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El ejército había tropezado con dificultades. El teniente Andrew Shelby telefoneó al comandante Marcel Burns.

—Señor, no puedo mantener reunidas a estas personas —informó—. Se los llevan.

—¿De qué demonios habla, Andy? ¿Se los llevan?

—Bueno, en realidad no es que se los lleven. Pero la gente les da cobijo. Hay veinte o más en una gran casa. Hablé con el propietario. «Oiga», le dije, «tengo órdenes de mantener unidas a estas personas. No puedo permitir que se dispersen. Debo reunirlos y trasladarlos a donde encuentren refugio y alimento». «Teniente», respondió el hombre, «no se preocupe de las personas que tengo aquí. Si lo que hace falta son alimentos y refugio, quédese tranquilo. Son mis invitados y les daré refugio y alimentos». Y no es el único. Eso fue sólo en una casa. También están en otras casas de esa calle. Todo el vecindario los ha alojado. Y aún hay más: la gente viene desde varios kilómetros a la redonda para recogerlos y llevárselos y atenderlos. Se están dispersando por toda la región y no puedo evitarlo.

—¿Todavía salen por esa puerta o como quiera llamarla?

—Sí, señor, todavía salen. En ningún momento han cesado. Es como un gran desfile. Salen y se van. Intento mantenerlos reunidos, señor, pero se alejan, se dispersan, todo el vecindario los recoge y me resulta imposible seguirles el rastro.

—¿Ha evacuado a alguno?

—Sí, señor, a los que consigo reunir.

—¿Qué clase de personas son?

—Gente normal, señor, por lo que veo. No se diferencian de nosotros, aunque hablan con un acento extraño, y visten de un modo raro. Algunos con túnicas. Otros con calzones de ante. Otros con… diablos, llevan ropas de todas clases. Como si estuvieran en un baile de máscaras. Pero son amables y obedecen. No crean problemas. Pero son demasiados, más de los que puedo evacuar. Se dispersan, pero no es culpa suya. Es que la gente los invita a sus casas. Son amistosos y realmente amables, pero hay demasiados.

El comandante suspiró:

—Bien, continúe —dijo—. Haga lo que pueda.