29

Un ruido despertó a Elmer Ellis de su profundo sueño, Se sentó en la cama, desorientado al principio. De la mesita de noche le llegó el tictac del despertador, y a su lado Mary, su esposa, se alzó sobre los codos.

Ella preguntó con voz soñolienta:

—¿Qué pasa, EImer?

—Las gallinas —respondió, dándose cuenta entonces de lo que le había despertado.

Volvió a oírse el ruido. Eran cacareos asustados y revoloteos de las gallinas. Apartó las mantas y puso los pies tan bruscamente en el suelo frío que se hizo daño.

Buscó a tientas los pantalones, se los puso y metió los pies en los zapatos, sin perder tiempo en atarse los cordones. El alboroto seguía.

—¿Dónde está Tiger? —preguntó Mary.

—Maldito perro —gruñó—. Habrá salido a cazar zarigüeyas.

Salió del dormitorio y pasó a la cocina. Buscó a tientas la escopeta y la descolgó. Sacó un puñado de cartuchos del morral y se los guardó en el bolsillo, menos dos que metió en las recámaras.

Unos pasos de pies descalzos se le acercaron.

—Coge la linterna, Elmer. No verías nada sin ella.

La noche era oscura como boca de lobo. Encendió la linterna para alumbrar los escalones del porche. En el gallinero seguía el cacareo y no había señales de Tiger.

Pasaba algo raro. Aunque al principio creyó que el perro había ido a cazar zarigüeyas, ahora caía en la cuenta de que no podía ser cierto. Tiger nunca salía a cazar solo. Estaba demasiado viejo y reumático, y adoraba su jergón bajo el porche.

—Tiger —llamó en voz baja.

El perro le contestó con un gemido apagado.

—¿Qué diablos te pasa? —preguntó Elmer—. ¿Qué hay allá fuera, muchacho?

De repente tuvo miedo… más miedo que nunca. Incluso más que aquella vez, cuando cayó en una emboscada del Vietcong. Un miedo diferente, como si se hubiera alargado una mano fría para sujetarle y él supiera que no podría zafarse.

El perro volvió a gemir.

—Ven, muchacho —dijo Elmer—. ¡Busca!

Tiger no salió.

—Como quieras —añadió Elmer—. Quédate si lo prefieres.

Cruzó el corral, alumbrándose con la linterna, y se acercó a la puerta del gallinero. El cacareo era más fuerte que antes, espantado y frenético. Recordó que debía reparar el gallinero y tapar los agujeros. Tal como se hallaba, a cualquier zorra le sería fácil entrar. Aunque, si se trataba de una zorra, era extraño que aún estuviera allí. Una zorra habría escapado al primer resplandor, al primer sonido de la voz humana. Tal vez fuese una comadreja, o un visón. Quizás un mapache.

Se detuvo junto a la puerta, con pocas ganas, de entrar. Pero ya no podía volverse atrás, o tendría que morirse de vergüenza. ¿De qué tenía miedo?, se preguntó. Era por lo de Tiger, pensó, Tiger estaba tan asustado que le contagió parte del miedo.

—Maldito perro— murmuró.

Se irguió, quitó el seguro y abrió la puerta de par en par. Levantando la escopeta con la derecha, apuntó la linterna con la izquierda. Lo primero que vio en el círculo de luz fueron plumas… plumas que volaban por el aire.

Luego gallinas que corrían, cacareaban y aleteaban y, entre ellas… Con un grito, Elmer Ellis dejó caer la linterna; simultáneamente se llevó la escopeta al hombro y disparó a ciegas dentro del corral, primero el cañón derecho y luego el izquierdo. Los dos disparos fueron tan seguidos que parecieron una sola explosión. Entonces se le echaron encima a través de la puerta abierta.

Parecían cientos, apenas entrevistos a la luz de la linterna caída en el suelo; pequeños monstruos horribles como los que se ven en las pesadillas. Sin darse apenas cuenta de lo que hacía, cogió la escopeta con ambas manos por los cañones para utilizarla como una cachiporra, e hizo un desesperado molinete cuando ellos se acercaron.

Unas mandíbulas se clavaron en su tobillo y algo pesado le golpeó en el pecho. Unas garras le rasguñaron la pierna izquierda desde la cadera hasta la rodilla. Supo que iba a caer y que, cuando estuviera en el suelo, acabarían con él.

Se desplomó de rodillas y mientras uno le mordía el brazo y él intentaba rechazarlo, otro le despedazaba la espalda. Cayó a un lado y agachó la cabeza, resguardándose con el brazo libre y encogiendo las rodillas para hurtar el estómago.

Eso fue todo. Sus agresores soltaron la presa. Levantó la cabeza y los vio como sombras fugaces moviéndose en la oscuridad. La luz de la linterna caída cayó un instante sobre ellos, y por primera vez pudo ver realmente qué clase de seres habían invadido el corral. Gritó, presa de un pánico cerval.

Luego todos huyeron dejándole a solas. Intentó levantarse, pero le fallaron las piernas y volvió a caer pesadamente. Se arrastró hacia la casa, clavando las uñas en el suelo para ayudarse. Notó humedad en un brazo y una pierna, y empezaba a sentir un dolor ardiente en su espalda.

Había luz en la cocina. Tiger salió de debajo del porche y se arrastró hacia él, gimiendo, con la barriga pegada al suelo. Mary, en camisón, bajaba corriendo la escalera.

—Llama al sheriff —le gritó Elmer, jadeando por el esfuerzo—. ¡Telefonea al sheriff!

Ella cruzó el patio corriendo y se arrodilló a su lado. Quiso ayudarle a levantarse.

Elmer la rechazó.

—¡Llama al sheriff! No pierdas el tiempo.

—¡Estás herido! Vas lleno de sangre.

—Estoy bien —le respondió con impaciencia—. Se han ido. Pero hay que avisar a los demás. Tú no lo has visto, no sabes cómo son.

—Primero entrarás y llamaremos al médico.

—Primero al sheriff —la corrigió—. Luego al médico.

Mary se puso en pie y corrió hacia la casa. Elmer intentó avanzar, recorrió algunos metros y luego se desmayó. El perro se arrastró a su encuentro y se puso a lamerle la cara.