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En el bosque de avellanos contiguo al minúsculo maizal se intuía vagamente una presencia, un algo inquietante que no acababa de definirse. Algo acechaba allí. El sargento Gordy Clark estaba seguro, pero ni él mismo sabía cómo lo había adivinado… Algún instinto desarrollado en cientos de patrullas por campo enemigo; el sexto sentido del veterano que sabe cubrirse y sobrevivir donde otros mueren. Algo que ni él mismo ni nadie podía definir le advertía que estaba siendo observado por entre los árboles.

Permaneció quieto, conteniendo la respiración en su esfuerzo por mantener una inmovilidad perfecta, tendido sobre un caballón en la linde del maizal. Con el tubo lanzacohetes apoyado en un tronco viejo y podrido y la mira apuntando a la arboleda. Podía ser un perro o un niño, se dijo, o tal vez nada. Pero no conseguía persuadirse de que no fuese nada.

Se había cubierto detrás de un arbusto cuyas ramas le ocultaban a los ojos de quien pudiera estar escondido entre los árboles. Oyó el débil murmullo del arroyo que discurría detrás del maizal; desde la hondonada donde se hallaban los edificios de la granja llegaba el cacareo estúpido de las gallinas.

No se veía a los demás hombres de la patrulla. Sabía que debían estar cerca, pero tenían buen cuidado de no delatar su presencia. Eran soldados profesionales y competentes en su trabajo. Podían moverse como sombras por entre los árboles. Ningún ruido ni agitación de matorrales les descubriría.

El sargento sonrió con expresión feroz. Eran buenos hombres. Él los había entrenado. El capitán se atribuía a sí mismo ese mérito, pero no. Había sido el sargento Gordon quien los instruyó a golpes. Por supuesto, todos le odiaban y no podía ser de otro modo. A veces, del odio podía surgir el respeto. Por miedo o por respeto, pensó, lo que importaba era ser obedecido sin rechistar. Algunos, en el pasado no ahora, sino en algún momento del pasado tal vez soñaron con volarle de un tiro la tapa de los sesos. Y no les faltarían ocasiones, pero no lo hicieron. Porque le necesitaban, se dijo el sargento; no tanto a su persona, como al odio que sentían hacia él. Nada mejor que una buena dosis de odio para mantener la moral del soldado.

El granjero de la hondonada creyó que había visto algo. No pudo distinguir bien lo que era, pero el atisbo que tuvo fue de algo horroroso, algo nunca visto, que ningún hombre podía imaginar. El granjero se había estremecido al contárselo al capitán.

La cosa que se ocultaba en la arboleda salió. Salió a tal velocidad que parecía difuminarse. Luego, no menos súbitamente, se detuvo en la franja de terreno despejado entre la arboleda y el campo.

Al sargento se le cortó la respiración y se le revolvieron las tripas, mas no por eso dejó de apuntar su lanzacohetes centrando la mira en la gran panza del monstruo, y su dedo empezó a curvarse sobre el disparador.

Entonces desapareció. A través de la mira sólo se veía el matorral espinoso del lindero del bosque. El sargento siguió mirando a través del anteojo, pero apartó el dedo del gatillo.

El monstruo no se había movido. Estaba seguro de ello. Sencillamente había desaparecido. Estuvo una fracción de segundo allí y, a la siguiente, ya no. No podía ser tan rápido. Cuando salió del matorral parecía una mancha difuminada por la rapidez de sus movimientos. Pero luego no quedó ni mancha ni nada.

El sargento Clark alzó la cabeza y se arrodilló. Se pasó una mano por la cara y se asombró al comprobar que la retiraba cubierta de una humedad grasienta. No se había dado cuenta de que sudaba.