligencia, no llegaría nunca a representar ninguna amenaza a su propia posición. El ayudante regresó una hora después de que Bosco hubiera leído la lista de nombres. Bosco no levantó la vista cuando él entró: se limitó a acercar un poco la lista en la dirección en que él llegaba. El alcaide la cogió muy nervioso, sin mirarla, y escapó de la intimidante presencia de Bosco lo más aprisa que podía.

Ya al otro lado de la puerta, el corazón del alcaide palpitaba como el de una muchacha que acaba de recibir su primer beso. Intentó calmarse, y acercando la lista a una vela que ardía tímidamente en el muro, la examinó con detenimiento. Al terminar, los ojos se le salían de las órbitas a causa del miedo y la inseguridad: la inquietud pende sobre la cabeza que lleva la corona. Tenía demasiado miedo para pedirle aclaraciones a Bosco, y demasiado orgullo para consultar a su predecesor. Desde luego, tenía razón al pensar que habría parecido idiota e inepto a los ojos de ambos. Al fin y al cabo, su promoción estaba por confirmar. «Hagáis lo que hagáis —había entreoído en cierta ocasión—, hacedlo con decisión». Aquel consejo no demasiado bueno, y sobre todo malinterpretado, había estado muchos años rondando la cabeza del padre alcaide Bergeron, aguardando la ocasión de hacerle una jugarreta. Y al fin había llegado esa ocasión.

¿Es que los demás somos distintos a él? ¿Cuántos de los peores momentos de nuestra vida brotan de algún insignificante absurdo que se aferró a nuestra alma como una hierba a un acantilado rocoso para prosperar allí en contra de todas las probabilidades? La hierba hunde sus raíces en una grieta, las raíces abren la grieta, hay una repentina tormenta, el agua penetra en la grieta, el agua se congela en una noche invernal y resquebraja la roca. Un extraño pasa, su caballo trastabilla en la roca resquebrajada, y caballo y jinete caen al terrible abismo.

De ese modo, Bergeron se apresuró hacia la celda de Petar Brzica y llamó a su puerta con absoluta convicción.

—¿Sí…?

—Las personas del ala norte que se encuentran en esta lista han de ser ejecutadas.

Brzica no se sorprendió mucho, dado que ya había dado muerte últimamente a tantos prisioneros del ala norte. Examinó la lista, calculando a ojo de buen cubero la naturaleza e importancia del encargo.

—Creía —dijo, más que nada por entablar un poco de conversación— que las ejecuciones ya habían terminado.

—Es evidente que no —fue la malhumorada respuesta—. Tal vez queráis ir a ver al padre Bosco para aseguraros por vos mismo.

—No es ése mi trabajo —repuso Brzica—. A mí no me importan los motivos. ¿Cuándo ha de hacerse?

—Ahora.

—¿Ahora?

—Acabo de dejar ahora mismo al padre Bosco.

Eso resultaba persuasivo.

—¿Por qué tanta prisa?

—Como vos mismo decís, los motivos no os importan. Lo único que debe importaros es lo rápido que podéis empezar y concluir.

—¿Cuántos son exactamente?

—Doscientos noventa y nueve.

Brzica meditó un instante. Los labios se le movían en silenciosos cálculos.

—Puedo empezar dentro de dos horas.

—¿Y en cuánto tiempo podéis empezar si os dais toda la prisa posible?

Brzica volvió a pensar.

—En dos horas.

Bergeron lanzó un suspiro.

—¿Cuánto tiempo os llevará?

—Una vez montada la rotonda, podemos hacer uno cada dos minutos. Con los descansos, once horas.

—¿Y sin los descansos?

—Once horas.

—Muy bien —dijo Bergeron, en un tono que daba a entender que había salido victorioso de la negociación—. En dos horas quiero montada la rotonda.

En realidad, Brzica se hallaba trabajando ya en la rotonda, con sus cuatro ayudantes, menos de una hora después. Había echado un detenido vistazo a sus víctimas. Eran un grupo de aspecto rudo. Si se olían lo que iba a suceder, darían problemas. Por el momento, y aunque no parecieran muy contentos, estaba claro que no tenían ni idea de nada, pues ni siquiera hombres de aspecto tan brutal como aquéllos podían estar tan despreocupados a la espera de la muerte y del tormento eterno. Había un detalle que le preocupó.

—¿Por qué —le preguntó al redentor que estaba de guardia— no están cerradas con llave las celdas? ¿Y por qué estáis tan sólo vos vigilando?

La respuesta sonó convincente:

—Ni idea.

Evidentemente, si el guardia se mostraba tan poco comunicativo era no sólo porque realmente no sabía nada, sino también porque no quería hablar con Brzica. Nadie quería hablar con él. Hasta el más cruel de los redentores lo miraba por encima del hombro, con desprecio, como se ha mirado siempre a los verdugos. A nadie le caía bien, pero a Brzica eso no le afectaba, o al menos eso era lo que intentaba creerse él mismo. En realidad sí le afectaba la manera en que lo miraban. Le gustaba sentirse temido. Le gustaba que lo vieran como alguien misterioso y letal. Le ofendía, sin embargo, el desdén, que estaba fuera de lugar y resultaba injusto. Se mantenía distante, pero sus sentimientos resultaban heridos por aquella falta de respeto. Sufría en silencio que nadie quisiera hablar con él. Ni siquiera sus ayudantes, dos de los cuales habían intentado recientemente, para irritación suya, que los destinaran a cuidar leprosos en Mogadiscio. A su debido tiempo recibirían su merecido por aquella deslealtad, pero esa noche requería compenetración y armoniosa destreza.

Aún quedaban problemas por resolver, y decidió caminar por el ambulacro para aclararse la mente.

¿Debería atarlos antes? No. La ventaja de las manos atadas y las piernas lastradas no compensaba el inconveniente de que eso les permitiría saber que estaba a punto de ocurrir algo desagradable. Aquéllos no eran del tipo de hombres que se toman las cosas con tranquilidad y, dado que por alguna razón habían dejado las puertas abiertas, era fácil que tuviera lugar un motín. Era preferible, decidió recorriendo el ambulacro, dejarlos en la inopia y hacerlo todo tan rápido que no pudieran comprender nada hasta que ya estuvieran a mitad de camino hacia la otra vida. Eso requería mucha destreza y seguridad en las manos, pero de eso él tenía para dar y tomar.

—Buenas noches, padre —le dijo Bosco al pasar. Iba meditando sobre Cale.

—Buenas…

Pero Bosco ya se había ido.

La rotonda había sido diseñada por el predecesor de Brzica, que era un fanfarrón, en opinión de Brzica, y había sido construida, según su opinión profesional, de modo más complicado de lo necesario. El lema de Brzica era: «Es mejor hacer las cosas con sencillez». Brzica había olvidado el sistema de tres cámaras de la rotonda para ejecuciones en masa (uno a punto de ser ejecutado, otro en la cámara siguiente siendo preparado, y un tercero en espera) y lo había reemplazado por un sistema que dependía más de la cooperación de la víctima, que debía encontrarse bajo la impresión de que lo que sucedía era otra cosa diferente.

A la víctima se le decía que se le iba a presentar brevemente al Prior del Santuario. En cuanto entraba por una gruesa puerta que no dejaba pasar los ruidos, veía al Prior que estaba arrodillado, rezando, de espaldas a él y delante de un sagrado icono del Ahorcado Redentor. Brzica y sus dos guardias estaban arrodillados uno al lado del otro, el último de ellos tal vez un poco más cerca de lo que uno hubiera esperado. El Prior entonces se levantaba y se daba la vuelta. La víctima levantaba la vista. Brzica con su delantal de cuero lo agarraba del cabello, los dos guardias le sujetaban los brazos, y entonces Brzica le pasaba por el cuello su cuchillo incrustado en el guante. Ya agonizante y completamente aturdido, dejaban caer al reo sobre una trampilla que había delante de él. Los guardias bajaban el cuerpo, y el hombre, moribundo o ya muerto del todo, era empujado por un tobogán para ser después recogido en la cámara de debajo por unos redentores, que lavaban la trampilla rápida y cuidadosamente antes de volver a empujarla hacia arriba para que quedara colocada en su sitio. Tras echar un rápido vistazo para comprobar que no quedaba ningún indicio de la lucha, los guardias se levantaban y salían de la cámara por una puerta que estaba más allá, en el pasillo. Fuera, la siguiente víctima estaría aguardando pacientemente entre sus dos guardias. A oscuras, vislumbraría apenas al que pensaba que era su predecesor en la fila saliendo por la puerta de salida. Y entonces se reiniciaba el procedimiento.

Esta rutina continuó durante toda la noche, con la única interrupción de una de las víctimas, que estaba más mosca que el resto y notó que algo no acababa de encajar en la cámara. Este hombre se desprendió de la mano que le atenazaba el cuello y del que intentaba agarrarle la mano izquierda. Escurriéndose y gritando mientras sus cuatro asesinos forcejeaban tratando de inmovilizarlo, siguió gritando y luchando hasta que consiguieron sujetarlo al hueco. Le pisaron la mano, le golpearon la cabeza y, por último, le hicieron entrar por la trampilla para que acabaran el trabajo los redentores de la cámara inferior. Ni siquiera la más gruesa de las puertas hubiera podido evitar que el ruido de semejante lucha llegara a los oídos del siguiente, que aguardaba en el pasillo, fuera de la cámara. Así que el propio Brzica tuvo que salir y apuñalar al asustado redentor tal como estaba, en pie, antes de que pudiera armar más escándalo. Dejando aparte este pequeño incidente, toda la noche transcurrió según lo previsto.

A las once de la mañana siguiente, el ayudante del alcaide, el padre Bergeron, inspeccionó el montón de cuerpos ligeramente lavados que yacían en el Rotunda Posteriorum, esperando ser trasladados al campo de Ginky en la oscuridad de la noche. Se trataba de una visión aleccionadora e impresionante. Media hora más tarde, el ayudante del alcaide se encontraba delante de un Bosco algo impaciente, que trataba de desentrañar los aburridos y complejos documentos que se referían a una disputa en torno al reparto de un gran envío de queso echado a perder.

—¿De qué se trata? —preguntó Bosco sin levantar la mirada.

—Las ejecuciones se han llevado a cabo tal como ordenasteis, padre.

Bosco levantó la mirada irritado, pues el alcaide le había hecho perder el hilo de sus pensamientos enredados en declaraciones y contradeclaraciones concernientes a la responsabilidad por el queso podrido.

—¿Qué decís…?

Un terror espantoso coloreó de rojo la totalidad del rostro de Bergeron, como si lo acabara de alcanzar una repentina avalancha invernal.

—La ejecución de los prisioneros de la Casa del Propósito Especial.

La voz de Bergeron salió suave como un susurro. Sacó la hoja con los nombres y señaló la última página.

—Aquí está la cruz que pusisteis al final para confirmarlo.

Sin armar ningún revuelo, Bosco cogió el papel que le entregaba Bergeron. Una horrible tranquilidad se apoderó de él. Observó la hoja un instante: su precioso cuerpo de soldados de élite había desaparecido, hasta el último hombre.

—La cruz al final —dijo con voz suave— era para indicar que estaba correcto.

—¡Ah!

—¡Ah, efectivamente!

—Yo…

—Por favor, no digáis nada. Esta mañana me habéis echado una catástrofe encima. Llevadme a verlos.

En su estancia, Cale miraba por la ventana sin fijarse en nada en concreto, con la mente puesta a cientos de kilómetros de distancia. Tras él se oía el ruido del acólito que le llevaba la segunda comida de aquel día. Ya que no contaba con otros placeres, al menos seguía disfrutando de la comida, ahora que la suya era preparada por las monjas, como la de otros redentores importantes. Al acólito se le cayó al suelo una de las tapas, que rebotó estruendosamente y se fue rodando hasta cerca de los pies de Cale. La proximidad del acólito, que se había acercado a recogerla, le hizo mirar por primera vez al muchacho a la cara. Aunque tendría al menos la edad de Cale, el muchacho recogió la tapa humildemente y lo miró a su vez, aunque con azoramiento.

—No os conozco —le dijo Cale.

—Hace sólo diez días que me han traído aquí, desde Stuttgart.

Cale había leído algo sobre Stuttgart hacía poco, en un anuario que le había dado Bosco y que daba cuenta con áridos detalles de cada ciudadela armada y amurallada de los redentores que contara con una población de más de cinco mil habitantes. El anuario comprendía diez volúmenes de quinientas páginas cada uno. En opinión de Bosco, la mancomunidad de los redentores era frágil. Lo que estaba claro, por lo que había leído en los anuarios, era que se trataba de una mancomunidad muy amplia, mucho más amplia de lo que hubiera podido imaginarse nunca.

—¿Por qué os han traído aquí? —le preguntó Cale.

—No lo sé.

—¿Cómo os llamáis?

—Model.

Cale se acercó a la mesa y se sentó. Había huevos revueltos, tostadas, muslos de pollo, salchichas, champiñones y gachas. Empezó a servirse.

—Vos sois Cale, ¿no?

Cale no contestó.

—Dicen que vos salvasteis al Papa de los malvados antagonistas.

Cale volvió un instante la vista hacia él, y siguió comiendo. Model lo miraba fijamente. Estaba hambriento porque los acólitos siempre tenían hambre, del mismo modo que tenían frío la mayor parte del año. Pero ni se le pasaba por la imaginación que la comida de la mesa, parte de la cual ni siquiera sabía qué era, pudiera ser compartida con él. Era como una mujer hermosa para un hombre feo: podía reconocer la belleza pero no podía esperar que le tocara una porción de ella. Sin embargo, pese a lo distraído que era, Cale no conseguía comer a sus anchas delante del acólito.

—Sentaos.

—Yo no podría…

—Claro que podríais. Sentaos.

Model se sentó y Cale le puso delante un plato de patatas fritas. Pero había, naturalmente, un problema. Cogió el plato de patatas fritas y vació en su propio plato todas las patatas menos una. Enrojecido de anhelo, Model puso mala cara.

—Mirad —le dijo Cale—. Si coméis demasiado de esto, vomitaréis hasta las entrañas antes de media hora. Creedme. ¿Qué comíais en Stuttgart?

—Gachas y bunge.

—¿Bunge?

—Es una especie de grasa con frutos secos y tal.

—¡Ah, aquí lo llamamos pies de muertos!

—¡Ah!

Cale le quitó la piel a un trocito de pollo, y raspó la deliciosa gelatina que estaba pegada a la parte de dentro. Después le sirvió a Model una porción muy pequeña de clara de huevo y una cucharada algo más abundante de gachas. Pero no demasiada cantidad, tan sólo un poco.

—Tened cuidado. Comprobad que os va sentando bien.

La respuesta fue positiva: al acólito aquello le iba sentando como una bendición.

Ni siquiera inmerso en aquella furia podía Cale dejar de deleitarse ante el placer que experimentaba Model al comerse la patata frita, la clara del huevo y las gachas que se deslizaban por su hambrienta y reseca garganta como si provinieran de los jardines del Edén, donde se decía que había manantiales de limonada y que las peñas estaban hechas de caramelo.

Cuando Model terminó, se recostó en la silla y volvió a mirar a Cale fijamente.

—Gracias.

—De nada. Ahora id a acostaros cinco minutos, mirando a la pared para no verme a mí mientras me termino esto, porque podría sentaros mal.

Model obedeció, y Cale se terminó su desayuno sin volver a acordarse de él. Cuando ya había acabado con todo, llamaron a la puerta.

—Marchad —le dijo, haciendo señas al alarmado Model para que se levantara. Volvieron a llamar. Aguardó un poco—. Entrad.

Era Bosco.

Diez minutos más tarde, los dos se encontraban a solas en el Posteriorum, contemplando en silencio los doscientos noventa y nueve cadáveres que eran cuanto quedaba de diez años de planes y esfuerzos para acercar el mundo a su final.

—Quería mostraron esto porque no deseo que haya secretos entre nosotros. No pretendo que aprendáis de mi error, porque yo no he cometido ningún error. Me gustaría haberlo hecho, porque entonces yo también podría aprender de él. Pero este error, llamémoslo así, no es más que lo que es: un suceso. Había un plan, un plan diseñado con esmero y concebido con toda exactitud. Lo que tenéis que aprender de esto es que no hay nada que aprender. Que hay idiotas y hay inexpertos y hay malentendidos. Así son las cosas. ¿Me comprendéis?

—Sí.

—Pensaré alguna alternativa.

Pero pese a su serena aceptación de la terrible carnicería hecha a sus años de irreemplazable planificación (Bergeron había sido sustituido, pero para su asombro y gratitud no le habían sacado las tripas, ni tan siquiera castigado), Bosco permanecía blanco del susto.

—Pensad en ellos durante una hora, y después marchaos.

—No necesito una hora —repuso Cale.

—Me parece que…

—No necesito una hora.

Bosco movió la cabeza con un movimiento muy leve. Se volvió para irse, y Cale lo siguió. Subieron por una escalera sinuosa conocida como «escalera al cielo» cuando se subía por ella y, por razones que nadie recordaba, «escalera de los placeres» cuando se bajaba. Dejaron atrás la rotonda lentamente, pues las rodillas de Bosco ya no eran lo que habían sido en otro tiempo, y entraron en la Bolsa, el salón que daba a varios departamentos de la Casa del Propósito Especial.

Hacia la parte de atrás de la Bolsa, un hombre, un redentor, despojado de su ropa, era conducido a un patio abierto. Se lamentaba en voz baja, sollozando y lloriqueando como un niño cansado. Cale observó cómo lo hacían pasar por la puerta los tres redentores que lo acompañaban. Los contempló como lo hubiera hecho un águila o uno de esos halcones de comportamiento reflexivo.

—Detenedlos.

—La compasión no tiene nada que…

—Detenedlos y decidles que lo devuelvan a su celda.

Bosco se acercó al grupo al tiempo que ellos se paraban para hacer pasar por la puerta al prisionero y salir al brillante sol del patio.

—¡Alto un momento!

Diez minutos después, Cale, seguido por un cauteloso Bosco, atravesaba en silencio las celdas donde permanecían los purgatores, aquellos cuyos pecados de blasfemia, herejía, ofensa contra el Espíritu Santo y una larga lista de delitos los mantenían allí esperando a que se decidiera su destino, que normalmente era un destino muy simple, y el mismo para todos. Cale fue de un lado al otro mirando con atención a los expectantes prisioneros: a los aterrorizados, los desesperados, los desconcertados, los fanáticos y los que estaban claramente locos.

—¿Cuántos son?

—Doscientos cincuenta y seis —respondió el alcaide.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Cale señalando con un gesto de cabeza una puerta cerrada con llave.

El alcaide miró a Bosco y después a Cale. ¿Sería de verdad aquel muchacho el Tétrico prometido? No parecía gran cosa.

—Tras esa puerta sometemos a los condenados a un Acto de Fe.

Cale miró al alcaide.

—Abrid la puerta y marchaos.

—Haced lo que os dice —añadió Bosco.

Lo hizo así, con la cara roja de resentimiento. Cale empujó la puerta, que se abrió sin esfuerzo. Había allí diez celdas, cinco a cada lado del pasillo. Ocho de ellas estaban ocupadas por redentores cuyos delitos requerían una ejecución pública para alentar y mantener la moral de los fieles presentes. De los otros dos, uno era un hombre, aunque era evidente que no se trataba de un sacerdote, pues llevaba barba e iba vestido de paisano. El otro era una mujer.

—La doncella de los ojos de mirlo —explicó Bosco cuando volvieron a sus aposentos—. Ha estado profetizando blasfemias relativas al Ahorcado Redentor.

—¿Qué tipo de blasfemias?

—¿Cómo podría repetirlas yo? —dijo Bosco—. Son blasfemias.

—¿Cómo se la acusó entonces en el juicio?

—El caso se escuchó en la Cámara. Sólo un único juez estaba presente cuando ella repitió sus afirmaciones y se condenó a sí misma.

—Pero el juez lo sabe.

—Por desgracia, el juez descansa en paz, pues murió de apoplejía justo después, evidentemente por el horror que le causó lo que había oído.

—Mala suerte.

—La suerte no tuvo nada que ver. Ha ido a un lugar mejor, o al menos a un lugar del que no regresa ningún viajero ni nada de lo que el viajero pueda haber sabido antes de su partida. Está todo en las actas.

—¿Puedo leerlas?

—Por supuesto. Vos no sois una persona que pueda mancharse: vos sois la ira de Dios hecha carne. No importa lo que vos leáis, ni lo que hagáis, pues sois tan imposible de corromper como el mismo mar.

Cale meditó en ello durante unos instantes.

—¿Y el hombre de la barba?

—Es Guido Hooke.

—¿Y…?

—Se trata de un filósofo naturalista que asegura que la luna no es perfectamente redonda.

—¡Pero es redonda! —exclamó Cale—. No hay más que mirarla. Si vais a matar a la gente por ser tonta, necesitaréis muchos más verdugos.

Bosco sonrió.

—Guido Hooke no tiene ni un pelo de tonto, por muy excéntrico que sea. Y en cuanto a la luna, tiene razón.

Cale lanzó un bufido con el que expresaba su incredulidad.

—Cualquiera puede ver en una noche sin nubes que la luna es redonda.

—Ésa es una ilusión creada por la distancia que nos separa de ella. Pensad en el monte del Tigre. Desde cierta distancia, su falda parece tan lisa como la mantequilla, pero de cerca se ve que está tan arrugada como el catre de un viejo.

—¿Cómo lo sabéis? Lo de la luna, me refiero.

—Os lo puedo mostrar esta noche, si queréis.

—Si Hooke tiene razón, ¿por qué va a morir por decir la verdad?

—Cuestión de autoridad. El Papa ha asegurado que la luna es completamente redonda porque es expresión de la perfecta creación de Dios. Guido le contradice.

—Pero vos sabéis que es verdad.

—¿Y qué importa eso? Él ha contradicho a la roca sobre la que se asienta la única Fe Verdadera: el derecho a la última palabra. Si le permitiéramos hacer semejante cosa, imaginaos cómo terminaría la fiesta: en el fin de la autoridad. Sin autoridad no hay iglesia, y sin iglesia no hay salvación —dijo, y sonrió antes de concluir—: Hooke habla desde su llana verdad; pero el Papa lo hace desde una verdad más elevada.

—Pero vos no creéis en la salvación.

—Por eso tengo que llegar a Papa, para que la verdad y lo que yo creo se conviertan en la misma cosa. Decidme, ¿por qué estáis tan interesado en los purgatores?