Steve Wilson entró en la sala de Prensa. La lámpara del escritorio aún estaba encendida, trazando un círculo de luz en la habitación a oscuras. Los teletipos repiqueteaban junto a la pared. Casi las tres, pensó. Necesitaba descanso. Aunque consiguiera dormir, le quedaban cuatro horas a lo sumo antes de volver al trabajo.
Mientras se acercaba a su escritorio, Alice Gale se levantó del sillón, donde le esperaba sentada a oscuras. Aún llevaba su túnica blanca. Steve pensó que quizás era lo único que tenía, pues la gente del futuro llevaba poco equipaje.
—Le esperaba, señor Wilson —dijo—. Confiaba en que regresaría. Mi padre quiere hablar con usted.
—Cómo no —dijo Wilson—. Buenos días, señor Gale.
Gale salió de entre la oscuridad y dejó un maletín sobre el escritorio.
—Estoy algo confuso —explicó—. Mi situación es un poco difícil y no quiero cometer ningún error. Dígame si puede escucharme y darme un consejo. Usted parece un hombre que sabe cómo actuar.
Wilson se detuvo, expectante. Notó que la situación, como había dicho Gale, se prestaba a cometer errores, y supo que iban a plantearle un asunto espinoso. Guardó silencio.
—Comprendemos que nuestra llegada significa una carga terrible para los gobiernos y los pueblos del mundo actual —empezó Gale—. Hicimos lo que podíamos. Nos ocupamos de enviar trigo y otros víveres a las zonas donde sabíamos que escasearían los alimentos. Estamos dispuestos a realizar cualquier trabajo que surja, pues representamos una fuerza laboral numerosa y desempleada. Como la construcción de los túneles y el suministro de las herramientas que precisaremos en el mioceno sin duda representarán un fuerte desembolso…
Se acercó al círculo de luz del escritorio, quitó el candado al maletín y lo abrió. Estaba lleno de bolsitas de cuero. Cogió una, la abrió y vertió sobre el escritorio una lluvia de piedras talladas que relampaguearon bajo la luz.
—Diamantes —murmuró.
Wilson tragó saliva.
—Pero, ¿por qué? —susurró—. ¿Por qué diamantes? ¿Qué quiere que haga yo?
—Era el único valor de volumen suficientemente pequeño que podíamos transportar —respondió Gale—. No ignoramos que, si se lanzasen al mercado de una sola vez, se hundirían los precios. Pero si fueran saliendo poco a poco, el efecto no sería tan desastroso. Sobre todo, si se mantuviera en secreto su existencia. Y hemos cuidado de no incluir repeticiones, y de que no se produzcan paradojas. Habría sido fácil traer del futuro muchas gemas famosas que existen actualmente. Pero no lo hicimos. Todas las piedras de este maletín fueron descubiertas y talladas en nuestra época. Ninguna es conocida hoy por hoy.
—Quédeselas —suplicó Wilson, horrorizado—. ¡Pero hombre! ¿Se da cuenta de lo que podría pasar si alguien supiera lo que hay en el maletín? Miles de millones de dólares…
—Sí, muchos millones —señaló Gale con tranquilidad—. A los precios actuales, un billón quizás. Valen mucho más de lo que llegarán a valer en nuestra época. Nosotros, dentro de quinientos años, no damos un valor tan grande a estas cosas como hacen ahora ustedes.
Cogió las piedras sin apresurarse, las guardó en la bolsita, metió la bolsita en el maletín, lo cerró y le puso el candado.
—Habría preferido que no me dijera nada de esto —murmuró Wilson.
—Teníamos que hacerlo —observó Alice—. ¿No comprende? Usted es la única persona que conocemos, la única en quien podemos confiar. Sólo usted puede aconsejarnos.
Wilson trató de serenarse al tiempo que decía:
—Sentémonos y examinemos la cuestión. No hablen demasiado alto. Creo que no hay nadie por aquí, pero podrían oírnos.
Se alejaron del círculo de luz, acercaron tres sillas y se sentaron.
—Ahora van a contarme qué se proponen —dijo Wilson.
—Creíamos que el producto de estas piedras, vendidas con prudencia, compensaría en parte los gastos de la ayuda que nos prestan —explicó Gale—, no un Gobierno ni un país, sino todos los gobiernos y países de la Tierra. Tal vez se podría constituir un depósito y, una vez vendidas las piedras preciosas, repartir el dinero en proporción a los gastos reales.
—En ese caso…
—Adivino su pregunta. ¿Por qué no se dividieron las piedras para ofrecérselas a todos los gobiernos? Por dos razones: a mayor cantidad de gente enterada, mayores posibilidades de que la noticia se divulgase. La única solución consistía en reducir al mínimo el número de conocedores del secreto. Entre nosotros, sólo seis lo saben. Aquí, el único que lo sabe por ahora es usted. Del otro lado, es un problema de confianza. Por la Historia sabíamos que podíamos confiar en pocos gobiernos de hecho, sólo en dos, en ustedes y en los británicos. Basándonos en nuestros estudios, elegimos los Estados Unidos. Algunos opinaban que la organización depositaria de las gemas debían ser las Naciones Unidas pero, si he de ser franco, teníamos poca confianza en la ONU. Pensaba entregar las piedras preciosas al Presidente. Decidí no hacerlo cuando vi lo ocupado que estaba y cómo dependía de los consejos de tantas otras personas.
—Sólo le diré una cosa —dijo Wilson—. No puede andar por aquí con ese maletín. Necesita escolta hasta que el maletín haya sido guardado en algún sitio seguro. Como Fort Knox, probablemente, si el Gobierno no dispone otra cosa.
—Señor Wilson, ¿quiere decir que van a vigilarme? No creo que me guste.
—Yo qué sé —murmuró Wilson—. Ni siquiera sé por dónde empezar.
Cogió el teléfono y marcó: —Jane, ¿aún estás de guardia? ¿Sabes… a qué hora se acostó el Presidente?
—Hace una hora respondió Jane.
—Bien —comentó Wilson—. Debió hacerlo antes.
—¿Es importante Steve? Dejó mandado que se le despertara si había algo importante.
—No corre prisa. ¿Podrás localizar a Jerry Black?
—Lo intentaré. Creo que aún anda por aquí.
En el silencio de la sala sólo se escuchaban los teletipos. Gale y Alice esperaban inmóviles en sus asientos. La luz aún se colaba desde la sala de Prensa, pero no se oían las máquinas de escribir.
—No queríamos molestarle —dijo Alice a Wilson—, pero estábamos desesperados. No sabíamos qué hacer.
—Está bien —respondió Wilson.
—No sabe cuánto significa esto para nosotros —agregó la muchacha—. Aunque por ahora la humanidad no lo sabrá, no se dirá que vinimos como mendigos. Queremos pagar, es importante para nosotros.
Se oyeron pasos en el corredor, deteniéndose junto a la puerta.
—¿Qué pasa, Steve? —preguntó Jerry Black.
—Necesito dos hombres —respondió Wilson.
—Aquí estoy —resolvió Black— y puedo buscar otro.
—Será un favor, pues no tengo autoridad —respondió Wilson—. Actúo por mi cuenta y tendrá que ser hasta mañana por la mañana, cuando pueda ver al Presidente.
—De acuerdo —repuso Black—, si es cosa del Presidente.
—Supongo que así se podría interpretar —explicó Wilson.
—¿De qué se trata? dijo Black.
—El señor Gale lleva un maletín. No te diré lo que contiene. No te gustaría saberlo, pero es importante. Quiero que lo tenga él y nadie más, hasta que sepamos qué hacer con el maletín.
—Descuida. ¿Crees que se necesitan dos hombres?
—Estaré más tranquilo si son dos.
—No hay problema —le aseguró Black—. Déjame usar tu teléfono.