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Tom Manning hablaba por teléfono midiendo cada una de sus palabras.

—Me he enterado de algo —murmuró.

—Envíalo por teletipo, Tom —repuso Wilson—. Para eso estás allí. Transmítelo para mayor gloria de la vieja y gloriosa Global News.

—Ahora que has demostrado tu extraño sentido del humor, ¿hablamos de negocios? —preguntó Manning.

—Si es una trampa para sacarme la confirmación de algún rumor que hayas oído, ya sabes que es inútil —repuso Wilson.

—Tú ya me conoces, Steve.

—Por eso mismo, porque te conozco.

—De acuerdo —admitió Manning—. Si lo pones así, empecemos por el principio. Esta mañana el Presidente ha recibido al embajador ruso…

—El Presidente no le recibió. Vino por su propia iniciativa. El embajador hizo una declaración a la Prensa, como sabes.

—Claro. Sabemos lo que dijo el embajador y lo que tú dijiste en el boletín de la tarde y que, en mi opinión, no aclara mucho las cosas. En esta ciudad nadie que esté en sus cabales se ha creído ni media palabra.

—Lo siento, Tom. Dije lo que sabía.

—Acepto lo que dices —respondió Manning—. A lo mejor a ti no te lo han dicho. Pero por la sede neoyorquina de la ONU corre un rumor bastante feo. Al menos, tal como se lo contaron a nuestro hombre allí. Ignoro si ya es del dominio público. Nuestro hombre no lo pasó por el teletipo. Me telefoneó y le dije que esperase hasta que yo hubiese hablado contigo.

—No sé de qué me hablas, Tom. Creí honradamente que el embajador lo había dicho todo. Existen esas conversaciones con Moscú, y parecía lógico. El Presidente tampoco ha dicho otra cosa. Creo que lo mencionó sin entrar en más detalles. Había otros asuntos.

—Muy bien —dijo Manning—. Te contaré la noticia tal como la recibí. Morozov habló con Williams y el Presidente para ofrecer ayuda militar al objeto de dar muerte al monstruo, y la oferta fue rechazada…

—Tom, ¿es de confianza tu fuente? ¿Estás seguro de lo que dices?

—¿Cómo voy a estarlo? Es lo que le dijeron esta tarde a nuestro hombre en la ONU.

—¿Te refieres a Max Hale?

—Uno de los mejores —afirmó Manning—. Tiene criterio para saber cuándo un rumor es consistente.

—Sí, es cierto. Le recuerdo de mis tiempos en Chicago.

—El informante de Hale agregó que mañana se comunicará a la ONU nuestra negativa y se exigirá que aceptemos la ayuda de otras naciones. Se nos acusará de negligencia criminal si no aceptamos.

—El viejo truco de todas las invasiones —pontificó Wilson.

—Pero esto no es todo. Si no se aceptan las tropas y no es posible dominar a los monstruos, la ONU podrá decidir que toda la zona sea destruida con armas nucleares. El mundo no puede correr el riesgo…

—Espera —dijo Wilson precipitadamente—. Dijiste que no lo habías pasado por los teletipos, ¿verdad?

—Todavía no, y espero no tener que hacerlo nunca. Por eso te he llamado. Si Hale se enteró, probablemente otros lo sabrán también y, como hay Dios que llegará a los teletipos o será publicado en alguna parte.

—No puede ser —afirmó Wilson—. Estoy seguro. Al fin y al cabo viajamos todos en el mismo tren. En este momento las maniobras de la lucha política deberían quedar aparte. Al menos, así opino. Tom, no puedo creerlo.

—¿No sabías nada? ¿Ni por asomo? ¿No recuerdas ningún indicio?

—Ni el más mínimo —repuso Wilson.

—Steve, te aseguro que no me gustaría trabajar en lo tuyo ni por un millón de dólares —comentó Manning.

—Retrásalo, Tom. Danos un poco de tiempo para verificarlo.

—Por supuesto. Sólo que, si me aprietan demasiado… si alguien… Te avisaré antes.

—Gracias, Tom. Algún día…

—Algún día, cuando todo esto haya terminado —le interrumpió Manning—, nos meteremos en un rincón escondido de un bar escondido, donde nadie pueda encontrarnos, y cogeremos una trompa a medias.

—Yo pago —afirmó Wilson—. Lo que quieras.

Colgó y se hundió en la silla. Precisamente cuando estaba a punto de terminar, pensó. Algunos días eran interminables. No se acababan nunca. Ayer y hoy no fueron dos días, sino una eternidad poblada de pesadillas que, al recordarlo, parecía del todo irreal. Había perdido a Judy; los manifestantes seguían desfilando por la calle; los empresarios daban voces de protesta porque con el embargo no se les dejaba hundir a sus competidores; los curas sermoneaban desde sus púlpitos decididos a lanzar otra quema de brujas; los monstruos corrían por las montañas, y el futuro seguía arrojando a sus habitantes en la actual senda del tiempo.

Se le caían los párpados, y se obligó a permanecer erguido. Aquella noche tendría que descansar; buscaría tiempo para dormir de un modo u otro.

Quizá tuviese razón Judy. Tal vez largarse fuera lo mejor, aunque, se dijo, faltaba saber de qué se alejaba uno. La echaba en falta… hacía una o dos horas que se había ido y ya la echaba en falta. De repente se dio cuenta de que la había añorado durante todo el día, incluso cuando aún no se había ido. Empezó a echarla en falta cuando supo que se marcharía. Pensó que tal vez debió insistir más para convencerla, pero le había faltado tiempo y no supo hacerlo… al menos, sin perder la dignidad, y uno hace las cosas con dignidad o no las hace. Aunque seguramente no le habría escuchado.

Descolgó.

—Kim, ¿estás ahí? Quiero ver al Presidente. Es muy urgente. Aprovecha la primera oportunidad para hacerme pasar.

—Quizá tarde un poco, Steve —explicó—. Hay una reunión de gabinete.