Capítulo XII

No se sabe más de Pedro Saputo. Suerte de Morfina, de los padres y de Rosa y Eulalia

H qué infeliz es el hombre, que no quiere entender que la alegría es anuncio de penas, la mucha prosperidad, el rostro irónico de la desgracia y el día de la satisfacción, la víspera del dolor y del mayor golpe de la suerte! ¡Qué infeliz el que esto no entiende o lo olvida! Traiciones más bien que favores parece que sean las glorias de este mundo; alevosías, ardides y emboscadas del mal, cayendo siempre en ellas necia y confiadamente para espantarnos luego de la mudanza y maldecir de nuestra estrella y de la vida. ¡Nuestra estrella! ¿A qué llamamos estrella? No hay estrella, sino, hado, suerte ni fortuna, que la manifiesta soberana Providencia que hace lo que quiere de nosotros y de nuestras cosas, valiéndose unas veces de nuestros mismos vicios, otras de nuestras virtudes; unas, de nuestra prudencia, otras, de nuestra temeridad; y otras obrando sin tener ninguna cuenta con lo que nosotros somos, o hacemos o ponemos de nuestra parte. ¿Qué familia más dichosa y merecidamente feliz que la de don Alfonso? ¿Qué satisfacción como la de juntarse al fin tantas personas, tan amadas entre sí, tan excelentes y tan dignas también de aquella felicidad? Pues oiga el lector en qué vino a parar todo muy aprisa.

Un mes hacía que Pedro Saputo había salido de Zaragoza, y aún no se sabía de él; ni se supo en dos ni en tres más que pasaron. El padre escribió al virrey, éste, al ministro; y ¡cuál fue su espanto al recibir una carta autógrafa de S. M. en que le decía, que siempre había deseado ver a Pedro Saputo, y que en efecto pensaba llamarle, pero que nada sabía de su llamamiento, no había dado orden a nadie que le hiciesen venir! Escribió inmediatamente a don Alfonso; presentóse éste en Zaragoza, y al ver lo que pasaba, pensó caerse muerto. El virrey se llenó de inquietud y pesadumbre, ya por lo que pudiera haber sucedido a Pedro Saputo, ya porque se podría sospechar que había tenido parte en el engaño. Alentó en fin a don Alfonso, le aconsejó fuese a la corte y se presentase a S. M.; y lo hizo el buen caballero. Mas el rey, tan afligido como él del caso, y ofendido y altamente sentido de que se hubiese tomado a su nombre para un hecho tan atroz como parecía ser, hizo practicar exquisitas y continuas diligencias por espacio de dos meses, y ninguna luz se pudo adquirir del suceso. Entonces don Alfonso inclinó la cabeza a su desgracia, besó la mano al rey, que lloró con él al despedirle, y se volvió a Aragón a su casa.

Todos con tan funesta nueva cayeron en la misma aflicción y abatimiento; y como en él era el dolor más antiguo y su corazón más fuerte asimismo, tuvo aún valor para ir a ver a Morfina. Ella, cuando le vio llegar solo, pálido y como dudando saludarle después de tanto tiempo que carecía de noticias, sospechó su mal y le dio un desmayo. Vuelta en sí, la llevaron a la cama e hicieron cuanto en semejantes casos se hace con personas muy queridas. —Ya no le veremos más, decía don Alfonso… —¡Ay, don Alfonso!, queredme mucho, que yo también os quiero. —Hija, le respondía él, os quiero como a mi hijo. —Sí, sí, decía ella; ¡llamadme así, llamadme hija, tratadme como a hija, habladme como padre, porque ya no sonará otra voz de consuelo en mis oídos! Ocho días se detuvo allí don Alfonso, porque por una parte no sabía dejar a Morfina, y por otra deseaba volver a su casa en donde acaso había más necesidad de su presencia. Fuese pues, diciendo a Morfina que mientras de cierto no supiesen lo que era de él, no debía desconfiar, pues tenía la costumbre de no escribir cuando estaba de viaje. Morfina contestó meneando la cabeza, y dando a entender con esto que no era ahora lo mismo que en otro tiempo. Bien lo conocía don Alfonso, y él no lo creía; pero ¿qué había de decir a aquella infeliz? Y también se engañaba a sí mismo todo lo que podía.

La semana siguiente fueron a verla Juanita y su marido y estuvieron seis días. Volviéronse y continuando los correos diarios entre las dos familias, le hizo al cabo de un mes otra visita don Alfonso, y se la trajo a su casa acompañándola también su hermano don Vicente. ¡Qué abrazos! ¡Qué lágrimas!

Pero, ¿quién lo diría? La más serena de todos fue la madre; y era que estaba acostumbrada a que desde niño se fuese los meses y los años y a no tener nuevas de él, y le parecía que también ahora era lo mismo, no haciendo caso de la fingida carta del rey ni de lo que todos sospechaban y lloraban. Un poco se conmovió al verse abrazar de Morfina que le dio el título de madre, y lloró también con ella; pero siempre era la que menos afligida estaba porque era la que menos creía en su desgracia.

Los primeros días aún parece que se distraía Morfina un poco de su dolor, pero pronto empezó a decaer hasta que del todo vencida se quedó un día en la cama para no levantarse más. Como todos lloraban, como no había en la familia una persona indiferente, y Paulina que vino, aumentó aún el desconsuelo general si era posible, porque no hizo sino llorar, la pobre Morfina fue acabando muy aprisa. Y una mañana viéndose rodeada de todos, los miró, cerró un poco los ojos, y luego volviéndolos a abrir, exclamó con un profundo sentimiento: ¡y no le hemos de ver más…! Y se le apretó el corazón de modo que le dio un desmayo del cual no volvió, expirando en los brazos de don Alfonso y de Juanita que, hecha un esqueleto de flaca, pero en pie con fortaleza invencible, la asistió constantemente sin apartarse de su cama hasta que la vio expirar, hasta que le cerró los ojos; diciendo de ella, luego que la conoció, que no hubiese creído podía haber una mujer tan perfecta en el mundo. Porque sus ojos, si decirse puede de una mortal, eran verdaderamente divinos, llenos de sensibilidad e inteligencia, y habiendo en ellos, a juicio de la misma Juanita, más meditación aún y profundidad que en los de Pedro Saputo, y templando sus miradas con una suave ternura que subía del corazón y regalaba y deshacía el de quien la miraba. Sus movimientos, aunque naturales, tenían mucha nobleza, y su gracia en todo era extremada, su gesto afable y sereno, su habla encantadora: en una palabra, no parecía nacida en la tierra.

La muerte de esta infeliz fue como la señal y anuncio de las que muy pronto habían de seguirse: fue Juanita la primera que murió de parto a los cuatro meses. A ella siguió don Alfonso dentro del año, de un carbúnculo en el pecho. La madre, sin su esposo y una nuera tan apreciable y amante, se quiso ir a Almudévar, pareciéndole que allí viviría menos afligida: y aunque lo sintió mucho don Jaime no se opuso al viaje de su madre política, y la acompañó y la visitó después con frecuencia.

En Almudévar descansó un poco de su aflicción, pues al principio le pareció que volvía a su antiguo estado de pupila con el hermoso y noble hijo de su amor. Mas también se pasó presto este engaño de su imaginación; y aunque no podía persuadirse la muerte de su hijo, y por más que Eulalia y Rosa no la dejaban, esmerándose a porfía en servirla y contemplarla, fuele cargando la tristeza, luego la melancolía, y a los cuatro o cinco años murió llorada de todos y más especialmente de aquellas sus dos hijas, como las llamaba.

Tampoco ellas no creyeron de presto la desgracia de Pedro Saputo; pero al fin rindieron su esperanza; y después se ayudaban y esforzaban, pasándolo juntas continuamente y hablando de Pedro Saputo; y ni se casaron, despreciando todos los partidos que les salieron, ni pensaron en meterse en claustro, que era en lo que entonces solían parar las doncellas desengañadas. No se hicieron viejas, pues murieron con un año de diferencia, primero Rosa, y después Eulalia, a los ocho de la muerte de la Pupila, y dejando en vida la una a su viuda madre, y la otra a su padre y a su madre, que era la madrina, aquella madrina tan buena y tan enamorada de su ahijado.

Don Jaime, el hermano de Pedro Saputo, se volvió a casar, y sólo conoció lo que había perdido en su primera mujer, cuando experimentó lo que era la segunda. Bien que como hombre de menos temple que otros, se acomodó a vivir y a no morir sino de viejo. Paulina ya no volvió más a aquel lugar; y sí fue una vez a ver a la Pupila a Almudévar. Visitábala a menudo don Jaime, y la instaba que viniese, pero le respondió desde la primera vez, que el cielo sin Dios y los santos no sería cielo; que su aldea había sido el cielo y la tierra y dejado de serlo para siempre; y que no se cansase en hacerle instancias, porque no iría ni aun con el pensamiento, si podía de allí apartarlo. Pero él, como también sentía soledad en su casa, volvía siempre y porfiaba en lo mismo; y siempre para llevar la misma respuesta.