Wilson se dijo que tal vez los jóvenes manifestantes tuvieran razón. Empezar de nuevo, con la pizarra limpia y el cuaderno en blanco, ejercía un atractivo bien lógico. Lo malo era que, aun comenzando de nuevo, la raza humana seguramente repetiría casi todos sus errores pretéritos. Aunque al retornar llevaría cierto tiempo cometerlos y, con buena voluntad, quizá se lograse corregirlos antes de hacerlos demasiado grandes, torpes y definitivos.
Alice Gale dijo que llegaría a ser un yermo el lugar donde otrora se alzaba la Casa Blanca; y el doctor Osborne, durante su viaje desde Fort Myer, había manifestado dudas sobre la posibilidad de romper la serie de causas y efectos que conduciría a la ruina de la Casa Blanca. Afirmó que se había ido demasiado lejos. Están desequilibrados, había dicho; han perdido la sensatez.
Era posible, se confesó Wilson en su fuero íntimo: el Gobierno central cada vez más ubicuo; las grandes empresas cada vez más ricas y poderosas; los impuestos aumentando siempre en vez de disminuir; los pobres cada vez más pobres y cada vez más numerosos, condenados a depender de la Seguridad Social; los abismos entre ricos y pobres, entre el Gobierno y el pueblo, más profundos a medida que pasaban los años. Se preguntó si pudo ocurrir de otro modo. Así las cosas, ¿se habría podido organizar el mundo de un modo mejor?
Meneó la cabeza. No tenía ni idea. Quizás hubiera hombres capaces de analizar la evolución política, económica y social, para demostrar dónde se hallaban los errores, y señalar con el dedo tal decisión de tal año diciendo: «Aquí se dio un paso en falso». Pero tales hombres serían teóricos, y nada podrían resolver en la práctica con sus teorías.
El timbre del teléfono empezó a sonar, y descolgó.
—¿Señor Wilson?
—Sí.
—Habla el vigilante de la puerta sudoeste. Aquí hay un caballero que quiere verle para un asunto muy importante. Es el señor Thomas Manning. Le acompaña el señor Bentley Price. ¿Los conoce?
—Sí. Hágalos pasar, por favor.
—Los enviaré con una escolta, señor. ¿Los recibirá en su despacho?
—Sí, les espero.
Wilson colgó, preguntándose qué podría traer a Manning. ¿Por qué habría venido en persona? Dijo que se trataba de algo importante. Y Bentley… ¡Señor!, ¿por qué con Bentley? ¿Habrían averiguado algo sobre el asunto de la ONU?
Miró el reloj. La reunión del gabinete se prolongaba más de lo previsto. Tal vez había terminado y el Presidente estaba sumergido en otros asuntos. Aunque sería extraño… Normalmente, Kim le habría hecho pasar.
Manning y Bentley entraron en el despacho mientras el vigilante se quedaba en la puerta. Wilson le hizo una seña.
—Espere afuera. Ha sido un placer inesperado —se volvió a sus dos visitantes—. Nos vemos muy poco ahora, Tom. Y a ti, Bentley, casi nunca.
—Tengo demasiados negocios —bromeó Bentley—. Voy de un lado a otro. Me paso la vida corriendo.
—Bentley acaba de llegar de Virginia occidental —informó Manning—. Es el motivo de esta visita.
—Había un perro en la carretera —explicó Bentley—, luego apareció un árbol y me di un batacazo.
—Bentley fotografió a un monstruo en la carretera —aclaró Manning— en el instante de desaparecer.
—Ya he descubierto lo que pasó —agregó Bentley—. Vio que la cámara le apuntaba y oyó que hacía clic. Los monstruos no se quedan quietos cuando ven que les apuntan con algo.
—Han habido más noticias de desapariciones —comentó Wilson—. Es como un mecanismo de defensa. A los muchachos les está resultando difícil cazarlos.
—No opino lo mismo —discrepó Manning—. Obligarlos a desaparecer puede ser tan útil como cazarlos. Abrió un delgado maletín que traía y sacó un montón de fotos, comentando:
—Mira —puso la primera foto sobre el escritorio de Wilson.
Wilson echó una rápida ojeada y luego miró de hito en hito a Bentley.
—¿Qué clase de truco fotográfico es éste? —inquirió.
—Nada de trucos —respondió Bentley—. La cámara no miente. Siempre dice la verdad. Te muestra lo que hay. Lo que ves aquí es lo que ocurre cuando un monstruo desaparece. Estaba cargada con película rápida…
—Pero… ¡Dinosaurios! —exclamó Wilson.
Bentley metió una mano en el bolsillo y sacó un objeto que entregó a Wilson.
—Un cuentahilos —explicó—. Echa una mirada. Se ven rebaños de dinosaurios en segundo término. Nadie puede hacer un truco así.
El monstruo se veía difuminado como una especie de fantasma del monstruo, pero lo bastante claro como para no dar lugar a dudas sobre lo que era. Al fondo se distinguían claramente los tres dinosaurios.
—Y ornitorrincos —señaló Manning—. Si le enseñaras la foto a un paleontólogo, seguramente acertaría a situarla con exactitud en cuanto a la época.
Los árboles eran extraños. Algunos semejaban palmeras, y otros helechos gigantescos.
Wilson abrió el cuentahilos, acercó la foto e hizo girar la lente de aumento. Bentley tenía razón. Había otros animales extraños en el paisaje, en manadas, solos, o emparejados. Un diminuto mamífero corría para ocultarse bajo un arbusto.
—Tenemos algunas ampliaciones del fondo —observó Manning—. ¿Quieres verlas?
—No. Es suficiente.
—Hemos consultado un libro de geología —dijo Bentley—. Es un paisaje del cretáceo.
—Lo sé —aseveró Wilson—. Cogió el teléfono y dijo—: Kim, ¿está el señor Gale en su habitación? Gracias. Por favor, dile que baje.
Manning puso el resto de las fotos sobre el escritorio.
—Son tuyas señaló. Las transmitiremos por teléfono. Queríamos que fueras el primero en saberlo. ¿Estás pensando lo mismo que yo?
Wilson asintió.
—Supongo que sí, pero, por favor, a mí no me metas.
—No hace falta —respondió Manning—. La foto habla por sí misma. El monstruo, supongo que podríamos llamarlo el monstruo madre, descubrió el principio de los viajes a través del tiempo cuando pasó por el túnel. Este principio se grabó en su mente, en sus instintos o como haya que llamarlo. Transmitió ese conocimiento a las crías… un instinto hereditario.
—Pero los humanos necesitan túneles del tiempo y artefactos mecánicos para lograrlo —objetó Wilson. Necesitan ciencia e ingeniería…
Manning se encogió de hombros.
—Diablos, Steve, yo qué sé. No pretendo saberlo. Pero la foto indica que los monstruos huyen hacia otra época. Quizá escapan todos a la misma. Tal vez el cretáceo sea lo mejor para ellos. Quizás han descubierto que nuestra época actual es demasiado dura, las dificultades demasiado grandes para ellos.
—¡Se me acaba de ocurrir algo! —gritó Wilson—. ¡Los dinosaurios desaparecieron!
—En efecto —repuso Manning—. Cerró el maletín y dijo—: Será mejor que nos vayamos. Tenemos trabajo. Gracias por habernos recibido.
—No, Tom —negó Wilson—. Las gracias son para ti y para Bentley. Gracias por venir. Pudo costarnos varios días el descubrir esto, si es que lo descubríamos…
Se puso en pie para despedirlos y luego se derrumbó en su asiento.
Increíble, pensó. Aunque, en cierto sentido, tenía su propia lógica monstruosa. Los seres humanos tienden a pensar según hábitos humanos. Los monstruos eran diferentes. Los refugiados del futuro habían insistido una y otra vez en que no debían considerarlos unos monstruos estúpidos, sino seres sumamente inteligentes. Y tal inteligencia, indudablemente, debía ser tan rara como sus cuerpos. Su inteligencia y habilidad no copiaban la inteligencia y la habilidad humanas. Aunque resultara difícil de comprender, tal vez fuesen capaces de hacer instintivamente algo que un ser humano no podría conseguir sin la ayuda de una máquina.
Maynard y Alice Gale entraron tan silenciosamente en el despacho que no se dio cuenta de que estaban allí hasta que alzó la vista y los halló junto a su escritorio.
—¿Llamaba usted? —dijo Gale.
—Quiero que vean estas fotos —pidió Wilson—. Primero la de arriba. Las demás son ampliaciones de detalles. Me gustaría conocer su opinión.
Aguardó mientras ambos estudiaban las fotos. Por último, Gale comentó:
—Esto es el cretáceo, señor Wilson. ¿Cómo tomaron la foto? ¿Qué tiene que ver con el monstruo?
—El fotógrafo estaba tomando una foto del monstruo. En ese instante, el monstruo desapareció.
—¿Desapareció?
—Es la segunda noticia de una desaparición, que yo sepa. Quizá hubo otras, pero lo ignoro.
—Sí —murmuró Gale—, es posible. Ya sabe que no son como nosotros. Los que pasaron por el túnel conocieron el viaje a través del tiempo… experiencia tan breve, que sólo duró una fracción de segundo. Mas pudo ser suficiente —se estremeció—. Si esto es cierto, si con tan breve exposición son capaces de viajar por su cuenta a través del tiempo, y si su progenie está en condiciones de hacerlo también… En una palabra, si pueden notar, aprender y copiar algo tan complicado en tan poco tiempo y con tanta perfección, me extraña que pudiéramos resistirles durante veinte años. Es decir, que jugaban con nosotros, procurando no exterminarnos. Un coto de caza, eso éramos. Un coto de caza.
—No es seguro —observó Wilson.
—Desde luego. En este sentido, hemos de consultar al doctor Wolfe. El nos lo dirá; al menos, estará en condiciones de formular una conjetura más fundada.
—Pero ¿usted lo duda?
—En absoluto —respondió Gale. ¿Podría ser esto una falsificación?
Wilson meneó la cabeza.
—No, tratándose de Tom Manning. Le conozco bien. Trabajamos juntos aquí, para el Post. Éramos compañeros de juergas; fuimos como hermanos hasta que este maldito trabajo se interpuso entre nosotros. No es que no tenga sentido del humor, pero sería incapaz de hacer algo así. Y Bentley también. La cámara es su dios. No la usaría para una falsedad. Vive y respira por y para sus cámaras. Todas las noches, antes de acostarse, les reza una oración.
—Entonces, esto prueba que los monstruos huyen al pasado.
—Creo que sí —agregó Wilson—, pero quise saber su opinión. Usted conoce a los monstruos y nosotros no.
—¿Hablará con Wolfe?
—Sí, lo haremos.
—Hay otra cuestión, señor Wilson, que deseábamos comentar con usted. Mi hija y yo la hemos discutido y estamos de acuerdo.
—¿De qué se trata? —preguntó Wilson.
—Es una invitación —repuso Gale—. No sabemos si la aceptará; quizá no, o tal vez le ofenda. Sin embargo, creo que muchas personas la aceptarían. Para muchos sería muy interesante. Me cuesta decirlo, pero es esto: cuando regresemos al mioceno, si usted quiere acompañarnos, será bienvenido en nuestro grupo. Nos alegraría tenerle con nosotros.
Wilson no dijo nada. Buscó palabras, pero no pudo encontrarlas. Alice dijo:
—Usted ha sido nuestro primer amigo, tal vez nuestro único amigo verdadero. Solucionó el problema de los diamantes. Ha hecho tanto por nosotros… impulsivamente, rodeó el escritorio y se inclinó para besarle en la mejilla.
—No es necesario que conteste en seguida —explicó Gale—. Seguramente querrá pensarlo. Si decide no venir, no volveremos a mencionar la cuestión. Creo probable que ustedes también recurran a los túneles del tiempo para regresar algunos millones de años hacia el pasado. Aun esperando que no ocurra, me parece que no serán capaces de superar la crisis que alcanzó a nuestros antepasados, o sea a ustedes, naturalmente, en la senda del tiempo original.
—No sé —dijo Wilson—. Sinceramente, no lo sé. Denme tiempo para pensarlo.
—Sin duda —afirmó Gale.
Alice se le acercó y susurró suavemente:
—Tengo tantas ganas de que decida acompañarnos…
Luego salieron, tan serenos y discretos como habían llegado. Anochecía y la oficina quedaba ya envuelta en sombras. En la sala de Prensa, una máquina de escribir tecleaba con irregularidad, reproduciendo las dudas de su usuario. Junto a la pared, los teletipos seguían con su rumoroso funcionamiento. Un piloto de la centralita de Judy lanzaba destellos. Ya no era la consola de Judy, pensó. Judy se había ido. El avión de Ohio ya estaría volando hacia el oeste.
—Judy —murmuró—. ¿Qué pasó contigo? ¿Por qué tuviste que hacerlo?
Sabía que iba a sentirse solo sin ella. Hasta ese momento no había comprendido cuánto le había acompañado ella. Había sido un refugio contra la soledad que siempre acecha al hombre, aunque crea tener muchos amigos. Incluso cuando no estaba presente, la idea de tenerla cerca bastaba para vencer la soledad, para alegrar el corazón.
Ella estaba cerca, pensó. Ohio no quedaba lejos; en esta época, ningún lugar del mundo era inaccesible. Los teléfonos funcionaban y el correo repartía cartas, aunque no era lo mismo que tenerla a ella. Pensó en alguna frase que pudiera escribirle, pero supo que nunca lo haría.
Sonó el timbre del teléfono. Kim anunció:
—La reunión ha terminado. Pasa.
—Gracias, Kim —respondió Wilson.
Había olvidado la entrevista con el Presidente. Era como si hubiera transcurrido una eternidad. Habían sucedido demasiadas cosas. Cuando entró en el despacho, el Presidente dijo:
—Lamento haberle tenido esperando, Steve. Había mucho que discutir. ¿Qué hay?
Wilson sonrió.
—Ahora ya no es tan importante. Creo que todo irá mejor. Corrieron rumores por la ONU.
—¿Sobre el asunto de los rusos? Sí. Me llamó Tom Manning. Su hombre en la ONU… Max Hale, ¿le recuerda?… Creo que no, pero leo sus artículos. Es persona seria.
—Hale oyó que los rusos eran partidarios del bombardeo atómico sobre las zonas donde pudieran haber monstruos sueltos.
—Esperaba algo así —señaló el Presidente—. Nunca se lo perdonaremos.
—De todos modos, me parece que ahora es una posibilidad teórica —comentó Wilson, extendiendo las fotos sobre el escritorio—. Acaban de llegar. Las tomó Bentley Price.
—Price repitió el Presidente. ¿Es aquel que…?
—Es aquel de quien tratan todas las anécdotas. Borracho la mayor parte del tiempo, pero fotógrafo de primera. El mejor que hay. El Presidente estudió la primera foto con el ceño fruncido.
—Me parece que no lo entiendo.
—Tienen su historia, señor. Sucede que…
El Presidente le escuchó con atención y sin interrumpirle ni una sola vez. Cuando Wilson hubo concluido, preguntó:
—Steve, ¿cree que su explicación es fundada?
—Me inclino a pensar que sí, señor, y Gale también. Dijo que debíamos hablar con Wolfe. Pero él estaba seguro. Lo único que hemos de hacer es seguir empujándolos. Empujarlos al pasado, y se marcharán. Si hubiera más monstruos, o si tuviéramos tan pocas armas como habrá dentro de quinientos años cuando ellos lleguen a la Tierra, probablemente intentarían quedarse. Nosotros presentamos una gran batalla, somos antagonistas dignos. Pero creo que saben cuándo están vencidos. En el cretáceo tampoco les faltarán oponentes de talla formidables. Los tiranosaurios y toda su familia, los triceratops, los celurosaurios, los dinosaurios cazadores. Lucharán cuerpo a cuerpo, con armas iguales. Tal vez guste más que lo que podemos ofrecer los humanos. Habrá más gloria para ellos.
El Presidente guardó un silencio pensativo. Luego comentó:
—Si no recuerdo mal, los científicos nunca han llegado a descubrir por qué desaparecieron los dinosaurios. Tal vez ahora lo sepamos.
—Podría ser —afirmó Wilson.
El Presidente hizo ademán de descolgar el teléfono, pero luego cambió de opinión.
—No, Fyodor Morozov es un hombre honrado. Lo que hizo esta mañana era su deber; cumplía las órdenes recibidas. Es inútil telefonearle para decírselo. Lo descubrirá cuando se publique la foto. Lo mismo pasará con los de la ONU. Me gustaría ver qué cara ponen. Se lo tienen merecido.
—Opino lo mismo, señor —concluyó Wilson—. No quiero ocuparle más tiempo…
—Quédese un momento, Steve. Hay algo que debe saber. Conviene que esté avisado por si se plantea la cuestión y tenemos que enfrentarnos a ella. Lo saben sólo seis de los nuestros, y no hablarán. Tampoco lo dirán los refugiados del futuro. Es un secreto de Estado. Un secreto no oficial. No hay pruebas. El secretario de Estado no lo sabe y tampoco el de Defensa.
—Me pregunto, señor, si debo…
—Quiero que usted lo sepa —insistió el Presidente—. Cuando lo oiga, quedará ligado al secreto como los demás. ¿Conoce la propuesta de Clinton Chapman?
—La conozco y no me gusta. Hoy mismo me hicieron esa pregunta y no quise hacer comentarios. Respondí que sólo era un rumor y que no sabía nada.
—A mí tampoco me gusta —manifestó el Presidente—. Pero por lo que a mí respecta, se le alentará para que siga adelante. Cree que puede comprar el viaje a través del tiempo, que ya lo tiene en el bolsillo y puede disfrutarlo. Jamás he visto un caso más evidente de afán de lucro. No estoy muy seguro de que su gran amigo Reilly Douglas sea inmune a ese mismo afán.
—Pero si es afán de lucro…
—Lo es —afirmó el Presidente—. Pero yo sé algo que él ignora, y procuraré que no se entere hasta que sea demasiado tarde para él. Se trata de esto: lo que descubrieron los refugiados del futuro no era el viaje a través del tiempo según nosotros lo interpretamos, sino algo distinto. A ellos les sirvió, pero no fue un viaje a través del tiempo tal como se concibe tradicionalmente. No sé si me explico, pero parece ser que, junto al nuestro, coexiste otro universo. La gente del futuro sabe que existe, pero, en realidad, de él sólo sabemos una cosa: que el transcurso del tiempo en el segundo universo es exactamente opuesto al del nuestro. Su futuro fluye hacia nuestro pasado. El pueblo del futuro viajó hacia su pasado colgándose del movimiento futuro del otro universo…
—Pero eso significa…
—Exacto —le interrumpió el Presidente—. Significa que pueden ir al pasado, pero no regresar. Pueden viajar hacia el pasado, pero no hacia el futuro.
—Si Chapman lo supiera, rescindiría el contrato.
—Supongo que sí. No se ofreció a construir los túneles por razones patrióticas. Steve, ¿le parece mal mi engaño… mi deshonestidad premeditada?
—Señor, me parecería mal si realmente fuese posible lo que Chapman quiere hacer y usted no lo impidiera. De este modo, en cambio, el mundo recibe ayuda y los únicos perjudicados son los que se excedieron en esta ocasión. Nadie se compadecerá de ellos.
—Algún día se sabrá —se lamentó el Presidente—. Algún día se conocerá mi deshonestidad.
—Cuando eso ocurra —observó Wilson—, como sin duda ocurrirá, una gran carcajada recorrerá el mundo. Será famoso, señor. Le harán un monumento.
El Presidente sonrió.
—Eso espero, Steve. Me siento un poco hipócrita.
—Una cosa más, señor —rogó Wilson—. ¿El secreto está bien guardado?
—Creo que sí repuso el Presidente—. Las personas que usted trajo de Myer hablaron sólo con tres sabios de la Academia; luego se me entregó un informe. Sólo a mí. Para entonces ya sabía de la propuesta de Chapman y les pedí que no lo divulgaran. Sólo algunos científicos del futuro han trabajado en el programa de evacuación de los suyos, y no todos saben lo que supone en realidad. Casualmente todos están aquí por un motivo parecido a lo de los diamantes. Están aquí porque les pareció que éramos la única nación en la que podían confiar. Se ha transmitido el mensaje a Myer. Los científicos del futuro no hablarán. Nuestros hombres, tampoco.
Wilson asintió.
—Me parece bien. Ha mencionado los diamantes, ¿qué va a ocurrir con ellos?
—Hemos aceptado la custodia provisional. Están en lugar seguro. Después, cuando todo esto haya concluido, veremos qué se puede hacer. Probablemente, venderlos con discreción, previa explicación suficientemente verosímil. Muy pocos cada vez. El dinero será colocado en plicas para ser posteriormente distribuido entre las demás naciones.
Wilson se puso en pie para salir. A mitad de camino se detuvo y se volvió.
—Yo diría que todo ha salido bien, señor Presidente.
—Sí —afirmó el Presidente—. Los comienzos han sido difíciles pero ahora todo marcha bien. Todavía queda mucho que hacer, pero ya estamos en el buen camino.
Había alguien en el escritorio de Judy cuando salió Wilson.
El despacho estaba a oscuras. Sólo se veían los destellos de la centralita, sin que nadie la atendiese.
—¿Judy? —preguntó Wilson con incertidumbre—. Judy, ¿eres tú? —Sabía que era imposible, pues en aquel momento ella seguramente llegaba a Ohio.
—He vuelto —respondió Judy—. Subí al avión y luego me bajé. Estuve varias horas sentada en el aeropuerto sin saber qué hacer. Eres un cabrito, Steve Wilson, y lo sabes. No sé por qué me bajé del avión ni tampoco por qué he venido aquí.
Steve cruzó a grandes zancadas el despacho y se acercó a ella.
—Pero, Judy…
—No me pediste que me quedara. En realidad, no me lo pediste.
—Lo hice; te lo pedí.
—Pero con mucha dignidad. Así eres tú, demasiado orgulloso. No se te ocurrió ponerte de rodillas y rogármelo. Ahora mis maletas van camino de Ohio y yo…
El se inclinó, la obligó a incorporarse y la abrazó con fuerza.
—Han sido dos días muy duros —murmuró—. Es hora de que nos vayamos a casa, los dos.