La oficina de la sala de Prensa estaba a oscuras, salvo la débil iluminación procedente de los teletipos alineados junto a la pared. Wilson se acercó a su escritorio y se sentó. Quiso encender la lámpara, pero en seguida desistió. No necesitaba luz, y la oscuridad era reconfortante. Se repantigó en la silla; por primera vez en muchas horas no tenía nada que hacer, aunque sentía un indefinible desasosiego.
El Presidente se habría acostado hacía rato, pensó. Era cerca de medianoche, mucho más tarde de su hora habitual de acostarse, y además había perdido la siesta de la tarde. Samuel Henderson, pensó, se estaba haciendo viejo, demasiado viejo para un asunto así.
Le había parecido agotado y ojeroso durante la ceremonia de presentación de los científicos refugiados a los miembros de la Academia Nacional.
—¿Oyó mi discurso, Steve? —le había preguntado el Presidente cuando se retiraron los demás.
—Lo oí en el coche.
—¿Qué opina? ¿Estará el país con nosotros?
—Al principio, no. No de manera voluntaria. Pero cuando lo piensen, creo que no les quedará más remedio que aceptarlo. Wall Street protestará…
—De momento, Wall Street es lo que menos me preocupa —replicó el Presidente.
—Vaya a acostarse, señor Presidente. Ha sido una jornada larga y ardua.
—En seguida —admitió el Presidente—. Pero antes he de hablar con Hacienda, y Sandburg ha llamado preguntando si podía venir.
En seguida, había dicho, pero probablemente pasarían horas antes de que pudiese acostarse.
Los científicos discutían en algún lugar, en algún salón secreto. Fuera, en la inmensidad de la nación de hecho, en todo el mundo la gente del futuro llegaba por los túneles. Mientras tanto, en las montañas, hacia el oeste, el monstruo acechaba en la oscuridad.
Era increíble; todo había sucedido con demasiada rapidez. La gente no había tenido tiempo de acostumbrarse. Dentro de pocas horas, el mundo despertaría a un nuevo día, que sería totalmente distinto del anterior en muchos sentidos, distinto a cualquier día de toda la historia humana, y conocería problemas y dificultades que nunca se habían conocido.
La luz se colaba por las rendijas de las puertas que daban a la sala de Prensa. Algunos periodistas continuarían allí, aunque no trabajando. No se oían las máquinas de escribir. Recordó que no se había comido los bocadillos. Había puesto dos en un plato y al primer mordisco, Brad Reynolds había entrado avasalladoramente. Al recordarlo se dio cuenta de que estaba hambriento. Aún quedarían algunos bocadillos, aunque ya estarían secos, pero por alguna razón prefirió quedarse a oscuras, a solas, sin tener que aguantar la conversación de nadie.
Pensó que tal vez debería leer los boletines de los teletipos. Siguió sentado, sin ganas de moverse, pero luego se puso en pie y cruzó la sala acercándose al grupo de teletipos. Los de la AP primero, decidió. La vieja y segura Associated Press. Nunca sensacionalista, y casi siempre verídica. La tira de papel había salido de la máquina y se amontonaba al pie de la misma.
Estaba picando una nueva noticia…
WASHINGTON (AP): Esta noche, en las montañas situadas al oeste de la capital, se ha iniciado la búsqueda de un monstruo que escapó de un túnel del tiempo de Virginia hace pocas horas. Se han recibido numerosas informaciones de testigos oculares, pero ninguna ha podido ser confirmada; hay razones para suponer que muchas proceden de imaginaciones febriles o atemorizadas. Fuerzas del ejército y de los cuerpos de orden público se han desplegado por la zona, pero existen pocas esperanzas de lograr algún resultado positivo antes del amanecer…
Wilson tiró del papel, dejándolo caer y enroscarse luego a sus pies mientras leía rápidamente:
LONDRES, INGLATERRA (AP): Al amanecer, el Gobierno aún seguía reunido en la residencia del primer ministro. A lo largo de toda la noche se han producido entradas y salidas constantes…
NUEVA DELHI, INDIA (AP): Durante las últimas diez horas han seguido saliendo personas y trigo de los túneles del futuro. Ambas cosas presentan dificultades… NUEVA YORK, N. Y. (AP): Durante la noche se multiplicaron los síntomas de que al amanecer podrán estallar manifestaciones y motines no sólo en Harlem, sino en todas las zonas de la ciudad ocupadas por minorías. El temor a que el gran número de refugiados del futuro ocasione una reducción en las cuotas de alimentos y otras prestaciones de la seguridad social podría dar lugar a manifestaciones multitudinarias. Han sido cancelados todos los permisos a los agentes de la autoridad y se ha notificado al departamento de policía que su personal debe prepararse para intervenir durante las veinticuatro horas del día…
WASHINGTON, D. C. (AP): La decisión del Presidente ordenando la suspensión de actividades comerciales y la congelación de precios y salarios ha sido comentada en muy distintos tonos…
Moscú, Madrid, Singapur, Brisbane, Bogotá, El Cairo, Kiev y luego:
NASHVILLE, TENN, (AP): El reverendo Jake Billings, famoso predicador evangelista, ha convocado hoy una cruzada para «reintegrar el pueblo del futuro a los brazos de Cristo».
La proclama fue lanzada desde su parroquia al enterarse de que un grupo de refugiados procedentes del túnel del tiempo de Falls Church, actualmente cerrado, habían rechazado la asistencia del reverendo doctor Angus Windsor, famoso eclesiástico de Washington, D. C. Los refugiados adujeron que habían vuelto la espalda no sólo al cristianismo, sino a todas las religiones.
«Han venido a nosotros en busca de ayuda», declaró el reverendo Billings, «pero no es esa clase de ayuda la que deben recibir. En vez de contribuir a hundirles más en el tiempo, debemos socorrerlos para que retornen a la hermandad en Cristo. Huyen del futuro para salvar sus vidas, pero ya han perdido algo más valioso que la vida. Ignoro cómo se produjo su abjuración del cristianismo, pero sé que es nuestro deber indicarles el camino de la virtud y la salvación. Ruego a todos los cristianos que se unan a mí para orar por ellos.»
Wilson dejó caer el largo pliego de papel y regresó al escritorio. Encendió la luz, descolgó y llamó a la centralita.
—Jane… ya conozco tu voz. Habla Steve Wilson. Hazme el favor de llamar a Nashville, al reverendo Billings. Sí, Jane, sé qué hora es. Ya sé que estará durmiendo; habrá que despertarle. No, ignoro su número. Gracias, Jane. Muchísimas gracias.
Se arrellanó en la silla, maldiciendo en voz baja. Por la tarde, mientras hablaba con el Presidente, había mencionado a Jake Billings y prometió telefonearle, pero se le había olvidado por completo. ¿Quién demonios habría imaginado lo que iba a ocurrir?
Windsor, pensó. Había que ser un viejo chismoso, un tonto entrometido como Windsor para armar semejante jaleo. Primero lo armaba y luego, cuando se las daban en los dos carrillos, se iba llorando a los periodistas para contarles lo que le pasaba.
Era lo único que nos faltaba, pensó. Que todos los Windsor y los Billings del país se pusieran en pie, rasgándose las vestiduras, y exigieran una cruzada. Una cruzada, se dijo malhumorado, era lo menos indicado en aquellos momentos. Ya había bastantes problemas sin que los voceros de púlpito se sumaran a la confusión.
El teléfono tintineó. Alzó el auricular y Jane dijo:
—Aquí tiene su comunicación con el reverendo Billings, señor.
—Hola —saludó Wilson—. ¿Hablo con el reverendo Billings?
—Dios le bendiga respondió la voz profunda y solemne. ¿En qué puedo servirle?
—Jake, habla Steve Wilson.
—¿Wilson? ¡Ah!, sí, el secretario de Prensa. Debí adivinar que eras tú. No me dijeron quién llamaba, sino que era desde la Casa Blanca.
El muy cabrón, pensó Wilson. Se ha llevado una decepción. A lo mejor creyó que era el Presidente.
—Cuánto tiempo sin vernos, Jake comentó.
—Sí afirmó Billings. ¿Cuánto? ¿Diez años?
—Más bien quince puntualizó Wilson.
—Ya lo creo —jaleó Billings—. Los años tienen esa costumbre de…
—Te llamo —le interrumpió Wilson— para hablar de esa cruzada que estás montando.
—¿Cruzada? ¡Ah!, ¿te refieres a lo de lograr que la gente del futuro retorne al buen camino? Celebro tu llamada. Necesitamos que todo el mundo colabore. Ha sido una suerte que regresaran a nuestra época, cualesquiera que fueren sus razones. Cuando pienso que dentro de quinientos años la raza humana abandonará la fe tradicional, la fe que nos ha servido de guía tantos siglos, me estremezco. Me alegro mucho de que estés de nuestra parte…
—Te equivocas, Jake.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que no estoy de vuestra parte, Jake. Eso es lo que quiero decir. Te he llamado para pedirte que anules esa estúpida cruzada.
—Pero no puedo…
—Sí que puedes. Ya tenemos bastantes problemas sin esa cruzada tan inoportuna. Harás un mal servicio al país si insistes. Nos sobran problemas y no necesitamos más. En nuestra situación, no estamos para demostraciones de celo por parte de Jake Billings. Es una cuestión de vida o muerte, no sólo para los refugiados sino para todos nosotros.
—Me parece, Steve, que te expresas con demasiada brutalidad.
—Si lo hago —respondió Wilson—, es porque me molesta lo que estás haciendo. Hablo en serio, Jake. Tenemos una misión: conseguir que los refugiados se vayan a donde quieren antes de arruinar nuestra economía. Y, mientras tanto, no nos faltarán protestas: por parte de la industria, de los obreros, de los acogidos a la seguridad social, de los políticos que aprovecharán la ocasión para criticarnos a mansalva. Con todo eso, no podemos hacer caso de tus monsergas. ¿Quién te ha dado a ti vela en este entierro? Te estás metiendo con gente del futuro, de un sector del tiempo a donde, normalmente, no llega tu responsabilidad. Los refugiados han venido aquí, indudablemente, pero los molinos de viento que tú atacas serán edificados mucho después de que tú y yo hayamos muerto.
—Los caminos del Señor son impenetrables —señaló Billings.
—Oye —le interrumpió Wilson—, bájate del púlpito. Quizá puedas convencer a otro, pero no a mí. Tú no me impresionas, Jake, nunca lo lograste.
—Steve, ¿estás hablando en nombre del Presidente?
—Si me preguntas si él me ordenó que hiciera esta llamada, la respuesta es que no. Seguramente no se ha enterado aún de lo que hiciste. Pero cuando se entere, le va a molestar. Estuvimos hablando de ti hace un rato. Sospechábamos que tratarías de explotar la situación. Naturalmente, no podíamos prever lo que iba a pasar, pero tú siempre lo aprovechas todo. Quedamos en que yo te llamaría para frenarte. Pero han ocurrido tantas cosas, que se me olvidó.
—Entiendo tu actitud —dijo Billings, conciliador—. Creo que incluso la apruebo. Pero tú no. Tenemos puntos de vista distintos. Para mí, la idea de que la raza humana vaya a convertirse en una gente sin Dios constituye un fracaso personal. Va contra todo lo que me han enseñado, contra todo aquello por lo que he vivido, por lo que he luchado.
—Puedes dormir tranquilo —señaló Wilson—. Esto no ocurrirá. El porvenir de la raza humana concluye de aquí a quinientos años.
—Pero retornarán atrás en el tiempo…
—Esperamos que lo hagan —le interrumpió Wilson con severidad—. Retornarán si personas como tú no nos impiden llevarlo a cabo.
—Si regresan —protestó Billings—, comenzarán de nuevo. Nosotros vamos a facilitarles lo que necesitan para comenzar de nuevo. Construirán una civilización sin Dios en una tierra y en un tiempo nuevos. Más adelante podrían explorar el espacio, hacia otras estrellas, y lo haría una gente sin Dios. No podemos permitirlo, Steve.
—Tal vez tú no puedas. A mí no me importa, y a otras muchas personas tampoco. Estás ciego si no ves que el origen, las raíces de su rechazo de la religión, están en el tiempo presente. A lo mejor es eso lo que te joroba en realidad. Te habrás preguntado si no habrás tenido parte de culpa en que eso llegue a ocurrir.
—Quizá sea así —admitió Billings—. No se me había ocurrido. Pero, aunque fuese cierto, nada cambiaría. Debo cumplir con mi obligación.
—¿O sea que estás decidido a continuar, incluso sabiendo lo que significa para todos nosotros? Quieres acaudillar a la gente montado en tu gran caballo blanco…
—Debo hacerlo, Steve. Mi conciencia…
—¿Lo pensarás? ¿Puedo volver a telefonearte?
No tenía sentido continuar la discusión. No valía la pena tratar de hacer entrar en razón a aquel fanático. Wilson recordó que le conocía desde su época de estudiante. Ya debía figurarse que era inútil tratar de hacerle comprender un punto de vista que no fuera el suyo.
—Sí, vuelve a llamar si quieres —repuso Billings—. Pero no cambiaré de opinión. Sé lo que debo hacer. No podrás convencerme de lo contrario.
—Buenas noches, Jake. Siento haberte despertado.
—No lo hiciste. Supongo que esta noche no dormiré. Me alegro de haber oído tu voz, Steve.
Wilson colgó y se recostó en el sillón para descansar. Pensó que si hubiera actuado con más tacto, sin precipitarse tan impetuosamente, tal vez habría logrado algo. Pero lo dudaba. Era imposible razonar con aquel hombre; siempre lo había sido. Si le hubiera llamado por la tarde, cuando lo comentó con el Presidente, quizás habría evitado la iniciativa de Billings, aunque también dudaba de esto. Se dijo que la empresa era inabordable desde el principio. El propio Billings era inabordable.
Miró la hora. Eran casi las dos. Cogió el teléfono y marcó el número de Judy. La muchacha respondió con voz soñolienta.
—¿Te he despertado?
—No; te esperaba. Es muy tarde, Steve. ¿Qué ha pasado?
—Tuve que ir a Myer para recoger a algunos refugiados, unos científicos. Están aquí para discutir con los de la academia. No he podido escaparme, Judy.
—¿No saldrás?
—Debo permanecer en contacto. Están ocurriendo muchas cosas.
—Por la tarde no podrás mantenerte en pie.
—Voy a acostarme en un diván de la sala y descansaré.
—Podría ir yo y montar guardia.
—No es necesario. Ya me llamarán si me necesitan. Acuéstate y quédate hasta media mañana si quieres. Puedo arreglármelas.
—¿Steve?
—¿Sí?
—Las cosas no marchan, ¿verdad?
—Todavía es demasiado pronto para saberlo.
—Vi al Presidente por televisión. Se va a armar. Nunca nos hemos visto en nada parecido.
—No, desde luego.
—Tengo miedo, Steve.
—Yo también —dijo Wilson—. De día será distinto. Cuando amanezca lo veremos de otro modo.
—Tengo presentimientos horribles —prosiguió Judy—. Corno si la tierra firme fuese a temblar bajo mis pies. Me he acordado de mi madre y mi hermana, que están en Ohio. Hace muchísimo tiempo que no veo a mamá.
—Telefonéale, habla con ella. Te sentirás mejor.
—Lo he intentado muchas veces, pero las líneas están ocupadas. Todos hablan por teléfono. Como la víspera de vacaciones. Todo el país está alterado.
—Pues yo acabo de poner una conferencia.
—Claro, como estás en la Casa Blanca te dan línea en seguida.
—Puedes llamar mañana. Mañana todo habrá vuelto a la normalidad.
—Steve, ¿seguro que no puedes venir? Te necesito.
—Lo siento, Judy, lo siento de veras. Algo me dice que debo permanecer aquí. No sé por qué, pero así es.
—Entonces nos veremos mañana.
—Intenta dormir.
—Tú también. Intenta olvidar esto y descansar. Lo necesitarás. El día será difícil.
Se despidieron y Wilson colgó. Se preguntó por qué se había quedado. En aquel momento no hacía ninguna falta, aunque en el fondo no podía estar seguro de ello. El infierno podía estallar de un momento a otro.
Necesitaba dormir, se dijo, pero por algún motivo no lograba conciliar el sueño. Estaba demasiado excitado, demasiado tenso. El sueño se presentaría más tarde, cuando no hubiera posibilidad de acostarse. Salió afuera y rodeó el edificio hasta llegar al jardín delantero. La noche era apacible, anunciando un día de bochorno. La ciudad estaba en silencio. Se oía un motor lejano, pero la avenida estaba desierta. Las columnas del pórtico daban una nota de claridad en la noche. El cielo estaba despejado, tachonado de estrellas. Una luz roja parpadeó en lo alto y se oyó el apagado ronquido de los motores.
Una sombra se destacó entre el arbolado.
—¿Ocurre algo, señor? —preguntó una voz.
—No —respondió Wilson—. Salí a tomar el fresco.
Vio que era un soldado, con un rifle terciado sobre el pecho.
—Tenga cuidado —aconsejó—. Alguno de los hombres podría ponerse nervioso.
—No se preocupe —aseguró Wilson—. Voy a entrar.
Se detuvo a escuchar el silencio de la ciudad y trató de sondear la paz de la noche. No era lo mismo, se dijo; había algo raro. A pesar del silencio, había cierta tensión que se percibía casi como un contacto.