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El cielo se teñía de gris hacia el este cuando Enoch Raven se puso a la máquina de escribir. A través de la ventana se divisaban las verdes colinas de Virginia, y en árboles y matorrales los pájaros despertaban para dar comienzo a sus gorjeos y trinos.

Apoyó los dedos sobre el teclado, y comenzó a escribir de corrido, sin detenerse a pensar. Desde hacía años se había acostumbrado a redactar mentalmente sus textos antes de ponerse a escribir; analizaba el tema, le daba forma y lo pulía, para que los lectores de su columna no tuvieran que interrogarse acerca del significado. Las conclusiones debían ser evidentes para que todos las entendieran, y la argumentación debía estar bien articulada.

Escribió:

Hoy el mundo se enfrenta con una crisis que podría ser la peor de su historia. Lo peculiar de esta situación reside en que no se ajusta a ningún precedente de los que asociamos con una crisis. No obstante, y pensándolo bien, podemos compararla a otra situación crítica que hemos diagnosticado desde hace tiempo: la superpoblación y los problemas económicos que ésta podría plantear. Pero, hasta muy recientemente hasta el pasado domingo por la mañana ninguna persona razonable habría supuesto que la superpoblación, tan temida y discutida, iba a caer sobre nosotros de un día para otro.

Por consiguiente, se nos ha planteado un problema que habremos de resolver en pocas semanas, y no después de un largo período de cuidadosa planificación. La dura realidad es que sólo podremos seguir alimentando durante un plazo muy limitado a las multitudes que han acudido a nosotros en busca de ayuda. Ellos han admitido sinceramente que conocían los problemas originados por su llegada y, en consecuencia, nos han aportado los conocimientos y los medios que necesitaremos para resolverlos. Sólo nos queda utilizar en seguida esos medios. Para lograrlo se precisa la colaboración voluntaria de todos nosotros. Esta frase no la empleamos a la ligera ni en su habitual sentido político admonitorio, sino de un modo muy concreto: todos y cada uno de nosotros, hasta el último.

Lo que se nos exige es paciencia, disposición para soportar ciertos sacrificios, para tolerar ciertos inconvenientes. Podría significar que habrá menos alimentos y de menor calidad. Quizá tengamos que esperar antes de pedir el nuevo coche. Quizá no podamos comprar una nueva cortadora de césped cuando se rompa la vieja, que ya se halla en las últimas. La energía y los recursos económicos que en situaciones normales se canalizarían hacia la producción y distribución de bienes y servicios, deben servir no solo para que nuestros lejanos descendientes regresen más atrás en el tiempo, sino para suministrarles máquinas, herramientas y provisiones que precisarán para construir una cultura viable. Quizá se encargue a Detroit la fabricación de arados y otros aperos en lugar de automóviles. Es posible que haya de imponerse un racionamiento, voluntario o por decreto oficial. Si bien las decisiones tomadas por el Presidente Henderson la congelación de las operaciones bancarias, y la de precios y salarios pueden estimarse acertadas, cabe argüir que debió dar un paso más y legislar con energía contra el acaparamiento. Aunque las medidas burocráticas apenas bastarán para hacer frente a los acontecimientos, creemos que se impone avanzar pronto hacia un estricto racionamiento de los alimentos y los bienes esenciales para la actividad económica. Entendemos que ciertos motivos políticos hayan disuadido al señor Henderson de tomar tales medidas. Pero estas decisiones deben tomarse aunque sean impopulares, y debe imponerse su cumplimiento porque de ello depende nuestra supervivencia.

Es obvio que tales decisiones a tomar por el Presidente también deberían ser adoptadas por otras naciones. Creemos posible que Gran Bretaña, Rusia, Francia, Alemania, Japón, China y probablemente otros países hayan reaccionado antes de que se publiquen estas líneas. Pero la acción debe ser mundial, pues no depende exclusivamente de las naciones más poderosas. El problema es mundial y, para resolverlo, deben imponerse restricciones económicas provisionales no sólo a las economías rectoras, sino a todo el mundo.

Inexplicablemente, la aparición de la gente del futuro suscitará la controversia entre los distintos grupos ideológicos, si bien con poco fundamento en la mayoría de los casos. Así lo demuestra la pública indignación del reverendo Jake Billings, uno de nuestros evangelistas más pintorescos, al serle revelado que dentro de quinientos años el pueblo habrá abandonado la religión como un factor inoperante en la vida de la humanidad. Aunque esto pueda molestar al sacerdocio, la cuestión apenas afecta al problema principal que tenemos planteado. Esto no es más que un ejemplo de los muchos interrogantes que surgirán, pero ahora no es momento de dedicar nuestras energías al intento de responder o resolverlos. Con eso no se ganaría más que dividir a una población que, aun en las mejores circunstancias, se expone a inevitables enfrentamientos en lo que respecta a la definición de las prioridades de la tarea.

Todavía no hemos tenido tiempo ni datos suficientes para un auténtico repaso de la situación. Aunque se nos han comunicado algunos hechos básicos, puede haber otros que todavía ignoremos, o que debido a varias circunstancias no se hayan revelado todavía. También podría ocurrir que no supiéramos interpretar bien nuestros datos, no porque alguien haya tratado de oscurecerlos, sino porque no hemos podido valorar los diversos factores y asignar a cada uno la importancia que se merece.

Como es natural, no hay tiempo de analizar largamente la crisis; por tanto, el mundo se ve obligado a actuar con más urgencia de la que suele ser conveniente. La misma precipitación exige una tolerancia que por lo general no es conveniente cuando están en juego asuntos fundamentales. Pero las críticas y divergencias de opinión respecto de los criterios y actos oficiales sólo servirían para dificultar una solución que, si se toma, ha de imponerse pronto. Los hombres de Washington, Whitehall y el Kremlin pueden equivocarse en muchas cosas, pero la opinión pública debe creer que no actúan movidos por la perversidad o la estupidez, sino con la mejor buena fe al hacer lo que consideran adecuado.

Ni que decir tiene que no es así como deben hacerse las cosas en un país democrático. Es justo que todos los hombres tengan voz en las decisiones y acciones gubernamentales, que se preste atención a todas las opiniones, que no se tomen decisiones arbitrarias en contra de la voluntad pública. Pero hoy no podemos permitirnos el lujo de una noción tan idealista. Quizá la situación no pueda resolverse de la manera que muchos quisiéramos; sin duda habrá que pisar algunos callos, atacar cierto concepto de la justicia y del derecho de propiedad. Pero aceptar todo esto, si no resignadamente, al menos sin crear demasiada confusión, forma parte del sacrificio que se nos pide.

No es un país, un partido político, una carrera política, un pueblo ni una región lo que está amenazado, sino toda la Tierra. Este comentarista no sabe lo que puede suceder, ni tiene medios de adivinarlo. Sé que muchas cosas me desagradarán; en muchos casos pensaré que algo pudo hacerse mejor o de otra manera. En el pasado nunca dejé de publicar mi opinión personal y supongo que, cuando todo haya concluido, no dejaré de señalar los errores garrafales que yo crea haber descubierto. Pero de hoy en adelante, como aportación personal al sacrificio que considero tan necesario, ejerceré una firme censura, no sobre mis pensamientos, sino sobre mi máquina de escribir. Así pues, me declaro miembro fundador del «Club Mantenga La Boca Cerrada, Tío». La inscripción queda abierta e invito a todos a que se hagan socios.