19

La conferencia de prensa había salido bien. Se había preparado la aparición del Presidente por televisión. El reloj de pared marcaba algo más de las seis. Los teletipos seguían repicando quedamente.

Wilson le dijo a Judy:

—Será mejor que lo dejemos por hoy. Es hora de cerrar.

—¿Y tú?

—Me quedaré un rato. Llévate mi coche. Tomaré un taxi y lo recogeré delante de tu casa.

Se llevó la mano al bolsillo, sacó las llaves y se las arrojó.

—Cuando llegues —dijo Judy—, sube a tomar algo. Estaré despierta y esperándote.

—Quizá sea tarde.

—Si es demasiado tarde, ¿para qué vas a molestarte en regresar a tu casa? La última vez te dejaste en la mía el cepillo de dientes.

—No tengo pijama —dijo.

—¿Desde cuándo necesitas pijama? —Le sonrió perezosamente.

—Vale —dijo—. Sólo el cepillo, nada de pijama.

—Tal vez pueda resarcirme por lo de esta tarde —agregó Judy.

—¿Lo de esta tarde?

—Lo que te dije, recuerda. Lo que pensaba hacer.

—¡Ah!, eso.

—Sí, eso. Nunca lo hemos hecho así.

—Eres una desvergonzada. Vete ya.

—La cantina enviará café y bocadillos al salón de Prensa. Si eres amable te dejarán algunas migajas.

Wilson se sentó y la miró mientras salía.

Caminaba con seguridad, pero al mismo tiempo con una delicadeza que le intrigaba y desconcertaba, como si fuese un hada que deliberadamente quisiera parecer una criatura terrestre.

Amontonó los papeles del escritorio y los apiló a un lado.

Cuando hubo terminado se sentó y se puso a escuchar los extraños rumores del lugar. En una lejana oficina sonaba el teléfono. Más lejos se oía el sonido de unos pasos. Alguien escribía a máquina en el salón y, justo al lado, las máquinas del teletipo seguían repiqueteando. Era como una pesadilla, se dijo. Todo el asunto era una locura. Ninguna persona sensata lo creería. Túneles del tiempo e intrusos del espacio: era como las necedades que los jóvenes veían por televisión. ¿Sería un engaño, una alucinación colectiva?, se preguntó. Al día siguiente, cuando saliera el sol, ¿habría desaparecido todo regresando el mundo a la vieja rutina familiar?

Echó hacia atrás la silla y se levantó. En la centralita abandonada por Judy parpadeaban un par de luces, pero no se molestó en contestar. Recorrió el pasillo y ganó la salida. En el parque, el calor estival se había disipado, y largas sombras proyectadas por los árboles se extendían sobre el césped. Los planteles se presentaban en toda su gloria: rosas, heliotropos, geranios, nicotianas, colombinos y margaritas. Se detuvo y miró hacia donde se erguía el monumento a Washington en su clásica blancura.

Oyó pasos a su espalda y se volvió. Se le había acercado una joven vestida con una túnica blanca que llegaba hasta sus pies calzados con sandalias.

—Qué agradable sorpresa, señorita Gale —dijo algo confuso.

—Espero no haber cometido una incorrección —repuso—. Nadie me detuvo. ¿Se puede estar aquí?

—Claro que sí. Como huésped…

—Deseaba ver el jardín. He leído tanto sobre él…

—Entonces, ¿nunca había estado aquí?

Dudó antes de responder: —Sí, he estado. Pero no era lo mismo. No se parecía en nada a esto.

—Bien —comentó—. Todo cambia, supongo.

—Sí, así es —admitió ella.

—¿Algo va mal?

—No, creo que no —volvió a dudar—. Veo que no me comprende. Y me parece que no hay ninguna razón para no decírselo.

—¿El qué? ¿Algo sobre este lugar?

—Verá usted —respondió—. En mi época, dentro de quinientos años, no existen jardines, ni Casa Blanca.

La miró fijamente.

—Por lo que veo, no me cree —agregó—. No importa. Allá no tenemos naciones… sino una gran nación, aunque esto tampoco sea absolutamente exacto. No hay naciones ni ninguna Casa Blanca. De ella sólo quedan paredes ruinosas y rotas, y un trozo de cerca oxidada que sobresale del suelo y puede hacer tropezar. No hay parque ni macizos de flores. ¿Lo entiende ahora? ¿Comprende lo que significa todo esto para mí?

—¿Pero cómo? ¿Cuándo?

—Aún falta mucho tiempo —explicó—. Como un siglo, o quizá más. Y ahora tal vez no ocurra. Ahora están en otra senda del tiempo.

La delgada muchacha permanecía allí, con su casta túnica blanca recogida en la cintura, hablando de distintas sendas del tiempo y de un futuro en el que la Casa Blanca no existiría. Desconcertado, Wilson meneó la cabeza.

—¿Qué sabe de eso de las sendas del tiempo? —preguntó—. Recuerdo que su padre lo mencionó, pero como había tantas cosas…

—Hay que estudiar las ecuaciones para entenderlo del todo —repuso—. Creo que muy pocos hombres lo entienden de verdad. Pero en el fondo es muy sencillo. Es una situación de causa y efecto, y si modificamos la causa o, mejor dicho, las diversas causas, como tuvimos que hacer para venir aquí…

Wilson hizo un gesto de impotencia con la mano.

—Todavía no puedo creerlo —explicó—. No sólo lo de la senda del tiempo, sino todo lo demás. Esta mañana pensaba ir a un picnic. ¿Sabe qué es un picnic?

—No sé lo que es —respondió—. Ahora estamos empatados.

—Algún día la llevaré de picnic.

—Así lo espero —dijo—. ¿Es algo divertido?