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—Supongo que usted quiere saber exactamente quiénes somos y de dónde venimos —empezó Maynard Gale.

—Puede ser un buen comienzo —admitió el Presidente.

—Somos personas absolutamente normales y sencillas del año 2498, unos cinco siglos después de vuestra época —explicó Gale—. El lapso entre vosotros y nosotros es más o menos el mismo que entre los viajes de Cristóbal Colón y vuestra época actual. Viajamos a través de lo que vosotros llamáis, de modo hipotético, túneles del tiempo, aunque ese nombre es bastante exacto. Hemos viajado a través del tiempo, pero no intentaré explicaros cómo se hace. De hecho, aunque quisiera no podría. Sólo entiendo los principios generales, si es que los entiendo. Como mucho, sería capaz de daros la explicación totalmente insuficiente de un lego.

—Es decir, que se trasladan a través del tiempo hasta la época actual —señaló el secretario de Estado—. ¿Puedo preguntarle cuántos son los que van a hacer ese viaje?

—Si sale todo bien, señor Williams, espero que lo hagan todos.

—¿Quiere decir toda la población? ¿Se proponen dejar el mundo de 2498 vacío de seres humanos?

—Es nuestro más ferviente deseo.

—¿Y cuántos son?

—Más o menos dos mil millones. Como notarán, nuestra población es algo inferior a la de ustedes en su época actual; luego explicaré el porqué de esta…

—Pero, ¿por qué? —interrumpió el ministro de Justicia—. ¿Por qué hicieron esto? Sin duda, saben que la economía mundial no puede sustentar a nuestra población y a la de ustedes. Aquí, en los Estados Unidos, y tal vez en algunos de los países más favorecidos del mundo, podríamos hacer frente a la situación, aunque durante un período limitado de tiempo. Como solución de emergencia, podemos refugiarlos y alimentarlos, aunque eso mermará nuestros recursos. Pero en otras regiones de la Tierra no podrían hacerlo ni durante una semana.

—Lo sabemos —confesó Maynard Gale—. Hemos intentado tomar algunas medidas para aliviar la situación. Esperando que sirva de ayuda, hemos enviado a través del tiempo trigo y otros víveres a la India, a China y a algunas zonas africanas y sudamericanas. Sabemos que estas provisiones no serán suficientes. Y también comprendemos la dificultad causada a los habitantes de esta época. Deben creerme cuando digo que no tomamos a la ligera nuestra decisión.

—Espero que no —comentó el Presidente con acritud.

—Supongo que en su época habrán tenido en cuenta algunas hipótesis sobre la existencia de otros seres inteligentes en el universo y habrán llegado a la conclusión de que, efectivamente, existen —prosiguió Gale—. Esto conduce a la pregunta de por qué, si es así, ninguna de estas inteligencias nos ha buscado, por qué no hemos sido visitados. Naturalmente, una posible contestación señala que el espacio es muy extenso, que las distancias entre las estrellas son grandes y que nuestro sistema solar se halla alejado en uno de los brazos galácticos, lejos de la máxima densidad estelar del núcleo galáctico, que quizá sea donde apareció por primera vez la inteligencia. También puede ser objeto de hipótesis el tipo de personas, si así quieren llamarlas, que podrían visitarnos si quisieran hacerlo. A este respecto supongo que la opinión predominante, aunque no unánime, indicará que cuando una raza haya progresado hasta ser capaz de realizar viajes interestelares, también debe haber alcanzado un desarrollo social y ético superior, por lo que no sería una especie agresiva. Aunque esto pudiera ser cierto, hay que admitir la posibilidad de excepciones. Pues bien: nosotros, en nuestra época, hemos sido víctimas de una de esas excepciones.

—Entonces ¿afirma usted —resumió Sandburg— que han sido visitados, y por lo visto las consecuencias son lamentables? ¿Por eso envió la advertencia sobre lo de las piezas de artillería?

—¿Todavía no lo han hecho? Por lo que dice, entiendo que…

—No hemos tenido tiempo.

—Le ruego que preste atención, señor. Hemos estudiado la probabilidad de que algunos lograsen atravesar nuestras defensas e invadir los túneles. Como es natural, tenemos recursos poderosos y hemos dejado órdenes estrictas, que serán cumplidas por hombres de confianza, de destruir todo túnel donde esto pudiera suceder; pero siempre hay una posibilidad de que algo falle.

—Su advertencia no fue bastante explícita. ¿Cómo podíamos saber lo que…?

—Lo notarían —respondió Gale—. No les cabría ninguna duda. Hagamos un cruce entre un oso gris y un tigre grande como un elefante. Dejemos que se mueva tan rápido que apenas pueda distinguirse. Démosle dientes, garras y una cola larga y pesada provista de púas venenosas. No es que se parezcan en nada a los osos y tigres, ni siquiera a los elefantes…

—¿Quiere decir que no tienen otra cosa sino garras y dientes…?

—Usted está pensando en armas. Ellos no necesitan armas. Son increíblemente rápidos y fuertes. Les domina un irracional instinto sanguinario. Atacan con frecuencia. Se hacen despedazar, pero siguen llegando. Son capaces de cavar bajo las fortificaciones y echar abajo los más sólidos muros…

—Es increíble —comentó el ministro de Justicia.

—En efecto —admitió Gale—, pero digo la verdad. Los mantuvimos a raya durante cerca de veinte años, pero era fácil prever cómo terminaría todo. Lo intuimos pocos años después de que llegaran. Supimos que sólo teníamos una salvación: huir, y sólo podíamos refugiarnos en el pasado. Ya no podemos contenerlos. Créanme, caballeros: dentro de quinientos años la especie humana llegará a su fin.

—Así pues, ¿no pueden seguirles a través del tiempo? —dijo el Presidente.

—Si se refiere a si pueden adquirir nuestra técnica de los viajes a través del tiempo, estoy bastante seguro de que no. No llegan a tanto.

—Hay un error muy serio en su relato —intervino el secretario de Estado—. Usted describe a esos invasores extraños como poco más que bestias feroces. Inteligentes, quizá, aunque meramente animales. Ahora bien, para que la inteligencia pueda realizar el nivel tecnológico necesario para construir lo que pudiéramos considerar como un vehículo espacial, se necesitan miembros manipuladores: manos, tentáculos, algo por el estilo.

—Los poseen.

—Pero usted dijo…

—Lo siento —respondió Gale—. Es imposible decirlo todo a la vez. Poseen miembros provistos de garras; otros que terminan en algo parecido a manos, y también tentáculos manipuladores. Su proceso evolutivo es bastante extraño. A lo que parece, y por causas que ignoramos, durante su desarrollo evolutivo no reemplazaron una cosa por otra, como ha ocurrido en la evolución de los seres terrestres. Desarrollaron nuevos órganos y aptitudes, pero sin desprenderse de nada de lo que ya poseían. Lo conservaron todo. Aprovecharon todos los elementos evolutivos. Supongo que, si quisieran, podrían construir armas muy eficaces. A menudo nos hemos preguntado por qué no lo hacen. Nuestros psicólogos creen saber a qué se debe. Afirman que estos intrusos son una raza guerrera. Disfrutan con la matanza. Tal vez desarrollaron su capacidad de viajar por el espacio sólo para buscar nuevas víctimas. La matanza es una cuestión personal para ellos, una experiencia intensamente personal, como en otro tiempo lo fue la religión para la raza humana. Como es tan personal, debe hacerse personalmente, sin ayudas mecánicas. Deben hacerlo con las garras, los colmillos y la cola venenosa. Tal vez opinan sobre las ayudas mecánicas para asesinar igual que un espadachín profesional de hace siglos pudo opinar sobre las primeras armas de fuego: con desdén por un modo cobarde de luchar. Tal vez necesitan reafirmar permanentemente su virilidad o su bestialidad, o quizá su existencia independiente, y su único modo de hacerlo es mediante el asesinato cometido personalmente. Su dignidad, su consideración hacia los demás, la consideración de sus camaradas, podrían estar basadas en la calidad y la cantidad de sus asesinatos.

»Cuando la lucha termina se comen a sus víctimas, o tantas como pueden, pero, naturalmente, ignoramos si se trata de un modo de subsistencia o de actos rituales. De hecho sabemos muy poco de ellos. Como supondrán no nos podríamos poner en comunicación. Los hemos fotografiado y los hemos estudiado muertos, pero esto es poco para una comprensión de esos seres. No actúan en campañas. No parece que tengan un verdadero plan de batalla, ni una estrategia. Si lo tuvieran, nos habrían exterminado hace mucho tiempo.

»Realizan incursiones por sorpresa y se retiran. No intentan ocupar los territorios invadidos, ni saquean. Por lo visto, su único objetivo es asesinar. A veces hemos pensado que, deliberadamente, evitan el exterminio, como si fuéramos un coto de caza, haciéndonos durar lo máximo posible para satisfacer su instinto sanguinario.

Wilson contempló a la muchacha que acompañaba a Gale y notó en su rostro una expresión de terror.

—Ha dicho veinte años —comentó Sandburg—. Contuvieron a estos seres durante veinte años.

—Ahora lo hacemos mejor —continuó Gale—. Al menos, lo hacíamos mejor antes de irnos. Ahora tenemos armas. Al principio teníamos las manos vacías. La tierra no conocía garras ni armas desde unos cien años atrás. Entonces llegó la nave espacial. Nos habrían exterminado si hubieran hecho una guerra total pero, como ya expliqué, no fue así. Por eso pudimos construir algunas defensas. Fabricamos armas, algunas muy avanzadas, pero ni siquiera las armas con que cuentan ustedes serían suficientes. Quizá las armas nucleares, aunque ninguna sociedad en su sano juicio… se interrumpió, algo incómodo, aguardó un instante y luego prosiguió. Naturalmente matamos muchos, pero no sirvió de nada. Parecía haber tantos como siempre, si no más. Por lo que pudimos averiguar, sólo había desembarcado una expedición. Aunque numerosa, por fuerza debió ser limitada; la única interpretación posible sugiere que se trata de reproductores prolíficos y que alcanzan la madurez en un tiempo increíblemente corto. No parece preocuparles la muerte. Jamás huyen ni se ocultan. Una vez más, imagino que esto se debe a su código bélico. Nada tan glorioso como morir combatiendo. Y soportan muchas muertes. Maten a un centenar, dejen que uno se escape y esto hace algo más que igualar la partida. Supongo que vivíamos dominados por el miedo, como los viejos pioneros americanos cuando temían los ataques de los indios. Si nos hubiéramos quedado, habrían acabado por anularnos. Aun cuando fuese cierto que intentaban conservarnos, como quizás hicieron, al fin nos habrían exterminado lo mismo. Por eso estamos aquí. Creo que la raza humana no puede comprender a este tipo de seres. No conocemos nada con qué poder compararlos. La tradicional comadreja sedienta de sangre que atacaba los gallineros es una pálida imitación de lo que son ellos.

—Teniendo en cuenta lo que acabamos de oír, quizá debamos hacer algo en seguida con respecto a esas piezas de artillería —señaló el Presidente.

Naturalmente, carecemos de pruebas materiales… —comenzó el ministro de Justicia.

—Preferiría actuar aun a falta de pruebas rigurosas —dijo Sandburg—, antes que tropezar con uno de esos seres.

El Presidente cogió el teléfono, y se dirigió al secretario de Defensa:

—Puede usar este teléfono. Kim pasará la llamada.

—Cuando Kim haya terminado —dijo el secretario de Estado—, tal vez utilice el teléfono. Convendría avisar a los demás gobiernos.