20

Bentley Price regresó a casa algo atolondrado pero triunfante, pues había logrado pasar la barricada montada por los militares después de discutir con ellos, había apartado un jeep del camino y avanzado a bocinazos por dos calles atestadas de refugiados y espectadores, que se apiñaban en la zona a pesar de todos los esfuerzos de la policía militar por dispersarlos. La entrada estaba medio bloqueada por un coche pero consiguió rodearlo, arrancando al hacerlo un rosal.

Era de noche; el día había sido ajetreado y Bentley ardía en deseos de meterse en cama; pero antes debía sacar del coche sus cámaras y accesorios pues, como había tantos forasteros en el barrio, no sería prudente dejarlos en el coche como solía. Un coche cerrado con llave no disuadiría a quien estuviese realmente decidido a robar. Se colgó las tres cámaras al hombro, y estaba sacando la pesada bolsa de accesorios del coche, cuando reparó con indignación en lo que habían hecho con el jardín de Edna.

Había un cañón en el centro, con las ruedas profundamente hundidas en la tierra, y a su alrededor se hallaba la dotación. El emplazamiento estaba fuertemente iluminado por un gran reflector colgado de las ramas de un árbol. Las flores habían sufrido verdaderos estragos.

Bentley se adelantó sin dudarlo, apartando a un desconcertado artillero, y se detuvo como un boxeador dispuesto para la pelea frente a un joven que ostentaba galones de oficial.

—¡Habráse visto! —exclamó Bentley—. Irrumpir aquí en ausencia del propietario…

—¿Es usted el propietario, señor? —preguntó el capitán de la dotación.

—No —respondió Bentley—. No soy el propietario, pero sí el responsable. Estoy a cargo de la casa y…

—Lo sentimos, señor —se excusó el oficial—. Pero debíamos cumplir órdenes.

Bentley le gritó:

—¿Tenía órdenes de montar ese trasto en medio del macizo de flores de Edna? No me diga que se le ordenó colocarlo en medio de un macizo de flores; ni más lejos ni más cerca, sino exactamente en medio del macizo que tantos desvelos cuesta a la dueña de este jardín…

—No es eso —repuso el oficial—. Se nos ordenó cubrir la boca del túnel del tiempo y, para hacerlo, necesitábamos una línea de tiro despejada.

—Eso es absurdo —dijo Bentley—. ¿Por qué han de cubrir el túnel por donde sale esa pobre gente?

—Lo ignoro —respondió el oficial—. Nadie nos lo explica; se limitan a ordenarlo, y estoy decidido a cumplir, con o sin macizo, y guste o no al propietario.

—Me parece que usted no es un caballero, como dicen que debe ser —se acaloró Bentley— un oficial y un caballero. Ningún caballero emplazaría un cañón en medio del jardín, y ningún oficial apuntaría a un grupo de refugiados y…

Un grito agudo cortó la noche; Bentley se volvió y comprobó que algo terrible ocurría en el interior del túnel. Aún salía gente, pero no avanzaban en grupos ordenados como antes. Corrían, forcejeaban por salir y, por encima de ellos y pisándolos, apareció una cosa horrible que Bentley no pudo distinguir bien de momento. Tuvo una visión fugaz de dientes asquerosos y mandíbulas babosas, de fuertes pezuñas sobresaliendo de patas macizas y peludas, de un poder y una ferocidad terribles. Automáticamente, sus manos cogieron la cámara y la alzaron hasta sus ojos.

A través del visor descubrió que las bestias eran dos, una casi al final del túnel y otra que la seguía. Vio los cuerpos de las personas volando como muñecos destrozados, y otros aplastados bajo las patas destructoras de los monstruos. Y también vio tentáculos retorcidos, como si aquellos seres fuesen algo intermedio entre felinos y pulpos.

A sus espaldas sonaron voces de mando y, casi a su lado, el cañón escupió una llamarada que iluminó las casas, los patios y los jardines. Una explosión le arrojó fulminantemente al suelo y, mientras caía y rodaba, pudo ver algo de lo que ocurría. De repente, el túnel estalló con una explosión casi inmediata a la primera, aunque más ensordecedora y terrible. Vio personas muertas y un monstruo muerto que humeaba como si lo hubieran asado. Aunque éste yacía sobre el césped bajo el gran roble, donde había estado la boca del túnel, el otro monstruo seguía vivo. Entre éste, el cañón y los soldados se formó una horrible mezcolanza y la gente huía lanzando gritos de pánico.

Bentley se puso en pie con dificultad, echó una rápida mirada a su alrededor y vio que los hombres de la dotación yacían muertos, destrozados y pisoteados. El cañón estaba tumbado, humeando todavía por la boca. De la calle llegaba un fuerte griterío, y por un instante pudo adivinar algo grande y oscuro, que avanzaba con gran rapidez, destruyendo la esquina de un patio. Una cerca de estacas puntiagudas estalló en una lluvia de astillas blancas cuando la cosa oscura se abrió paso a través de ella.

Corrió hacia la casa y entró por la puerta de la cocina, cogió el teléfono y marcó casi a ciegas, rogando que la línea estuviera libre.

Global News respondió una voz ronca. —Habla Manning.

—Tom, habla Bentley.

—Sí, Bentley, ¿qué pasa ahora? ¿Dónde estás?

—En casa. En la de Joe. Y tengo noticias.

—¿Estás sobrio?

—Bueno, he tomado un par de tragos en un lugar que yo me sé. Es domingo y ninguno de los sitios de costumbre está abierto. Y al regresar a casa me encuentro en el patio una pieza de artillería, en medio de las flores de Edna…

—Diantre —dijo Manning—, eso no es noticia. Por algún motivo, hace un par de horas emplazaron cañones frente a la boca de todos los túneles.

—Pues he averiguado el motivo.

—Eso está bien —comentó Manning.

—Sí, un monstruo atravesó el túnel y…

—¡Un monstruo! ¿Qué clase de monstruo?

—No lo sé —respondió Bentley—. No pude verlo con claridad. Pero eran dos y el cañón mató a uno, pero el otro escapó. Todos los soldados han muerto y el cañón está inutilizado. La gente huyó entre gritos y el monstruo ha escapado. Le vi romper una cerca de estacas puntiagudas…

—Oye, Bentley —le interrumpió Manning—, no hables tan deprisa. Habla despacio y contéstame. Has visto un monstruo que escapaba. Hay un monstruo suelto…

—Te lo juro. Mató a los soldados y quizás a otras personas. El túnel está cerrado y hay un monstruo muerto allí afuera.

—Ahora háblame del monstruo. ¿Qué clase de monstruo era?

—No puedo describirlo, pero tengo fotos —contestó Bentley.

—Del muerto, supongo.

—No, del vivo —puntualizó Bentley con voz cargada de desdén—. Jamás me ocuparía de un monstruo muerto habiendo uno vivo.

—Oye, Bentley. ¿Estás en condiciones de conducir?

—Claro que sí. Conduje hasta aquí, ¿o no?

—De acuerdo. Enviaré a alguien. Y tú… quiero que vengas a toda prisa con tus fotos. ¡Ah!, Bentley…

—¿Sí?

—¿Seguro que no te equivocas? ¿De veras hay un monstruo?

—Seguro —respondió Bentley armándose de paciencia—. Sólo tomé uno o dos tragos.