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Sin saber cómo, se había subido a un árbol, había trepado hasta una rama y allí colgaba absurdamente, cuando sopló un viento súbito y violento, obligándole a sujetarse con todas sus fuerzas. Sabía que de un momento a otro podría soltarse y caer al suelo. Cuando miró hacia abajo descubrió, horrorizado, que no había suelo.

Oyó una voz muy lejana, pero estaba tan ocupado en aferrarse a la rama que no pudo entender lo que decía. El viento le azotó con más intensidad.

—Steve —decía la voz—. Steve, despierta.

Cuando abrió los ojos se dio cuenta de que no estaba en un árbol. Un rostro deformado flotaba sobre el suyo. No era un rostro humano.

—Despierta, Steve —dijo la voz, perteneciente a Henry Hunt—. El Presidente ha preguntado dónde estabas.

Wilson levantó una mano y se restregó los ojos. El rostro, que ya no parecía deformado, era en efecto el de Henry Hunt.

La cara se alejó a medida que se erguía el redactor del «Times». Wilson bajó las piernas y se sentó. Por las ventanas de la sala de Prensa entraba la luz del día.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Casi las ocho.

Wilson se fijó en Hunt.

—¿Has descansado? —inquirió.

—Estuve en casa un par de horas. No pude dormir. Todo daba vueltas dentro de mi cabeza. Por eso vine temprano recogió una chaqueta del suelo y preguntó—: ¿Es tuya?

Wilson asintió, no muy despejado todavía.

—He de lavarme y peinarme —dijo poniéndose en pie. Cogió la chaqueta de manos de Hunt y se la acomodó debajo del brazo. —¿Qué ha pasado?

—Lo que era de esperar —repuso Hunt—, los teletipos sólo transmiten lamentos y quejas por lo del embargo comercial. ¿Cómo no nos lo dijiste, Steve?

—Lo ignoraba.

El jefe no hizo ningún comentario.

—No importa —agregó Hunt—. Debimos adivinarlo. ¿Te imaginas la que se armaría si abriera la Bolsa hoy?

—¿Alguna noticia del monstruo?

—Rumores. Nada seguro. Se dice que ha escapado otro en África, en algún lugar del Congo. ¡Cristo!, no podrán cazarlo.

—No todo el Congo es selva, Henry.

—Sí donde dicen que ocurrió.

Wilson se fue al cuarto de baño. Cuando regresó, Hunt le esperaba para darle una taza de café.

—Gracias —murmuró. Tomó un trago del brebaje caliente y se estremeció. —No sé si aguantaré toda la jornada. ¿Sabes si ha dicho algo el Presidente?

Hunt meneó la cabeza.

—¿Ha llegado Judy?

—Todavía no, Steve.

Wilson se dejó la taza a medias sobre la mesita.

—Gracias por despertarme y por el café —dijo—. Hasta luego.

Cruzó la puerta de la sala de Prensa. La lámpara que había olvidado apagar aún alumbraba débilmente el escritorio. En el corredor se oían pasos apresurados que iban y venían. Se puso la chaqueta y salió.

El Presidente estaba con dos hombres: el general Daniel Foote y uno de los refugiados, que vestía de montañés.

—Buenos días, señor Presidente saludó Wilson.

—Buenos días, Steve. ¿Ha descansado?

—Más o menos una hora.

—Ya conoce al general Foote —continuó el Presidente—. Este otro caballero se llama Isaac Wolfe. El doctor Wolfe es biólogo. Nos trae noticias bastante alarmantes. Me pareció conveniente escucharle.

Wolfe era un hombre grueso, ancho de cuerpo, de pecho voluminoso y piernas cortas y sólidas. Su cabeza, coronada por un revoltijo de cabello entrecano, parecía de tamaño superior al normal.

Se adelantó con vivacidad y estrechó la mano de Wilson.

—Lamento ser portador de noticias tan desagradables se disculpó.

—Anoche —intervino el Presidente—, o mejor dicho durante la madrugada de hoy, un granjero que vive cerca de Harper's Ferry fue despertado por unos ruidos en su gallinero. Salió y encontró el gallinero lleno de bestias extrañas, aproximadamente del tamaño de unos jabalís. Disparó y huyeron, menos una que casi quedó partida en dos por la perdigonada. El granjero fue atacado. Se encuentra en el hospital. Me han dicho que vivirá, pero sus heridas son terribles. A juzgar por su relato, es seguro que los seres del gallinero eran una nueva camada de monstruos.

—¡Pero eso es imposible! —exclamó Wilson—. El monstruo escapó hace sólo…

—El doctor Wolfe vino a verme anoche —intervino Foote—, poco después de que el monstruo escapara del túnel. La verdad es que no le creí, pero cuando recibí el parte sobre lo ocurrido en el gallinero, transmitido por el jefe de una patrulla del oeste de Virginia, le llamé y le pedí que viniera a la Casa Blanca. Doctor, discúlpeme por no haber dado crédito a sus palabras desde el principio.

—Pues yo sigo diciendo que es imposible —afirmó Wilson.

—No, no es imposible. Son seres muy diferentes de cuantos conocemos —explicó Wolfe—. Los procesos evolutivos de estos monstruos no se parecen a nada de lo que usted pueda concebir. Su reacción a las exigencias del medio desafía a toda descripción. Sabemos algo y hemos deducido lo demás, pero estoy convencido de que, en una situación de peligro, el desarrollo de esos monstruos puede acelerarse hasta límites fantásticos. Una hora puede bastarles para empollar y, una hora después, salen a buscar alimento. La urgencia percibida por el progenitor se transmite a la prole, en una situación de crisis para ambos. El progenitor lo sabe conscientemente, y aunque las crías normalmente no deberían saberlo, de algún modo extraño y desconocido para mí la reacción de temor se comunica al embrión. Esto acelera su desarrollo y le hace alcanzar más pronto la madurez reproductora, a su vez. Es una reacción genética ante un peligro para la supervivencia. Los monstruos jóvenes experimentan una mutación que resultaría inconcebible en una especie terrestre. Son seres de una raza extraña que tiene la capacidad única e innata de aprovechar todos los recursos del mecanismo evolutivo.

Wilson buscó una silla y se dejó caer sin fuerzas. Miró al Presidente.

—¿Se ha filtrado algo de esto?

—No —repuso el Presidente—, nada. La esposa del granjero telefoneó al sheriff. La patrulla acababa de llegar al sector y el oficial estaba hablando con el sheriff cuando se recibió la llamada. El oficial se ocupó de echarle tierra al asunto. Por eso ha venido el doctor Wolfe. No podremos ocultarlo indefinidamente. Se sabrá… si no esta vez, sí la próxima. Puede haber centenares de crías en los montes; serán vistas y se sabrá todo. No podemos ni debemos callarlo.

—El problema estriba en cómo dar la noticia sin crear el pánico —dijo Wilson.

—Si lo callamos —afirmó el Presidente—, perjudicaremos nuestra credibilidad y se dudará de todo lo que digamos. Además, es una cuestión de seguridad pública.

—Dentro de pocos días —intervino Foote—, todas las montañas estarán pobladas de monstruos adultos. Lo más probable es que se dispersen. Podremos cazar algunos, pero no a todos; tal vez sólo un pequeño porcentaje. El único modo de lograrlo sería lanzar a ello todos los hombres disponibles.

—Se dispersarán, en efecto —dijo Wolfe—. Al hacerlo, aseguran sus posibilidades de supervivir. Y se desplazan con rapidez. En un día pueden ir de Nueva Inglaterra a Georgia. Al principio se mantendrán en terreno montañoso para ocultarse, pero luego comenzarán a bajar de las montañas.

—¿Cuánto supone que tardarán en poner huevos a su vez? —preguntó Wilson.

Wolfe abrió las manos.

—¿Quién puede saberlo? —preguntó.

—¿Usted qué cree?

—Una o dos semanas, supongo.

—¿Cuántos huevos en una nidada?

—Un par de docenas. Comprenda que no lo sabemos. No pudimos estudiar muchos nidos.

—¿Cuándo comenzarán a matar?

—Ahora mismo. Necesitan comer para crecer. Matarán mucho, animales salvajes o de granja, y quizá seres humanos. No muchos, al principio. Si devorasen hombres llamarían demasiado la atención. Aunque guerreros, conocen la vulnerabilidad momentánea que representa su escaso número. Puede haber asesinos psicópatas entre ellos, pero no son estúpidos.

—Ahora disponemos de pocas fuerzas —dijo el Presidente—. Tendremos que emplear muchas más, con aviones y helicópteros para localizar a los monstruos. Cuando venga Sandburg nos dirá lo que podemos hacer. Seguramente habrá que declarar la movilización general y repatriar tropas del extranjero. No sólo hemos de cazar los monstruos, sino además atender a los campamentos de refugiados.

—No queremos estar mano sobre mano. Somos muchos miles. Facilítenos armas y ayudaremos a su Ejército. Conocemos a esos seres, y somos culpables de su venida. Tenemos el deber y…

—No les faltará quehacer, más adelante —le interrumpió el Presidente—. Movilizarles a ustedes sería una tarea ingente. De momento sólo recurriremos a nuestros hombres.

—¿Qué hacemos con los habitantes de la región? —preguntó Wilson—. ¿Los evacuamos?

El Presidente meneó la cabeza.

—Me parece que no, Steve. Ya son muchos refugiados a nuestro cargo y prefiero esperar que por ahora nuestros monstruos no sean demasiado agresivos. Tal vez opten por ocultarse. Aunque se produzcan algunos accidentes, hay que aceptarlos. Es todo cuanto podemos hacer.

—Creo que tiene razón —dijo Wolfe—. Por ahora están en inferioridad numérica y deben ganar fuerzas. Durante algún tiempo, los cachorros no constituirán un peligro demasiado grande. Tendrán que ganar en tamaño y peso. También supongo que vacilarán en desafiar más armas mortíferas, con una densidad de fuego mucho mayor de la que nosotros pudimos esgrimir contra ellos. Nosotros habíamos vivido en paz durante tanto tiempo, que olvidamos la mayor parte de las técnicas militares y tuvimos que partir de cero en la construcción de armamentos.

—Le espera una jornada movida, señor Presidente —comentó Foote—. Si no desea nada más de nosotros… El Presidente se puso en pie y rodeó el escritorio para tomar a ambos de la mano.

—Agradezco su visita —dijo—. Vamos a ocuparnos de esto en seguida.

Wilson hizo intención de irse.

—¿Convoco ahora mismo a la Prensa? —preguntó—. ¿O espero a que haya hablado con el Ejército?

El Presidente dudó un momento.

—Creo que ahora mismo —respondió—. Conviene que seamos los primeros en comunicarlo. Los militares lo han ocultado pero no podrán hacerlo por mucho tiempo. Voy a recibir una delegación del Senado. Sería mejor publicarlo antes de que entren.

—Hay otro asunto —agregó Wilson—. Usted dormía y no quise despertarle. Un maletín lleno de diamantes…

—¿Diamantes? ¿A qué viene eso?

—Es un asunto bastante raro, señor —respondió Wilson—. ¿Recuerda el maletín que llevaba Gale…?

—¿Había diamantes en ese maletín?

—Completamente lleno, en bolsas. Abrió una y esparció los diamantes sobre el escritorio. Dijo que las demás bolsas también contenían diamantes y me parece que podemos creerlo. Los refugiados se proponían pagar con ello lo que se gastara en facturarlos al mioceno.

—Ya me habría gustado ver la cara que puso usted cuando le enseñaron los diamantes —dijo el Presidente—. ¿Qué hizo?

—Llamé a Jerry Black y puse a Gale bajo escolta. Insistí en que se guardara los diamantes.

—Bien hecho —comentó el Presidente—. Voy a llamar al Tesoro para que se haga cargo del depósito provisional, y que Reilly Douglas compruebe la legalidad de todo esto. ¿Ha calculado cuánto pueden valer los diamantes?

—Gale dice que, a los precios actuales, hasta un billón de dólares. Eso si pueden lanzarse al mercado poco a poco, sin baja de los precios. Como comprenderá, son para todo el mundo y no sólo para nosotros. Gale nos los deja en depósito; dijo que éramos el único Gobierno en quien confiaban.

—¿No se da cuenta de que puede ser muy peligroso? Si se supiera…

—Lo único que entendí, a decir verdad —respondió Wilson—, es que trataban de ayudar. Quieren pagar su viaje.

—Lo creo —concluyó el Presidente—. Sepamos qué opina Reilly.