El senador Andrew Oakes se incorporó un poco desde las profundidades del sillón donde estaba hundido.
—Señor Presidente, no estoy muy seguro de que sea acertado repatriar las tropas —dijo—. Nuestras bases necesitan guarnición. Me parece que nos estamos poniendo demasiado nerviosos. Unos bichos sin importancia atacan un gallinero al oeste de Virginia, y nosotros repatriamos varias divisiones. Parece exagerado. Y tampoco creo que haya sido acertado hablar de esos bichos a los periodistas. Todo el país quedará trastornado.
—Senador —intervino el congresista Nelson Able—, creo que confunde usted la cuestión. No se nos ha llamado para decidir si había que repatriar divisiones, sino para comunicarnos que ya están en camino, y por qué lo hacen.
—De todas formas, creo que al Presidente Henderson le interesará conocer nuestra opinión —repuso el senador Oakes—. Aunque no coincida con nosotros, me parece que debemos decírsela.
—Exacto, Andrew —intervino el Presidente—. Como sabes, llevo muchos años escuchándote y casi siempre me ha interesado lo que decías, aunque esto no significa que coincidiese contigo. Por lo general, discrepamos.
—Lo sé —dijo Oakes—, pero eso no me impedirá decir lo que pienso. Y opino que es una gran idiotez repatriar las tropas. La persecución de algunos monstruitos aficionados a matar gallinas no exige todo nuestro poder militar.
—Se nos ha dicho —comentó el senador Brian Dixon— que estos seres dejarán de ser monstruitos. El modo más inteligente de combatirlos es liquidarlos antes de que haya más o lleguen a crecer.
—¿Cómo sabemos si crecerán o se multiplicarán de verdad? —insistió Oakes—. Confiamos en unas personas que se vinieron corriendo porque no fueron capaces de luchar. Y no lucharon, porque habían bajado la guardia. Desatendieron los gastos militares y de armamento…
—¡Alto, senador! —protestó el congresista Able—. Guárdese sus discursos militaristas para el Senado. Allí le sirven de propaganda y causan impresión al público. Pero aquí estamos entre nosotros, que no nos dejamos impresionar.
—Caballeros —interrumpió el Presidente—, nos estamos apartando del tema. Con toda la consideración debida a las opiniones del senador, los militares serán repatriados. El motivo es que el secretario de Defensa y los jefes de Estado Mayor me han asegurado que las fuerzas se necesitan aquí. La cuestión ya ha sido discutida, y el criterio predominante es que no podemos arriesgarnos a fallar. Tal vez hayamos exagerado nuestro celo, pero eso vale más que la negligencia. Es posible que la gente del futuro tenga pocas cosas que enseñarnos, pero yo me inclino a pensar lo contrario. Se han enfrentado a los monstruos durante veinte años y me parece que sabrán de ellos mucho más que nosotros. He hablado con miembros de la Academia de Ciencias, y dicen que si bien las características atribuidas a los monstruos son singulares, no contradicen ninguna de las leyes biológicas que conocemos. Así pues, nadie dirá que haya faltado responsabilidad en nuestras decisiones. Debido a la urgencia nos hemos movido con rapidez, pues no teníamos tiempo de someter esto a debate.
Sin replicar, Oakes se hundió en el sillón, refunfuñando.
—Se dijo que había un monstruo suelto en el Congo —informó el congresista Wayne Smith—. Señor, ¿han averiguado algo más?
—No —respondió el Presidente—. No estamos seguros de si escapó. Los informes son de escasa confianza.
—¿No han solicitado ayuda para cazarlo?
—No —respondió el Presidente—, nada oficial.
—¿Y sobre los túneles, señor? Las últimas noticias parecen contradictorias. Sabemos que algunos han cerrado, pero en conjunto no se entiende lo que pasa.
—Seguramente sabes tanto como nosotros, Wayne. El túnel de Virginia está cerrado. Otros dos se cerraron sin nuestra intervención, uno en Wisconsin y el otro en Texas. Supongo que ésos los cerraron las personas del futuro cuando se acercaron demasiado los monstruos. O eso; o hubo una avería. Los demás túneles de los Estados Unidos siguen funcionando.
—¿No le parece que pudieron cerrar esos dos tras haber pasado todos los fugitivos? Tarde o temprano habrá de cesar su venida.
—Sabemos que el túnel de Wisconsin cerró porque hubo un ataque al otro lado. Nos lo dijo el último que salió. Ignoro el motivo del cierre en Texas. Pero, respondiendo a su pregunta, espero que pronto los túneles empiecen a cerrar por haber terminado su función.
—Señor Presidente —dijo el senador Dixon—, ¿qué se sabe en cuanto al aspecto práctico de la construcción de nuevos túneles? ¿Podemos construirlos para evacuar al pasado a esas personas?
—A lo que parece, sí —respondió el Presidente—. En estos momentos, nuestros físicos e ingenieros colaboran con científicos e ingenieros de los refugiados. Estos últimos han elegido los emplazamientos de los túneles. Lo mejor es que no necesitamos construir tantos túneles como ellos para venir aquí. Para regresar al mioceno no existe la urgencia inmediata que había para llegar aquí. Los del futuro construyeron muchísimos túneles porque les corría prisa el salir, para salvar una parte considerable de la población. Tengo entendido que no se construirán túneles en los países más pequeños. Con nuestros medios de transporte normales podrán alcanzarse los túneles desde varios cientos de kilómetros de distancia. De hecho, es más fácil transportar a los refugiados que construir muchos túneles. El caso es tenerlos terminados y evacuar a la gente antes de que los refugiados se nos coman vivos.
—Así pues, la construcción de los túneles no excede de nuestros medios. Sólo necesitamos tiempo, dinero y mano de obra.
—Exacto, Brian. La mano de obra no será problema. Los refugiados suman una fuerza laboral ingente y dispuesta. Hace una hora me llamó Terry Roberts para decirme que nuestros obreros no se oponen a que los empleemos en esto que podríamos calificar de proyecto federal. Terry me asegura que los sindicatos han ofrecido su colaboración hasta el punto de renunciar, si fuese necesario, a la prioridad de sus afiliados sobre los nuevos puestos de trabajo. El problema no son los obreros, sino la financiación. Aunque la industria esté tan dispuesta a colaborar como los sindicatos, es necesario transformar las cadenas de producción para lanzar la fabricación de piezas para los túneles. Normalmente, el replanteo de las cadenas es un proceso caro y que requiere tiempo. Pero como hemos de empezar en seguida y sin interrupciones para terminar en una fracción del tiempo normalmente necesario, el coste se multiplica de un modo casi inconcebible. Todos los productos industriales subirán. Tengan presente que el problema no es sólo nuestro, sino de todo el mundo. La mayor parte del trabajo será realizado por las naciones industrializadas: nosotros, Alemania, Rusia, Francia, Gran Bretaña, China, Japón y algunos países más deben construir, no sólo para sí mismos, sino para todo el mundo. Aunque no hemos de fabricar tantos túneles como la gente del futuro construyó para venir aquí, deben ser suficientes para una distribución uniforme cuando regresen al mioceno. Pues, aunque la población del futuro no es tan numerosa como la nuestra, aún sigue siendo necesario repartirla. No sería posible construir una nueva civilización en el pasado si lanzáramos demasiada gente en un solo lugar. Y la preparación de los túneles es sólo una parte, aunque la mayor y la más importante, del problema industrial que se nos plantea. También hay que suministrar a los refugiados herramientas, ganado y semillas para comenzar de nuevo. Sólo para los aperos, ocuparemos una capacidad industrial considerable.
—¿Ha hablado con los representantes de la patronal?
—Personalmente, no. Entre los empresarios hemos realizado algunos tanteos para ver cómo reaccionan. Aún no tengo noticias, pero espero que la reacción sea positiva. Lo contrario me decepcionaría. Ellos también se juegan el pellejo.
Oakes habló desde su sillón.
—Señor Presidente, ¿cuánto va a costar todo esto, en números redondos?
—Ni idea respondió el Presidente.
—Pero será caro.
—Lo será.
—¿Quizá mucho más que el presupuesto de Defensa que tanto suele espantarles?
—Naturalmente, usted desea que se lo confirme. Pues no tengo inconveniente —dijo el Presidente—. Sí, será más costoso que el presupuesto de Defensa, mucho más. Costará incluso más que una guerra. Quizá nos arruine. El mundo entero podría quedar en bancarrota, pero, ¿qué quiere que hagamos? ¿Salir y disparar contra los refugiados? Eso resolvería el problema. ¿Prefiere esa solución?
Con un gruñido, Oakes volvió a hundirse en el sillón.
—Se me acaba de ocurrir una cosa —intervino Able—. Cualquiera que sea el coste, creo que hay una oportunidad de recuperar la inversión. Los refugiados provienen de una época que habrá resuelto muchos problemas tecnológicos, que habrá desarrollado nuevas técnicas. Ellos mencionaron la energía de la fusión atómica. Nosotros no estamos cerca de conseguirla; quizá nos cueste años llegar a ello. Sería un gran paso hacia adelante contar con la energía de fusión. Sin duda, habrá muchas cosas más. Supongo que a cambio de lo que estamos dispuestos a hacer por ellos, podrían darnos a conocer los fundamentos de estos avances tecnológicos…
—Sería la ruina —señaló Oakes, iracundo—. Eso acabaría la destrucción que ellos han comenzado. Tomemos como ejemplo la energía de fusión. Caballeros, en un abrir y cerrar de ojos se hundirían las industrias del gas, el petróleo y el carbón.
—Y la profesión médica también —dijo Able—, si la gente del futuro ha descubierto la curación del cáncer.
Dixon señaló:
—Es verdad lo que ha dicho. Si conociéramos todos los adelantos científicos y tecnológicos, y tal vez los progresos sociales y políticos que se alcanzarán durante los próximos quinientos años, estaríamos frescos. Cualquiera sabe a quién pertenecerían los nuevos conocimientos y métodos. ¿Al hombre que logró obtener la información, sin tener en cuenta cómo la consiguió? ¿A los gobiernos? ¿O al mundo en general? Si perteneciera a los gobiernos y al mundo, ¿cómo sería administrada o llevada a la práctica? En el mejor de los casos, habría que resolver muchos problemas difíciles.
—Todo esto es hablar por hablar —afirmó el congresista Smith—. Por ahora no son más que especulaciones. Considero que ahora tenemos dos problemas inmediatos. Debemos librarnos de los monstruos, y hacer lo posible por evacuar la gente del futuro hacia el mioceno. ¿Opina lo mismo, señor Presidente?
—Exactamente —dijo el interpelado—.
—Tengo entendido que va a entrevistarse usted con el embajador ruso —rugió Oakes.
—Andy, se supone que tú eso no puedes saberlo.
—Bueno, ya sabe lo que pasa, señor Presidente. Uno lleva bastante tiempo en el Senado y se entera de muchas cosas. Incluso de algunas que no debería saber.
—No es ningún secreto —aseguró el Presidente—. No sé a qué viene. En este asunto hemos procurado trabajar codo a codo con todos los gobiernos. He hablado por teléfono con varios jefes de Estado, incluido el ruso. Supongo que la visita del embajador será para detallar algún punto de las conversaciones.
—Quizá —dijo Oakes—. Me pongo un poco nervioso cuando los rusos se interesan demasiado por algo.