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Sentado en una mecedora del jardín, con una lata de cerveza en la mano, Bentley Price fotógrafo del Global News Service contemplaba el filete que acababa de poner sobre la parrilla de la barbacoa cuando se abrió una puerta debajo del viejo roble blanco y la gente comenzó a salir.

Hacía muchos años que nada sorprendía a Bentley Price. Amargas experiencias le habían acostumbrado a presenciar lo insólito y a no preocuparse por ello. Fotografiaba lo inaudito, lo fantástico, lo violento, luego daba media vuelta y se iba, a veces a toda prisa, pues la competencia de la AP y la UPI le acuciaba y un emprendedor reportero gráfico no podía dejar que la hierba creciera bajo sus pies. Aunque los directores de fotografía no eran, ciertamente, individuos temibles, en general convenía tenerlos contentos.

Esta vez Bentley se sorprendió, pues lo que sucedía no era fácilmente concebible ni respondía a ninguna experiencia anterior. Permaneció inmóvil en la mecedora, sosteniendo rígidamente la lata de cerveza, y con la mirada vidriosa observó a la gente que salía por la puerta. Pero en ese momento vio que no era una puerta, sino un agujero negro cuyos bordes dentados temblaban, un poco más grande que una puerta común, pues de él salían en grupos de cuatro o cinco a la vez. Aunque vestían algo exóticamente, como si regresaran a casa después de un baile de máscaras sólo que sin máscaras, parecían gente normal. Si hubieran sido todos jóvenes, Bentley se habría figurado que pertenecían a una universidad, un centro juvenil o algo por el estilo, vestidos con los ropajes absurdos que usaban los universitarios; pero, aunque algunos eran jóvenes, había muchos que ya no lo eran.

Uno de los primeros en salir al jardín fue un hombre bastante alto y delgado, grácil en su delgadez, que podría haber resultado desgarbado. Tenía una abundante y desordenada melena de color gris acero y su cuello parecía el de un pavo. Usaba una falda gris, corta, que le llegaba hasta sus rodillas huesudas; un mantón rojo le cubría un hombro y se sujetaba en la cintura mediante un cinturón que también mantenía en su sitio la falda. Bentley pensó que parecía un escocés, aunque la tela no era a cuadros.

Le acompañaba una joven vestida con una vaporosa túnica blanca, sujeta por un cinturón, que llegaba hasta sus pies calzados con sandalias. Su brillante pelo negro, recogido en una coleta, llegaba hasta su cintura. Tenía un rostro hermoso, pensó Bentley, de un tipo de belleza no común, y lo poco que distinguía de su piel era tan blanco y diáfano como la túnica que llevaba.

—Supongo —dijo el hombre—,que usted es el amo de los lugares.

Había algo raro en su modo de hablar. Arrastraba las palabras, aunque se le entendía perfectamente.

—¿Quiere decir si ésta es mi propiedad? —preguntó Bentley.

—Tal vez—respondió el otro—. Quizá mi expresión no sea de esta época, pero creo que me ha entendido bien.

—Seguro —afirmó Bentley—, pero, ¿qué me dice de esta época? ¿Significa que habla todos los días de un modo distinto?

—En absoluto —aseguró el hombre—. Le ruego disculpe nuestra intromisión. Debe resultarle poco común. Haremos todo lo posible por no dañar su propiedad.

—De acuerdo. Oiga, amigo —agregó Bentley—, no soy el propietario del lugar. Simplemente lo estoy cuidando en ausencia del dueño. ¿Le dirá a esa gente que no pisotee los macizos de flores? La señora de Joe se sentiría terriblemente apenada si encuentra las flores arruinadas cuando regrese. Son su más preciado tesoro.

Mientras hablaban, la gente seguía saliendo por la puerta y ya ocupaban todo el lugar, invadían los jardines contiguos y los vecinos salían para averiguar qué ocurría.

La muchacha dedicó a Bentley una amplia sonrisa.

—Quédese tranquilo con respecto a las flores —dijo—. Son buenas personas, bien intencionadas y se comportarán con la mayor corrección.

—Confían en su tolerancia —agregó el hombre—. Son refugiados.

Bentley los observó atentamente. No parecían refugiados. En sus tiempos había fotografiado muchos en distintos lugares del mundo. Eran personas desaliñadas y por lo general arrastraban mucho equipaje, pero estos seres eran limpios y ordenados y transportaban muy pocas cosas, una pequeña maleta o una especie de maletín, semejante al que llevaba bajo el brazo el hombre que hablaba con él.

—No parecen refugiados —señaló—. ¿Refugiados de qué?

—Del futuro —respondió el hombre—. Suplicamos su indulgencia. Lo que estamos haciendo le aseguro que es cosa de vida o muerte.

Estas palabras despabilaron a Bentley. Se dispuso a beber un trago de cerveza, pero cambió de idea y se agachó para dejar la lata sobre el césped. Se puso lentamente en pie.

—Le aseguro que si esto es una especie de maniobra publicitaria, no pienso coger la cámara. No tomaría una sola foto para un truco publicitario, cualquiera que fuese.

—¿Truco publicitario? —preguntó el hombre—; no cabía duda de que estaba sinceramente desconcertado. Lo lamento, señor, pero no entiendo lo que dice.

Bentley contempló atentamente la puerta. Aún salía gente en grupos de a cuatro o cinco y aquello parecía no tener fin. La puerta seguía allí, tal y como la había visto por primera vez: un manchón de oscuridad cuyos bordes ligeramente dentados vibraban, tapando una pequeña parte del jardín pero, detrás y más allá de ella, Bentley veía los árboles, los matorrales y el parque infantil montado en el patio trasero de la casa vecina.

Llegó a la conclusión de que si se trataba de una maniobra publicitaria, era excelente. Muchos publicitarios debieron devanarse los sesos para imaginar algo así. ¿Cómo harían ese agujero dentado y de dónde venía tanta gente?

Venimos de quinientos años en el futuro. Huimos del fin de la raza humana.

—Solicitamos su ayuda y comprensión.

Bentley lo miró fijamente.

—Señor, usted no me engañaría, ¿verdad? —preguntó—. Si me hiciera picar, perdería mi trabajo.

—Como es lógico, esperábamos encontrar una actitud incrédula. Comprendo que no tenemos ningún modo de demostrar nuestro origen. Le rogamos que crea lo que decimos.

—Le diré una cosa —agregó Bentley—. Aceptaré la jugada. Tomaré algunas instantáneas, pero si descubro que es publicidad…

—Supongo que está hablando de tomar fotografías.

—Claro que sí —respondió Bentley—. La cámara es mi trabajo.

—No vinimos para que nos tomaran fotografías. Si tiene escrúpulos al respecto, no se violente. No nos molestará lo más mínimo.

—Conque no quiere que le tome fotos —comentó Bentley con énfasis—. Se parece a otras muchas personas. Se meten en un aprieto y luego protestan porque alguien les saca una foto.

—No ponemos objeciones —aseguró el hombre—. Tome tantas fotos como quiera.

—¿No le molesta? —preguntó Bentley, confuso.

—En absoluto.

Bentley se volvió y anduvo hacia la puerta de servicio. Mientras lo hacía, distraídamente dio un puntapié al bote de cerveza, que salió volando, perdiendo líquido por el agujero.

Sobre la mesa de la cocina había tres cámaras, que había estado revisando antes de salir a preparar la carne. Cogió una y estaba a punto de salir cuando se acordó de Molly. Quizá sería mejor informar a Molly de aquello, se dijo. El tipo había dicho que todos venían del futuro y, si era cierto, sería bueno que Molly estuviera en el asunto desde el principio. Naturalmente, no creía una sola palabra, pero era sumamente divertido, a pesar de lo que estaba sucediendo.

Descolgó el teléfono de la cocina y marcó el número sin dejar de refunfuñar. Estaba perdiendo el tiempo, cuando debía dedicarse a tomar fotos. Tal vez Molly no estuviera en casa. Era domingo, hacía buen tiempo y no había motivos para suponer que la encontraría en casa.

—Molly —respondió.

—Molly, habla Bentley. ¿Sabes dónde estoy?

—Estás en Virginia. Viviendo sin pagar alquiler en casa de Joe mientras él no está.

—No es así. Cuido su casa. Edna tiene muchas flores…

—¡Bah! —se burló Molly.

—Te llamo para preguntarte si puedes venir aquí.

—No —repuso Molly—. Si quieres pasar el rato conmigo, tendrás que sacarme tú.

—No estoy tratando de pasar el rato con nadie —protestó Bentley—. Hay gente saliendo de una puerta en el patio trasero. Afirman que vienen del futuro, de dentro de quinientos años.

—Eso es imposible —afirmó Molly.

—Pienso lo mismo. Pero, ¿de dónde vienen? Deben ser aproximadamente unos mil. Aunque no sean del futuro, hay materia para un reportaje. Será mejor que menees tu trasero hasta aquí y hables con alguno de ellos. Tu firma aparecerá en todos los matutinos.

—Bentley, ¿es verdad?

—Es verdad —respondió Bentley—. No estoy borracho ni te estoy engañando para que vengas aquí y…

—De acuerdo —respondió—. Salgo ahora mismo. Será mejor que llames a la oficina. Esta semana Manning tuvo que hacer la guardia del domingo y no está muy contento, conque ten cuidado cuando le hables. Tal vez quiera enviar más gente ahí. Si no es una broma…

—No es una broma —aseguró Bentley—. No estoy tan loco como para jugarme el empleo.

—Hasta luego —dijo Molly. Colgó.

Bentley había comenzado a marcar el número de la oficina cuando oyó abrir la cancela.

Echó una ojeada y vio que había entrado el hombre alto.

—Le ruego que me disculpe, pero ha surgido un problema de cierta urgencia —explicó el hombre alto—. Algunos niños necesitan usar el baño. ¿Sería demasiada molestia…?

—Están ustedes en su casa —respondió Bentley, indicándole el baño con el pulgar—. Por si le interesa, hay otro en el primer piso.

Manning respondió al sexto timbrazo.

—Aquí tengo una noticia —le comunicó Bentley.

—¿Dónde es aquí?

—En casa de Joe. Es donde estoy viviendo.

—Pásamela.

—No soy periodista —dijo Bentley—. No es cosa mía tener reportajes. Me limito a tomar fotos. Es algo importante, podría cometer errores y no me pagan para aguantar broncas.

—De acuerdo —replicó Manning con desgana—. Buscaré a alguien y lo enviaré. Procura que valga la pena, pues es domingo y habrá que pagar horas extraordinarias.

—Tengo mil personas en el patio de atrás, salidas de una puerta extraña. Dicen venir del futuro…

—¿Dicen venir de dónde? —gritó Manning.

—Del futuro. De dentro de quinientos años.

—Bentley, estás borracho…

—Conmigo no discutas respondió Bentley. No voy a pelearme por eso. Ya te he dicho lo que hay. Haz lo que te dé la gana.

Colgó y tomó una cámara.

Una procesión de niños, acompañados por algunos adultos, entraban por la puerta de la cocina.

—Señora —dijo a una de las mujeres,— hay otro en el primer piso. Será mejor que hagan dos colas.