Capítulo III

Relación del padre de Saputo

O, hijos míos (dijo), tuve en mi juventud una vanidad que me ha costado muy cara, pues me quitó la felicidad de la vida, sin sacar de ella por contrapeso otra utilidad que desengañarme de la virtud de las mujeres. Mas no creáis por eso que las condeno o que siento mal de ellas; no pueden ser de otra manera. Aun más: ni convendría que lo fuesen si no se mudaba enteramente el orden de causas en la inclinación que se tienen los dos sexos. También admitiré excepciones si se me piden; o al menos dejaré en su opinión al que las defienda.

Había llegado el término de mis libres entretenimientos en cuya edad, sin embargo, no causé ningún escándalo ni di lugar a feos rumores; pensaba en tomar estado; mas ninguna de las jóvenes que había tratado o conocía me pareció digna de llamarse mi esposa. Mi padre me había dicho que el suyo, es decir, mi abuelo, fue hombre muy sabio y que le habló muchas veces de la condición de los caballeros, de la diferencia de los tiempos, de la mudanza de las costumbres, del olvido de los usos antiguos, todo por causa que ya no estaba en manos de los hombres detener, y cuyos efectos serían aún mayores de sí mismos y por el solo curso de las cosas, porque en un siglo había corrido mucho el mundo y mudándose de modo que no se conocía. Que por consiguiente el hombre que sabía descostarse del vulgo juzgando sanamente de las cosas, y tenía valor para obrar conforme a la razón venciendo las falsas opiniones recibidas, no debía fundar la felicidad en causas ajenas y tal vez contrarias al orden y fin de la naturaleza. Y entre otras muchas consecuencias que de estas reflexiones sacaba, aplicándolas al estado particular de cada uno, decía que en la mujer para casarse no se debía buscar sino dos cosas, talento y agrado; y del nacimiento decía que sin despreciallo de ningún modo, no era de las primeras causas que contribuyen a hacellas más o menos dignas. Así es que mi padre imbuido de estas sabias máximas se casó con una labradora hija de una familia honrada, sí, pero casi pobre, y fue muy feliz con ella; y lo fuimos sus hijos también, porque era mujer muy amable, y solícita y advertida en todo. Y a mí me decía que si me parecía bien una mujer plebeya, no reparase en preferilla a otra de nacimiento, si por sus prendas solas y puramente personales no fuese tan digna como aquélla.

Confieso que esta filosofía de mi padre y de mi abuelo me parecía un poco irregular; pero observando lo que pasaba en muchos matrimonios veía que era la verdadera; y con todo me repugnaba, y aun casi me deshonraba, de vella en mi casa. Ofreciéndoseme en esto un viaje a Zaragoza, y de allí pasar a Huesca, a Casbas y otros pueblos, y no teniendo en Almudévar ningún conocido y acosándome el frío pedí posada a la primera persona que encontré en la calle. Era una muchacha de una presencia agradable que entraba en una casita que me pareció convenía al traje y aire modesto de la persona. Quería sólo pasar un rato; pero la voz de aquella joven, sus respuestas y palabras, siempre naturales, siempre atentas y aun discretas, me detenía y me hacían contar las horas por minutos. Pasóse el día; la mañana siguiente continuó el temporal, y me alegré interiormente, y le dije que si no le era molesto no me iría con aquel mal tiempo. Ella, con una gracia que acabó de prendarme, respondió: «el mal tiempo, señor, le tiene vuestra merced en mi casa; y no en el campo o por los caminos; pero pues a vuestra merced… no se lo parece, lo mismo será engañarse que estar bien en realidad. Ya dije a vuestra merced ayer, que sólo siento no podelle hospedar como desearía; lo demás es cuenta de vuestra merced que lo padece». Esta respuesta, como digo, me encantó de manera, que pasé todo el día observando sus ademanes; y acordándome del consejo de mi padre dije entre mí: a esta muchacha en dos meses la educo yo y levanto a la dignidad del porte que le corresponde en mi casa; es discreta, dócil, naturalmente graciosa y afabilísima; honrada también y cuanto puedo juzgar, y me parece que no me engaño, honesta y recatada. Su apellido ha tenido lustre en Aragón, y no hará disonancia al mío. Ésta es, pues, mi suerte; sigo la filosofía de mis buenos padres y abuelo. Y por algo también me ha traído la Providencia a esta casa. Llaméla entonces, y haciéndole primero algunas preguntas, le dije: no temáis, soy caballero; vuestra virtud merece un premio, y voy a daros el mayor que puedo. Soy libre, miradme; y si no os parezco mal, dadme la mano y sed mi esposa. Ella se turbó, como era natural, y temblaba; yo le tomé la mano, se la apreté y le pregunté: ¿me la dais como yo os la pido?, y respondió llena de agitación y sin poder casi pronunciar las palabras: sí, señor. Me detuve aquel día y parte del siguiente, y continué mi viaje.

Salí de su casa, feliz, glorioso, y mudado en otro hombre. No quise ir a Huesca, sino que me vine vía recta a casa a decir a mi padre lo que había hecho; cuando al llegar me entrega una carta que hacía dos días me aguardaba, en la cual la difunta me decía: «Tengo noticia que has vuelto a Zaragoza, y ya me moría de pena, y más pensando que hace seis meses que no te has dignado venir a verme. Sabe que tu última visita me ha puesto en un estado que yo no puedo ocultar. Si dentro de tres días no vienes, lo descubriré todo a mis padres que ya andan sospechosos; o me corto el cuello o hago desatino, porque estoy desesperada y no puedo disimular más, no haciendo sino llorar y dar a entender mi desgracia».

Figuraos lo que pasaría en mí con esta nueva tan a deshora llegada. Mi padre al verme sin color y sin voz me preguntó qué era, e yo le di a leer la carta. Leyóla y me dijo: Siento tu disgusto y el de aquella familia; pero todo tiene remedio, si no es mala elección que has hecho, porque el carácter de esa muchacha le dará mal genio y será poco amable de cerca, a no domalla desde el primer día. Ha tenido muy mala educación, o por mejor decir, no ha tenido ninguna; hanla criado a la soberbia y sólo sabe ser soberana, que es, impertinente y necia; y el no ser fea no compensa estos defectos. —Por humillar su soberbia, dije entonces, la quise enamorar de esta manera sin estar yo enamorado de ella. —Pues has sido ignorante, me respondió mi padre; la soberbia del carácter, la altivez del genio, la vanidad y el orgullo, no tienen que ver con la sensibilidad del corazón, si hay honor en el hombre y no ha de publicar aquella flaqueza. Disponte a ir allá; por mi parte estoy resignado a vella de nuera en mi casa, aunque tendremos trabajo con ella.

Partí aquel mismo día; y a poco más de la mitad del camino topé con un hermano de ella que venía a buscarme. Paróseme delante y muy grave me pregunta: —¿Adónde vais, don Alfonso? —A vuestra casa, le respondí. —¿Sabéis lo que pasa en ella? —Lo sé y a eso voy. —Pues vamos. Y sin hablar más palabras en todo el camino llegamos allá. Su padre, hombre un poco duro y áspero, porque la soberbia era innata en aquella familia, me recibió con seriedad, me llevó al cuarto donde estaba su hija llorando, y sin preguntarme nada, sin prevenirme ni decirme nada, me tomó del brazo, me presentó a ella y dijo: —Aquí tienes a tu esposa; dale la mano. Yo le alargué la mano, ella me dio la suya, y dijo el padre: acábense los lloros, o al menos llora con quien ha de consolarte y no conmigo. Yo al vella tan humilde, tan confusa y avergonzada, le dije: —Ten buen ánimo, Vicentita; esta mano es tuya, y este brazo tu escudo. Hoy he de comer contigo en la mesa, y no he de ver correr más lágrimas de esos ojos. Por abreviar; aquella misma noche se arregló todo, y a los seis días caminábamos ya hacia esta casa unidos legítimamente.

Yo, sin embargo, no podía olvidar a tu madre; siempre estaba allá el pensamiento; pero cuando supe que había dado a luz un niño, pensé dar al traste con mi resignación y echarlo todo a barato. Hube de conformarme empero con lo que no tenía remedio, y pretextando no sé qué fui a Huesca, me presenté al señor obispo y le dije lo que pasaba, para suplicarle al fin, como lo hice, que con gran recato y mucho secreto, y valiéndose del cura del pueblo a quien nada se le había de revelar y sí encargar no dijese por qué ni dónde, procurase asistir a tu madre y al hijo, no con mano tan larga que moviese la curiosidad del pueblo, o de un modo poco disimulado, sino con circunspección y prudencia, y haciendo que era favor que ella y el niño merecían; o tomando ocasión de una fiesta; de algún suceso público, de las gracias mismas del niño. Y le dejé mil escudos de plata, mandándoles otros mil a los cinco años. Así se hizo y así procedimos hasta que tú supiste volar; y te ibas y venías del nido a tu cuenta, y campabas por tu respeto; que fue cuando concluiste de pintar la capilla del Carmen. Por el señor obispo supe que la pintabas, y fui a verte y estuve en la capilla como uno de tantos curiosos. Así es que me pareció conocerte, y al fin no dudé que eras tú, disfrazado de estudiante, hallándome casualmente en Berbegal cuando pasasteis, y bien podrás acordarte que de una sola mano hubisteis treinta y seis escudos de plata, y no supisteis de quién venían.

—Me acuerdo, me acuerdo, respondió Pedro Saputo, de ese rasgo de liberalidad; pero estuve bien lejos de imaginar que fuese de mi padre. —Yo pues, continuó don Alfonso, cuando te vi tan aventajado y listo, y que desde niño te llamaban Pedro el Sabio, dije: éste ya no me necesita; ni yo debo hacer más por ahora; a su tiempo será otra cosa. Y desde entonces (no olvidando nunca tu derecho) te encomendé a la providencia, y sólo procuré saber si madre e hijo vivíades, lo cual la misma fama de tu nombre me lo decía. Agora he quedado libre y desde luego determino cumplir mi obligación con tu madre y contigo; y a eso me disponía cuando no sé cómo te has presentado aquí para abrir más fácil camino a este trato, en el cual, Juanita y tú, Jaime, espero no me negaréis vuestra aprobación y consejo. —Yo, respondió Juanita, admito, recibo y abrazo de corazón a este nuevo hermano que me encuentro, y a su madre por mía y por señora en esta casa, así como confieso que si hubiérades pensado en darme otra, quizá lo sintiera más de lo que podría sufrir buenamente. Su marido (el hijo mayor de don Alfonso) dijo lo mismo, y añadió que en lo demás el padre haría lo que quisiese, aprobándolo y dándolo todo por bien desde aquel punto. El padre entonces rebosando amor y consuelo del corazón, abrazó a los tres; y pasadas las demostraciones y satisfacciones primeras de aquel tan extremo caso, dijo el padre a Pedro Saputo: —Agora, hijo, te toca a ti. Quiero que otro rato u otros me cuentes muy por menor y de espacio tu vida, tus travesuras, tus aventuras, que no dudo serán muchas y peregrinas. —Creo que sí, dijo Juanita; dignas serán de saberse, porque según la fama, y aún no debe de decirlo todo, ha de haber cosas muy extraordinarias y gustosísimas de oír en la vida de vuestro hijo y nuestro hermano. Pero para eso, tiempo queda; y cata que oigo caballo o mula a la puerta, y me da el corazón que es mi amiga Paulina a quien escribí que viniese. Voy a recibilla. Mirad hermano, dijo a Pedro Saputo, que no contéis lo que yo he de tener curiosidad de oír, y habríades doble trabajo. No necesitaba él esta advertencia, que entendió muy bien, y caló el pensamiento de Juanita, pues no había de ir a contar las bellaquerías del noviciado ni otras después de aquéllas.