El automóvil enfiló el camino sinuoso hasta la elegante mansión separada de la calle por un extenso parque. Se detuvo ante el pórtico y el chofer bajó para abrir la puerta trasera. El anciano salió con dificultad, tanteando con su bastón. Apartó con impaciencia la mano del chofer cuando éste quiso ayudarle.
—Todavía soy capaz de bajar solo del coche —jadeó cuando lo hubo conseguido al fin, algo tembloroso y vacilante—. Espéreme aquí. Tal vez tarde un poco, pero espéreme aquí.
—A sus órdenes, senador —respondió el chofer—. Señor, esa escalera… parece algo empinada.
—Usted espere aquí —ordenó el senador Andrew Oakes—. Regrese a su puesto. El día que yo no pueda subir esa escalera, me iré a casa y dejaré que algún joven ocupe mi escaño. Pero ese momento aún no ha llegado continuó resoplando. Todavía no. Quizá dentro de uno o dos años, pero no ahora. Depende de cómo me encuentre.
Anduvo hacia la escalera, golpeando rítmicamente con su bastón. Franqueó el primer escalón y se detuvo allí un momento antes de atacar el segundo. A medida que subía, miraba hacia ambos lados, contemplando el paisaje con desafío, como si esperase una ovación por la hazaña. Lo cual era del todo innecesario, ya que allí no había nadie salvo el chofer, que estaba sentado al volante y fingía ignorar la progresión del anciano por la escalera.
La puerta se abrió al llegar hasta las columnas del pórtico.
—Me alegro de verle, senador —dijo Grant Wellington—, aunque no era necesario que se molestase. Yo podría haber ido a su casa.
El senador se detuvo, plantándose ante su anfitrión con gesto de tozudez.
—Hace buen día para dar un paseo en coche —observó— y usted dijo que estaría solo.
Wellington asintió.
—La familia está en Nueva Inglaterra y es el día libre de los criados. Estaremos a solas.
—Bien —dijo el senador—. En mi casa nunca se sabe; la gente entra y sale, los teléfonos suenan sin cesar. Así es mejor.
Trastabilló en el zaguán.
—A la derecha —le informó Wellington mientras cerraba la puerta.
El anciano entró en el estudio, arrastró los pies por la alfombra y se dejó caer en un inmenso sillón situado junto a la chimenea. Dejó cuidadosamente a su lado el bastón, apoyándolo en el suelo, y contempló las estanterías cubiertas de libros, el lujoso escritorio, el cómodo mobiliario y los cuadros de las paredes.
—Vive usted muy bien, Grant —comentó—. A veces, eso me preocupa. Demasiado bien, tal vez.
—¿Quiere decir que no seré capaz de luchar, que tendré miedo de ensuciarme las manos?
—Algo así, Grant. Pero procuro convencerme de que estoy equivocado. Usted ha luchado lo suyo en sus tiempos, en el mundo de los negocios —señaló los cuadros—. No sé si fiarme de un hombre que es propietario de un Renoir.
—¿Qué le parecería un trago, senador?
—A esta hora de la tarde —respondió el senador con énfasis— cae bien un trago de bourbon. Es una gran bebida el bourbon. Típicamente americana. Tiene personalidad. Creo que usted prefiere el escocés.
—Con usted —opuso Wellington—, bebo bourbon. ¿Se ha enterado de lo que pasa? Vi algo por televisión.
—Nuestro hombre podría pillarse los dedos o algo por el estilo —comentó el senador—. Podría meterse en un verdadero apuro.
—Se refiere a Henderson, ¿verdad?
—Me refiero a todos. Son cosas que pueden ocurrir.
Wellington le sirvió bebida al senador y regresó al bar para llenar su propio vaso. El senador se arrellanó en el sillón, acariciando el vaso. Tomó un trago e infló las mejillas en señal de aprobación.
—Para ser aficionado al escocés, tiene una buena marca de bourbon —comentó.
—Me guío por usted —respondió Wellington, regresó y se sentó en un sofá.
—Supongo que el inquilino del número 1600 debe tener mucho en qué pensar —prosiguió el senador—. Tal vez más de lo que es capaz de abarcar. Hay que tomar una cantidad tremenda de decisiones. Sí, señor, demasiadas.
—No le envidio —dijo Wellington.
—Es lo peor que puede pasarle a un hombre —comentó el senador—. Y el año que viene hay elecciones. Él lo sabe, y eso no le facilita los asuntos. El problema es que ahora se ve obligado a decir y hacer cosas. No hay más remedio.
—Si quiere aconsejarme que por mi parte me abstenga de hacer ni decir nada, hace muy bien —puntualizó Wellington—. No intente ser diplomático, senador. No le va.
—En fin, no sé —respondió el senador—. No se puede ir por lo derecho y ordenarle a un hombre que mantenga la boca cerrada.
—Si los intrusos realmente proceden del futuro…
—¡Pues claro que son del futuro! ¿De dónde podrían venir si no?
—Entonces no hay error posible con ellos —respondió Wellington—. Son nuestros descendientes. Hacen lo que una pandilla de niños cuando vuelven corriendo a casa después de hacerse daño.
—Tal vez —respondió el senador—, aunque no es eso precisamente lo que quería decir. No me refiero a esa gente, sino al viejo Sam, de la Casa Blanca. Al verse obligado a actuar, probablemente cometerá errores. A nosotros nos toca estar atentos y estudiar esos errores. Podremos denunciar algunos, y otros no. Tal vez haga algunas cosas que debamos apoyar. No nos conviene parecer demasiado intransigentes. Por ahora la cuestión es no comprometernos. Usted y yo sabemos que muchas personas no quieren que el viejo Sam sea candidato este próximo verano y quiero decir, si no me equivoco, que nuestro candidato será usted. Algunos chicos creerán que las acciones de ese hombre les dan una oportunidad, se impacientarán y no sabrán tener el pico cerrado. Le aseguro, Grant, que la gente no recordará quién fue el primero, sino quién tuvo más razón.
—Naturalmente, agradezco su interés —dijo Wellington—, pero siento que se haya molestado por nada. No me proponía hacer ninguna clase de declaraciones. Por ahora ni siquiera sé si hay alguna postura que merezca ser defendida.
El senador levantó su vaso vacío.
—Si no le importa, agradecería otro traguito.
Wellington sirvió otro traguito y el senador se apoltronó en el asiento.
—La postura a defender exigirá un análisis largo y detenido —dijo—. Todavía no se ve con claridad, pero las opciones no tardarán en salir al paso, y habrá que estudiarlas y escogerlas con sumo cuidado. Lo que usted ha dicho acerca de que esos intrusos son nuestros descendientes me parece muy bien. Naturalmente, un hombre como usted, con largos y gloriosos antecedentes familiares, no puede pensar de otro modo. Pero no olvide que hay mucha gente con antecedentes familiares poco o nada gloriosos; a ellos, que forman la mayoría de la noble y gloriosa nación americana, no les importarán un comino sus descendientes. Al contrario, pensarán que son un estorbo. Actualmente muchas familias ya tienen graves problemas con sus vástagos inmediatos. Varios millones de intrusos han atravesado los túneles, siguen saliendo y, aunque podemos levantar las manos llenos de compasión y preguntarnos cómo los atenderemos, la verdadera reacción surgirá cuando estos millones de recién llegados empiecen a influir en la economía. De repente podrá escasear la comida y otras cosas; los precios subirán, habrá problemas de alojamiento y de paro obrero, y faltarán los recursos. Lo que ahora no pasa de ser una conversación sobre economía, dentro de muy poco se convertirá en algo más serio, y todos los hombres y mujeres de este gran país nuestro sentirán las consecuencias, y entonces se armará la de San Quintín. Para entonces, un hombre como usted debe tener elegida su postura, estudiándola, desde todos los ángulos antes de hacerlo.
—Santo Dios —murmuró Wellington—. Con lo que está ocurriendo, con nuestra población futura que huye hacia nuestra época, y nosotros aquí sentados, intentando hallar una postura política segura y favorable…
—La política —puntualizó el senador— es un asunto muy complicado y sobre todo práctico. Hay que ser duro; no puede uno permitirse el lujo de tener emociones. Debe tenerlo presente: jamás se emocione por nada. Desde luego puede aparentar emociones; a veces eso impresiona a los electores. Pero antes de conmoverse debe tenerlo todo solucionado de antemano. Emociónese si eso ha de causar buen efecto, pero nunca se deje llevar de verdad.
—No suena bien lo que usted dice, senador. Deja un ligero mal sabor de boca.
—Seguro; lo sé —afirmó el senador—. Conozco ese mal sabor de boca. Procure olvidarlo, no le digo más. Naturalmente, es bueno ser un gran estadista y una persona humanitaria; pero antes de ser un estadista hay que ser un sucio político. Primero hay que ganar las elecciones, y eso no se logra sin ensuciarse un poco.
Dejó el vaso sobre una mesita junto al sillón, buscó el bastón a tientas, lo encontró y se incorporó.
—Recuerde que antes de decir cualquier cosa debe advertirme. He pasado por esto antes, muchas veces. Supongo que se me podría calificar como un perro de presa político, y pocas veces fallo. En el Senado nos enteramos de algunas cosas. Tenemos algunos canales secretos realmente buenos. Como cuando esté a punto de pasar algo lo sabré, tendremos tiempo de estudiarlo.