Capítulo IV

Llega Paulina. Casamiento de los padres

N reparo estoy viendo que pondrán algunos a esta ilustrísima historia o biografía (no pintoresca por Dios, que malditos sean toda la turba de faramallas pintorescas de nuestra edad, pues hasta el último sacramento de la Iglesia con sus ministerios nos darán al fin pintorescos); digo que un reparo, si caben en este libro, estoy temiendo me pongan, y le quiero satisfacer por quitar dimes y diretes. Por ventura parecerá a algunos que Pedro Saputo encontraba muy dócil y afable al bello sexo. A lo cual no responderé yo por ser parte apasionada; sino que quiero que respondan por mí las mujeres de esta era, que son las mismas de entonces, pero con un poco más de recato, y aun de virtud si me apuran; verdadero recato digno y verdadera virtud; pues siendo más libres para dejarse hablar y tratar de los hombres, no las veo más desenvueltas. Porque es de saber, que en aquel tiempo esto de las visitas y tertulias no se usaba tanto y había más etiqueta; y sobre todo muchas rejas y celosías, mucho encierro, muchas dueñas, y poco ver la calle. Por consiguiente, las doncellas se criaban más miedosas y dengueras; y los jóvenes tenían que volverse brujos para tratar sus amores con ellas. Pero en cambio, porque en este mundo no hay cosa que no le tenga (si no, había de morirse de rabia) contra las dueñas, las rejas, y el retiro, estaban las terceras, las Celestinas, los jardines y los galanteos admitidos; y tal vez las mismas dueñas servían en el oficio. Y como la misma sujeción hacia las niñas más arriscadas, eran las ocasiones más fuertes, buscándolas con todo el peligro y ceguedad de las pasiones, cuando se enamoraban de un hombre que creían de confianza (¡y el amor los cree todos!), entregándose a su solo honor y palabra. ¿De qué es causa la privación? De exceso en el uso de la libertad cuando se logra, y de los objetos de que se nos priva. Pues ahora aplique el lector el refrán, y mire si lo que ha leído en este libro es o no conforme a él y a la verdad de la experiencia.

A más de esto se ha de tener presente que Pedro Saputo era muy galán, muy gracioso y seductor, amable, discreto y bien hablado. ¿Y no es verosímil tanto favor en las mujeres? ¡A que sí, por vida mía! Del cual, sin embargo, no abusó, como se ve en diversas ocasiones en que todo se le ofreció vencido y en la mano. ¿Queda satisfecho el reparo? Pues vamos adelante.

Con efecto, la que llegó (como iba diciendo) era Paulina, que con gran temor y sobresalto y sin más acompañamiento que un criado viejo de su casa se puso en camino apenas recibió la esquela. Y dijo a su amiga al saludarse al pie de la escalera: —Dime lo que hay, porque no hago sino imaginar desdichas todo el camino, y cuando he llegado al ver la casa me ha dado un vuelco el corazón y me late como si le tuviera azogado. —No tanto, no tanto, respondió Juanita; sosiégate; lo que hay es que ahí dentro está nuestro amigo Pedro Saputo; pero ¡Dios mío! ¡Cuando te lo diga! Y en esto acabaron de subir y se entraron en un cuarto. —No me hagas penar, dijo Paulina, porque vengo llena de confusión y desventura. —Y te he dicho que sosiegues, respondió Juanita; nada de lo que piensas; no es eso lo que ocurre. ¡Jesús, qué cosas!, estoy aturdida, no sé lo que me digo ni lo que me hago; se ha descubierto, que es hermano mío. —¡Hermano tuyo!, dijo Paulina muy espantada. —No así a secas hermano mío, continuó Juanita, sino de mi marido, que es lo mismo; es hijo de mi suegro; hijo de mi suegro, sí; ¿qué te parece? ¡Y no haber caído nosotras nunca en la semejanza! Porque ya verás, se parecen mucho. ¡Qué ciegas hemos estado!, (y le contó la historia de su suegro). Acabado que hubieron de hacer pasmos y admiraciones entraron en el cuarto, y se aumentó con la llegada de Paulina la satisfacción de aquel día.

Fuese empero al siguiente prometiendo volver con su marido. El padre llamó de nuevo a sus hijos y les dijo cómo pensaba traer a casa a su nueva y primera esposa, cumpliendo con las leyes en cuanto a las formalidades públicas y usos de la Iglesia: que a Pedro, como el hijo segundo, le destinaba los bienes libres y algún dinero para fundalle casa; y que sin aguardar más, si les pareciese bien, tenía determinado ir con Pedro Saputo a Almudévar a ver a su señora. Todo pareció bien a los hijos; y Pedro le dijo que la fortuna le había sido favorable, pues los caminos que vería en la relación de su vida había allegado un caudal de diez a doce mil escudos; y que por lo tanto no había para qué desmembrar o disminuir notablemente el patrimonio. —Eso, respondió su padre, no lo debes a nadie, e yo tengo obligaciones que cumplir contigo. Harto les quedará a tus hermanos. Y pues dices que no se le ha de avisar a tu madre, porque nunca lo has usado, vamos a vella que es lo más urgente.

Fueron y procuraron llegar a Almudévar entre dos luces. La madre al oír caballos a la puerta bajó como acostumbraba a recibir a su hijo no dudando que fuese él con algún amigo. La saludó y abrazó Pedro Saputo, y pidiendo una luz para el criado de los caballos se subió con su madre de la mano, y detrás seguía el nuevo huésped sin decir nada después de haberla saludado muy ligeramente a la primera vista. Cuando estuvieron arriba se entraron con una bujía en el cuarto, y levantando Pedro Saputo la luz entre los dos, dijo a su madre: —Mirad, señora madre, a este caballero. Había procurado don Alfonso vestir un traje igual en lo posible al que llevaba cuando estuvo allí y se desposó con ella; y le miraba, y parece que buscaba su memoria, y le iba reconociendo; y al advertir don Alfonso que le tenía casi del todo conocido, por la alteración que se notaba en su semblante, dijo: —Sí, soy yo; y le acabó de conocer, y cayó desmayada, sosteniéndola su hijo y ayudándole don Alfonso. Volviéronla en sí, hiciéronle beber un poco de agua; y le dijo Pedro Saputo: —Serenaos, señora madre; don Alfonso López de Lúsera, mi padre y señor, viene a fenecer vuestra larga y cuita y esperanza. —Sí, señora, continuó don Alfonso; yo soy el que se desposó con vos en este mismo cuarto; que al fin he podido cumplir mi deseo de abrazar a mi hijo Pedro y a vos después de tanto tiempo. Más despacio os diría vuestro hijo y mío, pues le he contado la historia, e yo os la repetiré gustoso cuantas veces quisiéredes, como me ha sido imposible hasta agora mostraros y acreditaros que nos os engañé en cuanto estaba de mi parte. Serenaos, por Dios; mirad que somos vuestro esposo y vuestro hijo.

A todo esto nada respondía la infeliz, embargada del gozo que había inundado su pecho. Y temiendo el hijo algún funesto accidente le hizo beber agua de nuevo y la distrajo diciendo: —Ea, tomad la mano de mi señor padre. Y no olvidéis que vinimos hambrientos y esperando una buena cena. Inclinó un poco la cabeza de su madre, y después de apretar la mano a su esposo, se arrojó en los brazos del hijo llorando y sollozando con grande ímpetu como si fuese la última hora de su vida. Alegráronse los dos de que así prorrumpiese, pues había vencido la opresión echándola del pecho con aquellas lágrimas y sollozos. Volviéronla a sentar más aliviada, y levantando la cabeza para mirar a don Alfonso dijo: —¡Veinticinco años!, y lloró de nuevo. —Muy bien, muy bien, dijo Pedro Saputo; desahogad vuestra congoja. —¡Veinticinco años!, tornó a exclamar: ¡Ah, don Alfonso, que aun el nombre no me dijisteis! —Pero vivimos los tres, respondió el hijo; dad gracias a Dios, que nos hemos encontrado y conocido. Y por ahora, yo como a hijo, os ruego, padres y señores míos, que cesen las lágrimas y los recuerdos, y más las quejas por cariñosas que sean, porque tiempo os queda para ellas; y agora no son ya más del caso.

Fuéronse poco a poco serenando, y don Alfonso quedó muy pagado de ver aquella pobre y humilde pupila de otro tiempo en un estado de tanto decoro. El cuarto, aunque el mismo donde estuvo, parecía de una persona principal por los muebles y las pinturas que le adornaban; de modo que no le pesara de que hallasen presentes su hijo mayor y Juanita.

En dos días fueron padre e hijo a Huesca y volvieron con los despachos de la curia eclesiástica, si bien entonces no eran estas diligencias de tanto escrúpulo como agora, ni menos reñían los ordinarios por si la novia o el novio son tuyos o míos. Celebróse en forma el casamiento, y el segundo día por la tarde se presentaron de repente Juanita y su marido y quisieron ver a los padres en su casa de Almudévar, y aumentaron la alegría de todos. Juanita se hizo muy amiga de Eulalia, y a Rosa la abrazaba con todo el cariño de hermana. Volviéronse a los tres días para preparar el recibimiento.

Una semana después los siguieron los padres con Pedro Saputo, llevándose para unos días a Rosa, y quedando Eulalia huérfana de amores y cariños y tan triste como es de creer viendo mudado su cielo. Acompañólos todo el pueblo a la salida, y no cesaba con vivas y ademanes de júbilo de dar la enhorabuena a la virtuosa y de tantos modos dichosa pupila, que al fin cobraba su honra y se miraba levantada a la clase de señora, casando con tan noble caballero. Don Alfonso veía con una satisfacción inexplicable aquel amor que el pueblo manifestaba a su esposa e hijo, y se llenaba de consuelo, agradeciendo tanto favor con palabras muy corteses y afectuosas. Avisados Juanita y el hijo mayor del día y hora en que llegaban, había dispuesto aquélla un recibimiento digno de su discreción y como es pensar no faltó Paulina en ocasión tan solemne.

Describir el contento y gloria de aquella casa es imposible; tantas y tales eran las personas que se juntaron, y por tantos y tales casos de fortuna se reunían y formaban una sola familia. El segundo día en la velada quiso Pedro Saputo darles un buen rato, y mostrar a su padre lo que sabía hacer en la música. Tomó el violín, y dijo: —Historia de mi madre; su vida antes de ver a mi padre. Y tocó en estilo muy sencillo, y haciéndole sentir muy claramente, su vida y faenas, su natural alegría, su constante propósito de no casarse diciendo de no a todos los pretendientes. Luego dijo: visita de un caballero… mi señor padre: Vino después su aflicción creyéndose burlada, y lo que sucedió en su nacimiento. Y por no alargarse vino de ahí al casamiento haciendo llorar otra vez a su padre, y a la misma madre de ternura, cuando dijo: la escena del cuarto. En la cual se entretuvo más porque quiso expresarlo todo. Y concluyó con la llegada y recibimiento de la víspera, que ya entendieron mejor los demás oyentes.

Asombrado se quedó su padre de ver tanta habilidad, tan sublimes ideas y frases tan patéticas; un lenguaje, en fin, completo por medio de los tonos y la forma de los sonidos (si así se puede decir), con la armonía y expresión tan perfecta de las pasiones y de los afectos. Y como sabía que nadie le había enseñado, le miraba y no acababa de creer lo que veía; y aun a los demás, aunque con menos inteligencia, les sucedía lo mismo. Rosa, la inocente Rosa, estaba elevada oyendo aquella música, y ni oía ni tenía otra cosa, ni sentía la vida sino en el oído y en el corazón. Todos repararon en ella; y no dejó Paulina de dar en alguna malicia, pues dijo en voz baja a Juanita: —Agora sí que veo que concluyeron nuestros amores. Esa linda amable niña, quizá sin advertillo, está enamorada del que llama su hermano. ¿Ves que no mira sino siempre a él, que con la vista sigue todos sus movimientos, y en saliendo él a otra parte, no sosiega? ¡Qué candorosa! ¡Qué pura! ¡Qué encantadora! ¡Pero qué apasionada está la pobrecilla! —Pues aún hay otra en Almudévar, respondió Juanita, más capaz que ésta de ganarnos el juego si por jugar estuviese; porque ésta enamora sólo, y aquélla enamora y domina. Yo los días que estuve allá quería a las dos, pero la otra me aficionó a su trato de modo que si no la tenía conmigo me parecía que todo me faltaba.

Un mes tuvieron allí a esta donosísima niña, sin que ella pensase casi en Almudévar; pero vino su padre a buscarla porque su madre estaba próxima al parto, y otra hermana que tenía no era capaz del gobierno de la casa. Lloró la infeliz al ver disponer su viaje, y nadie lo extrañaba porque sabían lo que quería a Pedro Saputo y a su madre; ni ella tampoco se reprimía ni disimulaba. Dijo por fin ya un poco serena: —Yo pensaba que estaba en mi casa. —Pues en tu casa estás, le dijeron todos; sí, sí, en tu casa y en tu familia. —Pues tengo dos, contestó ella, con mucha gracia, y ahora me necesitan en la otra. —Bien, hija, bien, dijo don Alfonso. Y Juanita corrió y la abrazó con mucho afecto. Mas Pedro Saputo, que sabía mejor que nadie la verdadera causa de sus lágrimas, se levantó y dijo: —Mira si eres de esta casa y familia, que para que no te separes del todo de ella en lo posible, o veas que arrastras una parte contigo, te acompañaré yo hasta Almudévar. ¡Oh, qué satisfacción le causó la noticia! Arrebolóse su alma, y bañó su semblante de un esplendor que la paró más hermosa y amabilísima. La acompañó en efecto, y se detuvo allá ocho días.