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El sargento Gordon Fairfield Clark le dijo al coronel Eugene Dawson:

—Lo tenía en la mira y se esfumó de repente. Desapareció, se evaporó. Estoy seguro de que no se movió. Le vi moverse cuando salió al lindero. Parecía difuminado, como cuando un caricaturista dibuja algo que corre mucho, poniéndole un letrero de ZOOOM, pero la segunda vez no pasó eso. Desapareció sin hacer ningún movimiento. La primera vez pude distinguir cómo se movía. Pero no cuando lo apunté por la mira. En ese momento, ni se desplazó ni se difuminó, sencillamente desapareció.

—Debió verle a usted, sargento —dijo el coronel.

—Creo que no, señor. Estaba bien escondido y no me moví. Desvié el tubo lanzacohetes un par de centímetros, eso fue todo.

—Entonces, debió ver a uno de sus hombres.

—Señor, yo mismo he entrenado a esos hombres. Nadie los ve ni los oye.

—Entonces debió ver u oír otra cosa. Notó un peligro y por eso desapareció. Sargento, ¿está seguro de que desapareció?

—Estoy seguro, señor.

Dawson estaba sentado en un tronco caído. Se agachó, cogió una ramita del suelo del bosque y la desmenuzó hasta convertirla en astillas. Clark permanecía en cuclillas a un lado, empuñando el lanzacohetes, con la culata en el suelo, para apoyarse.

—Sargento— dijo Dawson—, no sé qué vamos a hacer al respecto. Ignoro qué se propone el ejército. Encontramos uno de esos bichos y, antes de poder zurrarle, desaparece. Estoy seguro de que podríamos acabar con ellos, aun cuando crezcan y adquieran malicia como asegura la gente del futuro. Podremos con ellos; tenemos potencia de fuego, tenemos tecnología. Si ellos se pusieran en fila y nosotros también y se lanzaran contra nosotros, podríamos con ellos a garrotazos. Tenemos más y mejores armas que la gente del futuro y podemos hacerlo. Pero no si procuran darnos esquinazo en un terreno como éste. Si aquí bombardeásemos cuatro mil hectáreas, tal vez mataríamos uno, pero sabe Dios qué más mataríamos, incluyendo personas. No tenemos tiempo ni personal para evacuar a la población y poder bombardear. No hay más remedio que cazarlos de uno en uno…

—Pero aunque los cazáramos, señor…

—Sí, lo sé. Pero supongamos que tiene suerte. Digamos que liquida uno de vez en cuando. Quedarán centenares de monstruos empollando y en un mes o una semana pondrán miles de huevos. Y los primeros no tardarán en crecer y volverse más peligrosos. Mientras los cazamos, acaban con una o dos ciudades, una o dos bases militares…

—Señor —dijo el sargento Clark—, es peor que lo del Vietnam. Y eso que lo del Vietnam fue peliagudo.

El coronel se puso en pie.

—Todavía no nos ha ganado nadie —afirmó—. Nadie nos ha ganado con todas las de la ley, y no sucederá esta vez. Pero tendremos que descubrir cómo hacerlo. Toda la potencia de fuego y toda la tecnología del mundo no sirven de nada si uno no halla un objetivo contra el cual dirigirlas, algo que se esté quieto mientras uno aprieta el gatillo.

El sargento se puso de pie y se colocó el lanzacohetes bajo el brazo.

—Bien; vuelvo a mi puesto —comentó.

—¿Ha visto un fotógrafo por aquí?

—¿Un fotógrafo? —preguntó el sargento—. ¿Cuál? No he visto a ningún fotógrafo.

—Dijo que se llamaba Price. De alguna asociación de prensa. Andaba dando la lata. Le dije que se largara.

—Si le encuentro —dijo el sargento—, le ataré una cuerda al rabo.