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Fue culpa del perro. Bentley Price no había probado gota en todo el día. Iba por una estrecha y sinuosa carretera de montaña, indeciblemente molesto por lo que le había ocurrido, y conducía más rápido de lo prudente. Después de varias horas de búsqueda había acabado por encontrar el campamento. Por su aspecto era un campamento provisional, pues no se veía la meticulosa limpieza de los campamentos del ejército; un simple retén frente a la espesa arboleda, junto a un rumoroso arroyo que corría valle abajo. Lleno de honda satisfacción al ver su deber cumplido y su perseverancia recompensada, se había colgado del cuello las cámaras y se acercó dificultosamente a la tienda principal. Casi había llegado cuando el coronel salió y lo detuvo. «¿Quién diablos es usted y adónde va?», le había preguntado el coronel. «Soy de la Global News», le había respondido Bentley, «y he venido a tomar algunas fotos de la caza del monstruo. Le dije a mi jefe que no valía la pena, pero él no opina lo mismo y como no era cuestión de llevarle la contraria, háganme el favor de moverse y acosar al monstruo para que yo pueda tomar algunas fotos».

«Se ha pasado de la raya, señor», le había dicho el coronel. «Se ha pasado en más de un sentido. No sé cómo ha podido llegar hasta aquí. ¿No han intentado detenerle?» «Seguro», repuso Bentley. «Por el camino, unos soldados; pero no les hice caso. Nunca hago caso de quien intenta detenerme. He de hacer mi trabajo y no puedo perder el tiempo.»

Entonces fue cuando el coronel le echó de allí. Había hablado con voz cortante y militar, mirándole fríamente. «Tenemos muchos problemas», explicó, «y no necesitamos que un maldito fotógrafo se entrometa y nos complique la vida. Si no se va por su propia voluntad, haré que sea expulsado por la guardia». Mientras decía esto, Bentley levantó la cámara y le sacó una foto. Esto empeoró aún más la situación y Bentley, con su ágil intuición de siempre, vio que llevaba las de perder, conque prefirió retirarse dignamente para evitar que le expulsaran. Cuando pasó junto a los soldados que habían intentado detenerlo, ellos le gritaron y le hicieron burla. Bentley redujo la velocidad, dispuesto a bajar y encararse con ellos, pero luego se lo pensó mejor. No vale la pena, se dijo.

Y entonces pasó lo del perro.

El perro salió de entre las malezas y matorrales que había junto a la cuneta. Tenía las orejas echadas hacia atrás, la cola entre las patas y aullaba presa de puro y ciego pánico. El perro se metió en la carretera y el coche rodaba a mucha velocidad. Bentley giró el volante, el coche se salió de la carretera y chocó contra unos arbustos. Los neumáticos chirriaron cuando Bentley pisó el freno. El morro del coche embistió un inmenso nogal y hubo un golpe estremecedor. La puerta izquierda se abrió y Bentley, con su orgulloso desdén frente a necedades como el cinturón de seguridad, salió disparado. La cámara que llevaba colgada al hombro describió una trayectoria y se estrelló contra su oído, dándole un golpe que resonó en su cráneo como si tuviera una campana dentro. Cayó de espaldas y rodó, lastimándose las manos y las rodillas. Logró ponerse en pie y descubrió que había ido a parar a la cuneta.

En medio del camino había un monstruo. Bentley conoció lo que era; el día anterior había visto dos. Pero éste era pequeño, del tamaño de un caballito de las Shetland. Lo cual no significaba que fuese menos horroroso.

Pero Bentley tenía más temple que otros. No tragó saliva ni se le revolvió el estómago. Sus manos se alzaron con rápida precisión, cogieron firmemente la cámara y la acercaron a su vista. El monstruo quedó enmarcado en el visor y el dedo del fotógrafo apretó el disparador. La cámara hizo «clic» y en ese instante el monstruo desapareció.

Bentley bajó la cámara y la soltó. Su cabeza aún le retumbaba por el golpe en la oreja. Llevaba la ropa destrozada y por un agujero del pantalón le asomaba la huesuda rodilla. Tenía ensangrentada la mano derecha, pues se había herido la palma sobre la grava. A su espalda, el coche emitía leves crujidos de metal martirizado. El motor hervía por efecto del agua que se escapaba del radiador roto, desparramándose sobre el metal caliente.

A lo lejos, el perro seguía corriendo entre gemidos. En un árbol, cerca de la cuneta, una ardilla espantada castañeteaba los dientes con la intensidad de un tableteo de ametralladora. La carretera estaba vacía. Un monstruo había pasado por allí. Desde donde estaba, Bentley veía sus huellas impresas en el polvo. Pero había desaparecido.

Bentley salió cojeando a la carretera y miró a todos lados. No había nada.

Estaba ahí, se dijo Bentley tercamente. Lo tenía encuadrado. Estaba ahí cuando tomé la foto. Cuando se descorrió el obturador de la reflex había desaparecido. Le asaltó una duda. ¿Estuvo allí o no al tomar la foto? ¿Habría quedado registrado en la película? ¿Habría perdido una foto a causa de su desaparición?

Pensándolo bien, le pareció que sí estaba, pero no quedó muy convencido.

Dio media vuelta y cojeó carretera abajo tan rápido como pudo. Sólo había un modo de averiguarlo. Tenía que conseguir un teléfono y un coche. Debía regresar a Washington.