En Nueva York, en Chicago, en Atlanta, los manifestantes cargaban contra los cordones policiales. Los carteles decían: NADIE LES PIDIÓ QUE VINIERAN. ABAJO LA CARESTÍA DE LA VIDA. NO QUEREMOS MORIRNOS DE HAMBRE. Las multitudes lanzaban objetos: piedras, ladrillos, botes de hojalata aplastados y afilados para que tuvieran bordes cortantes, bolsas de plástico llenas de excrementos. En los barrios miserables estalló la rebeldía y la violencia. Algunas personas murieron, y hubo muchos heridos. Se hicieron hogueras. Se incendiaron casas y, cuando los equipos de bomberos intentaban llegar hasta las llamas, se alzaban barricadas para impedírselo. Barrios enteros quedaron abandonados al saqueo.
En las ciudades pequeñas, hombres de rostro preocupado hablaban sentados en los bancos delante de los almacenes, en las gasolineras, en los mercados, parados en las esquinas o reunidos en los bares o mientras aguardaban turno en las barberías. Comentaban desconsolados: «Esto va mal. Esto no marcha. No es como en otros tiempos, cuando uno sabía a qué se exponía. Ahora es imposible prever lo que va a pasar, ni saber qué está pasando. Demasiadas novedades. Se están perdiendo las tradiciones. Ya no hay nada seguro…» Decían, sentenciosos: «Claro que, si lo que «ellos» dicen es verdad, habrá que hacer un esfuerzo. Ya oyó usted lo que dijo el Presidente. Los hijos de nuestros hijos, eso es lo que son. Aunque no sé cómo piensan arreglarlo. No será con más impuestos. No podemos pagar más de lo que ya pagamos, y los túneles costarán un potosí. Impuestos sobre todo lo que compras, sobre todo lo que haces, sobre todo lo que tienes. No importa cuánto se deslome uno, que todo se lo llevan en impuestos…» Decían, santurrones: «Ese predicador de Nashville tenía razón. Cuando uno pierde la religión, ha perdido todo lo que vale la pena. No le queda ninguna razón de vivir. Si olvidas la Biblia, lo pierdes todo. Quién iba a decir que dentro de quinientos años los hombres habrán renunciado a su Dios. Sólo se explica por la maldad del mundo moderno, por la vida en esas grandes ciudades. Allí la gente es ruin. Aquí no podrían perder a Dios, no señor. Te acompaña en todas partes. Lo respiras con el aire. Lo ves en el color del cielo al amanecer. Lo oyes en el silencio de la tarde. Dan pena esas gentes del futuro, dan lástima, de verdad. No saben lo que se han perdido…» Refiriéndose a las manifestaciones, comentaban con rabia: «Deberían liquidarlos a todos. Yo no me andaría con tantas contemplaciones. No me lo pensaría ni un segundo. La mayoría de esa gente no han dado golpe en la vida. Lo único que hacen es mendigar. No me negarás que si un hombre busca trabajo, o aunque sea una mujer, puede encontrarlo. En cambio nosotros, venga a sudar, venga a currelar y ¿qué conseguimos? Pues nada, porque no hacemos manifestaciones, no incendiamos, no alargamos la mano para mendigar…» De los jóvenes que paseaban sus carteles por el parque Lafayette decían: «Si quieren largarse al mioceno o a donde sea, ¿por qué no los dejamos? Que se vayan; estaremos mejor sin ellos». El banquero del pueblo anunciaba con solemnidad: «Acuérdense de lo que voy a decirles. Tendremos suerte si esta gente del futuro no arruina todo el país. Sí señor, todo el país; y quizá todo el mundo. El dólar no valdrá nada y los precios subirán…» Inevitablemente, cuando lo veían todo negro sacaban esta conclusión: «Espera y verás. Te digo que es un complot comunista. Un maldito complot comunista. No sé cómo lo han conseguido pero, al bajar la marea, estarán los rusos en el fondo…»
Se desencadenó una peregrinación en todo el país, una verdadera marcha sobre Washington. Llegaban en autostop, en autobús, en viejos coches destartalados. Un tremendo movimiento juvenil de la contracultura. Algunos llegaron a la ciudad antes del anochecer y desfilaban con pancartas en las que se leía: «¡Todos al mioceno! ¡Adelante con los dientes de sable!» Otros siguieron manifestándose durante la noche o se echaron a dormir tumbados sobre los bancos de los parques para continuar al día siguiente, comiendo bocadillos, haciendo proselitismo y conspirando en susurros alrededor de las fogatas.
Otros grupos desfilaban por las calles de Washington dando escolta a jóvenes manifestantes que se tambaleaban bajo el peso de grandes cruces, que trastabillaban y caían y volvían a levantarse cien veces para continuar la procesión. Algunos llevaban coronas de espinas y les corría la sangre por las frentes. A últimas horas de la tarde se declaró en el parque Lafayette una batalla campal: una multitud indignada, en la que figuraban muchos de los jóvenes que esperaban retornar al mioceno, quiso impedir una crucifixión cuando ya la víctima estaba atada a la cruz y el agujero para plantarla cavado a medias. La policía intervino y, después de quince minutos de sangrienta lucha, disolvió la manifestación. Hecho esto los guardias recogieron cuatro cruces burdamente fabricadas y las retiraron.
—Estos chicos están locos —dijo un oficial, nervioso—. No daría ni un centavo por toda esa chusma.
El senador Andrew Oakes telefoneó a Grant Wellington.
—Ha llegado el momento —dijo en tono conspiratorio— de guardar la mayor discreción. No haga declaraciones; debe fingir total desinterés. La situación, como usted diría, es fluida. No hay nada firme. Nadie sabe por dónde saltará la liebre, pero se está tramando algo. El ruso estuvo en la Casa Blanca esta mañana y eso no presagia nada bueno. Se cuece algo que no sabemos.
Clinton Chapman llamó a Reilly Douglas.
—¿Sabes algo, Reilly?
—Nada, salvo que existe realmente el viaje en el tiempo y ellos tienen los planos.
—¿Los has visto?
—No. Están a buen resguardo. Nadie dice ni pío. Los científicos que trabajan con la gente del futuro no abren la boca.
—Pero tú…
—Lo sé, Clint. Soy el ministro de Justicia pero, ¡diantre!, en un caso así eso no cuenta. Es un secreto de Estado. Lo conocen algunos sabios y nadie más. Ni siquiera los militares, y creo que si los pidieran, tampoco…
—Pero tendrán que permitir que alguien se entere. No se puede construir una cosa desconocida.
—Al contrario. Basta saber cómo se construye. Pero no cómo funciona, ni porque, ni los principios de su funcionamiento.
—No veo la diferencia.
—Pues sí hay diferencia —respondió Douglas—. Aunque, por mi parte, no me gustaría construir algo que no comprendo.
—Has dicho que el viaje a través del tiempo existe. No cabe duda. Existe de verdad.
—Evidentemente —confirmó Douglas.
—Es una mina de oro —dijo Chapman— y no descansaré hasta que…
—Pero si funciona en un solo sentido…
—Debe funcionar en ambos —afirmó Chapman—. Lo aseguran mis técnicos.
—Exigirá una fuerte financiación —puntualizó Douglas.
—Tengo respaldo —aseguró Chapman—, personas en quienes puedo confiar. La mayoría se muestran interesados. Claramente interesados. Han comprendido las posibilidades. No nos faltarán fondos si nos salimos con la nuestra.
Judy Gray subió al avión y ocupó su plaza. Miró por la ventanilla y vio idas y venidas de camiones… Los vio entre lágrimas y enseguida alzó una mano para secarse los ojos. ¡El muy hijo de puta! ¡El maldito hijo de puta!, se dijo apretando los dientes. Pero el tono de su voz era casi cariñoso.