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El reverendo doctor Angus Windsor era una buena persona. Vivía en estado de gracia y cumplía con sus obras de caridad. Era pastor de una iglesia arraigada en la riqueza, en una larga historia y en cierta distinción, pero ello no le impedía acudir allí donde las necesidades fuesen mayores: no en su parroquia, por supuesto, pues en ella pocas necesidades había. Se le veía en los barrios pobres y estaba presente cuando los jóvenes manifestantes caían bajo la lluvia de cachiporras esgrimidas por la policía. Cuando se enteraba de que una familia necesitaba alimentos, se presentaba con una bolsa del mercado y antes de irse procuraba encontrar en sus bolsillos unos dólares de los que pudiera desprenderse. Era un visitante asiduo de las prisiones, y muchos ancianos solitarios abandonados para morir en el asilo conocían su paso majestuoso, sus hombros caídos, su larga cabellera blanca y su rostro sereno. Algunos parroquianos influyentes de su congregación murmuraban que su afición a la publicidad que a veces parecía perseguirle no dejaba de ser impropia en persona de su condición, pero él seguía su camino sin hacer caso de estas críticas. Se refería que, en cierta oportunidad, había comentado con un viejo y querido amigo que era barato el precio pagado por el privilegio de hacer el bien. Nunca se supo bien si con esto aludía a la publicidad o a la crítica.

Por eso, y aunque ya era de noche, a los periodistas no les extrañó verle aparecer en el jardín donde había estado el túnel invadido por los monstruos.

Los periodistas se agruparon alrededor del anciano.

—¿Qué le trae, doctor Windsor? —le preguntó uno.

—He venido a ofrecer a estas pobres almas el modesto consuelo que esté en mi mano dispensar —respondió el doctor Angus—. Tuve algunas dificultades con los militares. Por lo visto no dejan entrar a nadie. Pero veo que ustedes pasaron.

—Algunos hemos parlamentado y nos dejaron entrar. Otros dieron un rodeo de un par de kilómetros y se han colado.

—El Señor intercedió por mí —agregó el doctor Angus— y me dejaron pasar la barricada.

—¿Cómo intercedió Él por usted?

—Ablandó sus corazones y así fue como me dejaron pasar. Ahora he de hablar con estos pobrecillos.

Apuntó a los grupos de refugiados diseminados por los patios y la calle.

El monstruo muerto yacía de espaldas, alzando al aire sus patas armadas de garras; los fláccidos tentáculos desparramados por el suelo parecían serpientes. La mayoría de los cadáveres humanos que habían quedado en la boca del túnel ya habían sido evacuados. Quedaban algunos, montículos de oscuridad sobre el césped, cubiertos con mantas. El cañón estaba en el mismo lugar donde fue derribado.

—El ejército ha llamado a unos especialistas para trasladar el monstruo —dijo uno de los periodistas—. Quieren echarle una ojeada.

Los reflectores colgados de los árboles lanzaban un resplandor fantasmal sobre la zona donde había estado la boca del túnel. El grupo electrógeno tosía y repiqueteaba en la oscuridad. Menudeaban idas y venidas de camiones. De vez en cuando se oían órdenes lanzadas a través de altavoces.

El doctor Windsor, con instinto adquirido en larga práctica, localizó infaliblemente el grupo más numeroso de refugiados, que se agrupaban en una esquina alrededor de un farol macilento. Muchos permanecían en pie, pero algunos estaban sentados en los bordillos y pequeños grupitos se habían diseminado por los jardines contiguos.

El doctor Windsor se acercó a un grupo de mujeres. Siempre prefería las mujeres; eran más receptivas que los hombres a su cristianismo de fórmula particular.

—He venido —comenzó, procurando no dar excesiva solemnidad a su tono— a ofreceros el consuelo del Señor. En momentos como éste, siempre debemos dirigirnos a Él.

Las mujeres le miraron con algún desconcierto. Algunas retrocedieron instintivamente.

—Soy el reverendo Windsor, de Washington —les informó—. Voy adonde me llaman.

»Estoy al lado de los necesitados. Por eso os digo si vais a orar conmigo.

Una mujer alta y esbelta, pero con aspecto de abuela, se puso a la cabeza del grupo.

—Por favor, váyase pidió.

El doctor Windsor, sorprendido, hizo un amplio gesto con las manos.

—No entiendo —dijo—. Sólo intentaba…

—Sabemos lo que intentaba —le respondió la mujer—. Muchas gracias. No ignoramos que su intención era buena.

—No estará hablando en serio —dijo el doctor Windsor, ya algo corrido—. No creerá que sólo con su palabra impedirá a los demás…

Un hombre se abrió paso a través del grupo y tomó del brazo al pastor.

—Vamos, abuelo —dijo—. Déjelo correr.

—Pero esta mujer…

—Ya sé. Oí lo que dijo. Todos opinamos lo mismo.

—No logro entenderlo.

—No es necesario que lo entienda. Ahora, por favor, váyase.

—¿Me echan?

—A usted no, señor. No tenemos nada contra usted. Rechazamos el principio que representa.

—¿Rechazáis el cristianismo?

—No sólo el cristianismo. Durante la Revolución Lógica del siglo pasado fueron abolidas todas las religiones. Nuestro ateísmo es tan inconmovible como su fe. No le imponemos nuestros principios. ¿Tendrá la amabilidad de no imponernos los suyos?

—¡Esto es increíble! —exclamó el reverendo doctor Windsor—. No puedo creer lo que oigo. No lo creeré. Aquí hay algún error… Sólo intentaba unirme con vosotros en una plegaria.

—Nosotros ya no rezamos, señor párroco.

El doctor Windsor se volvió y anduvo trastabillando hasta la calle, al encuentro de los periodistas curiosos que le habían seguido. Meneó la cabeza, desconcertado. Era increíble. No podía ser cierto. Inconcebible. Blasfematorio.

Después de tantos años de angustia humana, después de tanto buscar la verdad, después de tantos santos y mártires… no se podía llegar a aquello…