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La población había sufrido hambre, pero ya no: durante la noche había ocurrido un milagro. A poca distancia del pueblo, se abrió un agujero en lo alto del cielo, del que manó un caudal inagotable de trigo. El tonto de la pierna coja lisiado de mente y cuerpo, libre como un pájaro fue el primero en verlo mientras vagabundeaba por ahí. Desvelado, arrastraba su pierna en busca de algún desperdicio que robar y mascar, cuando contempló cómo caían los granos del cielo, a la luz de la luna. Se asustó y quiso huir, pero su hambre atroz se lo impidió. No sabía qué era, pero parecía algo nuevo, quizá comestible, y no pudo salir corriendo. Asustado, se arrastró hasta el rimero que se había formado. Se llenó la boca, mascó y se atragantó con el grano a medio masticar, ahogándose y tosiendo, pero volvió a llenarse la boca tan pronto como pudo volver a respirar. Su estómago, que no estaba acostumbrado a semejantes atracones, se sublevó: el tonto rodó sobre el montón y quedó tendido en el suelo, mientras vomitaba todavía débilmente.

Allí le encontraron más tarde y lo quitaron de en medio a puntapiés, porque ante aquel milagro descubierto por un aldeano que había ido a hacer sus necesidades no podían perder el tiempo con un tonto tullido que se había sumado al pueblo por su cuenta y no pertenecía al lugar.

La población despertó en seguida. Acudieron con cestas y ollas para llevarse el trigo, pero sobraba para llenar todos los recipientes del pueblo. Los más decididos se reunieron para hacer planes. Cavaron pozos para almacenar el cereal, aunque no era modo de tratar aquella bendición, pensando sólo en esconderlo a la vista de los forasteros. Pero la tierra estaba tan seca y árida que el trigo no podía echarse a perder; por tanto lo tendrían enterrado hasta que se les ocurriese la manera de almacenarlo.

Pero siguió cayendo trigo del cielo y el suelo era duro y quebradizo, difícil de cavar. No pudieron esconder la pila, que siguió creciendo más deprisa de lo que tardaban ellos en enterrarla.

Por la mañana llegaron los soldados, echaron a los habitantes del pueblo y empezaron a llevarse el trigo en enormes camiones.

El milagro no cesó; el trigo seguía cayendo del cielo, pero ahora ya no era preciso guardar el secreto: no pertenecía únicamente al pueblo, sino que beneficiaba a muchas personas más.