21

Steve Wilson entró en la sala de Prensa para tomar café y bocadillos. Quedaban allí unos doce periodistas.

—¿Algo nuevo, Steve? —preguntó Carl Anders, de la AP.

Wilson meneó la cabeza.

—Todo parece tranquilo. Si sucediera algo importante, debería ser el primero en saberlo.

—¿Y nos lo dirías?

—Claro que sí —respondió Wilson, malhumorado—. ¿O es que no he jugado limpio con vosotros?

—¿Y qué nos cuentas de esos cañones?

—Una mera precaución de rutina. ¿Quedan bocadillos o los habéis terminado todos?

—En aquel rincón, Steve —respondió John Gates, del Post de Washington.

Wilson tomó dos bocadillos y una taza de café. Mientras cruzaba la sala, Gates le hizo sitio en el canapé donde estaba sentado. Wilson se sentó y dejó el plato y la taza sobre la mesita que se hallaba delante del canapé.

Anders ocupó una silla cercana. Henry Hunt, del Times de Nueva York, se sentó al otro lado de Wilson.

—Ha sido una jornada muy larga, Steve —comentó.

Wilson mordió el bocadillo.

—Y difícil explicó.

—¿Qué estará ocurriendo ahora mismo? —preguntó Anders.

—Quizá muchas cosas. No sé nada y nada puedo decir.

—¿Se te ha comido la lengua el gato? —se burló Gates.

—Claro que no, pero no puedo deciros nada. Ya conocéis las normas. Si dijese algo nuevo, sería con carácter extraoficial.

—Desde luego, desde luego —aseguró Anders—. Tú también has sido periodista y sabes cómo son esas cosas.

—Lo sé, en efecto —aseguró Wilson.

—Estaba preguntándome —intervino Hunt— cómo alguien, aunque sea el Presidente, puede saber lo que debe hacerse en una situación así, sin precedentes. Nunca ha ocurrido nada que se le parezca ni remotamente. Por lo corriente, las crisis van acercándose poco a poco; las ves venir y te hallan medio preparado. Pero esta vez no. La crisis estalló sin previo aviso.

—Eso pensaba yo —comentó Anders—. ¿Cómo hallar una orientación?

—Hay que apechugar con el caso —respondió Wilson—. No puedes ignorarlo. Procuras no equivocarte y averiguar de qué se trata. En un asunto así debes mostrarte un poco escéptico y esto no permite actuar con la rapidez necesaria. Has de consultar a muchas personas, averiguar lo que ocurre a tu alrededor y sacar alguna conclusión. Y rezar, supongo. No como en la iglesia, claro está, pero rezar…

—¿Eso hizo el Presidente? —preguntó Anders.

—No he dicho eso. Sólo trataba de imaginarme el panorama.

—¿Qué crees tú, Steve? —preguntó Gates—. Dinos tu opinión, no la del Presidente.

—Es difícil contestar —dijo Wilson—. Todo ha ocurrido con demasiada rapidez. Hace un momento me preguntaba si no sería una pesadilla y si no desaparecería de la noche a la mañana. Naturalmente, sé que no ocurrirá eso, por más que trastorne nuestras ideas. He acabado por creer que estas personas provienen realmente del futuro. Pero aunque no fuera así, aquí están y hemos de ocuparnos de ellas. En realidad, no importa de dónde vengan.

—Tú, personalmente, ¿aún lo dudas?

—No, creo que no. Su explicación es lógica. ¿Por qué iban a mentir? ¿Qué ganarían con ello?

—Sin embargo, dijiste…

—Espera un momento. No quiero que empieces a especular sobre mis palabras. Sería poco realista. Hablábamos entre amigos, ¿recuerdas? Era sólo una conversación particular.

La puerta de la sala de Prensa se abrió y Wilson levantó la mirada. Brad Reynolds se detuvo en el umbral. Su rostro mostraba una expresión preocupada.

—Steve —dijo—, hemos de hablar.

—¿Qué pasa? —preguntó Hunt.

Por la puerta abierta se colaba el timbre de un teletipo, que avisaba la recepción de un boletín. Wilson se puso en pie con tal brusquedad, que empujó la mesita y volcó su taza. El líquido inundó la mesa y empezó a gotear sobre la alfombra. Cruzó corriendo la sala y cogió del brazo a Reynolds.

—¡Uno de los monstruos ha logrado escapar! —estalló Reynolds—. Lo ha comunicado la Global. Lo dijeron por radio.

—¡Por Dios! —exclamó Wilson—. Miró de reojo a los periodistas y comprendió que lo habían oído.

—¿Qué es eso de los monstruos? —gritó Anders—. No nos dijiste nada de eso.

—Más tarde —repuso brutalmente Wilson—. Empujó a Reynolds para sacarle de la sala de Prensa y cerró de un portazo.

—Creí que Frank y tú estabais redactando la alocución televisiva —dijo—. ¿Cómo es que…?

—La radio —respondió Reynolds—. Lo oímos por radio. ¿Qué haremos con la alocución? No puede presentarse ante la televisión sin mencionar esto, y sólo falta una hora.

—Ya veremos —aseguró Wilson—. ¿Lo sabe Henderson?

—Frank fue a decírselo. Yo vine a verte a ti.

—¿Sabes cómo fue? ¿Dónde ocurrió?

—En Virginia. Dos monstruos salieron por el túnel. El cañón se cargó a uno, pero el otro pasó. Dio muerte a los soldados y…

—¿Quieres decir que uno anda suelto? —Reynolds asintió, compungido.