La gente continuaba saliendo por la puerta. La policía militar los hacía circular a derecha o izquierda a fin de despejar la boca del túnel para los que empujaban desde atrás, avanzando en filas apretadas y contenía a las multitudes de curiosos que se agolpaban en torno. Una voz estridente daba órdenes y cuando callaba podía oírse el débil rumor de una radio que alguien había dejado encendida en uno de los centenares de coches aparcados en la calle, algunos en doble fila y otros con olímpico desprecio a los derechos de la propiedad ajena estacionados en los jardines. Camiones militares y autocares recorrían la calle, se detenían para cargar una salida de refugiados y luego se alejaban con estrépito. Pero las personas salían del túnel más aprisa de lo que se tardaba en evacuarlas, y la multitud se hacía cada vez más numerosa y embotellaba las calles.
El teniente Andrew Shelby telefoneó al comandante Marcel Burns:
—Apenas podemos hacer nada, señor. ¡Cristo, nunca vi tanta gente! Sería más fácil si pudiéramos alejar a los mirones; hacemos lo que podemos pero no quieren irse y aquí faltan refuerzos para un trabajo de este tipo. Hemos cortado todo el tráfico civil del sector y ordenado por radio a la gente que no se acerque, pero no hacen caso y los accesos están embotellados. No quiero pensar lo que pasará cuando se haga de noche. ¿Dónde están los técnicos que debían instalar los reflectores?
—Están en camino —respondió Burns—. No abandone su puesto, Andy, y haga lo que pueda. Es preciso evacuar a esa gente de allí.
—Necesito más camiones —informó el teniente.
—Se los enviaré cuando pueda —replicó el comandante—. Y otra cosa: le envío una patrulla armada.
—No necesitamos armas. ¿Para qué las queremos?
—Lo ignoro —repuso el comandante—. Son órdenes; nadie me ha explicado a qué van.