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La señorita Emma Garside apagó la radio y guardó silencio, muy erguida en su silla, sorprendida por la brillantez de la idea que acababa de ocurrírsele. No era frecuente en ella (en realidad, nunca le había ocurrido antes) el sentirse de aquel modo pues, aunque era una mujer orgullosa, al mismo tiempo procuraba ser modesta en sus acciones y pensamientos. Ocultaba el motivo de su orgullo, y sólo en algunas ocasiones lo comentaba de modo muy confidencial con la señorita Clarabelle Smythe, su amiga más íntima. Aquel orgullo que se reservaba para sí misma era su consuelo, aunque algo conturbado cuando se acordaba del indiscutible cuatrero, y del otro hombre que fue ahorcado por un delito bastante vil. Nunca había revelado esas dos inquietudes a su buena amiga Clarabelle.

Aquella tarde de domingo el sol entraba por las ventanas que daban al oeste, y caía sobre la gastada alfombra donde dormía aovillado el viejo gato. En el jardín, en la parte trasera de la sucia casa de aquella sucia calle, el tordo cantaba descaradamente tal vez meditaba una nueva incursión por su huerto de frambuesas, pero no le prestó atención.

Había costado mucho dinero, pensó, mucho trabajo, algunas cartas y algunos viajes, pero había valido la pena. Pues ninguna otra persona de la aldea podía remontarse en su árbol genealógico tan lejos como ella: hasta la revolución y más lejos aún, a los días de los ingleses y las pequeñas aldeas inglesas que yacían profundamente sumergidas en el tiempo. Y pese a lo del cuatrero, lo del ahorcado y otros antepasados de carácter algo dudoso y de linaje no distinguido, predominaban los hidalgos provincianos y los tenaces hacendados, incluso con un lejano asomo de castillo antiguo. Aunque, honradamente, nunca pudo demostrar que lo del castillo fuese auténtico.

¡Y ahora, pensó, ahora…! Había llevado la investigación sobre su familia hasta donde la ingeniosidad humana y los archivos se lo permitieron. ¿Sería capaz ahora, tendría valor para hacerlo en la dirección opuesta… hacia el futuro? Conocía a todos sus antepasados, y ahora tenía la oportunidad de conocer a sus descendientes. Si aquellas personas eran realmente lo que la radio daba a entender que podían ser, la empresa indudablemente era realizable. Pero, al no existir archivos, se habría de investigar por medio de entrevistas personales. Era preciso localizar a los oriundos de la región de Nueva Inglaterra, hacerles preguntas y quizás hablar con muchas personas antes de hallar una pista. Querida, ¿tiene usted algún Garside, Lambert o Lawrence en su árbol genealógico? Bien, si lo cree pero no lo sabe con certeza, ¿conoce a alguien que pueda asegurarlo? Oh, sí, querida, por supuesto que es muy importante. No sabría encarecerle lo importante que es.

Permaneció inmóvil en la silla, mientras el gato dormía y el tordo cantaba, entregada al extraño sentimiento familiar que había sido la razón de su vida durante tantos años y que, con las nuevas perspectivas, podría servirle de aliciente durante muchos más.